Ernesto G.: Crónicas de la Pequeña Habana [Fragmentos]
El maestro
El maestro vino a enseñarme a escribir. Dice que debo aprender ciertas cosas, que soy un niño de tetas, que debo dejar de escribir minirrelatos, que ya es hora de meterme en aguas más profundas. Viene de lejos, montado en una patineta, es un hombre muy viejo con unas orejas enormes, es cubano o dice serlo. Don’t tell us we are not Cuban, reza la campaña publicitaria de Bacardí, como si alguien supiera a estas alturas qué es ser cubano. Yo sí sé, me dice. El maestro quiere que escriba de Cuba, de cuando era pequeño, que narre las desventuras de crecer en el socialismo real, el divorcio de mis padres, los traumas de la niñez, el exilio, la familia desmembrada, la muerte de mi madre, el suicidio de mi padre. El maestro tiene razón, pero soy un cobarde, los cobardes no pueden ser nunca buenos escritores, me dice. Y tiene razón. Me pide un trago de whiskey. Le respondo que no tengo. He ahí tu problema. Un narrador que se respete siempre tiene whiskey en su casa. Le digo que lo mío es la cerveza y el vino. Claro, eso lo explica todo, me responde. Salimos entonces a la licorería de la esquina a comprar una botella. Este barrio es bueno, aquí hay muchas historias, abre las orejas, las mías me han ido creciendo con el tiempo, de tanto escuchar, no creas que las heredé de mis padres. Habla muy alto, casi a gritos, se mete las manos en los bolsillos y saca un billete de veinte dólares y me dice que ponga el resto. Compramos el whiskey y nos sentamos en el piso a beber. Aquí parecemos un par de homeless, nadie nos va a molestar, nos bebemos el whiskey y después nos vamos por ahí a caminar por la Calle 8, a escuchar. Se queda en silencio un rato, como perdido en el recuerdo. Entonces saca del bolsillo del pantalón una gastada libreta de apuntes y se pone a escribir con lápiz. Me ignora completamente cuando le pregunto qué escribe, es como si se hubiese desvanecido el mundo a su alrededor. Me levanto del piso, agarro la botella de whiskey y regreso a casa mientras él sigue escribiendo. Una semana más tarde regresa con una botella de ron y una historia titulada “Por favor, no me digan que no soy cubano”.
1.o de enero
En este año nuevo te van a pasar muchas cosas buenas. El que me toque la mano a mí tiene la vida garantizada. Vas a tomar cerveza como yo, todos los días y a toda hora. ¿Tú no tomas? Ah, bueno, te lo pierdes. Yo na ma tomo Jeinika, en botella. En lata yo no tomo. Si tengo que tomar en lata, no tomo. Jeinika, jeinika, yo no tomo lata. Eso quedó en el pasado. Ando con mi propio abridor que también me sirve de protección, mira, esto es un arma poderosa. ¿De qué parte de Cuba tú eres? ¿De Marianao? Yo era de Marianao, de los Pocitos, estoy aquí desde el 92, vivía en la cuadra de Los Papines, que ahora creo están muertos, esos negros eran unos monstruos con las tumbadoras, y pa ser monstro en la música en Cuba había que ser monstro, eso sí eran músicos, no la pinga que hay ahora. Yo voy a tomar más este año. Quiero seguir tomando, no quiero volverme un gordo así… A las doce de la noche le eché una botella de ron a los muertos y tiré un coco contra el piso, fíjate, que iba pasando un tipo por la calle y dijo cojones qué fue eso, del estruendo que hizo el coco, se impactó en cuatro pedazos. El enyumbe que tenía, ya se fue todo ahí. Me limpié con un huevo. Te va a ir bien este año, te lo juro por mi santa madre que está hecha cenizas. Yo nací de una mujer negra y soy blanco, ¿cómo te cae? Mi padre era español y mírame a mí, ¿cómo te cae? Aché pa mí, aleluya, ya saqué la letra del año, va a ser buena, yo la saco solo, no me reúno con babalaos ni na. Oye, me diste la mano, el que me da la mano a mí el primero de enero, tiene la vida garantizada, aleyuya.
Notas sobre el paraíso
Para los cubanos que salieron de Cuba en los 60, Cuba era el paraíso perdido. Para las generaciones posteriores, incluyendo la mía, Cuba es el infierno del que hay que escapar. Es un paraíso que había cambiado su función, un paraíso transformado.
En «Aforismos» Kafka afirma que fuimos creados para vivir en el Paraíso, que fue diseñado para servirnos. Dice que al ser expulsados nuestro propósito ha cambiado y que ignoramos si esto le ha sucedido al Paraíso también.
Tal vez el Paraíso aún existe en alguna dimensión temporal o espacial que desconocemos. O quizás sea una dimensión atemporal y no física. Es decir, existe pero no puede ser habitado. Estamos por siempre condenados a no vivir en él. Nos toca entonces el exilio
eterno.
Transformación
Franz Kafka ha venido a sentarse en la sala de mi casa de la Pequeña Habana y ha pedido una taza de café cubano. Le digo: Eso es imposible, es un proceso, una metamorfosis a través de la cual el café cultivado en Colombia llega a transformarse en café cubano (transformarse le gusta más a él que la palabra horrorosa que escogieron al traducir Die Verwandlung, así que espero que el gusto conduzca al entendimiento). Kafka se lleva las manos a la cabeza, pide entonces que ponga un disco de Bola de Nieve y sonríe al notar el contraste entre el semblante del músico en la portada y el nombre. De pronto se sienta en una esquina a esperar el café y va desapareciendo hasta convertirse en el aire que inhalo; ahí es cuando me siento a escribir este cuento, taza en mano, mientras Bola canta “Chivo que rompe tambó”, y una molécula de oxígeno se transforma en una historia que rueda desde lo alto de una montaña llamada Kilimanjaro, donde antes fue la piel de un leopardo.
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