Norge Espinosa: Luis Pavón Tamayo: Sinfonía en gris menor

Archivo | Autores | 16 de enero de 2024
©Primera página de ‘Aquiles y la pólvora’ de Luis Pavón dedicada a Norberto Fuentes

Fueron necesarios cinco minutos de transmisión televisiva para que su breve resurrección enviara un escalofrío a La Habana. En enero de 2007, la primera emisión de Impronta , espacio que buscaba resaltar nombres relevantes de la cultura cubana, generó asombro y protestas. Quienes vieron este cortísimo programa no pudieron superar su conmoción o indignación, pues como figura inicial los productores eligieron al propio Luis Pavón Tamayo, no tan recordado por su poesía endeble, sino por su papel de censor y extremista en la época. presidió el Consejo Nacional de Cultura, entre 1971 y 1976.

Esas fechas son suficiente señal encriptada para muchos, grabada en la memoria de no pocos, y en la amnesia oficial, de los infames Cinco Años Grises. Cinco años, diez años, un tiempo muerto, en el que desde estos despachos, Luis Pavón y otros de no menos funesta memoria, como Armando Quesada, se empeñaron en hacer realidad dolorosa los argumentos de las actas del Primer Congreso de Educación. y Cultura, apoyándose en ellos para expulsar del mundo artístico a quienes, en varios casos, fueron líderes indiscutibles de las letras, el teatro, la danza y muchas otras expresiones.

La mediocridad que se impuso bajo esas órdenes aún opera como trauma, y ​​sin duda junto a quienes ahora se alegran con la noticia del sombrío perfil de Luis Pavón, hay quienes todavía lo ven regresar como un fantasma para seguirlos robándoles la paz. Sus sueños. Porque en sus últimos días Luis Pavón ya era un fantasma, y ​​ni siquiera ese intento en la televisión cubana pudo transformarlo, como tal vez se pretendía, en el cuerpo palpable dentro de la cultura a la que él mismo tanto despotricaba y que ya había iniciado. olvidar.

Ese anciano que vimos en esos rápidos minutos en Impronta estaba a punto de morir. Su insólita reaparición en ese programa desató la pequeña guerra de los correos electrónicos, que, como suele ocurrir en Cuba, empezó como una sorpresa y terminó con una resaca. Varios intelectuales cubanos, víctimas directas o no de su liderazgo, enviaron correos electrónicos para denunciar al fantasma, para exigir la exhumación del cadáver enterrado y, por qué no, para exigir disculpas que nunca llegaron. Estos mensajes atestiguan el trauma: los más tranquilos, o concentrados en revelar datos raramente ventilados, junto con los que vinculaban espasmos y patetismo, y una sed mal silenciada de venganza tardía.

La televisión cubana se desmoronó entonces en un galimatías interno que duró algunas semanas, sin saber cómo arreglar el embrollo, mientras los correos electrónicos iban y venían acumulándose en esa ola en la que, como no habíamos visto mucho, sus voces y demandas unían a los cubanos. artistas residentes dentro y fuera de la isla, sin obtener respuestas oficiales.

La UNEAC, que poco tuvo que ver con el fallido resurgimiento, publicó una nota que aclaraba menos, y pensó que sería mejor guardar silencio al respecto, bajo pretextos como mezquinos y no querer atormentar a la gente con aclaraciones posiblemente irrelevantes, mientras la “ingenuidad” cometía Se atribuyó a la juventud de algunos de los integrantes del equipo Impronta .

Dudosa ingenuidad, teniendo en cuenta que Armando Quesada caminaba por los pasillos del ICRT hasta poco antes de la emisión del programa, y ​​trataba de ocultar la batalla silenciosa que se libraba en el propio instituto culpando no a los veteranos que vieron la peluda oreja de la parametrización *arriba cerca, pero aquellos que nunca les explicaron la verdad oculta detrás de ese amargo concepto.

Los resultados de todo esto fueron variopintos, pero sin duda el más perdurable fue el ciclo de conferencias organizado por Desiderio Navarro del Centro Teórico Cultural Criterios, con el fin de reorganizar parte de la memoria no digerida de aquella época del terror y de Pavón, y que atravesó espacios tan diversos como la Casa de las Américas, el Instituto Superior de Arte y el ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos).

Se publicó un libro con varias de estas conferencias que rápidamente se agotó. La esperada edición que sumaría a estos textos las restantes piezas sobre rock, cine y teatro cubanos (tema que asumí dadas las reticencias de varios especialistas que dudaban del desafío), nunca se consumó. Cuando pronuncié mi conferencia, “Las máscaras de lo gris, el teatro, el silencio y la política cultural en la Cuba de los años 70”, ya era enero de 2009. En esos dos años el fervor, la exigencia, los estallidos de la primer momento, se había fundido en el gran olvido cubano, que nos hace volver una y otra vez a los mismos fantasmas, porque en realidad nunca los exorcizamos del todo. O no nos dejan llevar el exorcismo hasta su última conclusión.

Ni peso ni nombre ni trabajo

Luis Pavón nació en 1930 en Holguín, y acaba de morir en La Habana, tal vez en su casa de Playa, o en algún hospital. Fue miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y se dio a conocer como un poeta, digamos “modesto”, desde el triunfo de la Revolución con cuadernos como Descubrimiento , y El tiempo y sus banderas , títulos cargado del olor de las consignas.

Era abogado, y cuando se cerró la CNC para dar paso al Ministerio de Cultura, pasó a ser rector de la Escuela del Partido Comunista de Cuba (PCC). La leyenda urbana transforma a Jim en Leopoldo Ávila, el espectro que atacaba con prosa marcial, desde las páginas de la revista “Verde Oliva” de las Fuerzas Armadas, a Virgilio Piñera, René Ariza, Antón Arrufat y otros “desviados”, persistiendo en el teatro de la absurdo, en obras demasiado ambiguas, en personalidades demasiado inapropiadas.

Las diatribas también alcanzaron a Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla y al dramaturgo José Milian, tildando de pornografía su obra “La toma de La Habana por los ingleses”, estrenada en 1970 por Teatro Estudio, muy poco antes del Primer Congreso de Educación (y luego de Cultura, a sugerencia de Fidel Castro durante uno de sus discursos), le otorgó un poder casi total que utilizó para borrar nombres como estos.

Si realmente fue Leopoldo Ávila es algo que Pavón se lleva a la tumba, en momentos en que también hemos reportado la muerte de Alfredo Guevara y Jaime Crombet. Cada uno se ha llevado sus secretos, como caras en un gran álbum que nunca se abre. Pasará algún tiempo antes de que algunas de estas verdades salgan al aire y la memoria nacional se enriquezca un poco más.

Tuvo una vejez, pero grisácea y alejada de los focos de atención que él mismo lograba, sin limpiar ni suavizar su pasado. En Impronta quiso representarse a sí mismo, manipulando una frase del Che, que en realidad no lo era, sino una dedicatoria que el argentino había estampado en un ejemplar de su libro sobre sus andanzas como guerrillero.

Si la idea del programa era lavar su imagen, resucitar de la efigie de un caballero inocuo y callado, la reacción que provocó tal empeño impidió que la maniobra fuera repetida por otros con su propia historia. Enterrado vivo, este tributo simulado sólo sirvió para arrojarle unas cuantas paladas más de tierra sobre la cabeza.

Su poesía es hoy ilegible e innombrable, aunque quizá suene más digna traducida al eslavo, si recordamos que entre sus condecoraciones Pavón ostentaba la Orden de los Santos Cirilo y Metodio, que le concedió Bulgaria. Sus artículos en la prensa, una invitación al peor olvido, son ejemplos de la peor intolerancia que prevaleció en nuestra prensa durante mucho tiempo, dejando secuelas que se ven aún hoy, de vez en cuando.

En una antología preparada por Luis Suardíaz, David Chericián y Eduardo López Morales, su rostro se encuentra intercalado entre los versos de Roberto Fernández Retamar y José Martínez Matos, en el mismo volumen donde algunas de sus víctimas emergieron una vez más como parte de una generación que en realidad nunca lo fue.

Recuerdo otra foto suya, donde aparece junto a Alfredo Guevara en el funeral de Bola de Nieve, fallecido repentinamente en México. Corría el año 1971 y Pavón empezaba a disfrutar de su poder en el CNC. Funcionario y enterrador, debió sentir un profundo alivio ante el cuerpo del escandaloso pianista . Uno menos, habría dicho, al frente de ese cortejo literalmente fúnebre.

Hablé con Luis Pavón Tamayo, según recuerdo, sólo una vez. Por teléfono. Ya había dado mi conferencia, y los materiales que la sustentaban, me di cuenta que tenía que profundizar más en el tema. Hay un libro, pensé, en todo esto, todavía estoy reflexionando sobre estos testimonios de quienes vivieron de primera mano la grisura de aquella época.

Sin embargo, quería escuchar tantas voces como fuera posible antes de emprender tal empresa. Y mientras hablaba y entrevistaba a Ramiro Guerra, Ingrid González, Antón Arrufat, Armando Suárez del Villar, José Milián, Iván Tenorio y muchos otros, me preguntaba qué podría contarme Luis Pavón sobre esa época.

Conseguí su número, lo llamé. Ya le habían advertido. Repitió a través del cable la pantomima que el programa de televisión quería hacernos creer. Apeló a su vejez, a su enfermedad, para negarme delicadamente una entrevista. No fue, como lo hizo Julie Davalos, revelarme los otros lados del asunto.

Quizás, mientras hablábamos, se habría encogido en su silla, para representar de manera más creíble el papel del anciano mártir. Un anciano presa del pánico, como los imaginados por Virgilio Piñera en una obra que presagiaba el silencio y el terror de sus últimos días.

Por tanto, no hubo entrevista. No creo que hubiera sacado mucho provecho de ello. Pero para ser justos, sentí que al menos tenía que intentarlo. Los archivos desaparecen, las cenizas vuelan, los diarios y las páginas –dictadas por otros desde el lado oscuro de los espejos que vieron lo que quizás a nosotros nos gustaría saber– se borran, y así se desmantela un cierto lado de la Historia.

Algunas de las personalidades de esta otra obra mueren, y con ellas algún matiz, un claroscuro, un índice de verdad, se corrompe, se nos escapa en el esfuerzo por reconstruir las claves de un error. Lo que habría revelado dada la noticia que me empuja estas líneas, por ejemplo, del propio Suárez del Villar, desapareció hace casi un año. Para imaginar esa respuesta, persistiré en los capítulos de mi libro.

Murió Luis Pavón, y La Habana se despidió de él bajo una llovizna. A estas alturas no encuentro ninguna noticia de su muerte en los informativos de la prensa nacional. Me interesará ver si lo recuerdan y cómo. De qué manera se despiden de una persona que ya no tiene peso, ni trabajo, ni nombre.

Algunos de sus viejos compañeros: esos otros comisarios grises y apenas supervivientes, midiendo el tiempo que les queda en este mundo desde la desaparición de quien fue un soldado tan enérgico en el cumplimiento de su fatal misión, a quien podrían dedicar un momento de silencio. Probablemente menos de un minuto: el tiempo que en un aguacero transcurre entre un relámpago y el siguiente.

La Habana | 28 de mayo de 2013

Publicación fuente ‘Traduciendo Cuba’, 2013