Hamlet Fernández: Genealogía del realismo socialista en Cuba

Archivo | Autores | 8 de enero de 2024
©De izquierda a derecha: Nicolás Guillén, Alfredo Guevara y Luis Pavón en sepelio de Bola de nieve, 1971 / Archivo

Excelente el recorrido del ensayista e investigador cubano Hamlet Fernández por esas zonas –artísticas, políticas, intelectuales– que cimentaron el Realismo Socialista en la isla. Iniciamos con este texto nuestro segundo dosier sobre el tema.
Gocen 😉

I. Antecedentes: la herencia del PSP

El 4 de enero de 1969 se realizó una reunión en la biblioteca del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfico (ICAIC), dirigida por su presidente, Alfredo Guevara, para analizar la polémica que tenía revuelto al campo artístico cubano por los premios UNEAC 1968, concedidos a Heberto Padilla en poesía y a Antón Arrufat en teatro. Pero, en realidad, el motivo más apremiante era lo que se estaba publicando desde noviembre de 1968 en las páginas de la revista Verde Olivo, bajo la firma de un autor anónimo. Alfredo Guevara, que ante la negrura del panorama que comenzaba a cuajarse veía en peligro su propia posición dentro del juego, dijo así:

[…] los más importantes críticos militantes del antiguo Partido Socialista Popular; la crítica literaria y artística desde las revistas del Partido Socialista Popular, sin excluir, incluso, a compañeros que hoy militan no solo en el Partido Comunista de Cuba, sino en su Comité Central, como el compañero Juan Marinello, y como la compañera Mirta Aguirre, profesora de la Universidad de La Habana, o como el compañero José Antonio Portuondo, vicepresidente de la UNEAC; compañeros por los cuales se puede sentir el mayor respeto y sobre los cuales se pueden tener las opiniones más diversas, positivas o negativas en cualquier terreno, a título personal, pero compañeros que están en la revolución; estos compañeros son algunos ejemplos, que por estar vigentes podemos hablar con conocimiento de causa; creo que la obra crítica de estos compañeros fue otra forma del terrorismo intelectual durante un período, pero de un terrorismo intelectual con intención revolucionaria y, en mi opinión, totalmente equivocados, es decir, fue una crítica, de los años 30 en algunos casos y en otros de los años 40, fue una crítica sociologista, un reparto de aceptaciones y rechazos a partir de las posiciones que después analizaremos brevemente, muy superficialmente, y que considero marcadas por el populismo.[1]

Ciertamente, ese “terrorismo cultural con intención revolucionaria” tenía décadas de existencia en la tradición del Partido Socialista Popular (PSP). Desde la fundación misma del periódico Noticias de Hoy en abril-mayo de 1938,[2] en su sección dedicada a temas culturales incubaron bajo la influencia y el mecenazgo de la Unión Soviética todos los resabios de la cultura estalinista: sectarismo, populismo, antiintelectualismo, satanización de la individualidad y la subjetividad del artista, sociologismo, dogmatismo, cientificidad escolástica, mecanicismo, didactismo, instrumentación burda del arte con fines propagandísticos, rechazo en peso de la tradición modernista y vanguardista, y, por supuesto, una creencia infalible en la superioridad estética y dialéctica del realismo socialista.

La historiadora Alina López Hernández en su ensayo «Con cristales de larga duración: una mirada a la política cultural comunista anterior a 1959», despeja toda duda al respecto. Aquellas “concepciones sobre la cultura, la intelectualidad y la creación artística” que tenían los viejos comunistas cubanos no surgieron ni mucho menos en 1959 con el contexto político generado por la revolución: 

[…] ellas se habían gestado en el vientre de la república burguesa, debido a la notable influencia estalinista entre los comunistas cubanos y que lo que había cambiado en realidad a partir de 1959, era la posibilidad de generalizar estas ideas y tomar decisiones cuando antiguos miembros del PSP se convirtieron en funcionarios claves en el sistema de cultura cubano.[3]

Pues bien, eso fue lo que aconteció de manera acelerada a partir de 1961. Una de las primeras y más trascendentes consecuencias institucionales de las decisiones tomadas en el Primer Congreso de Escritores y Artistas de Cuba, celebrado en agosto de 1961 (menos de dos meses después de Palabras a los intelectuales), fue la creación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba; un proyecto concebido por el PSP desde 1938 (a imagen y semejanza de las uniones de creadores soviéticos).[4] El Consejo Nacional de Cultura (CNC) ya había sido creado desde comienzos de ese año, por la Ley no. 926 del 4 de enero de 1961. Al igual que su precedente (la Dirección de Cultura) surge como subestructura del Ministerio de Educación, pero el CNC tendría, además de una proyección nacional, una estructura más compleja para dirigir y orientar, de manera centralizada en calidad de organismo rector, el arte y la cultura en el país.

Como resume muy bien Julio César Guanche en su ensayo «El camino de las definiciones. Los intelectuales y la política en Cuba 1959-1971», fue la tradición cultural (ideológica) y organizativa del PSP la que salió ampliamente vencedora después de todos los acontecimientos de aquel decisivo año 1961:

El apoyo ofrecido al Consejo Nacional de Cultura en la Biblioteca Nacional hizo posible recurrir a la antigua experiencia del PSP en el campo cultural, que poseía como patrimonio los éxitos logrados en el trabajo que, desde 1938, venía desarrollando hacia los escritores y artistas, sobre todo a través de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, fundada en 1951. La creación de la base institucional de la cultura, reclamada por el discurso de Fidel, se fundamentó en la experiencia práctica y organizativa de esta Sociedad, así como la organización de escritores y artistas que se crearía —la UNEAC— estaba prefigurada ya desde 1938 en el intento de los comunistas de crear la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, que anunció la aparición de una revista llamada Unión, título que tomaría precisamente la nueva revista creada a raíz de «Palabras a los intelectuales», junto a La Gaceta de Cuba, nombre que recibió esta en homenaje a la Gaceta del Caribe, revista también de inspiración comunista.[5]

La presidencia de la UNEAC fue asumida por Nicolás Guillén, y la dirección del CNC por Vicentina Antuña, ambos antiguos militantes del PSP pero de indiscutible prestigio en el medio intelectual cubano. Ahora, como secretaria ejecutiva del CNC fue nombrada Edith García Buchaca, una de las figuras de línea dura del PSP, quien no dejaba dudas de su sapiencia sobre la teórica marxista con su libro La teoría de la superestructura, también publicado en el mismísimo año 1961. Todas las evidencias apuntan a que quien realmente tomó las riendas del CNC en su primera etapa fue la Buchaca, fiel exponente de las convicciones estalinistas y defensora inclaudicable, por tanto, de la doctrina del realismo socialista.

De todas las instituciones culturales creadas por el “gobierno revolucionario” entre 1959 y 1961, fue el CNC el que alcanzó un mayor despliegue nacional, con dependencias provinciales y municipales hacia las cuales fluían de manera vertical las orientaciones del nivel superior. Para cada manifestación del arte fue creada una dirección, de Literatura y Publicaciones, de Teatro y Danza, de Música, de Artes Plásticas y para el Fomento de Grupos de Aficionados. También existían diferentes departamentos, como el de Promoción y Propaganda, el de Cine, Radio y Televisión, el de Coordinación Nacional, una Dirección de Relaciones Culturales con el Extranjero y el Departamento de Enseñanzas Especiales, que atendía todo el sistema de la enseñanza artística.[6]

Como se ve, poco escapó a la proyección centralizadora del CNC, ni las manifestaciones del arte ni la propaganda ni los medios de comunicación ni las relaciones internacionales en el campo de la cultura ni la enseñanza artística. Por tanto, el “dentro de la revolución todo… y fuera nada” expresado por Fidel Castro en sus Palabras a los intelectuales, fue ejecutado con rigor por el CNC desde 1961 de la siguiente manera: dentro del sistema institucional estatal todo (bajo control y fiscalización del Partido), fuera de las instituciones del estado socialista nada, absolutamente nada.[7] Pero no se trata solo de una cuestión de “estructura”, sino de que en el CNC se atrincheró lo más conservador de la tradición política del PSP, y ese influjo fue el que se inoculó en la savia misma de sectores altamente sensibles desde el punto de vista ideológico, como la propaganda, los medios de comunicación y la enseñanza artística.

En lo que a las artes plásticas se refiere, el CNC se trazaría el noble propósito de “encauzar las manifestaciones de esta índole hacia la corriente realista, por ser mucho más directa y estar al alcance de las masas”, con el máximo objetivo, por supuesto, “de la construcción del socialismo”. Eso se lograría, según lo expresado en la época, “de modo lento y paciente debido a las diversas y fuertes tendencias plásticas que había en el país, lo que daría a los artistas la posibilidad de reaccionar y evolucionar libremente hacia esta corriente”.[8]

Ese proyecto no era en lo absoluto nuevo, como ya se ha dicho y veremos a continuación.

II. La cruzada contra el arte abstracto y toda forma de modernismo y vanguardismo artístico

En 1958 se escribió un ensayo en Cuba que no solo tildaba de “decadente” a la pintura abstracta, sino a todos los movimientos artísticos modernistas y vanguardistas occidentales, por ser formas de arte que se remontaban, según el autor, a corrientes “antihumanistas” que provenían de lo “más profundo” de la Historia del Arte Europeo. Para Juan Marinello, nuestro autor: “Los tiempos están exigiendo en el pintor una nueva estatura, una magnitud alcanzada por la autenticidad de su función y por el crecimiento de su poder. No lo logrará con los ojos fijos en las superficies efímeras sino indagando con sabiduría y pasión en la entraña de la encrucijada que anuncia el mañana”.[9] Cuando se lee así, parecen simples melosas metáforas, pero aunque no se mencione de manera explícita el apéndice de “socialista”, todo ello redundaba en la exigencia de un arte realista, figurativo, didáctico, espejo de la ideología del Partido Socialista Popular (que ya se afilaba los dientes para capitalizar el triunfo de la lucha armada a su favor).

Al final de ese año triunfaría la revolución cubana. Conversación con nuestros pintores abstractos fue publicado en Argentina en 1959 por la Editorial Procyón; pero en 1960 la Universidad de Oriente lo edita como folleto, con un prefacio elaborado por Marinello especialmente para introducir el ensayo en las nuevas circunstancias revolucionarias, en las que la abstracción —a su parecer— no encontraba ya justificación alguna para mantenerse por más tiempo: “O la Revolución es quehacer limitado y parcial, o la Revolución engendra un arte a su nivel”[10] —decía sentencioso—. Y claro, como veremos, un arte al nivel de la revolución tenía que ser un arte realista, al que muy pronto se le llamaría también socialista. En 1961 la Imprenta Nacional reedita el ensayo, y quizás contó con muchas más reediciones, por lo que todo el impacto y la influencia que pudo haber causado el panfleto de Marinello en el pensamiento estético y la práctica burocrática en el campo cultural cubano, lo recibieron las décadas del sesenta y setenta por entero.

Según Marinello, no se podía esperar que todos los pintores se comprometieran con la traducción, el registro fiel, de las peripecias humanas que obraban por el sueño de la liberación nacional. No obstante, sí era totalmente justo exigirle al artista lealtad para con la “rica” y “variada” savia que nutre la cultura propia, ese modo de ser cubano, cuya expresión en el arte sería la mejor defensa contra las “acciones castrantes del imperialismo”. Pero, agregaba: “para tomar esta senda, lo primero es tornar a lo figurativo, darle la mano a la realidad”.[11]  

Hay dos ideas claras en Marinello. Una, que la misión del arte es profundamente humana, el artista, y su obra, deben comprometerse con la historia, que es igual a decir, con su tiempo, con su cultura, con su pueblo, con su nación, con sus causas justas, etc. Y la otra, que el único camino que tiene el arte para realizar su responsabilidad histórica está en la senda de lo figurativo, del “registro fiel” de la realidad. La primera idea es aceptable, es tan antigua como la modernidad occidental misma. La segunda, no. Rotundamente no, porque subordina el arte a un deber ser que sustituye antiguos fundamentos metafísicos por una ideología de la representación, autoritaria y normativa. Aunque, tampoco se anda muy lejos de lo metafísico y lo idealista cuando se iguala “sustancia nacional” a “figuración realista” de las “peripecias de la vida nacional”; cuando se pontifica que esa vida nacional solo puede encontrar expresión profunda y verdadera en una forma de arte, esa en la que “palpita la realidad de manera evidente, clara, transparente y rotunda”. Qué manera de ser kitsch, Marinello.

Legitimar un tipo de representación como superior a las demás es pensar desde un concepto normativo de lo artístico, y todo concepto normativo es de claro matiz esencialista; solo que en este caso se trata de un esencialismo pedestre, porque no se erige sobre la base de una argumentación filosófica que piense y abstraiga la especificidad, ya sea ontológica, antropológica o semiótica, del fenómeno arte. Marinello, por el contrario, lo que hace es jerarquizar un proyecto social ideológico y político convirtiéndole en fundamento de lo estético en el campo del arte. 

He aquí una, entre cuartillas de evidencias: “En los momentos en que debía ser la pintura un gran aporte para afirmar nuestro camino y ganar nuestra real liberación, la grieta abstracta la separa de su función y destino”.[12] La pintura abstracta es presentada simplemente como una grieta, un agujero negro, en ese camino en el que el arte nacional tenía una “función” y un “destino” predestinados de antemano. Es decir, ni siquiera se trata de un reclamo a que el arte interactúe de manera crítica con circunstancias concretas, por el contrario, existía una misión prefijada que fue torcida por una intromisión externa, aunque no se declare desde qué instancia trascendental emanaba tal deber, función y destino.

Otro tópico interesante tiene que ver con el fenómeno de la recepción. Para Marinello la pintura abstraccionista era “un monólogo dicho en un recinto enrarecido”. Las formas abstractas jamás podrían llegar a ser “alimento de la masa espectadora”. Según su juicio se trataba de una pintura “aristocrática”, una “pequeña aventura sigilosa”, un “cruce esotérico de líneas y colores”, cuya calidad “no puede ser juzgada sino por el autor y sus congéneres, y a veces ni siquiera por éstos”. La abstracción se le presentaba al marxista cubano como un tipo de arte ininteligible, que negaba toda posibilidad de comprensión. Por tal razón sentenciaba con la arrogancia premonitora de aquellos comunistas: “Como es concebible que la pintura deje de ser un gran triunfo humano, y como los tiempos venideros pedirán, a escala con su tamaño inusitado, una pintura magna, el arte abstracto está herido de muerte. No habrá que lamentar su desaparición sino que haya vivido tanto”.[13] Pudiera dar risa, pero las palabras de Marinello son unos de los fundamentos históricos que causaron la herida de muerte real que recibió el movimiento abstraccionista cubano desde los inicios mismos del triunfo de la revolución.

Ahora, es en este aspecto de la recepción en el que Marinello muestra su más profunda incomprensión del arte abstracto, y del arte en general. La abstracción no solo genera una de las formas más libres de recepción, también exige del receptor el más arduo trabajo de racionalización de la experiencia estética. La pintura abstracta no solo produce placer estético, excitación de la percepción sensorial que estimula el libre juego de la imaginación, también genera conocimiento, aunque se trate de un conocimiento del goce de lo matérico, de las formas puras de lo visual y lo geométrico, según sea el caso. Prescindir del nivel icónico del lenguaje visual permite al creador emanciparse de una alusión directa a la realidad perceptual, a los sistemas de significación más instituidos. El arte abstracto es emancipador en el sentido básico de que explota las posibilidades expresivas que brinda el medio pintura, sin tener que recurrir a una semántica explícita. Y ya se sabe que a toda codificación instituida social y culturalmente subyacen relaciones de poder.

Por tanto, evadir el contacto directo con el mundo renunciando a estructuras comunicativas (enunciados icónicos) que remiten al receptor hacia referentes culturales y perceptuales hasta cierto punto identificables, reconocibles, no es un gesto patológico de evasión y hermetismo; semióticamente hablando es más bien un gesto que libera la comunicación estética de cualquier contenido previamente codificado.

Por ello, lo que verdaderamente preocupaba a Marinello era que la abstracción es un arte que no se prestaba con facilidad para ser instrumentado en la educación ideológica de las “fuerzas proletarias”, lo cual se simulaba con una benevolente preocupación paternalista con la “masa espectadora”, siempre desdeñosamente subestimada por los miembros del partido. A los incansables luchadores por los derechos del pueblo, a los custodios ideológicos de su noble y puro imaginario, en realidad les daba pavor que la “masa” llegara a ser capaz de construir el significado por sí misma, que liberara totalmente su imaginación y su subjetividad, que se apropiara de la materia estetizada de manera no instrumental, que fuera introducida en nuevos e insospechados universos perceptuales. Esa libertad de elección de la masa ante lo indeterminado, aunque se tratara de puras formas visuales, era de seguro una idea aterradora para la “vanguardia” del viejo Partido Comunista, la única capaz de leer e interpretar los sueños y las necesidades del pueblo, de luchar por ellas y de proteger de malignas influencias externas su pureza ideológica.

Esos comunistas cubanos querían ser gobernantes totalitarios, a imagen y semejanza de su dios Stalin, y lo lograron a través de un muchachón carismático con mucha ambición de poder también. Querían, por tanto, reeditar en la isla en revolución lo que ya había acontecido tanto en la Unión Soviética como en la Alemania nazi: una restauración del naturalismo mimético anterior a los modernismos estéticos. Sobre este curioso fenómeno resultan reveladoras las reflexiones del antropólogo Jacques Maquet:

¿Por qué los gobiernos de partido único de la U.R.S.S. y la Alemania nacional socialista percibían el modernismo visual como una amenaza potencial a sus regímenes?
Cada uno de estos países estaban en vías de movilizar las energías de su gente en un esfuerzo de desarrollo económico y militar. Cada uno había desarrollado un sistema totalitario de gobierno: un sistema en el que se consigue un control tan completo como posible a través de los compromisos individuales para objetivos colectivos. […]
En esta perspectiva, una representación naturalista es más dócil al control que una conceptual. […]
La polisemia no molesta solo a los observadores. Hace que el control de los gobernantes sobre el pensamiento de sus súbditos sea más difícil. ¿Cómo pueden los gobernantes estar seguros de que los observadores comprenderán la “correcta” significación, es decir, lo que los gobernantes consideran que es correcto? […]
Para los gobernantes totalitarios, el modernismo en las artes visuales presentaba un peligro más amenazante que la diseminación de algunas ideas determinadas que estaban prohibidas: entrenaba a las mentes para mirar más allá de la superficie de las cosas. El cubismo, el suprematismo, el surrealismo y otros ismos de la modernidad tuvieron en común el establecimiento de una distinción entre lo que se ve y lo que no se ve pero es esencial […]
Si esta interpretación es válida, puede esperarse que los regímenes totalitarios, temerosos de la libertad de pensamiento estimulada por el carácter polisémico de los símbolos visuales, intentarán enmudecer las dos fuentes de estos símbolos –la excelencia estética y el conceptualismo-. Esto es, en realidad, lo que ocurrió en la Rusia de Stalin y en la Alemania de Hitler.[14] 

Y justamente eso fue lo que se intentó ensayar también en Cuba por la vía burocrática de una política cultural socialista dirigida por el Partido, como mínimo hasta 1981. Justamente por eso, la queja de Marinello y de la mayoría de sus compañeros de ruta del PSP iba mucho más allá del arte abstracto; abarcaba todos los movimientos de vanguardia por igual, como lo deja transparentar aquí, sin ningún pudor:

Porque en pocos períodos la sed creadora ha lucido tan intensas y pugnaces aberraciones. Se deshumaniza de mil modos: por el desplazamiento experimental y objetivo, como en el cubismo, o por el simbolismo alucinado, como en Miró; por el ensamblaje de elementos contrarios; por las imágenes fugitivas de un cuerpo en desplazamiento, por el ímpetu lírico o musical insuflado en el color; por la alusión onírica invadiendo la conciencia.[15]

Como se lee, se trataba de una negación radical de lo mejor de las vanguardias históricas: cubismo, surrealismo, futurismo, dadaísmo y por supuesto “el ímpetu lírico o musical” de la abstracción expresionista; todos son tildados sin distinción por Marinello como “intensas y pugnaces aberraciones” que “deshumanizan” el arte de “mil modos”.

En la misma página, unos párrafos antes, encontramos el verdadero fundamento metafísico del deber ser del arte que profesaba el intelectual marxista, y por lo menos debemos concederle que desde tal concepción, su intento de aniquilar al movimiento abstraccionista cubano resultaba hasta cierto punto coherente. En su opinión, la esencia de la postura del arte abstracto nacía “de una larga, compleja y definible corriente que durante decenios llevó en sus aguas el propósito persistente de hacer del artista una entidad distanciada de su vieja función de traductor singular de su ámbito, de mensajero de las ideas y de los sentimientos de su época”.[16]

Esa larga, compleja y definible corriente a la que alude Marinello no es más que la modernidad occidental. De manera que la concepción de un creador, plena e idílicamente fundido en su comunidad, cuya función consiste en ser un traductor singular de su ámbito de vida, una especie de mensajero, ni siquiera intérprete, sino mensajero, de las ideas y los sentimientos de su época, es una concepción premoderna del arte y por ende de la función del artista. Y este, como se sabe, es un precepto que niega la autonomía del arte, es una cosmovisión de lastre medieval en la que el arte existe siempre subordinado a un poder superior que lo utiliza de manera instrumental, ya sea con una finalidad moral, didáctica, adoctrinadora, propagandística, etc., pero siempre, al fin y al cabo, finalidades externas a la propia naturaleza de la obra de arte.

III. El fruto granado de la teoría del realismo socialista germinado en Cuba

El ensayo «Apuntes sobre la literatura y el arte», de Mirta Aguirre, es quizás la primera fundamentación teórica programática sobre la “legitimidad” y “superioridad” del realismo socialista como la más genuina expresión estética del materialismo-dialéctico, escrita en pleno contexto revolucionario. El texto fue publicado en la revista Cuba Socialista en octubre de 1963, y como escribiera el cineasta Jorge Fraga en carta abierta a su autora, a nadie escapaba que en sus páginas se aludía tácitamente, a modo de respuesta, a algunas de las tesis sostenidas por los intelectuales del ICAIC,[17] sobre todo a la tan llevada y traída problemática acerca de ¿cuántas culturas? (capitalista, socialista, comunista).[18] Pero la gesta teórica de Mirta Aguirre trasciende los marcos de aquella polémica, va mucho más allá en su argumentación, era por completo un manifiesto programático de la estética oficial que pretendía, aun en 1963, aquel marxismo de manual: el realismo socialista.

No demoraba la autora en presentar credenciales, desde el segundo párrafo mismo sentenciaba: “Hoy, en manos del materialismo dialéctico, el arte puede y debe ser exorcismo: forma del conocimiento que contribuya a barrer de la mente de los hombres las sombras caliginosas de la ignorancia, instrumento preciso para la sustitución de la concepción religiosa del mundo por su concepción científica y apresurado recurso marxista de la derrota del idealismo filosófico”.[19]

En estas breves líneas ya es evidente desde qué concepción del arte se está hablando. Pudiéramos definirla como un positivismo cientificista, instrumental y mecanicista, con mucho rezago de la matriz conceptual ubicua a todo el pensamiento estético del siglo XIX, incluido el marxista, que sobrevaloraba el poder redentor y emancipador del arte. Pero como ya vimos en Marinello, para aquellos comunistas cubanos las vanguardias habían deformado en exceso, con sus anarquismos estéticos y políticos, dicho poder del arte. Ellos, comandando la revolución, podían revertir esa distorsión burguesa. En manos del materialismo dialéctico el arte podía ser conducido a operar desde un método científico.

Dicha conducción “científica” llevaba, directo, al realismo socialista. Mirta Aguirre va a la esencia del fenómeno, despeja los lugares comunes y las novatadas estéticas en las que podían incurrir otros no tan avezados exponentes del marxismo-leninismo del momento. Aclara, faltaría más, que el realismo en el arte, desde el punto de vista materialista, no tiene nada que ver con la representación ilusionista, ingenuamente mimética, de la realidad. “El mayor logro realista en arte se obtiene cuando se consigue trasmitir lo más importante del contenido de la realidad” —explicaba [20]. Es decir, en este punto retrocede a Aristóteles, se trata de una mímesis esencial, no de puras apariencias.

Desde esa perspectiva, también estaba claro para la ensayista que ni la fantasía más audaz de que hiciera gala una obra implicaba necesariamente negación del realismo: “La existencia o inexistencia del carácter realista de la obra de arte depende de que exprese o no un reflejo acertado del mundo real. El que esta expresión tenga o no lugar no viene determinado, a su vez, sino por el eco, por el reflejo que la obra de arte, convertida en cocreación objetiva, promueve en la conciencia ajena al artista”.[21]

Como se lee, en este punto de la argumentación el asunto se complejiza, y se hace casi irresistible que preguntemos: ¿cuál es esa conciencia ajena al artista?, ¿la de cada receptor en particular?, ¿la del pueblo trabajador?, ¿la de un abstracto sujeto colectivo?, ¿la de los críticos en general?, ¿la de los críticos marxistas?, ¿la de los cuadros culturales?, ¿la de los hombres que constituyen la vanguardia del Partido? De las respuestas a estas preguntas dependerá seguramente en manos de quién queda juzgar si el “reflejo” del “mundo real” que expresa la obra es acertado o no, de lo que depende a su vez la existencia o inexistencia de su carácter realista. Además, siempre se pueden ir sumando otras sencillas preguntas: ¿qué entender por “reflejo acertado” del mundo real?, y, ¿cuál es el “mundo real”, el en sí, o el para sí?

No obstante, Mirta Aguirre ofrece algunas otras respuestas que enredan aún más la discusión: “Esto, por supuesto, presupone que, tanto el proceso conceptual como la selección de rasgos concretos cristalizados en la imagen artística, no pueden ser arbitrariedad pura, delirantes fugas mentales de toda base lógica ni escuetos estímulos sensoriales. En eso no puede originarse ningún arte realista y acaso ningún arte, si se entiende por arte algo más que decorativismo, sensualismo e irracionalismo”.[22]

De ahí que el surrealismo, pongamos por caso, que en opinión de la ensayista cubana “supone absurdas asociaciones de ideas delirantes, proximidades conceptuales incompatibles con la lógica”,[23] deba ser considerado “raigalmente incompatible” con el materialismo dialéctico, y con el realismo socialista. Si eso es así, entonces habría que concluir que desde tal enfoque el surrealismo no solo no puede ser considerado arte realista, tampoco se le podría considerar siquiera una forma legítima de arte. Pero no solo el surrealismo, por supuesto.[24]

Ahora bien, sobreviene otra contradicción teórica cuando se le exige a la creación artística mantenerse en los confines de la lógica: la imagen artística no puede ser arbitrariedad pura, delirio mental, automatismo, contenido mítico, onírico, etc., aun cuando la autora considere que en el arte la fantasía tenga un ancho margen de expresión. Pero lo que define en su ensayo como “pensamiento lógico” es la ciencia, mientras que el arte lo entiende como “pensamiento por imágenes”, de lo que debemos deducir entonces que el arte, para no ir más allá de la lógica y extraviarse en regiones mistificadas, debe permanecer irremediablemente subordinado a la ciencia, y ser la imagen artística, de alguna manera, imagen lógica. ¿Es posible que tal maravilla ocurra? En el realismo socialista ocurre, porque para Aguirre se trata, ante todo, de “una actitud ante el arte, que se conjuga con una actitud científico-materialista ante la vida”.[25]

Lo anterior no quiere decir, tampoco, que la doctrina del realismo socialista menosprecie la belleza. Para Mirta Aguirre la producción y apreciación de lo bello tiene también una importancia de primer orden. Y más: “Lo bello es la manera intrínsecamente propia de existir que tiene el arte, a diferencia de la ciencia. Pero no por eso el arte deja de tener por finalidad algo más alto: la revelación de la esencia a través del fenómeno que con mayor perfección la exterioriza entre todos los que la contienen”.[26] Si se lee bien, ¿no es esta una concepción del arte entrampada aún, o mal entrampada, en la estética hegeliana? Dice Hegel en sus Lecciones de estética:

[…] el arte tiene la tarea de representar la idea para la intuición inmediata en forma sensible y no bajo la forma del pensamiento y de la espiritualidad pura. Y esta representación tiene su valor y dignidad en la correspondencia y unidad entre ambas partes, entre la idea y su forma. En consecuencia, la altura y excelencia del arte en la realidad correspondiente a su concepto dependerá del grado de interioridad y unidad en que la idea y la forma aparezcan elaborados en recíproca compenetración.[27]

Esa reciprocidad es para Hegel “lo bello”. Por eso la “idea” en el arte se presenta como “forma bella”. Y por eso para Hegel el arte bello es conocimiento, aunque se trate de un conocimiento diferente al que se da en la pura intelección del pensamiento. Al parecer no hay contradicción alguna entre estas nociones, marco de la estética hegeliana, y el criterio de la teórica marxista cubana acerca de que, a diferencia de la ciencia, “lo bello es la manera intrínsecamente propia de existir que tiene el arte”, y no por ello el arte deja de ser revelador de esencias.

Sin embargo, cuando la pintura “se emborracha de sensualismo visual”, es reducida a líneas y colores, cuando renuncia a “toda reflejadora organización de los objetos concretos”, todo lo cual quiere decir para Mirta Aguirre que la pintura “efectúa una deliberada renuncia a lo conceptual”, entonces el artista y su pintura, “sépalo o no”, “quiéralo o no”, sucumbe al “idealismo subjetivo”. Tal era el caso del arte abstracto, al que la autora no le niega capacidad para producir belleza, pero se trata de una inferior, porque se reduce al mero estímulo sensorial: “Cuando el arte abstracto separa las sensaciones de las formas organizadas, y desarticula la percepción, de hecho procura el impacto en los sentidos y se despreocupa de la inteligencia”.[28] Y por supuesto, un arte así, “idealista”, no es “el que demanda como suprema expresión una sociedad socialista, cuyo pueblo espera de sus artistas y de sus escritores obras que constituyan un auxilio en el cumplimiento del ciclópeo deber que se ha fijado a sí mismo”.[29] De manera que Mirta Aguirre continúa la empresa iniciada por Juan Marinello y le intenta dar el ultimátum teórico, ideológico, político e histórico, no solo a la abstracción, recalcamos, sino a todo lo que oliera a modernismo y vanguardismo occidental.

En el punto número 8 del ensayo la autora comienza a hablar de la masa, esas grandes masas cuya sensibilidad artística consideraba “muy superior a la de esas pequeñas cantidades y calidades de ‘autorizados’ que con frecuencia se adjudican el derecho a emitir juicios estéticos a nombre de ellas”.[30] Como era de esperar, aparece aquí la oposición artista/masa; los pequeños cenáculos de intelectuales, “pequeños en calidades”, versus el pueblo, esa especie de sujeto monolítico al que hay que defender de influencias dañinas, de “deslices pecaminosos” de contenido ideológico. Porque en el arte el contenido ideológico es de gran importancia, sobre todo en literatura y teatro, ya que en estas manifestaciones la expresión de las ideas toma el camino más corto a través de la palabra, argumentaba la Aguirre. Y había que estar alertas, especialmente en arte y en literatura había “que vigilar los escamoteos y los ‘trucos’ que intentan hacer sobrevivir lo viejo bajo el disfraz de lo nuevo, tanto más sutilmente peligrosos y difíciles de desenmascarar cuanto menos deliberados y malintencionados”.[31]

Vigilar, está claro, connota una actitud policial. La acción de vigilar es proactiva, se vigila para detectar focos de peligro potencial, para que un orden de cosas no sea alterado por ideas o acciones que discrepen o entrevean posibilidades diferentes. Y desde la aspiración monológica la codificación depende de la cosmovisión del que observa, es el canon del vigilante la plataforma de referencia sobre la que corre todo ejercicio de codificación de la realidad. Aunque Mirta Aguirre, aparentando una educación cívica que aquellos comunistas del PSP no tenían,  tuvo al menos la bondad de decir que el combate ideológico en el campo de la creación y de las teorías estéticas no presuponía ni la coacción ni la violencia; al mismo tiempo dejó muy claro que el respeto y la coexistencia pacífica con manifestaciones artísticas que ella y sus colegas afiliaban al idealismo (en este caso todos los procedimientos vanguardistas y neovanguardistas considerados no realistas y mucho menos realistas socialistas), dependía de que estas no llegaran a poner en peligro la existencia de la sociedad socialista. ¡Y uno se queda perplejo pensando cómo un cuadro abstracto, surrealista o expresionista, podía llegar a poner en peligro la existencia de sociedad alguna!

Así intimidaba la profesora de la Facultad de Letras a todos aquellos que debían desempeñar tan importante misión de vigilantes: “Esto debe marcarse, sostenerse y defenderse claramente. Y es importante que lo marquen, sostengan y defiendan claramente los militantes revolucionarios de formación marxista-leninista, sin perjuicio de marcar, sostener, divulgar y defender con toda franqueza, al mismo tiempo, los criterios estéticos asentados en el materialismo dialéctico”.[32]

Si se piensa por un momento que, según cifras estadísticas, en el segundo semestre del año 1962 se habían publicado en Cuba alrededor de cinco millones de folletos políticos y obras básicas del llamado marxismo-leninismo soviético (fenómeno conocido como manualismo), y que en la reforma universitaria de 1962 se decretó que el marxismo sería de obligatorio estudio para todas las carreras;[33] se puede hacer uno la idea de la cantidad ilimitada de cuadros, funcionarios, dirigentes y profesionales en general, que salieron a la calle a defender el canon del realismo socialista. Pero si Mirta Aguirre, considerada ya en su época académica erudita, mezclaba estética hegeliana con dogmas del marxismo-leninismo de manual, ¿cómo sería entonces la capacidad de aquellos “revolucionarios” mal formados, para cumplir con la misión de sostener, divulgar y defender los criterios estéticos asentados en el materialismo-dialéctico y sobre esa base operar como vigilantes ideológicos ante el arte “decadente”, “burgués” y “antisocialista”?

IV. La bruma parca de la conspiración: la hora del terror (revolucionario)

A finales de 1968 apareció en Cuba una voz anónima intimidando a todo el campo artístico e intelectual. En las páginas de Verde Olivo, órgano de la dirección política de las Fuerzas Armadas, comenzaron a salir una serie de artículos, firmados por un tal Leopoldo Ávila, erudito en términos de literatura, estética, crítica de arte y realismo socialista, pero al que, fuera del director de Verde Olivo (a la sazón Luis Pavón) y quizás algún que otro editor de mucha confianza, nadie, absolutamente nadie, conocía o había escuchado nombrar.

No deja de resultar insólito que criterios de peso, sancionadores, autoritarios y con ánimos normativos fueran emitidos desde detrás de la máscara del anonimato, es decir, la bruma parca de la conspiración, como si nadie pudiera hacerse cargo, responsabilizarse, de aquella manera de pensar. Aun así, el solo hecho de que haya sido permitido semejante proceder, y no en cualquier publicación, sino en Verde Olivo, ya es evidencia suficiente de que la firma contaba con el apoyo y el visto bueno, si no la misión, de las más altas instancias del poder (por lo menos directamente de Raúl Castro).

Por otro lado, con solo leer los primeros párrafos de cualquiera de los artículos de Leopoldo Ávila, es fácil identificar desde qué cosmovisión del mundo se está pensando, interpretando, juzgando y condenando. Poco importa el nombre propio, fuera Luis Pavón, José Antonio Portuondo, Félix Pita Rodríguez o un trabajo en colectivo, como se ha especulado. Lo que se expresa detrás de esa firma, con total claridad, más que los criterios personales de alguien, es el canon de la vieja tradición comunista cubana de orientación prosoviética.

El cuarto de los artículos publicados en Verde Olivo, “Sobre algunas corrientes de la crítica y la literatura en Cuba”, por su carácter programático, es el que permite hacer una síntesis integral de las principales problemáticas en mira, además de la postura ideológica, no teórica ni estética, que ante ellas definía (más bien reafirmaba) la tendencia nucleada detrás del seudónimo de Leopoldo Ávila. Una postura que se presentaba como capitalizando para sí el parecer de la Revolución. No es gratuito que la práctica intelectual que se tomó como chivo expiatorio haya sido la crítica literaria (y por extensión de arte). El objetivo era claro, normar el fondo axiológico desde el cual se debe interpretar y valorar el arte. Porque, sin un canon reconocible, articulado, a la censura se le dificulta su trabajo, consistente en aprobar algunos textos y excluir otros muchos, en función de estabilizar una cosmovisión determinada, ideológica, de la realidad. Normar el enfoque valorativo de la crítica de arte, obligarla a juzgar desde un único punto de vista, se convierte en una forma indirecta de controlar (normar) la producción artística; un objetivo que, para esa fecha, ya parecía inalcanzable para los teólogos del realismo socialista, a juzgar por la notable variedad y vitalidad que había alcanzado el arte en Cuba. Al final del artículo, subrayaba el anónimo polemista:

Miremos las cosas desde el punto de vista de la Revolución, desde el punto de vista de una Nación en guerra, que es un punto de vista realista. Una crítica que analice políticamente, que vaya a lo más profundo de las obras, ayudaría, orientaría a los nuevos creadores […]. Una crítica políticamente alerta no sería un peligro para nuestra cultura, sino la oportunidad de extraerla del turbio pozo de bombos mutuos y mutuas complicidades a las que se han entregado, desde hace buen tiempo, algunos señores.[34]

El análisis político, ante cualquier otro tipo de análisis, la crítica alerta y vigilante, el estado policial en el terreno del arte. Justo lo que les había exigido Mirta Aguirre a los “militantes revolucionarios de formación marxista-leninista”. Y Leopoldo Ávila retomaba esa propuesta con acento guerrerista. Se trata de la vieja y manida estrategia del estado de excepción, que enclaustra el punto de vista de la revolución al de un país en situación de guerra. Esa burda ecuación retórica funciona hasta hoy día en Cuba, por increíble que parezca.  Se mantiene vivo el síndrome de la fortaleza sitiada y la necesidad de la unidad monolítica, para poder invalidar la posibilidad de toda crítica interna: esa es la fórmula con la que se le negó y aún se le niega hoy al arte en los marcos de la institucionalidad estatal, todo espacio vital de desarrollo crítico y analítico sin límites ni chantajes.

El problema identificado por el articulista a finales de ese año 1968, el que lo animaba a corregir la realidad, era la aparente despolitización de la crítica y en general de la literatura. No se estaba escribiendo, ni valorando, “a través del prisma revolucionario”. Entre los artistas y los intelectuales parecía haberse inoculado “el fantasma del panfleto”. Pero ese, para quien escribía, era un falso fantasma, y aquí sobreviene otro giro retórico interesante: “Quien conozca la hondura de nuestra Revolución, la entienda en su dinámica y en su frescura, no puede albergar temor alguno a que el patrocinio oficial pretenda detener en consignas la obra de los creadores”.[35]

En ese preciso momento, unos meses después de que Fidel Castro tuvo que tragarse su bravuconería libertaria y antimperialista y justificar ante la opinión pública internacional la invasión soviética a Checoslovaquia, el “patrocinio oficial” y la “hondura de la revolución” de la que hablaba Leopoldo Ávila ya significaban, concretamente, sovietización, burocratización absoluta del monopolio estatal y consolidación del sistema político totalitario de partido único. Por eso la inmensa mayoría de los creadores lúcidos y honestos ya estaban aterrados. Lo que se les venía encima era la apoteosis de las consignas.  

La línea dura del antiguo PSP ―que era la que hablaba a través de Leopoldo Ávila― tenía la solución perfecta para el máximo líder de la revolución. Como se pudo comprobar en 1971 con el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, lo que intentaron hacer era lo que les dictaba la experiencia histórica de la Unión Soviética. Había llegado la hora de imponer de manera definitiva y por decreto la vieja doctrina comunista que instrumentalizaba el arte como herramienta de control social (justo lo que hizo Stalin a comienzos de los años treinta). Para ello había que neutralizar, por medio de reproches y chantajes políticos, la polisemia del arte de vanguardia, para sustituirlo de una vez y para siempre por el didactismo propagandístico de un naturalismo idealizado: el realismo socialista. Solo de esta manera ―parafraseando a Maquet―, los comisarios ideológicos podían estar seguros de que los observadores, “el pueblo heroico y trabajador”, comprenderían siempre la “correcta” significación de las obras de arte, es decir: ¡lo que los gobernantes consideran que es correcto![36]

Por eso el principal blanco de ataque, el que recibió las condenas más extremas y peligrosas de Leopoldo Ávila, fue el tipo de arte al que se le reprochaba una “exaltación desmedida”, una “injustificada furia iconoclasta”, un “ablandamiento ideológico”, una “despolitización absoluta”. Los artistas ensimismados en ese tipo de arte podían llegar, alertaba Leopoldo, a la “contrarrevolución”. Y, ya sabemos, contrarrevolución significaba, desde Palabras a los intelectuales (texto citado profusamente), “fuera de la Revolución”. De manera que, desde las páginas de Verde Olivo se estaba haciendo un llamado a expulsar del ámbito (imaginario y físico) de la revolución al tipo de arte que la crítica, basada en un profundo análisis político, pudiera clasificar como exaltado, iconoclasta, blando, amanerado, existencialista, despolitizado, esnobista, etc. Ese tipo de arte, que según Ávila podía servir de manera directa o indirecta al enemigo, tenía que ser condenado como una obra que operaba contra el pueblo; porque servía a Nixon, formaba “parte integrante de una gran inmoralidad, del antiarte total, del imperialismo. Por eso la despreciamos”.[37]

Por supuesto, aquellos criterios ya nada tenían que ver —como bien se adelanta en advertir la voz anónima— con “las viejas polémicas de figurativos o abstractos, metáforas o lenguaje directo, retórica o antirretórica, teatro absurdo o realista, etc.”.[38] Aquel debate de comienzos de los sesenta, en el que aún se hablaba algo de estética y de arte, había quedado atrás. Ahora la discusión era de vida o muerte: “Este es un problema de revolución o contrarrevolución. Dentro de la Revolución, todo”.[39] Solo que ese “todo” era un todo mínimo, apenas la mónada de una concepción estática y totalitaria de los procesos sociales, que ya había aniquilado la posibilidad de un socialismo democrático y republicano. Y, contra esa imagen estática de revolución, que es telos y valor fundamento al mismo tiempo, nada –decía rabioso Ávila–: “Ahí sí que no transigimos. Y aún más; combatiremos tanto toda manifestación contrarrevolucionaria como el toallazo envolvente que intente algún mal intencionado, y que posición artística alguna sirva para atacar a la Revolución”.[40]

La paranoia belicista llega al paroxismo en el siguiente fragmento, sin duda memorable, en el que Leopoldo Ávila bosqueja a la perfección los contornos epistemológicos de su estética militar realista socialista:

En esas condiciones, son las virtudes de la organización, de la disciplina, del combate, las que tenemos que crear en nuestro pueblo, como señalara el Comandante en Jefe en su discurso del 28 de septiembre. Lo demás es un ilusionismo peligroso, suicida. A reforzar esas virtudes sirve la obra de algunos de nuestros poetas, escritores y artistas. Los que se han colocado o se coloquen en el futuro en esa actitud y hacia ella marchen, sin prejuicios ni limitaciones, serán justamente llamados revolucionarios por el pueblo. Pero a ese título no tienen derecho los que predican el ablandamiento, mucho menos la canallada contrarrevolucionaria o la traición, los que propician la exaltación de la mediocridad, el delito, en fin, contra la Revolución y contra la cultura, ni los que rebajan el arte al nivel del snobismo, la pornografía, el efectismo y el sensacionalismo más vulgares. Por muchas que sean nuestras tareas, por amplio que sea nuestro frente de combate, no podemos abandonar la lucha ideológica, la vigilancia en el terreno ideológico.[41]

¿Qué habrán pensado los artistas cubanos cuando leyeron aquel libelo que cerraba con el signo de la fatalidad un año tan difícil como 1968? Cuesta creer la sinvergüenzura retórica de que eran capaces aquellos policías del pensamiento. Cualquier parecido con la postura asumida por Mirta Aguirre en su célebre ensayo de 1963, no es más que pura coincidencia. Para quien (o quienes) escribía detrás del anonimato, incapaz de asumir la responsabilidad de sus propias ideas, la obra de poetas, escritores y artistas en general debía cumplir la noble misión de reforzar virtudes, sin duda valerosas, como la organización, la disciplina y la combatividad. Porque lo demás, el resto de las posibilidades (aunque desde Aristóteles el arte haya sido definido como el reino de la posibilidad pura), se condena como un ilusionismo más que peligroso, suicida.

El futuro sería, o en él solo cabrían única y exclusivamente, los que se colocaran en esa actitud de reforzadores de virtudes; solo a esos artistas el pueblo reconocería como revolucionarios. Y aquí, para completar, aparece el “pueblo” en su dimensión de ficción ideológica. El pueblo, esa entidad abstracta, un estado de conciencia monolítica, es quien reconoce, quien sanciona, quien valida, por supuesto, según los criterios y valores que Leopoldo Ávila, uno de sus intérpretes, sabe que le son primordiales. La apoteosis de esa idealización metafísica del pueblo, ejecutada con la demagógica intención populista de desplazar la responsabilidad de juzgar hacia el difuso horizonte colectivo, sobreviene en el quinto y último de los artículos del autor anónimo, “El pueblo es el forjador, defensor y sostén de la cultura”:

Los enemigos de la cultura son los que se empeñan en mantener su arte alejados del aire y del juicio populares; los que socavan los valores de las obras verdaderas de nuestro arte; los que miran a la Revolución desde el castillo de sus prejuicios; los que pretenden convertir los organismos culturales en zona de tolerancia de sus extravagancias. Estos artículos han despertado diferentes reacciones, dentro y fuera de nuestro país. En lo que se refiere a nuestro pueblo, la adhesión es completa. En realidad no hemos dicho nada nuevo: lo que escribimos, desde hace rato lo dice el pueblo cada vez que abre una obra del tipo de las que hemos combatido.[42]

Se cierra el círculo. Los enemigos de la cultura nacional, y de la revolución, son los que no han sabido o querido ascender al pueblo con su arte. Y lo que escribe Leopoldo Ávila no es más que el puro sentir del pueblo. Él, en tanto ente fantasmal, poseía la insólita capacidad de escuchar el susurro caótico de la colectividad, interpretarlo, y otear así, casi sumido en una epifanía, las esencias de lo noble, lo bello y lo útil, solo formulables desde y para el pueblo.

V. Fin del debate: la imposición del canon “revolucionario” por la vía autoritaria

A comienzos de 1970 La Gaceta de Cuba lanza un cuestionario de siete preguntas sobre el estado de la crítica de arte en Cuba. En la nota introductoria los editores comentan que varias publicaciones nacionales habían hecho encuestas sobre la crítica, especialmente literaria, pero a pesar de ello el tema seguía manteniendo el mismo interés. La revista de la UNEAC consideraba que “la vigencia no agotada del tema” se debía “al extraordinario incremento de la crítica marxista en el campo del arte y la literatura en los últimos años”.[43] Cintio Vitier, Federico Álvarez, Juan Marinello, José Antonio Portuondo y Luis Pavón Tamayo respondieron al llamado de La Gaceta de Cuba.

Los dos marxistas dogmáticos se muestran en apariencia afables, conciliadores, comprensivos, observan el panorama desde el olimpo de la dialéctica. Pero quien realmente hizo aportes significativos a la “crítica marxista”, y en muy breves palabras, además, fue Luis Pavón Tamayo. El cuadro, además de ser el director de la revista Verde Olivo, ostentaba el rango de segundo jefe de la Dirección Política de las FAR; y estaría destinado en breve a ocupar el flamante cargo de presidente del Consejo Nacional de Cultura. Pavón merece ser citado aquí in extenso, porque no se anduvo con metáforas, como les gustaba hacer a Marinello y a Portuondo para encubrir sus autoritarismos. El hombre de confianza de Raúl Castro dijo las cosas justo como las había aprendido, aplicó la cartilla con convicción y sin reparos:

La crítica es enjuiciar. La crítica es la confrontación entre una realidad —en este caso, una obra artística— y la tabla de valores (políticos, filosóficos, morales, formales, estéticos, etc.) que integran la ideología del crítico. En todo caso, la crítica es una confrontación ideológica.
El marxismo ofrece al crítico una brújula segura. La historia demuestra la veracidad del marxismo, su vitalidad, su perenne frescura hasta el extremo de que sus enemigos, incapaces de la refutación (ya hoy imposible) optan por farsearlo, desconocerlo o, lo que es peor, por apropiarse de su vocabulario negando su contenido. […].
La devoción por la verdad que debe sentir el crítico nace de su responsabilidad con el pueblo. Conocer y estudiar los gustos del pueblo es requisito indispensable para poder orientar y, sobre todo, para orientarse. No se puede escribir para quien se desconoce e incluso, se desdeña. El pueblo es un excelente crítico literario. […].
Arte y crítica, de la mano, impulsan por camino seguro y hacia adelante, a la cultura nacional. Claro está que puede existir cierta propaganda contrarrevolucionaria enmascarada con mayor o menor acierto, detrás del rubro del arte. Contra esas manifestaciones —que pretenden destruir valores fundamentales que están por encima de nosotros— como señalaba Marx, no cabe refutar simplemente: Hay que atacar hasta destruir. Esa es la moral del combate.[44]

Como se ve, en Pavón se empozaban los ideologemas de la tradición pesepista que he ido deconstruyendo hasta aquí: primacía del enfoque ideológico en el terreno del arte y la crítica; el marxismo-leninismo soviético de manual, como la ciencia suprema en sí y para sí; la mistificación de “el pueblo” como surtidor de temas para el arte, y como horizonte axiológico para la crítica; vigilar, y combatir hasta destruir, todo lo que oliera a propaganda enemiga disfrazada de arte revolucionario.

Al final, se pregunta Pavón: “¿Qué tipo de crítica es necesaria en estos momentos?”; y responde sin titubear: “Una crítica alerta, que identifique y deslinde, cuanto en nuestra literatura es aún injustificado asombro y copia servil del trastocado mundo del arte capitalista”.[45] La comunidad de ideas entre Pavón, Marinello, Mirta Aguirre, Portuondo y Leopoldo Ávila es pasmosa. Solo que Pavón habla como hilvanando consignas (“la crítica es una confrontación ideológica”, “el marxismo ofrece al crítico una brújula segura”, “el pueblo es un excelente crítico literario”, etc.…); y ya se sabe, las consignas no son conocimiento. Quizás fue ese pedestre aprendizaje lo que hizo de Pavón, como de tantos otros, burdos (pero muy peligrosos) discípulos de la tradición PSP y su epistemología de manual. No debemos asombrarnos entonces de que bajo su gestión el campo cultural cubano haya sido sometido, en su conjunto, a un ataque casi hasta la destrucción. Pero es que, ¡no era esa la moral del combate…!

Apenas unos pocos días después de concluido en La Habana el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, fue anunciado el 6 de mayo en el periódico Granma el nombramiento oficial de Luis Pavón Tamayo como presidente del CNC. Los cinco años de gloria en los que el “gobierno revolucionario” le asignó la responsabilidad de comandar la institucionalidad cultural del país, el cuadro comunista contó, cual patente de corso, con un documento que fue considerado en la época como un “hito fundamental en nuestro proceso revolucionario”, cuya originalidad radicaba en “haber iluminado la profunda vinculación entre lo educativo y lo cultural, dentro de un contexto caracterizado por la lucha incesante contra los residuos de la herencia colonialista y por la liberación creciente de las masas”.[46] Se cerraba un ciclo y se desataba la debacle. El apartado “La actividad cultural” de la Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura fue la consumación institucional de la doctrina del realismo socialista en Cuba.

El énfasis en la función didáctica del arte que se hizo en el congreso era la enfermedad cuyos síntomas habían sido anunciados durante toda la década del sesenta: la subordinación total del arte a una ideología de Estado. Si las nuevas generaciones se deben educar en el espíritu de la ideología revolucionaria, el arte debe entrar en esa ecuación como un fortalecedor de los valores contemplados como positivos por la ideología, nunca como una práctica reflexiva capaz de desestabilizar a algunos de esos valores. Se convertía así en precepto normativo uno de los reclamos argüidos por Leopoldo Ávila en su “estética militar”.

¿Cuáles eran las consecuencias inmediatas para la creación y la valoración artísticas? Pongamos un ejemplo básico. Si solo pensamos que la heterosexualidad y el ateísmo eran dos de los valores considerados como positivos por la ideología revolucionaria cubana del momento, el arte entonces solo podría ocuparse, para afirmarlas y fortalecerlas, de esas dos dimensiones, quedando sus pares opuestos considerados negativos ―la homosexualidad y la religiosidad― excluidos de toda reflexión y tratamiento desde el arte. Y así sucesivamente.

En la Declaración también se reafirma la estrategia de definir al pueblo como el sujeto colectivo que juzga y expresa su rechazo a la “pretensión” de las “élites intelectuales” de arrogarse el derecho de ser la conciencia crítica de la sociedad. En un momento determinado se dice tranquilamente que “son los trabajadores quienes han denunciado sus ideas reblandecientes [la de los intelectuales] que intentan denigrar a nuestro pueblo y deformar a nuestros jóvenes. Es el pueblo quien en todo momento ha sabido salvar y defender la cultura”.[47] Hasta que se llega a la formulación más elevada del tipo de populismo que es indesligable de la doctrina del realismo socialista:

La cultura de una sociedad colectivista es una actividad de las masas, no el monopolio de una élite, el adorno de unos pocos escogidos o la patente de corso de los desarraigados.

En el seno de las masas se halla el verdadero genio y no en cenáculos o en individuos aislados. El usufructo clasista de la cultura ha determinado que hasta el momento sólo algunos individuos excepcionales descuellen. Pero es sólo síntoma de la prehistoria de la sociedad, no el rasgo definitivo de la cultura.[48]

Por paradójico que parezca, y por más ortodoxo que se manifestara aquel enfoque marxista-leninista, podían infiltrarse de súbito floraciones idealistas, tal como ocurre con la veta kantiana que descubrimos en este fragmento. Sorprendentemente se recurre a la idea de genio, y se define para este un origen (seno) metafísico. El genio sería la máxima expresión de las cualidades creativas de las masas, por lo tanto, a través del genio (lo individual) habla la masa (lo colectivo). Es así como la obra del genio está llamada a ser el producto cultural más elevado de las masas. El genio, en la sociedad colectivista, se define como el elegido de las masas. Si igualamos esa especie de entelequia metafísica que es “la masa”, con la noción teleológica de naturaleza, obtenemos un curioso paralelismo con el concepto kantiano de genio.

Para Kant, la verdadera obra de arte solo podía ser creada por el genio, porque su idea al respecto implicaba el tipo de creación que escapa a toda norma, a toda regla, a toda imitación de modelos preestablecidos. Por tanto, una potencialidad creativa de tal magnitud, el genio, solo podía ser un favorito de la naturaleza. Kant consideraba la belleza artística creada por el genio como homóloga a la belleza natural, de ahí que el arte bello pudiera ser considerado como naturaleza, porque, al ser el genio un favorito de aquella, a través de este la naturaleza le imponía sus reglas al arte. [49]

Si analizamos bien el último fragmento citado, se trata de la misma lógica kantiana. Al proclamarse a las masas como el seno del cual brota el genio, se puede extraer como consecuencia que a través de este la colectividad difusa le impone sus reglas al arte, y la verdadera belleza artística es aquella homóloga a la belleza que tiene su seno en la sociedad colectivista. Para los “marxistas” cubanos que escribieron aquella declaración, proclamar al genio como un elegido de las masas les permitía, al menos en la ficción del discurso, tender un velo retórico sobre la compleja problemática de la relación entre lo individual y lo colectivo en el proceso de transformación socialista. Desde esta perspectiva, la obra de arte “genial” sigue siendo fruto de una individualidad, pero en el socialismo esa individualidad no se encuentra aislada, es más bien una síntesis o expresión de lo colectivo; a través de esa individualidad abstracta y concreta al mismo tiempo habla lo colectivo. Se intentaba corregir de esta manera el problema que le planteaba al socialismo la existencia de “élites intelectuales”, que son un estrato social altamente profesionalizado y, por tanto, bien diferenciado de lo que se consideraba como “las masas”. Ahora se les sustraía a esas élites toda legitimidad histórica, se les definía como mero rezago de la sociedad capitalista, o un síntoma de la “prehistoria de la sociedad”. Ahora, se decía: “La inteligencia de las masas ejercerá la cultura en todas sus potencialidades creadoras, abriendo la posibilidad del pleno desarrollo del individuo”.[50]

Dando un saltico hacia adelante, en el año 1974 el compañero presidente del CNC Luis Pavón Tamayo, en un discurso pronunciado en la clausura del II Activo Nacional de la Brigada de Instructores y Profesores de Arte, ratificaba de la siguiente manera estas ideas expresadas en la declaración del congreso:

El pueblo es el verdadero creador del arte, su depositario más celoso y el activo soldado que lo defiende. Cuando ustedes llegan al pueblo con la técnica adquirida en las escuelas, deben saber que sus conocimientos son solo una parte de cuanto en cultura han podido elaborar nuestro pueblo y otros pueblos del mundo. Al llegar a las masas, llevan en gran medida lo que ellas les han dado.[51]

Curiosa lógica la de Pavón, si el pueblo es el verdadero creador del arte, y si cuando los instructores llegan a él con una técnica adquirida, en buena medida ese saber les ha sido proveído por las propias masas, entonces para qué hacía falta la existencia de los instructores de arte, ¿para llevar a las masas lo que ya sabían y poseían desde tiempos inmemoriales…?

El apartado “La actividad cultural” de la Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, con su enfoque populista, homofóbico, moralizante, que impone lo político-ideológico por encima de cualquier otro criterio de valoración cultural, y la perspectiva didáctica realista socialista por encima de cualquier otra concepción del arte y la cultura, es un documento que excluyó e ignoró de manera deliberada lo mejor, más avanzado y progresista que en materia de arte, estética y pensamiento cultural existía en la tradición cubana. Como tantas veces se ha dicho, se trató del triunfo de la tendencia más reaccionaria, conservadora y retardataria, de cuantas habían pujado en la arena cultural durante toda la década del sesenta. Este archicitado fragmento, casi un enardecido poema en versos libres, no deja ninguna duda al respecto: “El arte es un arma de la Revolución. Un producto de la moral combativa de nuestro pueblo. Un instrumento contra la penetración del enemigo”.[52]

VI. Los vencedores escriben la historia y crean su propio mito

Si hay algún texto que permite apreciar la manera en que los vencedores escriben, reconstruyen e interpretan los hechos devenidos en Historia, ese es Itinerario estético de la Revolución, originalmente una charla ofrecida por José Antonio Portuondo en el Museo Nacional de Bellas Artes, el 12 de enero de 1974.

En aquella conferencia magistral el Dr. Portuondo comenzaba haciendo un breve recuento de las corrientes estéticas que habían prevalecido en Cuba antes del triunfo de 1959, para posteriormente centrarse en su objetivo fundamental: explicar el proceso en el que fue desarrollándose y madurando la concepción estética de la revolución cubana. Ese itinerario estético, que Portuondo sistematiza hasta 1971, no fue en su opinión un proceso llano y armonioso, sino un camino lleno de polémicas, enfrentamientos, crisis, etc., pero en el que al final logró imponerse una política cultural basada en una conciencia estética en la que subyacían ideas esenciales de, miren ustedes: José Martí, Carlos Marx, Federico Engels, Vladimir I. Lenin, Fidel Castro y Ernesto Che Guevara.

La primera polémica a la que se refiere Portuondo, esa que “explotó violentamente” después del triunfo de la revolución, es la referida al cuestionamiento de la legitimidad del arte abstracto en la nueva situación revolucionaria. En la circunstancia anterior, frente al régimen de Batista, el autor reconoce que la pintura abstracta había desempeñado un papel “insurrecto”, sobre todo en la exposición conocida como la Antibienal, una iniciativa de los artistas cubanos de plantar firme oposición a la llamada Bienal franquista, traída a La Habana por Fulgencio Batista como parte de las actividades conmemorativas por el centenario martiano.[53] Aclara Portuondo que aun cuando lo predominante en aquella exposición “antibienal” no fuera un arte de contenido político, en ella el movimiento abstraccionista cubano “reafirmaba su condición de expresión de protesta frente a la decadencia capitalista”. Y agregaba: “Es explicable, por lo tanto, que, al triunfar la Revolución, el arte abstracto reclamara el derecho de ser la expresión de la nueva ideología revolucionaria”. Pero, esa idea no era admisible desde un punto de vista estrictamente marxista:

Al crearse una nueva conciencia, era lógico que surgiera un arte nuevo, distinto. El arte abstracto era la negación de todo el academismo mentiroso que falseaba la realidad, escamoteando su verdadera esencia. Frente a él, el arte abstracto se levantó, como una negación. Lo correcto, en buena dialéctica, era que el arte socialista, el arte de la etapa socialista, debía surgir como negación de aquella negación, que no quería decir, de ninguna manera, el abandono de todas las conquistas formales del abstraccionismo y una vuelta al academismo, porque esto no tenía sentido. Esto quería decir que la nueva conciencia, la nueva situación, tenía que reclamar, a su vez, una nueva expresión que debía nutrirse de los elementos de los anteriores, como síntesis dialéctica de ellas. Pero fundamentalmente, como negación de la negación anterior. Eso, expresado así, dialécticamente, es muy comprensible. Pero el problema es muy distinto cuando hay que realizarlo plástica o musical o literariamente. [54]

Aquí tenemos el pensamiento al desnudo de aquellos “marxistas” cubanos. La “dialéctica” no se plantea como un método científico que permite comprender la realidad en su insondable complejidad, elevando la conciencia de lo concreto sensible a lo concreto pensado, transitando por un complejo proceso de abstracción conceptual. El Dr. Portuondo expone su noción dialéctica de los procesos artísticos como si la dialéctica fuera una especie de ley universal a la que la realidad debe obedecer; y si esta no lo hace de manera espontánea, pues resultará necesario tomar providencias para que así ocurra, como de hecho se hizo.

Se trata de una lógica mecanicista que se mueve en el horizonte estrecho de dos dimensiones opuestas, lo correcto y lo incorrecto. Y la ley universal de la dialéctica, sus preceptos prestablecidos, funcionaban como una brújula que orientaba la mirada hacia el ámbito de lo que los dogmas ideológicos entendían por “correcto”. Por tanto, no había dudas al respecto de que lo correcto era, en buena dialéctica, que el arte socialista surgiera como negación de una negación anterior. En ese farfullar mala teoría quedaba omitido, por supuesto, el tipo de relación dialéctica que establece el arte en tanto forma de conocimiento con la realidad social; así como el tipo de dialéctica que subyace en la lógica inmanente de desarrollo del campo artístico. No obstante, cuando Portuondo expresa que el problema planteado así, dialécticamente, era muy comprensible, pero que cosa muy distinta era intentar su materialización artística, parece aludir a la dificultad, para nada sencilla, de conciliar el plano ideal de la seudoteoría con la real y caótica dinámica histórica.

Ahora bien, la relectura que más nos interesa aquí de Portuondo es su parada en El socialismo y el hombre en Cuba, un texto que definía como fundamental, pues el Che Guevara formularía “en el terreno esencialmente estético, algunos de los principios básicos de la Revolución Socialista Cubana”.[55]

Después de citar extensamente aquel ensayo, comenta Portuondo: “Es decir, el Che hace ver, en una forma muy apretada y sintética, este problema que acabo de plantear a ustedes: que al triunfar la Revolución se pretendió utilizar los mismos elementos que se habían utilizado antes para denunciar la enajenación, como expresión revolucionaria, cosa que no era posible”.[56] Esta idea entronca con la argumentación que utiliza para explicar, como acabamos de ver, por qué el arte abstracto no podía ser la expresión de la nueva ideología revolucionaria. Se trata de la utopía, profundamente ingenua, de que el marxismo-leninismo como concepción científica del mundo y la estética de ella derivable, así como la revolución como transformación socialista de la sociedad, podrían ser capaces de reinventar el arte, de transformar la lógica profunda de un fenómeno cultural cuya especificidad se había desarrollado durante siglos; y, no solo eso, sino que, los hombres del Partido podían y debían llevar a cabo con éxito dicha tarea histórica. Al fin y al cabo, la dialéctica estaba de su parte.

Pero lo más importante, no dejaba de señalar Portuondo que el Che alertaba en su texto del “peligro de caer en una interpretación ingenua de lo que se ha llamado el ‘realismo socialista’”.[57] Hay que recordar que en ese minuto en que hablaba Portuondo, el realismo socialista todavía era considerado un “estadio superior del arte”, tanto en la Unión Soviética como en los demás países socialistas que lo adoptaron como doctrina oficial. Y esta es una de las partes más interesantes del documento que nos ocupa, porque el conferencista se detiene a justificar las razones de la crítica guevariana al realismo socialista, y a aclarar las diferencias entre el fenómeno al que se refiere el Che, y una supuesta noción estética originaria de “realismo socialista”, la cual, por supuesto, no cuestiona:

Naturalmente que, cuando el Che escribió estas palabras, tenía presente lo que había ocurrido en el período de Stalin y de Zhdánov y que se prolongaba en la etapa jrushovista [sic], es decir una desnaturalización o falseamiento del realismo socialista, que fue una idea formulada principalmente por Máximo Gorki. Gorki, desde luego, no trazó ningún cartabón: señaló que el realismo socialista era simple y sencillamente una hipótesis de trabajo, una idea impulsora y lo que había que plantearse sobre esta base era la transformación del arte como expresión de una nueva concepción del mundo, de la realidad. No planteó de ninguna manera que el arte y el realismo socialista tenían que ser una prolongación del realismo crítico del siglo XIX, pintado de rojo.[58]

Es decir, si el problema no estaba en la propia “idea original” de realismo socialista, sino en su desnaturalización o falseamiento por la cultura estalinista, entonces el socialismo cubano podía asumir, como “hipótesis de trabajo”, aquella idea impulsora que pretendía la transformación del arte como expresión de una nueva concepción del mundo. A Portuondo le era ajena y libre de toda sospecha, la doble normatividad que imponía a la creación la noción estética de realismo socialista, y lo castrante que esa doble normatividad podía llegar a ser para los artistas.

En primer lugar, el realismo normativo implica que el referente de la representación artística, ya sea en pintura, literatura o incluso música, debía ser explícitamente reconocido por todos, por tanto, la correlación entre referente y representación se pretendía natural, estable, objetiva, todo lo cual significa altamente convencionalizada. De ahí el regreso de la pintura soviética realista-socialista al principio tradicional (clásico) de la mímesis, pero una mímesis llevada a un nuevo nivel gracias a la base fotográfica que usaban los pintores, aunque esa indexicalidad fotográfica (huella perfecta de la realidad) fuera negada, ocultada o borrada por la propia pintura.[59] Es comprensible entonces la intolerancia de los partidarios del realismo socialista para con todo lo que oliera a modernismo estético, el tipo de arte en el que la representación construye en buena medida el referente, por lo que el arte deja de estar supeditado a la realidad perceptual más inmediata y pedestre.

La otra normatividad es la concerniente al universo temático. Para el realismo socialista solo algunos temas, gestas, desempeños sociales y sujetos históricos, resultaban dignos de ser tratados por el arte. Por tanto, analizado en el plano puramente teórico, si se parte de una concepción estética que restringe el universo temático, pues se trata de una estética que en su afán normativo termina castrando una de las principales potencialidades cognoscitivas del arte: su capacidad para operar en el ámbito de la posibilidad pura. Durante todo el siglo XX el arte occidental, ese que era tildado por los “marxistas” de la época como idealista, decadente y burgués, pudo trabajar con las ideas, fenómenos y problemáticas más disímiles, y experimentar con las maneras más inauditas de llevar a cabo una representación estética; mientras que el realismo socialista giró y giró sobre su aburrido eje idealista: la vida gloriosa y vaciada de contradicciones de los héroes del socialismo.

Por tanto, Portuondo, el falseamiento y desnaturalización de la base genésica, tanto histórica, ideológica y teórica del realismo socialista, de la mano de Stalin, Zhdánov, Gerasimov, Mao y demás comisarios que lo impusieron como doctrina estética oficial, parecía inevitable; y no precisamente por una errada implementación de aquellos preceptos que reducían a la postre el arte a mera propaganda didáctica, sino gracias a esos mismos preceptos, que lejos de favorecer una transformación cualitativa del arte, lo enrumbaban más bien a su aniquilamiento como forma de conocimiento humano.

VII. Las epifanías del Partido: centro rector de la política cultural socialista

El canon para la valoración artística que había sido normado e instituido como política cultural en el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura necesitó, para su efectiva aplicación, de la intromisión de instituciones no culturales como las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), el Departamento de Orientación Revolucionaria del Comité Central del Partido (DOR), la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC), la Central de Trabajadores de Cuba (CTC), entre otras menos importantes. Dichas instituciones políticas a partir de 1971 cumplieron la función de generar un sistema alternativo, y también artificial, contingente, en el que la circulación, jerarquización y legitimación de las obras de arte ya estaba pautada con anterioridad en el horizonte temático y los supuestos estéticos que ellas estimulaban y favorecían a través de concursos y salones.

En el año 1974 el compañero Antonio Pérez Herrero, miembro del Secretariado del Comité Central del Partido, expresaba con total claridad en un acto público algunas de las ideas estratégicas que fundamentaban la política cultural del momento:

En nuestra sociedad rechazamos como arte y le negamos la condición de tal, a todo aquello que proclama la indiferencia, el pasado burgués, el hábito burgués, el gusto burgués, el elitismo, la contemplación, la pasividad, la pornografía y la chabacanería que nos impuso en el pasado la cultura dominante. […] Resulta particularmente importante el trabajo del sindicato, de los organismos estatales y del Partido en la educación de los artistas, premisa que garantiza la defensa consciente e intransigente de las ideas del socialismo en la creación artística. […] El Partido, los organismos estatales de la cultura y el sindicato tenemos el deber de contribuir al aumento de la calidad técnica estética y velar porque así sea. Hay que propiciar la aparición de expresiones artísticas que por su relación con la vida de nuestro pueblo, con su historia, con sus tradiciones culturales y patrióticas por las nuevas valoraciones que se hagan de nuestra realidad socialista, enriquezcan la vida espiritual de nuestros trabajadores. […] Partir de la realidad, de la tradición y las raíces culturales del pueblo y reflejar su rica, dinámica y multifacética vida, sus éxitos, sus victorias, su alegría, su fe en el futuro socialista y comunista, son aspiraciones en el terreno de la creación artística a las que debemos alentar, impulsar y dirigir.[60]

El Partido asume la responsabilidad de legislar acerca de la definición del arte en el socialismo. Esas ideas, justo como las expresa Pérez Herrero, son puro realismo populista socialista: relación arte y pueblo: el arte al servicio de los sentimientos y las ideas populares (populismo); relación arte y partido: el arte se somete a las epifanías del Partido en tanto protago­nista absoluto del presente y del fututo socialista y comunista; relación creatividad y partido: el realismo socialista aspiraba a una superioridad técnica y estética, pero las nuevas formas artísticas debían ser aprobadas por el Partido; los temas del realismo socialista: los héroes y heroínas de la nueva sociedad, sus éxitos, sus victorias, su alegría, su fe en el futuro socialista y comunista.[61]

La mejor evidencia de la falta de organicidad histórica de aquella política cultural importada de la URSS con relación a la tradición vanguardista y cosmopolita del arte cubano, fue precisamente la necesidad de hacer surgir una escenografía promocional patrocinada directamente por organizaciones políticas (y militares) para poder materializar en la realidad lo que “dialécticamente” las directrices burocráticas habían prefigurado en un plano cuasi idealista.

La necesidad ideológica de un arte “realista afirmativo” es un alimento histórico delicioso para que pulule el kitsch, el cual se da la mano con demasiada facilidad con la mediocridad y el oportunismo. Pero la esencia del kitsch político no es algo estético, el kitsch no hace más que expresar estéticamente el deseo político de que el arte opere en el plano de la no contradicción, porque en dicha dimensión los ideales desde los que se intenta prefigurar la realidad escapan al lastre imperfecto de lo terrenal. Por eso, un arte apacible, tranquilizador, ameno, ilustrativo y propagandístico connota, aunque de manera positiva, la voluntad política que ha engendrado la posibilidad histórica de su existencia. Las palabras de quien ejercía el liderazgo en el CNCnos pueden resultar un fiel testimonio de este fenómeno:

El artista no transita los caminos de la Revolución como observador ajeno. Está en el cauce de sus luchas, junto al resto del pueblo. Es un obrero de la Revolución, en cuanto trabaja por y para ella, un soldado, en tanto que la defenderá en su obra como le defendería con un arma; y en cuanto desarrolla estas tareas, es funcionario de la misma. Así superamos los riesgos del burocratismo contra los que el Che nos advirtió a tiempo.

Hace doce o trece años, en una reunión como esta, otros artistas habrían hablado de la libertad de creación y temas similares que hoy ya no preocupan a nadie. En aquella época se combatía a los organismos culturales tomando como base deficiencias reales o supuestas por ciertos elementos confusos o confusionistas. En el fondo de la cuestión lo que querían impugnar era el deber del estado revolucionario de dirigir y orientar la gestión cultural y de hecho, marginar al artista de una posición clasista.[62]

Al mencionar una reunión de hace 12 o 13 años Luis Pavón se refiere, como es evidente, a las reuniones en la Biblioteca Nacional de 1961, y marca con exactitud la diferencia entre aquel momento y el que se vivía en el año 1974. A juzgar por sus palabras, en los nuevos tiempos la cuestión de la libertad de creación había dejado de ser una preocupación para los artistas cubanos, ya nadie pensaba en eso; la libertad en el campo del arte y la cultura parecía haberse interiorizado de tal modo en el socialismo cubano que había desaparecido por completo como problemática histórica. Al parecer, lo que garantizaba tal suceso extraordinario era que se habían logrado eliminar de una vez todos los recelos anteriormente existentes con respecto al deber y el derecho del Estado de dirigir y orientar la gestión cultural. Bajo la égida del Partido, el artista convertido finalmente en un funcionario de la revolución quedaba a salvo de los riesgos del burocratismo. Una vez más Pavón nos sorprende con su impecable lógica. Su idea del artista libre, en correspondencia con un consumado rol de obrero, soldado y funcionario, es un verdadero aporte a la teoría socialista.

Esta sería la estructura del modelo de cultura artística afirmativa que se intentó instrumentar en Cuba a raíz del Primero Congreso Nacional de Educación y Cultura, que tenía en el centro al Partido y como aspiración siempre subyacente, al realismo socialista. En función de determinados objetivos, dados por las específicas condiciones de la realidad política y social, la vanguardia política (el Partido) establecía los límites y condiciones, responsabilidades y objetivos de la producción artística. Y las primeras generaciones de artistas formados integralmente por el Estado Socialista estaban listas para llevar hacia adelante, hacia el futuro luminoso, la labor de crear un tipo de arte que respondiera a esos dictámenes cuyo carácter “revolucionario” ya estaba pautado de antemano y resultaba indiscutible. Además, semejante proceso no podía producir conflicto alguno, porque las condiciones intrínsecas de revolucionarios de aquellas primeras hornadas de “hombres nuevos”, les mantenían ajenos y a salvo de cualquier disyuntiva existencial o ideológica en la que pudiera aflorar un “individualismo” de carácter “intelectualista”.

Cuando se revisa la crítica de arte que se escribía en los setenta, se puede llegar a creer que para esa primera generación de artistas de la “esperanza cierta” carecieron de total interés las problemáticas existenciales, de género, raciales, el sexo, el poder, la religión, lo abyecto, lo antropológico, la psiquis, además del resto del universo ilimitado de preocupaciones humanas que el arte puede interrogar y canalizar. El horizonte de temas “revolucionarios” en el que se les había encargado trabajar estaba en línea directa con lo que aún se pregonaba en la época como fundamentos del realismo socialista: “[…] conocer la verdad de la vida y crear una crónica artística acerca de las realizaciones de los trabajadores […]”.[63] Solo que, como la “verdad de la vida” suele ser algo insondable, la crónica artística sobre las peripecias de los protagonistas de la construcción del socialismo tendió a primar como imagen (cliché) general. A Gavriil Petrosian, el autor que acabo de citar, le era publicado en septiembre de ese mismo año 1977 otro artículo en El Caimán Barbudo, esta vez titulado ¿Qué es el realismo socialista? He aquí su definición esencial:

El realismo socialista es el método fundamental del arte y la literatura soviéticos. Nunca ha sido ni será un fenómeno exclusivamente soviético. Es un fenómeno internacional […]. Incluye en sí conceptos tales como la verdad de la vida, el reflejo de la realidad en su desarrollo revolucionario, los enlaces del arte con las tareas de la educación ideológico-estética en el espíritu del socialismo. Estos aspectos interrelacionados son los que determinan la esencia del realismo socialista.[64]

Los tres aspectos enumerados por Petrosian encuentran ecos bastante claros en el encargo que se le hiciera al arte en el Primer Congreso de Educación y Cultura, con la diferencia de que el realismo socialista nunca fue declarado el método fundamental del arte y la literatura de la revolución cubana. Al año siguiente El Caimán… publicaba otro texto sobre el tema, esta vez de un escritor del patio. A la altura de 1978 Manuel Cofiño reclamaba que se tenía en Cuba muy poca información sobre el realismo socialista, y que en los últimos años se había hecho un esfuerzo considerable, pero todavía insuficiente; que las principales obras teóricas sobre el tema no se habían traducido, y que el realismo socialista había evolucionado; que su teoría era compleja y había alcanzado un alto nivel científico. Sin embargo, Cofiño dice que cuando alguien le preguntaba qué era para él el realismo socialista, solía responder con la definición que diera Mijail Sholojov en su discurso de apertura del II Congreso de los Escritores de la Federación Rusa en 1965: “[…] el realismo socialista es el arte de la verdad de la vida, de la verdad elevada y comprendida por el autor desde las posiciones del partido leninista”.[65]

Dicho así, uno se siente tentado a pensar que esa verdad elevada solo se puede comprender desde las posiciones del Partido, y que solo después que este, en calidad de vanguardia, ha llevado a cabo su misión de desentrañar la “verdad de la vida”, entonces y solo entonces el artista puede intentar reflejar dicha verdad a través de su obra. Planteado en estos términos, esa especie de epifanía del Partido es casi idéntica al misticismo religioso que Plotino legó a la Estética Medieval: el artista solo puede acceder a la verdad a través de una revelación divina, y la obra de arte es mero reflejo imperfecto de dicha revelación, porque la verdad en su plena iluminación solo pertenece a Dios; y al Partido…

Como hemos visto a lo largo de este ensayo, y en boca de “ilustres marxistas”, la doctrina del realismo socialista, en esencia, no era más que una vuelta a la Estética Medieval en la que se sustituye a Dios por el Partido. En ambos horizontes dogmáticos el artista no crea un contenido, y mucho menos un contenido que emana totalmente de su subjetividad o mundo interior, o de su diálogo problematizador con la realidad social a la cual está sujeto. Ese contenido, en la Edad Media, es la sagrada palabra, o más precisamente la interpretación que de las sagradas escrituras establecía como norma hermenéutica la Iglesia.

En el “socialismo real” ese contenido no emanaba de un Dios, pero sí de un demiurgo terrenal (Stalin, Mao, Fidel) que copulaba con la necesidad histórica y engendraba la energía política suficiente como para transformar la vida y aspirar a la creación de un mundo nuevo. Pero la comprensiónde ese mundo nuevo, que era el contenido a representar por el realismo socialista, también estaba plenamente normada; y no era el artista quien interpretaba y comprendía el ser de los tiempos, sino la cúpula del Partido, creadores de la nueva realidad y hermeneutas de su propia creación. El artista debía comportarse como un hermeneuta de segundo grado, su contenido a interpretar eran las certezas del Partido, sus anhelos e incluso sus sueños; que eran, en última instancia, los del pueblo trabajador y la clase obrera, “los verdaderos sujetos de la historia”.

VIII. Conclusiones

Estas pudieran ser algunas de las características generales del modelo de cultura artística afirmativa realista socialista que se ensayó durante la década del setenta en Cuba.

  • Creación subordinada a un universo temático en buena medida pautado por la política cultural, lo que generó un chovinismo nacionalista, basado en un pensamiento sustancialista y dogmatizado de lo “identitario”, lo “revolucionario” y lo “cubano”.
  • Ausencia de una indagación crítica de la realidad desde el arte, lo cual le impidió a la praxis artística pensar la sociedad y ayudar a su desarrollo cualitativo.
  • Didactismo y populismo. Saturación ideológica del texto pictórico y visual en general, lo cual le hace derivar hacia la estética kitsch del realismo socialista, que no es arte sino propaganda.
  • Carácter no profesional de los artistas, que comparten la creación con otras funciones laborales (docencia, diseño, promoción, etc.), por tanto, se produce una dependencia total del Estado, este es el empleador y al mismo tiempo quien posee las estructuras de legitimación de la creación.
  • Desconexión con el mercado de arte internacional. Rechazo de influencias estéticas externas, en especial del occidente capitalista, lo que limitó la oxigenación de ideas y el diálogo con otros referentes.
  • Las instituciones promocionales, así como la crítica de arte contribuyen a respaldar los imperativos normativos de la política cultural trazada por el Partido.

El sistema de salones que se diseñó como plataforma promocional de esas primeras hornadas de artistas formados en las escuelas “revolucionarias” funcionó como un arma de doble filo. Dio amplia visibilidad al trabajo de los jóvenes que iniciaban su carrera, lo que siempre es positivo para cualquier creador; pero uno de los costos fundamentales fue el truncamiento de la dinámica experimental y de sintonización con las tendencias internacionales que se desarrollaron durante toda la década del setenta, lo cual produjo un desfasaje de casi una década con relación a la infinidad de posibilidades creativas abiertas por la posmodernidad.

A su vez, el gran encargo social que se depositó en esos jóvenes terminó pesando demasiado sobre los hombros de una generación en pleno proceso de formación, sin un dominio maduro, tanto técnico como teórico, de la naturaleza semiótica y cultural del arte.

Buena parte de la crítica de arte de los setenta valoraba las obras sobre la base de muchos de los ideologemas seudoestéticos pautados en las directrices del Partido, al tiempo que presionaban para que el trabajo de los jóvenes artistas no se saliera de esos causes. Pero también, a medida que avanzó la década algunos críticos y creadores lograron ir identificando los elementos negativos que dicha dinámica institucional fue generando.

Hay varios problemas que se comienzan a señalar y a reiterar a partir de 1976 y 1977, aproximadamente:

  • La cantidad y simultaneidad de eventos expositivos de perfiles casi semejantes.
  • La baja calidad de las obras enviadas, seleccionadas y premiadas en muchos de los casos.
  • Artistas que repiten obras de un salón a otro.
  • Estereotipos de representación convertidos en lugares comunes.
  • Acomodamiento de los artistas a esos estereotipos temáticos considerados “revolucionarios”.
  • Apatía por parte de los creadores, quienes dejan de participar progresivamente en los salones.
  • Poca afluencia de público a los espacios galerísticos, lo cual revela la falta de motivación y de estímulo promocional para que el pueblo asista a las exposiciones. No se logra masificar el consumo de arte…, etcétera.

Es decir, en menos de una década se llegó a un estancamiento tanto del sistema promocional basado en los salones y concursos patrocinados por instituciones políticas, como del tipo de obra que ese sistema había potenciado: el realismo socialista.

El fenómeno del salonismo y sus consecuencias negativas para el campo artístico cubano fue una consecuencia directa del modelo de cultura “artística” afirmativa que se intentó imponer por decreto en Cuba. En la articulación de ese modelo, prefigurado en las directrices aprobadas en el Primer Congreso de Educación y Cultura, tuvieron gran protagonismo instituciones eminentemente políticas como el DOR, la UJC y las FAR; cuyos salones temáticos intervinieron de manera directa en las dinámicas productivas y promocionales del arte, imponiendo principios de legitimación heterónomos que suelen funcionar muy bien para el mantenimiento de la estabilidad ideológica que necesita todo Poder, pero que terminan a la postre reduciendo la práctica artística a una función meramente propagandística.

Una vez que las consecuencias negativas de aquella “lógica cultural socialista” se convirtieron en evidencias rotundas, pareció insostenible su reproducción como un logro indiscutible de las conquistas del socialismo. Aunque, algunas estructuras profundas de ese modelo sobreviven hasta hoy, más vivas que nunca, como los tres grandes paradigmas de la política cultural socialista cubana, a saber:

La “cultura dirigida” por el monopolio del mecenazgo estatal; la intromisión del Partido como instancia superior orientadora y fiscalizadora; así como la soterrada pero sistemática intimidación, y en momentos de crisis represión explícita, del “aparato” de Seguridad del Estado gravitando sobre el campo artístico e intelectual.


[1] Alfredo Guevara. “La política de nuestra dirección revolucionaria ha sido la de sembrar y desarrollar conciencia” (Transcripción. Reunión de análisis interno sobre la polémica de los premios UNEAC en las páginas de la revista Verde Olivo, Biblioteca ICAIC, 4 de enero de 1969), en Tiempo de Fundación. Iberautor Promociones Culturales S. L., Madrid, 2003, pp. 166-167. (El subrayado es mío).

[2] El PSP no solo desplegó su propaganda ideológica para formar “la conciencia del pueblo” en la prensa plana, utilizaron ampliamente la radio (Radio Estación Popular Mil Diez) y en menor medida el cine (noticiero cinematográfico). Cfr. Yinela Castillo Lozano y Liset Hevia Pérez. “La Política Cultural del Partido Comunista de Cuba reflejada en el periódico Noticias de HOY en el período de 1938–1948”, enPerfiles de la cultura cubana. Revista del Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, n. 01, La Habana, enero-abril, 2008.

[3] Alina López Hernández.Con cristales de larga duración: una mirada a la política cultural comunista anterior a 1959”, en Segundas lecturas. Intelectualidad, política y cultura en la república burguesa. Ediciones Matanzas, 2013. [p. 96 del manuscrito digital del libro homónimo facilitado por la autora].

[4] “Declaración de principios de la Unión de escritores y artistas de Cuba al quedar constituida”, en Noticias de HOY, 25 de octubre de 1938, p. 2.

[5] Julio César Guanche. “El camino de las definiciones. Los intelectuales y la política en Cuba 1959-1971”, en El continente de lo posible. Un examen sobre la condición revolucionaria. Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, La Habana, Ruth Casa Editorial, Panamá, 2008, p. 24.

[6] Cfr. Gleidys Martínez Alonso. “Dialéctica del cambio. La huella de la revolución en las instituciones culturales cubanas. 1959-1962”, en Perfiles de la Cultura Cubana. Revista del Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, n. 01, La Habana, enero-abril, 2008.

[7] Por supuesto, ese principio rector del socialismo burocrático y totalitario al estilo soviético no cambió en 1976 con la Creación del Ministerio de Cultura, sino que se profundizó aún más. 

[8] Información extraída de un folleto sobre el trabajo cultural del CNC, editado por dicha institución. Apud. Gleidys Martínez Alonso. Ob. cit.

[9] Juan Marinello. “Conversación con nuestros pintores abstractos”, en Comentarios al arte. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1983, p. 99.

[10] Ibídem, p. 55.

[11] Ibídem, p. 93.

[12] Ibídem, p. 87.

[13] Ibídem, p. 69.

[14] Jacques Maquet. La experiencia estética. La mirada de un antropólogo sobre el arte. Celeste, Madrid, 1999, pp. 273-275.

[15] Juan Marinello. Ob. cit., p. 63.

[16] Ibídem.

[17] Cfr. “Conclusiones de un debate entre cineastas”, en Graziella Pogolotti (comp.). Polémicas culturales de los 60. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2006, pp. 17-22.

[18] Cfr. Jorge Fraga. “¿Cuántas culturas?”, en Polémicas culturales de los 60, ob. cit., pp. 72-85.

[19] Mirta Aguirre. “Apuntes sobre la literatura y el arte”, en Virgilio López Lemus (ed.). Revolución, letras, arte. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1980, p. 201.

[20] Ibídem, p. 202.

[21] Ibídem, p. 203.

[22] Ibídem, p. 203. (El subrayado es mío).

[23] Ibídem, p. 216.

[24] El 28 de octubre de 1963, el mismo mes en que fue publicado “Apuntes sobre la literatura y el arte”, Alfredo Guevara le enviaba una carta Fidel Castro en la que le informaba que el ICAIC acababa de publicar el libro de Maurice Nadeau Historia del surrealismo: “Pretendemos con ello ­–decía Alfredo– mantener informados seriamente a quienes influyen y deciden en la creación artística. Es común que se defiendan o ataquen, que se juzguen las corrientes estéticas sin conocerlas, y no son pocos los que lo hacen desde la crítica o la prensa, dañando la comprensión y oscureciendo la significación de etapas y búsquedas que no han hecho otra cosa que enriquecer la cultura y los medios artísticos de expresión. […]. ¡Qué cómodo declarar idealista la mitad de la experiencia de la cultura artística! Con cuatro fórmulas pretenden hacerlo algunos repetidores que sustituyen, en nombre del marxismo, el método crítico por la copia de experiencias críticas válidas para su referencia, pero que no pretendieron jamás agotar las posibilidades creativas del hombre y de la sociedad, y del artista”. Alfredo Guevara. ¡Y si fuera una huella! Ediciones Nuevo Cine Latinoamericano, La Habana, 2009, p. 133.

[25] Mirta Aguirre. Ob. cit., p. 210.

[26] Ibídem.

[27] G. W. F. Hegel. Lecciones de estética (trad. del alemán Raúl Gabás). Ediciones Península, Barcelona, 1989, p. 68.

[28] Mirta Aguirre. Ob. cit., p. 211. (El subrayado es mío).

[29] Mirta Aguirre. Ob. cit., p. 212.

[30] Ibídem.

[31] Ibídem, p. 213. (El subrayado es mío).

[32] Ibídem, p. 215.

[33] A esos datos se debe sumar la labor desempeñada por las Escuelas de Instrucción Revolucionaria y las Escuelas Básicas de Instrucción Revolucionaria, respectivamente. Cfr. Julio César Guanche. Ob., cit., p. 61.

[34] Leopoldo Ávila. “Sobre algunas corrientes de la crítica y la literatura en Cuba”, en Verde Olivo, n. 47, 24 de noviembre, La Habana, 1968, p. 18. [Existe versión de todos los artículos de Leopoldo Ávila en Todos somos uno. Compilación de Duanel Díaz, Editorial Casa Vacía, Virginia, 2021 / N. del E.].

[35] Ibídem, p. 14.

[36] Jacques Maquet. Ob. cit., 1999, p. 271.

[37] Leopoldo Ávila. “Sobre algunas corrientes de la crítica y la literatura en Cuba”, en ob. cit., p. 17.

[38] Ibídem.

[39] Ibídem.

[40] Ibídem.

[41] Ibídem, p. 18.

[42] Leopoldo Ávila. “El pueblo es el forjador, defensor y sostén de la cultura”, en Verde Olivo, n. 48, 1 de diciembre, La Habana, 1968, p. 17.

[43] “Criticar a la crítica”, en La Gaceta de Cuba, La Habana, enero de 1970, p. 25.

[44] Luis Pavón Tamayo. “Criticar a la crítica”, ob. cit., p. 28.

[45] Ibídem.

[46] Juicios expuestos en la introducción que precede a la “Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (La actividad cultural)”, en Revista de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, n. 2, 1971, pp. 5-16.

[47] Ibídem, p. 12.

[48] Ibídem, p. 13.

[49] Cfr. Immanuel Kant. Crítica del juicio. Madrid: Librerías de Francisco Iravedra, Antonio Novo, 1876.

[50] “Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (La actividad cultural)”, ob. cit., p. 13.

[51] Luis Pavón Tamayo. “Discurso pronunciado en la clausura del II Activo Nacional de la Brigada de Instructores y Profesores de Arte”, en El Caimán Barbudo, n. 75, La Habana, 1974, p. 8.

[52] “Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (La actividad cultural)”, ob. cit., p. 12.

[53] Lo que ha pasado a la historia como Antibienal fue la exposición Plástica cubana contemporánea, inaugurada en el Lyceum de La Habana el 28 de enero de 1954. Por su parte, pese a la fuerte oposición de lo más progresista de la intelectualidad artística de la isla, la II Bienal Hispanoamericana se inauguró en La Habana el 18 de mayo de 1954, cinco meses después de la fecha prevista. Cfr. Luz Merino Acosta. Espacios críticos habaneros del arte cubano: la década de 1950 (Prólogo), Ediciones Unión, Editorial UH, La Habana, 2015, pp.120-130.

[54] José Antonio Portuondo. “Itinerario estético de la Revolución”, en Revolución, letras, arte, ob. cit., p. 163.

[55] Ibídem.

[56] Ibídem, p. 175.

[57] Ibídem.

[58] Ibídem.

[59] «Una de las pinturas de más éxito de Brodsky –entre su diligente producción de retratos de héroes soviéticos en óleos y litografías– fue Lenin en el palacio Smolny. Aunque es evidente que se trata del re­sultado de una proyección fotográfica a partir de una fotografía de Moïsei Nappelbaum, Brodsky intentó no obstante renegar de sus fuentes fotomecánicas. De hecho, afirmó que había producido aquel asombroso parecido a partir de algunos bocetos de Lenin que había hecho en el Tercer Congreso de la Comintern; Brodsky llegó a presen­tar fotografías en las que aparecía haciendo los bocetos preparatorios». Hal Foster, Rosalind Krauss, Yve-Alain Bois y Benjamin Buchloh. “El Realismo Socialista soviético”, en Arte desde 1900. Modernidad, antimodernidad, posmodernidad, Ediciones Akal, Madrid, 2006, p. 263.

[60] Antonio Pérez Herrero. “La cultura, parte sustancial en la forma de vida socialista (Discurso de clausura del Primer Consejo del Sindicato Nacional de Artes y Espectáculos, 15 de septiembre de 1974)”, en El Caimán Barbudo, n. 83, La Habana, 1974, p. 3.

[61] Cfr. Hal Foster, Rosalind Krauss, Yve-Alain Bois y Benjamin Buchloh. “El Realismo Socialista soviético”, en Arte desde 1900. Modernidad, antimodernidad, posmodernidad. Ob. cit.

[62] Luis Pavón Tamayo. “Expresar nuestra patria, su luz, su color, la vida de su pueblo (Discurso de clausura de la Primera Reunión Nacional Juvenil de Artes Plásticas)”, en El Caimán Barbudo, n. 77, La Habana, 1974, p. 23. En una foto se muestran detalles de la mesa de la presidencia, en la que a ambos lados de Pavón se encontraban Alberto Rodríguez Arufe, miembro del Buró Nacional de la UJC, y José A. Portuondo, quien entonces ocupaba el cargo de director del Instituto de Literatura y Lingüística.

[63] Gavriil Petrosian. “Realismo es lucha contra el cliché”, en El Caimán Barbudo, n. 110, enero de 1977, p. 14.

[64] Gavriil Petrosian. “¿Qué es el realismo socialista?”, en El Caimán Barbudo, n. 118, septiembre de 1977, p. 2.

[65] Manuel Cofiño. “¿Qué es para mí el realismo socialista?”, en El Caimán Barbudo, n. 125, mayo de 1979, p. 27.