Julio Llopiz-Casal: Héctor Antón en HD

Artes visuales | 12 de febrero de 2024
©Llopiz-Casal

La partida de Héctor Antón (Camagüey 1963 — La Habana 2024) me afectó más de lo que hubiera imaginado. Que ya no esté me hace recordar que era alguien que siempre me daba gusto volver a ver, a pesar de que en ocasiones deseaba que ese reencuentro se demorara lo más posible. Sin Antón, perdimos a un crítico sagaz, cómico y ameno, como la crítica debía ser siempre y desafortunadamente no lo es.

Muchas personas que lo conocieron saben que tenía un temperamento con el que no era sencillo lidiar en toda ocasión. Podía pasar en un segundo de compartir una carcajada y un buen rato, a generarte una situación incómoda. Su exaltación era constante. Daba la impresión de que estaba incapacitado para ese tipo de suspicacia que ayuda a identificar en el lenguaje corporal, que cierta persona podría no tener ganas de ventilar cierto asunto o conversar sobre determinada cosa. De cualquier manera, me aventuro a asegurar que casi nadie sentía rechazo absoluto hacia él. Daban ganas de tenerlo bien dosificado, de administrar sin excesos el tiempo y la energía que se le dedicaba, pero no de excomulgarlo… al menos de manera permanente. Las muestras de afecto y la cantidad de condolencias hacia familiares y amigos suyos hablan muy bien de lo que Antón fue y representó.

Lamento mucho que no haya logrado en vida publicar el libro que tanto mereció, con una buena selección de sus textos o lo que fuere. No solamente se trata de un crítico de arte agudo, sino de un autor con un pulso escritural singular y bien dominado, de un tipo con un sentido del humor, una sagacidad y un desenfado tremendos. Su modo de acercarse a la historia del arte y la sociedad recientes (que era el marco temporal que fundamentalmente le interesaba), combinaba muy bien su óptica desde lo político con un interés obseso en identificar las potencialidades mediáticas de los hechos, artísticos o no. Era capaz de hacer comentarios estéticos de agudeza innegable, pero se cuidaba mucho de no dejar demasiado espacio a lo melodramático. Se las arreglaba para que las sentencias irónicas y los sarcasmos fueran sus cartas de presentación. La diatriba y la sátira eran sus registros naturales.

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Una de sus obras favoritas de las artes visuales en los últimos 50 años, era The Vertical Earth Kilometer (1977) de Walter de María. Una secuencia de cinco finas varas de acero, que unidas consecutivamente y de manera vertical completaban una longitud de un kilómetro bajo tierra y deja ver una punta redonda metálica, plana, al mismo nivel del suelo de asfalto. El agujero que contiene de manera exacta la estructura metálica de mil metros fue cavado durante meses por una empresa de perforaciones petrolera. La pieza fue ejecutada en la Friedrichsplatz Park de la ciudad de Kassel (Alemania), con motivo de Documenta 6 y costó hacerla unos 2 millones de euros al cambio actual. Hoy en día esta emblemática referencia del arte contemporáneo se encuentra en el mismo lugar.

A Héctor le gustaba decir:

“Esa obra es fundamental, Julito. La tiene como referente Santiago Sierra (Madrid, 1966) y todo el mundo que vale y brilla… Ólafur Eliasson (Copenhague, 1967) y toda esa gente. La estética que me interesa a mí tiene que ver con esa operación: síntesis visual y cosquilla conceptual. Además de eso está el sentido poético que le da cada cual, pero lo importante es que se trata de un gesto que necesitó mover cantidades obscenas de dinero, en función de algo que apenas impacta visualmente en el paisaje. Pero eso a la vez la hace una obra política… además de que es un reto a la idea de representación”.

Me gusta creer que la sensibilidad de Héctor Antón era un poco caprichosa, austera, pero muy aguda y concentrada en las implicaciones y el impacto social de las acciones estéticas y los productos de la cultura de masas. De hecho, le encantaba referirse a los artistas como productores visuales.

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También hay un montón de anécdotas cómicas con Héctor Antón, en una llamada por teléfono, en una conversación en la guagua o en el opening de una exposición.

Una vez yo estaba leyendo Mea Cuba de Cabrera Infante. Me lo había prestado un amigo que lo compró carísimo, se lo leyó y me lo prestó. Desde que le dije a Antón me pidió, de manera insistente, que se lo prestara cuando acabara. Le dije que tenía que preguntar a mi amigo. Le insistí a mi amigo que estaba un poco renuente al préstamo, porque no conocía tan bien a Héctor Antón más allá de haber charlado con él un par de veces. Finalmente aceptó, consciente sobre todo de que a Héctor le interesaba mucho esa lectura y la disfrutaría.

Cuando el Mea Cuba de Cabrera Infante cayó en manos de Héctor, lo devoró en diez días. Me llamó para decírmelo. Le dije entonces que cuando nos viéramos que me lo diera para regresárselo a mi amigo. Héctor me dijo que no hacía falta; que prefería devolvérselo él en persona para de paso agradecerle por el préstamo. Me pidió su dirección y teléfono.

Mi amigo y Héctor Antón quedaron en verse un domingo, en casa del primero, sin especificar hora. En un momento de aquel día venía doblando la esquina de su cuadra, junto a su madre cargando una pesada jaba con compras del agro y de la shoping de Infanta, sudorosos y cansados ambos, cuando ven de pronto a una persona (Héctor Antón) parada en el medio de la calle, mirando hacia arriba de su edificio y gritando a voz en cuello con un libro en la mano:

“FULANOOOOOOOOOO… FULANOOOOOOOOOO!!!”

Mi amigo se quedó mirando la escena con la cabeza a punto de que le explotara, cuando escuchó la voz de su madre diciéndole:

“Ven acá. ¿Tú tienes algún amigo que parezca normal, aunque lo sea?”

Llevo años riéndome de ese cuento cada vez que lo recuerdo. Mi amigo tomó el hábito de que, cada vez que me pedía algo prestado, me decía:

“Y tranquilo, que no voy a devolvértelo vociferando tu nombre desde la acera del frente”.

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Una vez, en 2012… después de la 11 Bienal de La Habana, una persona me copió un documento PDF bien interesante en aquel momento. Eran los años sin acceso medianamente regular a internet en Cuba. Se trataba de la versión casi final del catálogo Amarrado a la pata de la mesa (2011), exposición personal de Wilfredo Prieto en el Museo Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M) en Madrid. La muestra era amplia, con bastantes trabajos de este artista, y sobresalió por uno en que un helicóptero, volando durante un tiempo sobre el Museo, se encuentra amarrado con una larga soga a la pata de una mesa de madera emplazada en una de las salas.

Le conté a Héctor Antón y al día siguiente pasó por mi casa a copiar el documento.

Nos volvimos a ver como a la semana y hablamos bastante sobre la exposición de Wilfredo. Intercambiamos impresiones sobre las obras que nos parecían chistes conceptuales anodinos y las que tenían cierta gracia, como la de la porción de excremento con caviar encima o la piedra partida sobre un charco de sangre.

Nos llamó la atención a ambos el cómo había aprovechado muy bien el suelo negro del museo para ubicar ciertas obras.

Recuerdo que me llamó mucho la atención que a Héctor Antón la pieza que más insultante le había parecido era Vaso de agua medio lleno (2006). Me daba mucha gracia que esa precisamente fuera la que más rechazo le producía. Hablamos sobre el hecho de que tenía el aura de ejercicio conceptual de estudiante de arte, de muy simple producción y reproducción. Medio clásico y medio descarado.

Las palabras de Héctor Antón fueron muy elocuentes:

«[…] Este tipo de pieza son chistes muy manidos, pero que se atoran muy bien en el imaginario de los grandes curadores internacionales. Una pieza así es un comodín que no le complica la vida a nadie y que a la vez aguanta un statement político.

Los curadores se la piensan más para mover una pieza como el sol de Ólafur Eliasson (Proyecto de Clima, 2011; Turbines Hall de la Tate Modern), por un asunto eminentemente financiero. No por gusto eso sucede una vez y en un lugar como la Sala de las Turbinas. Tampoco esa gente está para invitar a Luis Gómez (La Habana, 1968), para producirle bien Los hombres que nunca existieron (2005).

(Diciendo este tipo de frases Héctor solía abrir los ojos muy grandes y de manera muy graciosa y despierta).

Para eso a los curadores les cuadra tener bajo la manga un vaso de agua medio lleno».

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En una de sus entregas en Bola franca (columna que llevo durante un tiempo en el tabloide Noticias de Arte Cubano), sintetizó esto mismo en un aforismo bien contundente y hermosamente escrito.

Héctor Antón fue clarividente en aquel momento. Unos años después Wilfredo Prieto armó un revuelo mediático tremendo con el Vaso de agua medio lleno en la Feria de ARCO de 2015.  

Me dijo entonces:

“[…] Al final puso a la gente a correr con esa bobería del vasito. Eso es lo que a Wilfredo Prieto le gusta. Puede que no tenga hondura conceptual y que haga lo primero que se le ocurre, pero termina llevando a un montón de gente a chapotear en su charco, sea de limonada, de cubalibre o de café con leche”.

En medio de ese revuelo armado por Wilfredo con el dichoso vaso de agua, se dio también la discusión de «a qué artista se lo había copiado…»; la originalidad de Wilfredo Prieto siempre ha estado bajo lupa para varias personas del mundo del arte en Cuba.

Algunas personas consideraban la obra un plagio moderado a An Oak Tree (1973) de Michael Craig-Martin (Dublín, 1942); otras personas le atribuían la autoría a algún artista cubano, al que Wilfredo había espiado su proceso de trabajo y reelaborado en sus términos.

El caso es que yo, unos años después, encontré de casualidad la pieza Half full (1999) estudiando la obra de la artista Ceal Floyer (Pakistán-Inglaterra, 1968). Se trata de una fotografía en blanco y negro de 120×120 cm.

Un día me vi con Héctor Antón de nuevo y le conté mi “descubrimiento”. Me dijo:

“[…] No me sorprende. De hecho, me da igual. Ahora mismo lo que me gustaría es encontrar motivación para escribir, más allá de los temas del pasado que son mis obsesiones y más allá de algunos artistas y amigos por los que siempre paso. El tema de mi madre ya vieja y enferma, me chupa toda la energía. Por otro lado, me es muy difícil sobrevivir de manera decente con lo que me pagan por lo que escribo. Es complicado, pero ahí tengo que seguir”.

Héctor le dedicó todo el tiempo a su madre en los tiempos finales de esta. Se le veía poco y de manera muy breve en aquella época.

“Me voy. Que la persona que está cuidando a mi mamá puede nada más que hasta esta hora…”, decía.

Luego de la muerte de su madre no lo volví a ver como en otras épocas. La tensión arterial, la supervivencia en el castrismo y la vida cotidiana lo fueron apagando, hasta que tuvo un evento de salud que no pudo rebasar. Héctor Antón nos legó un trabajo escritural que ojalá podamos ver publicado alguna vez con todo el cuidado que merece. Además nos dejó un lirismo, una lucidez y unas ocurrencias que conocimos solamente quienes conversamos con él, largo y tendido, compartiendo tragos e impresiones.