Martha Luisa Hernández Cadenas: Homemade
Miñuca es una artista, y es una gran artista porque sus decisiones no son utilitarias, se anticipa a los miedos con pícara originalidad. Ella cree en el beneficio de la actuación como umbral: en el cine, el papel, las palabras.
Me siento a gusto cuando visito a Miñuca y Fernando Villaverde. Además de divertirme con la conversación, o enfurecerme por el ostracismo al que estuvo condenada su obra, respiro un poco de aire de siglo XX en La Habana, España, París, New York o Miami. Aire de un ser cubano que imitamos o repelemos. Aire con el que gozo con frases y fantasmas que hacen su aparición. Lo que más disfruto es aprender de una pasión total por el arte y la vida que conserva intacta la memoria de lo amado en cualquier lugar que este milagro se haya producido.
Eso no excluye a Cuba.
Tengo una relación especial con la impaciencia de Miñuca por compartir lo que está creando. Ella guarda sus dibujos en un rincón de la sala de estar y en una habitación para invitados del piso con balcón interior cerca de La Sagrada Familia, la famosa catedral de Gaudí en Barcelona. Separadas las obras una de la otra por papeles en blanco que riega sobre la mesa mientras expone y comenta las imágenes. Miñuca se asegura de que se conservarán eternamente las escenas shungas de vírgenes excitadas y fluorescentes como la tinta o los ángeles. Se impacienta porque todo en esos recientes “dibujitos” –como les llama–, es rejuvenecedor.
Si trato de recordar la foto de familia que ella me mostró con sus hijas y nietas –aunque todos los rostros se me parecen al de Miñuca muy jovencita, más delgada o más rolliza– es por un tono de celebración que parece ajeno a la mirada corriente, que es la mirada de quienes tienen una máquina clasificatoria. Secretamente, les envidio ese dominio del arte de ser felices manteniéndose siempre asombrados por la programación del Teatro Liceu, por las películas que han visto, o los éxitos de sus nietas.
Es una suerte que Néstor Díaz de Villegas salvara, del enmohecido archivo del ICAIC, parte de la película que nunca se estrenó, Un poco más de azul (1964), en la que se incluía el cuento Elena. Esos minutos brillantes fueron el primer deslumbramiento ante la poética de dos cubanos que nunca antes había siquiera escuchado nombrar. Una suerte de asombro que se repetía años después de que me sucediera con Calvert Casey cuando estudiaba teatro. ¿Quién era ese crítico de teatro que nunca nadie mencionaba? ¿Quiénes eran Miñuca y Fernando, los cineastas a los que nunca dedicaron una retrospectiva?
No es casual que Calvert Casey hablara de El parque (1963), documental dirigido por Fernando Villaverde en el que la vida de una plaza pública incorpora el espesor del impasse político y social. Miñuca escribió la narración con una libertad alejada de cualquier ilustración sobre el espacio o sus personajes: no hay estatuas, solo pura representación.
Fernando comentó recientemente en una entrevista con José Luis Aparicio, a raíz del Festival de Cine INSTAR y la serie esTratos, en el que se programó buena parte de la filmografía de ambos en el exilio, que Casey se fascinó con el documental, y esto me hizo feliz. Fernando, Miñuca y Casey nunca se conocieron personalmente, pero cuando conocí el dato, pensé que quizás había visto actuar a Miñuca en Nuestro pueblito, la obra que dirigió Julio Matas, aunque eso solo fueran conjeturas.
Sé que los tres huyeron de Cuba, prácticamente en las mismas fechas, a Europa.
Para mí, un espectador ideal de Blanca Putica. A Girl in Love (1978) sería Calvert Casey. Ya que se atrevería, sin interés por dominar del todo el arte de la pasión, a destrozarse en ella.
Hace poco Miñuca me obsequió un manuscrito en un sobre amarillo. El personaje, perdiéndose en un paisaje nevado, capturaba toda la emoción que necesitaba entonces. Quise probar el desayuno en una Alemania desconocida, hospedarme en ese hotel recóndito y simular que, con los años, las decisiones más tremendas se vuelven solo relatos.
Me obsesionan las anécdotas que saben intrigarnos con simplezas como un paisaje, un sabor, un gesto o un deseo. Solo escribo sobre estas cosas, y creo en las tramas que nacen cuando el personaje se baja en una estación desconocida, cuando se sabe siempre una extranjera, una forastera, una actriz.
Lo que voy a contar sobre dos películas homemade es una de esas emociones que deberían cuidarse secretamente, pero a veces la vanidad y el entusiasmo crítico pueden (y deben) vencerte.
De la felicidad íntima de este cine, o de los cristales azulosos que rompí sin querer en su mesa y que me aseguraron traerían buena suerte, finjo a veces que sé escribir…
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