Miriela Fernández: Alex Jorge Mole: un precursor del metal extremo en Cuba
Es de noche y en los sitios donde se escucha rock pasan algo de los clásicos, Los Beatles, “que ni siquiera pueden encasillarse en el género; ellos hicieron algo tan propio que muchos lo catalogaron como música beat”, dice Alex Jorge Mole. Pasan canciones del grupo británico. Y hard rock. Y heavy metal. Pero el metal extremo es todavía en Holguín, en esa ciudad del Oriente de Cuba, el motivo de un culto secreto, de una secta de “oídos distorsionados”. El metal extremo es, para muchos, “tecnología extraterrestre”.
“La Habana es otra cosa”, se piensa. Esta imagen idílica la tienen quienes conocen el Patio de María, el local abierto al rock por María Gattorno en 1987; quienes saben que los seguidores del metal se reúnen también en la Heladería Coppelia, en el Capitolio o en cualquier boca de la noche. Hay quienes no han estado ahí, pero imaginan que allá no reciben rechazo como en esta provincia donde, rayando los 90, la gente sigue enterrada en el heavy metal, “impresionada con Barón Rojo, Ángeles del Infierno, Iron Maiden, Accept, Helloween” y con lo que consiguen de Metallica —solo ahora se empieza a escuchar el thrash—. Imaginan que La Habana es otra cosa porque, además, de la capital les han llegado los álbumes más extremos.
Así sucedió con los discos de death metal, los primeros que hipnotizaron a Mole. Se los extendió un amigo habanero durante unas vacaciones, sin saber que desenvolvía un tipo de hechizo: “el sonido que realmente me llegó”, asegura Mole, “con aquellas carátulas que eran obras maestras”. El death metal lo cambió todo, hasta los sonidos de Morbo, la banda que estaba conformando. Luego Morbo pasó a llamarse Destrozer, y las composiciones de thrash pasaron a ser de death metal.
Antes de que se le estremecieran los oídos, los ojos y todo el cuerpo con los álbumes de Obituary, Death, Morbid Angel, Autopsy, Benediction, Carcass, Napalm Death —esos desquiciantes Scum y From Enslavement to Obliteration—, Alex Jorge había incursionado en el thrash, el heavy metal, el rock y otras músicas. Con 19 años había transitado varios mundos musicales. Como unos cuantos amigos de Holguín podía considerarse un adelantado si se toma como tal a quien sigue por su cuenta las coordenadas que dan las sonoridades más subterráneas.
En Alcides Pino, esa zona suburbana donde Alex Jorge creció, un pequeño laberinto de caminos de tierra que el sol exprime con la misma severidad que en el desierto, la música siempre estuvo a su alcance. Cualquier barrio de Cuba es una bocina al aire libre, no solo por cómo la gente se comunica cotidianamente, sino porque de cualquier acera un bafle puede arrojar los gustos musicales más diversos. En los 70, recuerda Mole, intérpretes de la década prodigiosa, Pimpinela, el venezolano José Luis Rodríguez El Puma, rancheras mexicanas, Los Van Van y Oscar D´ León, pero también Kool and the Gang, Boney M, Donna Summer, Daryl Hall & John Oates y los Jackson Five se reproducían por la radio.
El acto de comprar en una tienda de la Egrem un LP de Stevie Wonder para poner en un tocadiscos que su padre había traído de la Unión Soviética marcó un cambio. Más adelante, tendría discos de Donna Summer, Paul McCartney y Michael Jackson. Lo que le gustaba era la música anglosajona. Primero fue el pop, luego el rock.
“La música cubana nunca me gustó”, cuenta Mole. “Me trae un mal sabor. De hecho me es más agradable al oído la salsa puertorriqueña que la cubana, que no soporto, y, de paso, no sé bailar”.
A pesar de las fiestas en los barrios que suelen ser casi diarias y los carnavales que, en general, suceden al ritmo de la música cubana bailable, Mole eligió otras sonoridades. La bailable, dice, guarda “un verdadero peligro…pero, como es la idiosincrasia del cubano, se respeta”. No estaba para los “líos” en que terminaban algunas de esas “conglomeraciones” a base de salsa, y la música anglosajona se perfilaba como una “tabla de salvación”.
Si algo lo apartaba de la música cubana bailable eran “esos ritmos sincopados, demasiada percusión; las letras de sabrosura y temas similares; el hecho de ser una música meramente para bailar, que no genere una atmósfera para contarte una historia, aunque en la salsa puedes encontrar alguna…En mi cosmovisión, la música bailable solo me traía a la mente sudor y carnaval”.
En esa época en Holguín, como en todo el país, “las leyendas urbanas en torno al rock no eran menos oscuras”. Se hablaba del género “como si fuera una mafia, una enfermedad, un movimiento terrorista, un culto prohibido”, y desde los años 60 hasta los 80 eran pocos los que abiertamente se atrevían a transgredir las prohibiciones existentes en la Isla para la escucha del rock y llenar el vacío sonoro con el trasiego de discos, la sintonización de alguna emisora extranjera o la producción de esta música.
“Menos mal que la gente es racional”, dice Mole, como agradeciendo a quienes colaron, a pesar de las doctrinas, conscientes o no, el rock en Holguín. Está seguro de que a través de ellos “empezó la pandemia” de Elvis Presley a Los Beatles hasta los “verdaderos demonios” que eran “Kiss, Led Zeppelin, Black Sabbath, Yes, Pink Floyd”.
“Tenía un primo rockero fanático a Scorpions quien, además, era considerado por eso un apestado. Yo era un niño todavía, pero él lo mismo me hablaba de música que de literatura. En esa época (de los 70) el rock era muy intelectual y estaba imbricado con la poesía, así que al mismo tiempo que conocía verbalmente a Led Zeppelin, que nunca me gustó, y a Black Sabbath y Deep Purple, que serían después mis favoritos, también conocía de referencia a William Blake, Yeats o al ídolo de mi primo, Jorge Luis Borges”, recuerda Mole.
Fue en aquel grupo de muchachos mayores al que pertenecía su primo que por primera vez escuchó a Kiss, pero le pareció demasiado fuerte, quizá porque tenía “los oídos embelesados de tanto pop”, pero unos años después sí cruzaría el puente: “Entendí el rock como una música muy sincera, carente de la pacotilla del pop, un género frontal, de tendencias radicales, sin tapujos. Llegó un momento en que el pop me sonaba a música infantil, y cuando escuché rock dije: aquí está lo que ando buscando, emociones fuertes”. En ese tiempo comenzó a explorar de frente el género escuchando “lo viejo” y “lo nuevo” que llegaba del extranjero e incluso, por la radio nacional y local.
En los 80, los medios cubanos comenzaron a introducir el rock en su programación. Un estudio del Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana (Cidmuc, 1983) deja ver cómo, a través de encuestas, conversaciones con quienes seguían el género en La Habana, y entrevistas a compositores académicos como Juan Blanco y Frank Fernández, así como a directores de programas musicales radiales, considerados devotos de estos sonidos, se trazó una estrategia de difusión para el género. Pero esta surgió atravesada por un criterio de selección: lo “más aceptable” para la sociedad socialista cubana.
Perspectiva es uno de esos programas que hoy recuerda Mole. Sin embargo, aunque algunos gustos podían reflejarse en lo que se transmitía por estos medios, en Holguín como en el resto de la Isla unos pocos conformaron un universo subterráneo de búsquedas independientes de lo que la institucionalidad pretendía clasificar como “rock cubano” y “lo mejor del rock internacional”.
Esto no significaba un distanciamiento total de la escucha del rock no anglosajón, ese procedente de países socialistas europeos que se presentaba en teatros y otros lugares de Cuba, como tampoco desconocimiento de la obra de músicos latinoamericanos o proyectos nacionales como Síntesis, el Grupo de Experimentación Sonora del Icaic y de trovadores que incorporaron también el rock a su repertorio. No obstante, algunos, como Mole, sentían inconformidad con estos sonidos.
“El rock socialista, el pseudo rock latinoamericano y los que coqueteaban con el género en el país como Síntesis, Mezcla y Edesio Alejandro me seguían pareciendo de una timidez desesperante”, afirma Mole. “En mi idioma llamo música pamplinosa a la que comenzaron a hacer muchos creadores que no se atrevían a cultivar el género de forma frontal. En esa época llegué a odiar a todos aquellos que no se atrevían a sonar el género como debe ser. Para mí el rock es fuerza, energía, o aptitud y experimentación a lo Pink Floyd, no un engaño a lo Santana, Síntesis y el mismo Fito Páez. No cuestiono su talento, sino su forma de asumir el género. ¿Para qué escuchar Síntesis? Para eso escucho pura música afrocubana. Es como cuando me topo con una película erótica, ¿para qué la voy a ver si existe el porno? Al grano, a la esencia, para qué tanta pamplina; pero esos engendros de Los Fabulosos Cadillacs, Caifanes, Caramelos de Cianuro, etc., no es lo que considero verdadero rock. Son músicos que se han apropiado de lo mejor del género para la mezcla que hacen, pero no es rock para mí, no es lo que busco en esa música”.
Su cosmovisión musical era otra. Por tanto, eran otros los valores que motivaban esa búsqueda que lo llevaron a estar cerca de los coleccionistas del rock de su ciudad. Estos por lo general no asumían la estética rockera y casi “no salían de sus casas”, tenían numerosos discos y eran unas “enciclopedias”.
De igual modo, se alió a los rockeros de “la calle”, un ambiente al que empezó a pertenecer a pesar de los estigmas sociales que seguían recayendo sobre estos seguidores del género:
“En Holguín podían pelarte en medio de la calle, cortarte los pantalones si estaban muy apretados o mandarte a una escuela de corrección de menores”, cuenta.
Las agresiones no venían solo de quienes vestían uniforme, sino también de quienes no comprendían la música, el maquillaje y las performances de cantantes de grupos como Led Zeppelin, Kiss y otros.
“Te ofendían en las calles; surgieron los ´guapos´, amantes de la salsa que enseguida comprendieron que su imperio se tambaleaba con este género extraño raptándole adeptos y quisieron demostrar su hombría tropical haciéndoles verdaderas redadas callejeras a los rockeros con su cuota de heridos”, dice Mole.
No obstante, los parques y otros lugares públicos donde —sobre todo en la nocturnidad— se escuchaba rock tenían para él varias atracciones. Quienes se reunían allí conformaban una suerte de “pandilla, una horda para descargar y hacer locuras” como las llamadas “guerrillas” — viajes a otras provincias para asistir a conciertos o festivales o simplemente hacia algún sitio que permitiera dejar atrás la rutina—; incursiones en el cementerio; conseguir “algo de droga, borracheras y sexo”. Por otro lado, este entorno también atrajo a otras personas, y no necesariamente por ser devotos a la música. Había “personas incomprendidas o frustradas que, aprovechándose de la hermandad del ambiente, donde nadie te juzga, resaltaban por su actitud negativa, para colmo, utilizando el género…Son los más problemáticos, los más extravagantes, los más visibles… y, con el transcurso de los años, sale a relucir su verdadera personalidad y terminan en otro lugar”, cuenta Mole. “Y ocurría una cosa peligrosa, se colaba algún que otro delincuente atraído por el ambiente familiar donde casi nadie se conocía, pero en el que se compartía todo, hasta las novias”.
A pesar de esas cuestiones, en ese espacio también estaban quienes tomaban en serio la música; hablaban de discos, aprendían a tocar, conformaban bandas. Esa era la corriente que Mole seguía y la que lo salvaba de ser “un falso profeta”, de no ser un auténtico conocedor del rock.
Como otros, asistía a las peñas y conciertos donde se presentaban los grupos de la época, tanto los de versiones como aquellos que empezaban a incorporar temas originales. Era parte del público que asumió la defensa del género —que era como defenderse a sí mismo— y, una vez que consiguió tocar la guitarra, integró el grupo Cuerpo y alma. Este último surgió a inicios de los 90 con algunos integrantes de Aries, alineación que destacaba desde finales de los 80 entre las pocas que se inclinaban por la vertiente rockera en Holguín.
Pero, Alex Jorge tenía otras ideas. “No duré nada en ese proyecto, enseguida me di cuenta de que eso no era lo que quería, sin contar que no era de mi autoría. Lo que necesitaba vino después”.
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Al comienzo de los 90, Mole andaba obsesionado con sonidos aún más descontrolados que los del heavy metal. Sin dudas, la escucha de este último había sido otro punto de giro en su experiencia musical. Fue, precisamente, cuando “cayeron” los discos de Iron Maiden —uno de sus grupos cabeceras—, Def Leppard, Judas Priest, Kiss, Accept, Scorpions, y otras bandas que en esa etapa sí escuchó a profundidad, que se propuso aprender guitarra. “Escuchando a mis grupos favoritos se me ocurrían cosas y me imaginaba arriba del escenario…Yo tengo que llegar a eso… Un día me acerqué a mi hermano que tocaba guitarra y había sido parte de un grupo de salsa mientras estuvo becado y le dije: quiero que me enseñes a tocar”.
La sonoridad fuerte del heavy metal se ajustaba a las emociones que buscaba en ese tiempo, que además se derramaba hacia toda la estética de esta música. El universo musical que conocía por otras alineaciones como la británica Black Sabbath se ampliaba con este género que incluía desde “voces increíbles”, “letras oscuras y esotéricas” que “se perfilaban en The Number of the Beast, de Iron Maiden”, y canciones de King Diamond o de Helloween, como Dr. Stein, hasta un virtuosismo que “convertía en héroes, leyendas” a los guitarristas.
Pero, además, Mole era un devoto de la literatura, de las películas de ciencia ficción y horror; también dibujaba y hacía caricaturas sobre “temas apocalípticos, los monstruos, la muerte, la destrucción, esas cosas”. El heavy metal, a la vez que materializaba musicalmente todo ese mundo subjetivo, lo llevaba más lejos, fuera de “la sociedad atrasada y totalitaria en la que vivía” y de las “frustraciones” que, asegura, amoldaron su carácter.
En una de las casas que visitaba aparecieron unos casetes que, aunque grabados artesanalmente, disparaban algo todavía más poderoso que el heavy metal. Había solos de guitarras también electrizantes, pero la música se aceleraba dentro de los oídos produciendo una nueva energía. Aquellos sonidos se le quedaron en la mente como piezas de un rompecabezas. “Me puse la meta de buscar registros de mayor calidad” entre los amigos de Holguín. Annihilator, Metallica, Anthrax, Overkill, Forbidden y Sepultura —que lo hechizó tal vez por esa voz casi gutural de Max Cavalera, y por las letras de muerte y destrucción, al menos en los primeros discos— fueron algunas de esas bandas de thrash que lo sorprendían.
Mientras en el ambiente rockero prevalecía el hard rock y el heavy metal, ya en los primeros destellos de los 90, Alex Jorge y unos pocos —entre ellos, Omar Vega, creador del fanzine holguinero Turbulencia; Marcel Soca, quien transitará como baterista en la historia de Destrozer; Francesco Martínez, quien también será parte de ese grupo— andaban en las profundidades del thrash.
En esas noches en las que el rock se hacía audible en algún lugar de Holguín, que podría ser el Club Atlético, la Casa de Cultura o la Casa del Joven Creador, cuando Mole hablaba de metal extremo, como casi siempre ocurría, muchos no lo entendían. Aun cuando del primer rechazo que recibió el thrash de Metallica en Holguín se transitaba hacia un culto de la banda estadounidense, este subgénero no era explorado a fondo por otros rockeros de la ciudad oriental, “que de Metallica, Anthrax y Megadeth no pasaron” y “grupos como Forbidden, Destruction, Sodom”, que “los adelantados” escuchaban, no se conocían allí. El death metal era aún más subterráneo.
Por eso, Alex Jorge sentía comodidad en una secta de amigos atentos a estos nuevos sonidos más radicales. Estas sesiones de metal extremo, sobre todo de thrash, y la constante búsqueda de lo nuevo que podía circular por el país, llevaron a Mole a crear Morbo a inicios de los 90, que pronto mutó, con las influencias del death y el grind, a Destrozer. Aunque como otras bandas de principios de la época, Morbo no tuvo vida más allá de los ensayos realizados durante algunos meses, permitió “ir puliendo un estilo” y “lidiar con las dificultades de mantener una alineación”.
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Con Destrozer, las composiciones primitivas de Morbo alcanzaron otras dimensiones. La entrada de Francesco Martínez y Gustavo Adolfo al grupo significó, según Mole, la perfección de la banda. No obstante, en el ambiente rockero de Holguín, “Destrozer murió siendo un grupo incomprendido. Fue más aceptado en Occidente, pero en Oriente siempre fuimos unos parias”.
Al menos al principio de la década del 90 involucrarse en estos sonidos seguía teniendo allí la carga de una locura. “Los otros músicos creían que estábamos locos”. Si se distinguían de algún modo en el espacio del rock era como “las ovejas negras”. No obstante, Mole no desistió. Con Raymundo Rodríguez Mundi, otro rockero holguinero, había recorrido algunas partes de la Isla. Sabía de bandas de Occidente que hacían lo que consideraba verdadero rock. Había escuchado a la deathmetalera Cronos, de Villa Clara, un grupo adelantado a la época, y tenía comunicación con algunos metaleros que empezaban a hacer esfuerzos por unir a quienes producían y experimentaban con estos subgéneros.
Por primera vez se presentó con Destrozer en el Festival de Caibarién, en la provincia de Villa Clara, donde en el despertar de los 90, Cronos, Nekrobiosis, Sectarium y otras bandas esparcían por el territorio la brisa del metal extremo. El potencial del grupo lo probó también en el capitalino Anfiteatro de Marianao, en 1996. A partir de la acogida del público, Mole puso a Oriente en el naciente mapa cubano del metal extremo.
En el transcurso del decenio todo cambió a favor de esta música y Holguín devino una de las plazas principales en la escena cubana, uniéndose a lo que sucedía en La Habana, Villa Clara, Pinar del Río y otros territorios del país.
Los 90 fueron un intenso período de experimentación para varios de los precursores del metal extremo. Entre otros proyectos, Mole dio vida a Mephisto, el grupo que lo consolidó como músico a nivel nacional e internacional. Esta banda emergió en 1996, cuando la historia de Destrozer llegó a su fin.
No obstante, la alineación que marcó el debut de este metalero no quedó en el pasado. En el 2019, Mole concluyó el remake del demo Blaspheme Orgies de 1995. Para ello, convocó a jóvenes músicos, Ernesto Virelles Cocky, como vocalista, y, Kevin Chaperon, encargado de los solos de guitarra.
Con cinco temas: Blaspheme Dead Empire; Elaine, The Betrayer; Satan´s Promises…The Return; Satanized y Sacro God´s Termination, otra vez hizo audible el sonido deathmetalero de los 90, así como el imaginario de radicalidad y poetización musical que lo identificaron en esos años y que ha desarrollado hasta la actualidad.
(*) Este texto fue escrito con fragmentos de varias entrevistas a Alex Jorge, realizadas por la autora como parte de una investigación en proceso sobre el metal extremo de finales de los 80 y principios de los 90 en Cuba.
Publicación fuente ‘AM:PM’
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