Enrique del Risco: Landrián vs Foucault
El pasado diciembre, durante el estreno del documental Landrián en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, su director, Ernesto Daranas, se permitió un gesto que, aunque muchos encontraron valiente, alguno se atrevería a calificar de oportunista.
Daranas, de pie en el escenario donde se proyectaría el documental, leyó de la pantalla de su teléfono una declaración en la que afirmaba que la persecución sufrida por el fallecido cineasta Nicolás Guillén Landrián no era “un caso del pasado; todavía hoy la censura y la exclusión es ejercida sobre obras y cineastas”.
Para concluir, añadió que le gustaría pensar que Landrián sería hoy parte de la acosada Asamblea de Cineastas de la que el propio Daranas es parte.
Eso hizo Daranas: reclutar fantasmas del pasado para las batallitas del presente.
“No, compañero; juegue limpio”, dirán los mismos que achacan los problemas de Cuba al embargo y las represiones pasadas a un funcionario de poca monta que ahora vive en Miami.
Ni Landrián, ni los responsables de su marginación, están por todo esto. La Revolución es experta en combinar su visión monolítica de la historia con periodizaciones autocríticas.
Los abusos siempre son cosa del pasado. Para eso a los 65 (o 150) años de lucha se le han asignado períodos de excesos, de errores de aprendizaje, quinquenios grises y ofensivas mal calculadas. Así se van explicando y relativizando las inevitables víctimas que el proceso ha ido dejando atrás.
Además, no se hagan los agraviados. Que a ninguno de ustedes les han metido veinte electroshocks.
Landrián, el sobrino arrebatado del otro Nicolás Guillén, el Poeta Nacional, era en mis tiempos universitarios una leyenda urbana en toda regla. Una leyenda que reunía terror y desmesura hasta hacerla increíble.
Sabíamos de los electroshocks con que le frieron el cerebro a Landrián como sabíamos de la tenebrosa sala “Juan Pedro Carbó Serviá” a donde remitían a los disidentes para ensayar el máximo orgullo de la gastronomía psiquiátrico-revolucionaria: el seso frito.
O sea, no sabíamos nada.
Trasegábamos esos rumores sin demasiada convicción. Porque la imaginada maldad del régimen podía terminar siendo una patraña de la CIA para confundir nuestras juveniles y calenturientas mentes.
Los electroshocks a Landrián y la “Carbó Serviá” debían ser como el cocodrilo sin dientes de Villa Marista: una invención sin fundamento alguno en el mundo real. Un infundio que revelaba la impotencia de quienes intentaban desprestigiar tanta gloria acumulada por la Revolución.
Pero sucede que sí. Que la mente más original del cine cubano sufrió dos decenas de electroshocks. Y que pasó entre cárceles y hospitales psiquiátricos doce o catorce años.
“Eso sucede en todas partes”, nos susurraría la misma voz que antes acusaba a Daranas de oportunismo.
Cualquier sociedad occidental reserva destinos parecidos a mentes demasiado inquietas, demasiado excéntricas, como bien nos explicaba Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975). El libro que hace parecer las cárceles, los manicomios y las escuelas como parte del sistema coercitivo del capitalismo, parecería ser la respuesta de la izquierda francesa al escándalo de la publicación de Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsyn, apenas dos años antes.
Sin aludir al sistema carcelario soviético —era demasiado inteligente para maniobra tan grosera—, Foucault nos explicaba que, mucho antes del Gulag, el mundo burgués, con su panóptico ubicuo y su persecución discreta y reglamentada, había creado un sistema tan o más terrible.
Y así —con esta descripción del mundo burgués como un totalitarismo discreto—, Foucault consiguió alimentar de por vida el inconformismo occidental. Y, quien dice el inconformismo occidental, también puede hablar del conformismo de los lectores de Foucault de este lado del Muro: soviéticos o cubanos que se apaciguarían pensando que en Occidente a un Siniavsky o un Landrián les aguardaría un destino parecido.
Todo poder es idéntico. Basta traducir KGB, PNR y DSE como FBI y CIA para conseguir una equivalencia si no perfecta, al menos creíble. Cierto que ICAIC o CDR resultan intraducibles al mundo burgués, pero ya pueden llevarse una idea.
Sucede que, más o menos en los mismos días en que Ernesto Daranas hacía su declaración redentora en el festival de cine habanero, en Nueva Jersey le hacíamos nuestra periódica visita a un viejo amigo cubano-judío. Hace un cuarto de siglo, su esposa y él, dueños de una distribuidora de libros, fueron los primeros en ofrecernos a mi esposa y a mí trabajos decentes en nuestra entonces nueva vida americana.
La novedad en la visita del pasado diciembre fue que la nueva cuidadora de nuestro amigo es una médico cubana, llegada a Estados Unidos hace apenas un año. Nuestro amigo sigue siendo fuente de trabajo de recién llegados.
La médico-cuidadora, además de mejorarle el carácter a nuestro antiguo benefactor, resultó una excelente narradora. Nos habló de sus experiencias en Angola. De la rabia que allá es epidemia, con miles de perros callejeros contagiados, que muerden a niños que mueren acosados por sufrimientos terribles y por el impulso de morder a quien tuvieran cerca, incluyendo a nuestra interlocutora.
Pero la historia que nos tenía reservada la doctora no era africana, sino cubana. De cuando era Médico de la Familia y trabajaba y vivía en una casa-consultorio del extrarradio habanero.
La doctora mencionó al principio —de manera que entonces nos pareció inconexa— a un personaje gris. Literalmente gris, quiero decir, que es el color de los uniformes de los inspectores de posibles refugios de mosquitos: esos tipos encargados por el Estado de entrar a las casas y localizar dónde los transmisores del dengue y otras enfermedades pueden tener sus criaderos.
Luego, la narración de la doctora regresó a su cuadra, donde vivían un par de parejas de disidentes, matrimonios dedicados al desacato apacible a las autoridades, misioneros de un futuro democrático que quizás no llegue nunca.
El asunto es que, con frecuencia, los disidentes cocinaban una caldosa en una gran cazuela que ofrecían a todo el hambreado barrio y al que acudían, recipiente en mano, los vecinos, incluyendo nuestra doctora. La disidencia puede entrar por el estómago.
Sucede que, un mal día, la doctora es citada a la Dirección Municipal de Salud. Al entrar en la oficina, además del jefe de los médicos del municipio, se encontró al gris perseguidor de mosquitos que nos mencionó al principio. Fue entonces que el personaje reveló su condición de agente de la Seguridad del Estado, con la coartada perfecta para registrar hasta el último rincón de las casas de la vecindad.
Al recibir la citación, la médico había pensado que la convocaban por atreverse a aceptar la sopa disidente. Pero en aquella reunión no se habló de caldosas ni de ningún otro producto de la gastronomía subversiva. A la doctora se le pedía más bien su colaboración.
El jefe municipal le extendió un documento afirmando que una de las disidentes de la cuadra tenía serios problemas psiquiátricos y debía ser hospitalizada. Sólo faltaba su firma.
La médico se negó de plano. Argumentó que conocía a la disidente desde niña y que estaba segura que no tenía ningún problema psiquiátrico. Más bien, al contrario. Viniendo de una familia disfuncional, la muchacha había conseguido continuar los estudios en la universidad y graduarse de ingeniera.
Como era de esperar, tanto su jefe como el falso inspector insistieron con una presión que en esos casos suele ser irresistible. Quedaba claro que, de no colaborar, la doctora no sólo se quedaría sin trabajo, sino que sería expulsada de la casa-consultorio donde vivía.
Pero la doctora resistió. Le propuso a su jefe que, ya que el certificado necesitaba la aprobación de un médico, que la diera él mismo. Pero que supiera que ella rechazaba ese dictamen.
Al final, la doctora fue expulsada de su consultorio. Pero, en medio del desorden reinante en el sistema de salud, pudo encontrar trabajo en otro municipio, antes de emprender su aventura angolana.
Una historia así lo hace pensar a uno en todas las ocasiones en que un régimen como el cubano disimula sus crímenes con la firma de un profesional. En las muertes por golpizas convertidas en una pancreatitis súbita. Demasiados casos como para realzar el tranquilo heroísmo de nuestra confidente.
Por cada valiente que se niega a colaborar, siempre habrá decenas a quienes conseguirán convertir en cómplices. Pero incluso en Occidente, ¿cuántos profesionales —sin DSE ni CDR— arriesgarían trabajo y vivienda por defender los derechos de sus pacientes?
Volviendo a nuestro Landrián y a todos los Landrianes anónimos que desfilaron por la “Carbó Serviá” y el resto de los infiernos alternativos creados por el castrismo: se requiere de algo más que del capitalismo imaginado por Foucault, para procesar los elementos incómodos a la sociedad con la limpieza con que el socialismo cubano, tan chapucero en todo lo demás, pudo disponer del cuerpo, la mente y hasta la memoria del cineasta.
De la breve y brillante filmografía de Landrián apenas se encuentran copias en buen estado. Y algunas de sus obras han desaparecido por completo.
Frente a la odisea de Nicolás Guillen Landrián, las sutilezas de Vigilar y castigar parecen una mala parodia. Incluso frente a un privilegiado como Landrián —no deben obviarse las consideraciones que se le debieron tener por el detalle de ser sobrino del Poeta Nacional—, el Estado se vio en la obligación de poner en marcha su maquinaria monstruosa y aplastar la extraña sensibilidad del cineasta.
La acción coordinada del ICAIC, los CDR, el MINSAP, el MINCULT, el MININT y otras decenas de siglas, puede destrozar a cualquiera.
No insistan. La exquisita coreografía con que el Estado socialista convierte hasta al último de los doctores o archiveros en meras piezas de su dispositivo de moler gente y memoria, nunca podrá ser replicada en Occidente. A menos que se emprendan transformaciones fundamentales que hagan irreconocible su geografía simbólica.
No joda, Monsieur Foucault.
Publicación fuente ‘Enrisco’
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