Dossier: Aquelarre caribeño con Maggie Mateo [Participantes: Ricardo Alberto Pérez, María Isabel Alfonso, Soleida Ríos, Haydée Arango, Ahmel Echevarría]
El poeta Ricardo Alberto Pérez, como sabe que los homenajes son aburridos, nos invitó a una fiesta para celebrar la vida y obra de Margarita Mateo Palmer —Maggie, como mejor se le conoce. Las cosas ya empezaron a tomar vuelo de aquelarre cuando los convocados notaron que la fecha escogida por Richard fue el 19 de diciembre, día del natalicio de José Lezama Lima, en el Centro Dulce María Loynaz (La Habana). Ese azar que, llevado de la mano por la imaginación poética hizo concurrir a Maggie y a Lezama en una invernal mañana cubana, no podía menos que conducirnos al exceso. Exuberancia de la imaginación; goce; banquete del verbo; paréntesis de la academia. En eso terminó todo.
Cuando le pedí a Maggie que me hiciera llegar un resumen de su currículo para incluir en este dossier me envió un modesto párrafo esbozando algunos de sus logros, Cuando le insistí en que abundara, se guilló diciendo que en ese mismo momento se le “había roto el freezer”. Menciono en las líneas que siguen mucho de lo que ella intentó dejar fuera.
Ana Margarita Mateo Palmer (28-X-1950) se licenció en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad de La Habana en 1974 y obtuvo su doctorado en Ciencias Filológicas por la misma institución en 1991. Ha trabajado como profesora de literatura latinoamericana y caribeña en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana (1974-2000) y en el Instituto Superior de Arte (2000-2014), donde fue Profesora Titular y Consultante. Por su labor literaria como ensayista y narradora obtuvo el Premio de Ensayo de la revista Temas (2001 y 2018); el Premio Alejo Carpentier (ensayo, 2002; novela, 2008); el Premio “Enrique José Varona” de la UNEAC (2007 y 2013); y el Premio de Ensayo José Juan Arrom (2010). Como conoce la importancia del número 7, en siete ocasiones ha obtenido el Premio Nacional de la Crítica (Ella escribía poscrítica [1996]; Paradiso: la aventura mítica [2002]; El Caribe en su discurso literario [2005], ganador también del Premio al Pensamiento Caribeño 2003 del Estado de Quintana Roo, México; El palacio del pavo real: el viaje mítico [2007]; Desde los blancos manicomios [2008]; El misterio del eco [2011]; y Dame el siete, tebano. La prosa de Antón Arrufat [2014]). Para redondear con los pares, obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 2016. En el 2021 el Latin American Studies Association (LASA) le otorgó el Premio a la Excelencia Académica en los Estudios sobre Cuba.
Mateo ha recibido invitaciones a impartir cursos y clases magistrales en la Universidad de Roma – La Sapienza, la Universidad Autónoma de Madrid, la de Sao Paulo, la de Florencia, la Universidad de Leipzig, la de Brasilia y la de Teherán, entre otras. También ha recibido becas de la Universidad de Georgetown en Guyana; la de Poitiers en Francia; City University of New York (CUNY); Universidad de Santa Bárbara en California; el Centro Rockefeller de Estudios sobre América Latina de la Universidad de Harvard; la Universidad de Tulane; y hasta de la Asociación de Escritores de Shanghai, para que no se le acuse de europeizante.
Hay que decir que algunas de las medallas que ha recibido, Maggie se las ha colgado de aretes en algún que otro performance. Literalmente. (Ver anécdota sobre Ínclita de Mamporro —a quien ella ha usado suspicazmente como chivo expiatorio más de una vez para enmascarar sus irreverencias— referida por ella misma en la entrevista incluida al final de este dossier).
A pesar de dichas extravagancias, de sus múltiples alter egos, y gracias a un espíritu muy versátil, Maggie es miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua, y miembro correspondiente de la Real Academia Española de la Lengua. Los trabajos aquí publicados dan fe, sobre todo, de lo primero.
María Isabel Alfonso
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Soleida Ríos: Una fiesta innombrable con Maggie Mateo
A falta de un ejercicio más hincado en el pensamiento, decidí leer aquí un acta. El acta como reflejo de una conversación antecedida de muchas observaciones, hechas más bien como mirando a través de un agujero.
Escribí “7 veces Maggie …”, como quien habla de una acusada o de una estrella de la farándula.
El intento me ha resultado vano… o quizás excesivo.
Pero sí, Maggie es, entre nosotros, una estrella. Podría decir incluso algo cercano a un mito.
Maggie es más que todo una insurrecta. En todos los campos de su acción.
Es ACTO. Su dinamismo consiste en no ser nunca lo que está siendo, en no con-formarse nunca si no es para transformarse de inmediato.
Ana Margarita Mateo Palmer entró a la Academia Cubana de la Lengua con el discurso: “Las palabras como peces dentro de la cascada. Lezama Lima y el lenguaje”. Esa Doctora en Ciencias Filológicas es para todos, sin distinción, Maggie Mateo. Aveces, solo Maggie. Culminó su carrera de Letras con Del bardo que te canta (rara tesis de grado) sobre la trova cubana, a la que ella misma perteneció formalmente como parte de los fundadores del Movimiento de la Nueva Trova, aunque luego hubiera tenido que elegir abandonar su guitarra, como quien dice “no fumo más”.
Ha investigado y escrito numerosos ensayos sobre íconos de la literatura latinoamericana y caribeña (novelas, cuentos, epistolarios), o sobre autoras como María Zambrano. Ha incursionado ella misma en la ficción con su premiada novela Desde los blancos manicomios, y en la “metaficción” que incorpora, ensanchando el sentido de su ensayo, en Ella escribía poscrítica (1995). Este texto es una especie de gritomúltiple, multisectorial, de género, y creo, de muy bien equipada resistencia; grito lanzado primero por Mempo Giardinelli, autor que ella referencia en el mencionado texto, en citas como esta:
“¿Por qué no pensar entonces -propongo- que acaso la posmodernidad sea el grito de rebelión posible de este fin de milenio? ¿Y por qué no pensar también, que, como todo grito, es a la vez de impotencia y de dolor y es pedido de auxilio, anhelo de redención?”
América Latina y el reto del posmodernismo- como término movilizante, no como proyecto, o deber ser, o meta incumplida…
Halada hacia la impronta de lo popular, Maggie investigó y escribió sobre temas como el tatuaje (“De la piel y la memoria”, texto que incluía un documental), y el grafitti (“De los muros y la escritura”), entre otros. Movimiento bastante inusual, pienso, desde su asiento uve de la Academia Cubana de la Lengua.
Pregunté a Maggie si alguna vez se había reconocido en la frase “loca de amor”. Contestó: un montón de veces.
Me gusta. Admiro su libertad. Esa capacidad profunda que nada ni nadie…ningún documento, ningún gobierno, ningún padre, ninguna madre, ninguna la iglesia, nos da o nos puede quitar. La libertad primero es interior.
Sí. Maggie Mateo loca de amor.
Su hiperconciencia la ha empujado más de una vez fuera del límite. La ha empujado a dimensiones de alto riesgo. Ella ha sabido volver una y otra vez.
Y ahí la vemos, en la plenitud de sus años. Alma joven, creativa. Y libre, como es. Responsable.
Hoy le he traído un regalo curioso que tiene que ver también con su amplitud y disposición de saber. Dejo a su elección si conservar o no este secreto.
Con su PERMISO. Con su asentimiento… Aquí, el secreto mirado solo desde fuera:
Tres Arcanos personales obtenidos a partir de datos numéricos generados de sus propios datos legales y representados por tres cartas del Tarot:
Arcano del Carácter: La Transmutación (número 13). Maggie con su particular guadaña y en su pandilla (declarado esto en entrevista publicada en la revista La Gaceta de Cuba), malea fiesta adolescente en el Vedado de los años 60 a tomatazo limpio.
Maggie montada en la yegüita Loca rompiendo monte en las lomas del Escambray, mientas dizque se prepara para examinar/ finalizar carrera filológica.
Maggie con su particular guadaña desmontando lo que tanto ha costado vertebrar, hablándose del Pensamiento aplicado a la escritura ensayística en la bendita isla de Cuba, removiendo con largo cucharón las largas lenguas de la nombrada posmodernidad como si estuviese frente a un caldero (ex)traído de la ficción shakespeariana o de una complejísima nganga afrocubana… de lo que ha resultado, como se sabe, el jugoso “platillo” nacional: Ella escribía poscrítica.
Arcano del Karma: El Colgado (número 12). Para Maggie Mateo no está dado colgarse de un fresno, al menos aquí y en la actualidad, salvo para mirar 60 años atrás y sentir que el Camino puede ser siempre Sabiduría.
Arcano de los Arcanos: El Carro (número 7). Arcano sobre el cual podemos actuar y a través del cual modificar carácter y destino.
Ahí va Maggie en la carroza que le sea dada. Lleva las riendas, lleva-las-riendas… cualquiera diría que al revés, como se ve en un espejo todo lo proveniente de una bruja (mejor si de Michelet, tan lejos de escatimarle encanto y sabia anticipación).
Medio mundo la ha visto fumar y beber a tragos lentos como si se tratase de escurrir un brebaje hacia otro de más ancho espacio y vibración. Medio mundo seguramente la ha visto carcajearse/ desternillarse y acto seguido adoptar en la risa o fuera, la mayor seriedad para mirar al otro (no puedo, no me cabe decir otre en lugar de “tú”, “yo”, “cualquiera”).
Maggie Mateo, en su carroza, o “colgada” ella de una guásima, a voluntad, se sabe parte indisoluble de una red.
Estas líneas han sido reescritas, extendidas al modo del arroz microjet tan abusado por nosotros en los años 90. Post Aquelarre, allí donde iniciara: Centro Literario Dulce María Loynaz, en las calles 19 y E, del Vedado, y donde quedó establecido otorgar para sus oficios a Maggie Mateo, la demarcación correspondiente atenida a sus méritos, toda vez que han sido ya reconocidas en la Ciudad, con sus respectivos territorios, una Bruja del Este y una Bruja del Oeste, cuyos nombres no me está dado divulgar.
Hágase conocer, a favor de los interesados y de toda autoridad ciudadana.
Haydée Arango Milián: Maggie caribeña
Una celebración de la obra de Maggie Mateo no puede dejar de incluir su dimensión caribeña, que se ramifica en múltiples textos, proyectos, legados e incluso actitudes de vida. Maggie, la transgresora, que montaba a caballo en el Escambray mientras era matrícula de la carrera de Letras en La Habana; ella, que cantó en muchos escenarios y a la vez se empeñó en ser la primera filóloga cubana en dedicar su tesis a las letras de nuestra trova; Maggie, la extraordinaria profesora, académica y ensayista que también expandió su talento creativo hacia la narrativa, tiene además el crédito de haber sido una de las principales impulsoras de los estudios sobre el Caribe desde Cuba y de ser hoy una de las principales caribeñistas del país, con un amplio reconocimiento internacional.
Cuando yo estudié Letras en la Universidad de La Habana, a comienzos de los 2000, la literatura caribeña no formaba parte del plan de estudio, a pesar de que desde 1980, y durante varios años, se había introducido esa asignatura precisamente por recomendación de Maggie, quien había sido su profesora principal. De aquella experiencia docente inaugural había surgido el libro Narrativa caribeña: reflexiones y pronósticos, donde Maggie reunió varios ensayos dedicados a autores fundamentales de la región, como Tulio Manuel Cestero, Jacques Roumain, George Lamming, Earl Lovelace, Claude McKay y Carpentier. A la altura de 1990, que fue el año en que se publicó el volumen, era poco común encontrar ediciones cubanas de esta naturaleza, donde se integrara el análisis de obras y autores de diferentes zonas lingüísticas y culturales del Caribe. En su introducción, Maggie explicaba la necesidad de su libro debido a la ausencia de estudios críticos e historias literarias sobre la región, así como a la escasez de obras traducidas al español y al desconocimiento general sobre el Caribe.
Aunque todavía queda mucho por hacer, afortunadamente ya ha cambiado el panorama, y en ese sentido los aportes igualmente se han ido diversificando: la literatura caribeña no ha dejado de estar presente en los planes editoriales cubanos; la Casa de las Américas y en particular el Centro de Estudios del Caribe han continuado siendo, desde la década de los ochenta, un pilar importante en la difusión de esta producción; hemos contado con investigadores con una obra sostenida en este ámbito, como Antonio Benítez Rojo, Emilio Jorge Rodríguez, Nara Araújo, Ileana Sanz, Nancy Morejón, Yolanda Wood, Samuel Furé Davis o Graciela Chailloux, por solo citar algunos; y además se han conservado, contra viento y marea, los estudios sobre literatura caribeña en varios contextos académicos, como la Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de La Habana.
De un modo u otro, en esa estela también ha seguido presente la labor intelectual y docente de Maggie Mateo, y debo decir que he tenido la suerte de compartir con ella parte de ese camino, pues fue una de mis profesoras en una maestría dedicada a Estudios Culturales Caribeños y varios años después fue la tutora de mi investigación doctoral dedicada a la narrativa histórica caribeña de Antonio Benítez Rojo. Ese trayecto, en el que he podido leer y escuchar a Maggie sobre los más diversos temas de la literatura de la región, ha sido fascinante, e intento cada año replicar esa fascinación en los actuales estudiantes de Letras, que ya cuentan nuevamente con la asignatura de Literatura Caribeña en su plan de estudios. Precisamente, uno de los textos básicos de la asignatura es El Caribe en su discurso literario, escrito por Maggie en coautoría con Luis Álvarez y publicado por la Editorial Oriente en 2005, luego de haber obtenido el Premio al Pensamiento Caribeño otorgado por la Universidad Autónoma de Quintana Roo y Siglo XXI Editores. Su estructura, su metodología y su abanico de lecturas constituyen la médula a partir de la cual se organizan hoy las clases de Literatura Caribeña en la educación superior cubana.
El Caribe en su discurso literario es un ensayo atomizado y a la vez integrador, que apuesta por una perspectiva fractal para analizar la producción caribeña, a partir de la identificación de temas o motivos que están presentes con mucha frecuencia en las obras de la región, y que por eso mismo resultan elocuentes o productivas para observar fenómenos culturales o históricos más abarcadores. Sin abandonar del todo el método historicista o el cronológico, las lecturas que se integran en este libro van siendo escogidas y asociadas desde una perspectiva más amplia y compleja, en correspondencia con el ámbito que se analiza, y que, según explican los autores, parece resistirse a los intentos de sistematización en el campo de la historia y en el de la creación literaria y artística. Maggie Mateo y Luis Álvarez dedican tres capítulos iniciales a explicar estas dificultades para los estudios caribeños, a partir de los vínculos con el proceso de formación histórica, las diferencias en los diseños metropolitanos de colonización, los procesos de transculturación, las diferentes etapas en el desarrollo de una conciencia nacional y de afirmación de la identidad en las distintas áreas, las problemáticas estéticas e ideológicas que afloran en la literatura caribeña, así como las propuestas de estudios dentro de la crítica literaria y los enfoques poscoloniales. Para abordar de un modo más efectivo ese universo caracterizado por la diversidad cultural y lingüística, y donde las delimitaciones identitarias se contaminan constantemente, Mateo y Álvarez establecieron como temas o motivos fundamentales los de la insularidad, la raza, los mitos, las migraciones y los viajes, la música y el carnaval, y la identidad barroca. A partir de esos tópicos, por el libro desfila una nómina muy plural de autores, entre los cuales destacan Dulce María Loynaz, Emilio Ballagas, Jean Rhys, Virgilio Piñera, Derek Walcott, Saint John Perse, Wilson Harris, Lezama Lima, Maryse Condé, Jacques Roumain, Alejo Carpentier, Jan Carew, Marcio Veloz Maggiolo, V. S. Naipaul, José Martí, George Lamming, Pedro Juan Soto, Lourdes Casals, Aimée Césaire, Claude McKay, Nicolás Guillén, Luis Palés Matos, Luis Rafael Sánchez, Earl Lovelace, o Severo Sarduy.
En determinados ámbitos académicos o culturales, este repertorio de autores caribeños puede resultar problemático por más de un motivo. Para ilustrarlo, hago una anécdota personal: cuando hace ya algunos años se presentó en Casa de las Américas la antología Por los caminos de la tierra, donde Ariel Camejo y yo reunimos traducciones y estudios realizados por autores caribeños sobre la obra de Saint John Perse, algunos miembros del público cuestionaron, con argumentos, por qué se había escogido a ese autor tan canónicamente francés dentro de un proyecto gestado por el Centro de Estudios del Caribe. Con argumentos semejantes también pudiera cuestionarse la integración en un estudio de tal naturaleza de autores como Dulce María Loynaz y José Lezama Lima, que según determinados modos de entender lo caribeño quedarían totalmente excluidos. Pero en el libro de Mateo y Álvarez “lo caribeño”, más que una condición geográfica, es una construcción cultural compleja y diversa, que integra múltiples paisajes, fisonomías, expresiones e identidades, a veces, incluso, paradójicas entre sí. Una de las lecturas comparadas más interesantes que proponen, por ejemplo, es la de las distintas proyecciones sobre la insularidad que podrían interpretarse entre “La isla en peso”, de Piñera, y “Noche insular, jardines invisibles”, de Lezama Lima.
La posición de Maggie siempre ha sido la de establecer puentes o conexiones entre los diferentes ámbitos literarios, para evitar las parcelaciones estériles. Su experiencia docente, sus lecturas y su participación en el propio flujo vital de la literatura cubana le han permitido ensanchar o enriquecer sus estudios con referencias disímiles, como sucede en el texto “La Celestina: hechicería y seducción”, publicado en la revista Unión en el año 2003, y donde se establecen asociaciones entre las obras de Fernando de Rojas, Fernando Ortiz y Lydia Cabrera, con flashazos interesantes a textos de la martiniqueña Maryse Condé y la puertorriqueña Rosario Ferré. Desde esa misma perspectiva comparatística y hasta cierto punto transgresora, el aporte más exhaustivo de Maggie fue el que desarrolló con su investigación doctoral, dedicada al análisis de las mitologías en las obras de Lezama Lima y el guyanés Wilson Harris, que no había sido traducido al español y que Maggie debió leer directamente del inglés. Del ejercicio académico nacieron un poco después dos excelentes libros: Paradiso, la aventura mítica, con el que obtuvo el Premio Alejo Carpentier en 2002; y El palacio del pavorreal: el viaje mítico, merecedor del Premio UNEAC en 2006. La elección de estos dos autores, y en particular de dos obras tan perturbadoras y complejas, son una evidencia más de la valentía intelectual de Maggie. Con su estudio, además, estableció una serie de coordenadas teóricas y referenciales que a su vez abrieron una brecha muy productiva de análisis de lo mitológico en otras obras caribeñas: por ejemplo, Los pasos perdidos, de Carpentier, o El vasto mar de los sargazos, de la dominica Jean Rhys, fueron centro de atención de otros dos ensayos suyos, publicados en El misterio del eco, en 2011, junto a otros textos dedicados al espacio gnóstico americano en Lezama Lima, a la lucha de Eros y Thátanos en Paradiso, o a la ruta del huracán en la literatura cubana. Se trata, en todos los casos, de espléndidos ensayos donde Maggie interrelaciona una cantidad significativa de lecturas, con un gran rigor investigativo.
En este recorrido, más evocativo que analítico, pudiera mencionar otros muchos ensayos y artículos dispersos en publicaciones periódicas, que han sido referentes importantes para mí sobre los distintos modos de abordar la cultura de la región, sin distinciones. “La literatura caribeña al cierre del siglo”, publicado en la revista Temas en 1996, y donde evidentemente ya Maggie tenía entre las manos el germen de lo que luego sería El Caribe en su discurso literario, es un ensayo panorámico sobre las principales tendencias y problemáticas que, hasta entonces, podían encontrarse con mayor frecuencia en los escritores caribeños. Por la cantidad de ejemplos que aporta y por su perspectiva relacional, este texto, en su brevedad, todavía es recomendado como lectura orientadora para los interesados en los estudios caribeños. Otro texto más breve y más reciente, como “La burundanga de Pedro Luis Ferrer en la conga del idioma”, publicado por La Siempreviva en 2007, es un ejemplo más de cómo Maggie puede ser tan desenfadada como aguda, y además de cómo muchos de sus intereses y pasiones han ido confluyendo coherentemente. De manera particular se imbrican aquí su fascinación por la nueva trova, su formación lingüística y filológica, y sus estudios sobre el ritmo y los tópicos de la música en la literatura caribeña.
En relación con esos modos en que se conecta todo, mientras preparaba estas líneas encontré un artículo que no conocía, titulado “La construcción ensayística del Caribe en la obra de Margarita Mateo Palmer”, y donde su autora, María Virginia González, analiza cómo se configura el Caribe en el ensayo Ella escribía poscrítica (1995), prestando especial atención a dos ejes fundamentales: por un lado, la construcción de las imágenes de la región caribeña y, por otro, cómo se concibe el género (sexual) como un problema central y desde el cual se configura esa imagen del Caribe. El punto de partida del texto me pareció interesante, porque propone que en la crítica y ensayística de Maggie siempre afloraron los tópicos de lo caribeño cartografiados por ella. Esto, obviamente, resulta también relevante en la novela En los blancos manicomios, de 2008, de la cual la propia Maggie ha dicho “que comenzó siendo un ensayo sobre el tema de la insularidad en la poesía caribeña” y donde resuena, junto a otros referentes, la locura de Antoinette, la protagonista de El vasto mar de los sargazos.
Por supuesto, en este contexto no solo deberían mencionarse los textos de Maggie sobre el ámbito regional, sino también toda su labor como docente, su condición como profesora invitada en varias universidades del mundo, y su participación en múltiples proyectos y eventos relacionados con la cultura caribeña. Pero más allá, como sucede cuando hay una amplia y valiosa obra académica y escrita, el legado de Maggie para el desarrollo de los estudios caribeños desde una perspectiva propia, orgánica, actualizada y/o comparada transcurre por senderos menos evidentes y que van labrando poco a poco una sensibilidad, una tradición de trabajo, y un universo de lecturas canónicas. Ese legado está ahora mismo, por ejemplo, diseminado en todos los estudiantes de Letras que continúan leyendo sus ensayos y sus libros, y en los pocos que encuentran allí la motivación para desarrollar sus propias investigaciones; y por supuesto que ese legado está también en mí.
Yo, que soy muy reacia a las ceremonias y muy tímida, nunca agradecí en público a Maggie por ser mi tutora y por muchísimas cosas más. Aprovecho entonces esta oportunidad para oficialmente darle las gracias por haber sido mi maestra directa e indirecta, por haberme ofrecido su biblioteca, y por haberme acompañado como tutora y amiga por el camino angustioso y apremiante de la tesis. Aprovecho, además, para agradecer a quien sea que haya que hacerlo por tener amigos comunes con Maggie, por haber formado parte aunque sea mínimamente de algunas de sus locuras brillantes, y por haber recorrido juntas toda Cuba, desde Viñales hasta Baracoa, en un viaje “académico” maravilloso en el que pude comprobar que Maggie es una fuente inagotable de energía y vitalidad, y que con la misma pasión y entrega con que charla sobre literatura caribeña, también canta, baila, se divierte, se sumerge en un río, se pierde en el monte y disfruta de la vida toda.
María Isabel Alfonso: Ella escribía sobre la Maggistra, Gelsomina y otras brujas desde su posdiáspora
Una mañana de 1995, la Maggistra mitopoyética, que se había pasado la madrugada guitarreando en el portal de su casa en 11 y 8 junto a la Estudiante —otra barda que también cantaba y tocaba a porfía— demostraría con hechos que el incondicionado lezamiano, ese rechazo a entender el mundo como concatenación de sucesos desde una motivación determinista, no era simple especulación. La Profesora, después de ausentarse momentáneamente del portal al amanecer, reaparecía con sendos tazones de un café con leche que, preparado con leche condensada, sabía a gloria, para no hablar de sus propiedades antiresaca. ¿Qué era, si no, el ‘azar oblicuo’ lezamiano, lo que hacía posible que se manifestara, anacrónico, inconexo, aquel líquido de espesura láctea azucarada en pleno período especial… más aún, que acudiera, la condensante e imantadora leche, a componer la amargura del oscuro arábigo, en tal fiesta innombrable de sabores? No dudó ni un segundo la Estudiante que el inusual y glorioso festín era en realidad parte de un hechizo con que la Maggistra Bruja buscaba aminorar los niveles de tristeza de la discípula, ante el inminente viaje sin retorno de aquella.
Después, cuando leyó la Estudiante desde lejanas tierras en aquel pasaje de Ella escribía poscrítica que, por haber mantenido relaciones de amistad con sus discípulos —a quienes, por demás, se había atrevido a exponer a lecturas no aprobadas en el currículo— Surligenur-2 había sido evaluada de manera negativa, sintió una gran rabia. Esto lo compensó imaginando que ninguna de las evaluaciones llevadas a cabo por un claustro de brujas anorgásmicas quitaría un ápice de felicidad a lo vivido por ninguno de los implicados.
Lo que si nunca imaginó la Estudiante fue que casi treinta años después, Richard, el Poeta de crespos dorados, con quien emprendería largas caminatas en esa misma Habana de los 90s, y con quien vería por primera vez Las amargas lágrimas de Petra von Kant, de Fassbinder, en el otrora glorioso Cine La Rampa, percibiría que ambas, Profesora y Estudiante, orbitaban ya demasiado tiempo cual electrones libres, cada cual por sus lares, a pesar de tanta cercanía en lo esencial, y que era hora del reencuentro. Por eso, cuando invitó a la Estudiante a la fiesta innombrable [¿aquelarre?] en La Habana, para celebrar a la Profesora, dijo que sí, sin pensarlo. En vivo y en directo. Nada de hologramas.
Pues aquí estamos de regreso al país natal para celebrarte como mereces. Qué mejor ocasión que esta, profesora querida, amiga, Maggister entrañable—y este será otro de los alter egos que usarás de ahora en adelante, así lo he decidido, desde mi posdiáspora neoyorquina. Posdiáspora, sí, porque mis fronteras entre el afuera y el adentro también se han difuminado. Soy el sujeto híbrido de tu poscrítica; soy tu mejor pesadilla: contestataria; rizomática; emancipada; oxímoron suelto que va y viene; sale y entra a su antojo. “Contigo aprendí”; “Esto no es una elegía.”
Ella escribía poscrítica (Ediciones Por Amor, 1995)
Según cuenta la leyenda, Margarita Mateo desde el principio dio señales de iconoclasia. Andaba por ahí con un grupete de amigos a quienes se les conocía como los de 5ta y B. No sorprende entonces que para su tesis de licenciatura hubiera escogido el tema de la trova tradicional, la cual publicaría en 1988 bajo el título Del bardo que te canta. Por esos años tramaría su mejor venganza ante los rígidos saberes: se ganaría todos los premios posibles, y una vez logrado esto, haría implosionar la academia desde adentro. Es cierto que Del bardo es uno de sus pocos libros no premiados, mas aquí el premio aquí va para la academia de la calle, para esa marginalia que sin pedir permiso toma posesión tras los muros de la torre de marfil.
Con Ella escribía poscrítica, singular palimpsesto en que lo mismo cabe el recuento de las vicisitudes de una profesora de literatura y sus alter egos en medio de la crisis de los 90, que sus reflexiones sobre textos inéditos, el tatuaje y el grafiti, ya hemos perdimos todo control posible sobre la Maggister. Múltiples son sus personas: Dulce Azucena, romántica, lejana a los conflictos teóricos; Mitopoyética, intuidora de la Cuba secreta localizada en las montañas del Escambray; Surligneur-2, la intelectual, profesora, lectora furibunda, teórica; la Feministadesatada, preocupada por formar a un hijo que no sea machista… Coexisten la narrativa, el género epistolario, la confesión, el ensayo. Borramiento de fronteras entre los géneros literarios; travestismo de voces. Pero atención, no estamos ante un inocente proceso de hibridez. Aquí hay agón, contaminatio, pus, cuchillo.
Desde los blancos manicomios (Premio Alejo Carpentier, 2008)
Desde los blancos manicomios nos lleva al momento en que la razón es la piel que debe ser nuevamente mudada. La ecdisis debe continuar. Las escamas van quedando atrás, pero esta vez la muda de la exuvia no es dolorosa, porque desde los tiempos de la poscrítica, en que el didactismo objetivo dejó de ser importante, todo es goce, jouissance, sabrosura.
Algunos aseguran que el tema de la novela es la locura. Yo creo que tiene primacía otro más perturbador aún, que es el del forcejeo entre lo líquido y lo sólido; lo insular fragmentario y la tiranía de lo fluvial; el desplazamiento en un mismo centro a través de las aguas; las energías líquidas azotando a las islas; las inundaciones. Aquí estamos flotando todo el tiempo en un mar que no nos lleva a ningún sitio. Más bien, estamos dentro de una placenta de salitre que nos recibe y nos escupe después, de nuevo hacia sus adentros. La locura es salitrosa, tiene forma de una geografía. “Es difícil mantener la sanidad en un país de locos” dirá María Estela en una de sus cartas a su hermana Gelsomina (Mateo Palmer 37).
Los temas se van articulando alrededor de dos grandes ejes. De un lado, todo lo que tiene que ver con lo marítimo-insular, donde toman protagonismo las referencias al mar Caribe y los diversos tipos de insularidad posible: la maldita insularidad piñeriana, la fugitiva, la nocturna, la recobrada, la olvidada, la entrañable (clasificaciones todas de la autora). Del otro, temas circunstanciales como la maternidad, la sororidad, el exilio, la locura, la sexualidad, lo femenino, la magia… Voy a referirme primero a este segundo grupo de temas.
La maternidad queda abordada desde las perspectivas de Gelsomina y de su madre, a quien aquella llama sarcásticamente La Marquesa Roja. En los capítulos agrupados bajo el título “La carrera interminable”, Gelsomina expresa sus preocupaciones y frustraciones por tener un hijo que no se parece en nada a ella, que se interesa más por los deportes y por NG la Banda que por la literatura. El hijo a la vez sufre porque quiere tener una madre “normal”; que no le llame “Clitoreo” burlonamente; que saque sus narices de los libros y no le obligue a ser “bilingüe”, es decir, versado en español culto y español de la calle.
En las secciones agrupadas bajo “Habla la Marquesa Roja”, la madre de Gelsomina hace catarsis hablando de su desencanto por conductas estrafalarias de su hija tales como teñirse el pelo de colores estridentes (amarillo pollito; verde; morado), o su gusto por lecturas raras (la de Lezama es una de las más preocupantes). Ante la reprimenda de la madre por las coloraciones atípicas del cabello, María Mercedes del Pilar de la Concepción (es hora de que aclaremos que este es el verdadero nombre del personaje, quien escoge llamarse a sí misma Gelsomina en honor a los “Sonetos para Gelsomina”, de Raúl Hernández Novás, y seguramente también a la ensoñadora Gelsomina de La Strada, de Fellini), se encierra en el baño y con la ayuda de la hermana, se corta el pelo a rente. El tono de resignación de la Marquesa es hilarante: “A cada una le correspondió una parte de la cabeza. Tijeretazos van y tijeretazos vienen, aquello era una fiesta (…) En una de esas la hermana (María Estela) no atinó bien a dónde dirigía la tijera y zas, le cortó un pedazo de oreja” (69).
En las cartas de María Estela a Gelsomina, agrupadas en el texto bajo secciones con similar título, la hermana cuenta con candidez tanto la satisfacción ante ese descubrimiento glorioso que es el paper towel, como el descontento ante la banalidad de Miami. Con un tono matter of fact de resignación narra las situaciones más risibles, incluyendo la rememoración de sus vivencias en Cuba con Gelsomina: “Me acordé del día en que explotó la olla de presión. Aquellos chícharos, lo único que teníamos para comer, desperdigados por toda la cocina, y tú diciendo que hasta que no terminaras lo que estabas leyendo no contáramos contigo, total, si ya no había nada que hacer. Esa imagen nunca se me ha borrado de la mente” (72).
“Gelsomina y las brujas” es un capítulo central, liberador. Es día de limpieza y mientras empuña la escoba, el personaje se entrega a una profunda reflexión. Casi de casualidad descubre en un diccionario la pintura de una bruja que yace a ahorcajadas sobre Satán, quien la abraza por la cintura. “En esa posición copulativa, la deseosa, la activa, es la bruja, no el demonio. Él, con toda su fealdad, más bien parece violado, forzado, y observa con cierto estupor cómo su cuerpo es absorbido en el hueco negro e insaciable del deseo femenino” (147).
Comienza a partir de aquí lo que llamo “brujificación” de Gelsomina. Se trata de un proceso reflexión liberadora que no por gusto tiene lugar en el espacio de condena de la mujer —el doméstico— mientas limpia. Es justamente con una escoba en la mano que Gelsomina se pregunta: “¿Podría, efectivamente, establecerse una relación directa entre el sufrimiento y la vocación de bruja? ¿Podrían conducir el dolor y la angustia sostenidas, no ya a los altos manicomios, sino al inefable vuelo sobre la escoba? ¿Existía una relación entre la mujer y la locura? ¿Entre lo femenino y el camino diabólico?” (151). Lo subalterno, lo femenino, lo marginal, quedan dignificados aquí en la imagen posible de una bruja caribeña que abarca todas estas categorías, y que se ofrece, redentora, como alternativa a la locura.
Gelsomina, embriagada ya de tanta brujeril energía a estas alturas, comienza a reflexionar sobre las brujas caribeñas, específicamente Tituba, esclava de Barbados llevada a Salem, New England, por su dueño. Rememora la encarcelación de la bruja barbadense, recreada por la escritora guadalupense Maryse Condé en I, Tituba, The Black Witch of Salem. En la novela, Hester Prynne, adúltera condenada por sus vecinos puritanos, y protagonista de The Scarlet Letter, de Nathaniel Hawthorne, es arrojada a la celda de la bruja Tituba. Imagina Gelsomina a la bruja y a la puta juntas como centros dominadores de en un mismo espacio, en aquelarre conjurador, acusando “a los hombres necios que las habían condenado” (150).
El gran tema del agua y lo fluvial aparece en momentos cándidos donde se describen, por ejemplo, los juegos de la madre y el hijo, “saltando en los charcos a ver quién mojaba más al otro” (88), o en otros terribles donde se narran las ceremonias en que se embarca Gelsomina cuando se suicida su amigo poeta, a todas luces, Raúl Hernández Novás. Comenta la madre: “Empezó a encender velas y a rociar agua por todos los rincones pidiendo paz para su espíritu. A los pocos días había un patiñero por toda la casa que no se podía caminar (…). Mi nieto, que tendría entonces cuatro o cinco años, estaba feliz, divertidísimo (…). Imagínese usted este cuadro: los dos por toda la casa, la madre delante y él siguiéndola, dando brincos a sus espaldas como si estuvieran jugando al capitán Cebollita, (…) salpicando agua por todas partes, y yo detrás (…) con una toalla en la mano para tratar de secarle los pies al angelito, que salió asmático igual que yo. Ella es la culpable de que se enfermara. El niño desde entonces tiene falta de aire” (32-33).
Cuando Gelsomina despierta en el manicomio, donde es internada tras un trastorno disociativo, se da cuenta de que confundió “su cama con una balsa” (9). De allí, comienza a prefigurar su relación con el mar, y a entenderse a ella misma a partir de una visión de cuerpoisla (palabra de la autora). El cuerpo como extensión del archipiélago.
La isla es también fugitiva, pero la huida es estatismo. Escondida debajo de su cama en el hospital, Gelsomina revela su relación conflictiva con el mar. Si en su infancia ese “era para ella el sitio más acogedor de la ciudad” (25-26), ahora reconoce, haciendo referencia a Dulce María Loynaz, que “la peor de las prisiones es la que se alza junto al mar, porque el mar ofrece al prisionero el más ancho de los horizontes, y por la indomable naturaleza de sus olas está continuamente sugiriendo la idea de la libertad” (Mateo Palmer citando a Loynaz 26). El mar es “límite y a la vez infinitud”; “cerco y lejanía” (Mateo Palmer 26).
Esta situación llega al paroxismo cuando la isla se torna maldición piñeriana, y el fragmento de tierra dejado a su abandono se vuelve “compresión o asfixia” (Mateo Palmer 92). Vaticina: “Sísifo antillano, cargando sobre sí el enorme peso de una isla (…), el insular está condenado a un desplazamiento ilusorio que no es progreso sino redundante estatismo. La reiterada presencia del agua —frontera insalvable— lleva al sujeto poético a dar las últimas instrucciones de supervivencia: hay que morder, hay que gritar, hay que arañar” (Mateo Palmer citando a Piñera, 92). “¡Nadie puede salir! ¡Nadie puede salir!”, repite, Gelsomina, citando de “La isla en peso” (Mateo Palmer citando a Piñera, 93).
Pero el-no-salir no es solo circunstancia maldita; es también susurro en el oído, gravedad suave que nos imanta archipiélago, sin forcejeos. Por eso, cuando una enfermera comienza a lanzar cubos de agua para limpiar el cuarto, y Gelsomina entiende que el verdadero propósito de aquella es sacarla de debajo de la cama-isla, comenta el narrador: “No se sentía con fuerzas para abandonar su paisaje. No vería agitarse un pañuelito blanco como señal de adiós, no quería ver desaparecer en el horizonte los contornos de su isla sabiendo que nunca más la iba a habitar. No estaba preparada para esa ausencia. Prefería quedarse allí, anegada en agua (…). (Mateo Palmer 125).
En “La isla recobrada”, sucede lo impensable. Desde su disociación, Gelsomina me interpela: “Quien regresa ya no es el mismo que partió, ni igual será su mirada sobre la tierra recobrada”, sentencia años después de que la Maggistra dijera algo parecido en el portal de su casa, durante aquel desayuno glorioso en medio del apocalipsis. Sin embargo, quizá alude a un volver mucho más personal, íntimo. ¿Volver de la disociación? ¿De la locura? Estoy confundida.
Sigo leyendo y me doy cuenta de que son lo mismo. No importa si la partida se entiende como abandono de la sanidad o abandono de la isla: ambas cosas son lo mismo. Irse es disociarse, dis-locarse, en-loquecer. Quedarse también. Ante ello, no hay otra opción que reencontrarnos con las partes más dañadas de este abandono, cual “un rito de purificación y saneamiento, que parte de la recuperación de las zonas más laceradas del cuerpoisla” (161).
El olvido insular, el no regreso, es ya el epítome de toda esta locura; un suicidio. No es casual que en este capítulo en que se narra sobre la llegada del poeta jamaiquino Claude McKay a New York y su decisión de no regresar a su isla natal, una paciente de la sala 3 se corta las venas. Sí, es cierto, que “la gran ciudad no había logrado apagar [en McKay] la huella del espacio insular” (258), pero también para él, “la isla permanece como una ausencia que es mejor olvidar” (258).
El regreso de Gelsomina a sus sentidos es el retorno a su isla entrañable, pero “volver es más difícil que emprender el viaje” (275). Acostada debajo de la cama, rodeada de agua, en el fondo de la embarcación, “pensó que era conveniente realizar algún voto a la deidad protectora de los exiliados de su mente. Entonó, como una letanía, su homenaje al dios de los mapas invisibles, para que la protegiera en tan difícil viaje. Así emprenden, Estudiante y Maggistra el viaje de retorno hacia adentro. Renegando tú de los blancos manicomios, y yo, de Claude McKay y su no-retorno; regresando, las dos, de la locura.
[Referencias]
Loynaz, Dulce María. Un verano en Tenerife. Editorial Cauce, 2014.
Condé, Maryse. I, Tituba, The Black Witch of Salem. University of Wisconsin Press, 2004.
Hawthorne, Nathaniel. The Scarlet Letter. Dover Publications, 1994.
Hernández Novás, Rául. Sonetos a Gelsomina. Ediciones Unión, 1991.
Mateo Palmer, Margarita. Ella escribía poscrítica. Ediciones Poramor, Casa Editora Abril, 1995.
—. Del bardo que te canta. Letras Cubanas, 1988.
—. Paradiso, la aventura mítica. Letras Cubanas, 2002.
— Desde los blancos manicomios. Letras Cubanas, 2008. CreateSpace, 2010.
Mateo Palmer, Margarita y Álvarez, Luis. El Caribe en su discurso literario. Siglo XXI de España Editores, 2004.
Piñera, Virgilio. La isla en peso. Tusquet Editores, 2000.
Ahmel Echevarría: El maestro y Margarita Mateo Palmer
Son exactamente las once de la mañana de un día 8 de diciembre del Señor y 2023. Estoy en las afueras de La Habana y de espaldas al mar, con el Caribe filtrándose casi a los pies de mi ventana en el roquedal y la sucia arena de la playa. Mientras lavo tres cargas de ropa escribo en mi vieja laptop: “necesito incorporar un misterio para devolver un secreto, o sea, una claridad que pueda compartir”.
En mi cabeza, buena parte de la oración anterior ha sucedido. Pongamos que se trata de una doble incorporación: el Maestro y Margarita, o sea: José Lezama Lima y Margarita Mateo Palmer.
Como dos viejos pánicos, dos libros se instauraron en mi devenir. Paradiso era la novela a la que no conseguía meterle el diente y más de una vez aborté. Ella escribía poscrítica era el libro que no conseguía aprehender del todo.
La lectura es una variante del desplazamiento. Volar es desplazarse y caer también es volar. No hay nada tan simbólico como caer con estilo y más de una vez he caído. Entonces, caer es transformarse.
Lo que sucede conviene y ha sucedido en el 2023: el año en que conseguí no extraviarme demasiado en esa enorme parábola contenida en la novela de Lezama. Tal como dice este José y más de una vez he dicho: “para no perderse en la curva hay que dibujar el arco”. También es el año en que debía leer el libro de Maggie como Dios y el diablo mandan.
Luego de varias caídas, gradualmente he asimilado a Lezama. Además he visto que él ya se había filtrado en la cabeza de Margarita. Al menos en el libro Ella escribía poscrítica Lezama no es el misterio que la acompaña, sino una certeza.
Como un gran tiburón blanco, en Ella escribía poscrítica el gordo asmático a ratos asoma el morro y la aleta dorsal. Armoniza o chirría en una oración, pega sus dentelladas, es a un mismo tiempo tradición y traición mientras la prosa de Maggie pasa pausada o de prisa, o cuando la autora elige nombrar, describir, valorar, narrar y citar de forma directa o de contrabando. Visto así, digo, parafraseando a Lezama: he incorporado un misterio y ahora intentaré devolver el secreto o una claridad que pueda compartir.
No hay manera de continuar con las revelaciones si no digo que la novela Ella escribía poscrítica es un libro de ensayo que, desde la no ficción, habla de arte, literatura y política mientras brinda un testimonio. Y lo podemos constatar en las primeras cincuenta cuartillas. Luego persiste en el delirio, la contención, incluso el paroxismo, la calma y la pericia, que son las maneras típicas del zapador, el cirujano y el serial killer, es decir, del ensayista y crítico literario, o del escritor, así, a secas.
Este libro, que contiene el alba y la tarde, apagones, falta de comida, calor, ausencia de transporte, más la agonía y la incertidumbre en la severa crisis de los 90´s, va tras las marcas más o menos visibles, o más o menos concretas, del posmodernismo en la literatura cubana. Mi cita velada a Borges se propone revelar la participación profunda que también tiene en el libro el ciego que todo lo ve, como si Margarita y Jorge Luis se trenzaran en un diálogo, y aquí de paso echo mano de una expresión a lo Cortázar, porque Julio circula a largos trancos, sonriente, detrás del ciego y el asmático, como si con él trascurriera el color y el olor del verano.
José, Jorge y Julio. Los tres Juanes de Maggie. En Ella escribía poscrítica la autora se ha revelado ante mí no en modo virgen, sino “ensayista mariana”.
Hay una operación muy singular en este libro: es en sí mismo un ejemplo de la materia investigada. A la par que la autora devela las claves internas y externas del posmodernismo, con autores y libros a manera de ejemplos, precisando el marco temporal en que lo investigado comienza a dejar algunas marcas hasta hacerse del todo evidente, va desplegando un dispositivo que analiza, narra, testimonia, y pone en negro sobre blanco y con matices la vida de la propia autora, habla de Cuba, y comenta la obra de escritores ya consagrados más la de otros que, en aquel atroz período de crisis, buena parte de la misma se mantenía inédita.
A la par que todo lo anterior acontece, al lector se le narra la construcción del proceso de asociación y creación del libro. Tal parece que marchan a la par la escritura de Ella escribía poscrítica y su lectura por parte de los lectores. Pareciera que a ambas también las asiste la levedad, la ironía y cierto humor en el análisis del complejo tejido sociocultural y sus vectores políticos que contiene lo investigado. Se instaura así una doble performance creativa: la del lector y la del escritor.
Dice Lezama en Paradiso: “el denso crepúsculo descendía a las azoteas, donde por los hierros colados y los piñones salvajes parecía herirse su fantasma hinchado de mazapanes toledanos”. A Lezama hay que tomárselo seriamente en clave de jodedera, eso me digo, y además me digo: hay que seguirle la corriente y quitarle lo que tanto él como yo consideramos necesario fuego de artificio. Que es bello, que maravilla, y que divierte como todo fuego de artificio.
Entonces, en la operación de substracción solo dejo el denso crepúsculo que desciende sobre las azoteas de La Habana. Ese crepúsculo es uno y muchos. En la novela testimonial y ensayística de Maggie cae con todo el peso de la realidad y su contrario sobre el tejido social, sobre la cultura, sobre el alma de la nación si es que esa figura retórica en verdad habla de algo concreto.
En las primeras cincuenta cuartillas “el denso crepúsculo y su efecto” está implícito, por ejemplo, en esta cita de Mempo Giardinelli utilizada como exergo y es una suerte de vector que atraviesa todo el libro: “¿Por qué no pensar entonces (…) que acaso la posmodernidad sea el grito de rebelión posible de este fin de milenio? ¿Y por qué no pensar, también, que como todo grito, lo es a la vez de impotencia y de dolor y es pedido de auxilio, anhelo de redención?”
Giardinelli me lleva a recordar el grito político de Cortázar en su Policrítica a la hora de los chacales. Pero me desvío. Aunque debo consignar que el título se presta para dejarlo estampado en un muro a la vera del camino.
El crepúsculo y su efecto está en la confirmación del verdadero lugar que ocupa El Caribe en la geopolítica según palabras de la autora: “marginal dentro de la marginalidad periférica en el borde mismo de la periferia, o, por así decirlo, una de las últimas fronteras de un mundo subalterno”. Maggie nos lo espeta en uno de los momentos en que las fronteras entre no ficción y crítica se diluyen. Hablo de las piezas agrupadas bajo el título “Ella escribía poscrítica”, que se alzan cual palmeras salvajes u otras vueltas de tuerca.
En las piezas “Ella escribía poscrítica”, mientras ejerce el magisterio y la investigación la narradora o testimoniante entrevera demandantes tareas hogareñas (o al revés, da igual), y se repite bajo la forma de la agonía obligada por la crisis nacional, pero se repite desde la diferencia, de lo contrario yo no estaría escribiendo este texto.
Hay una ley en el dominó que reza: el que repite gana. Si así es en el dominó, y en el dominó hay implícito creación y vida, entonces debemos ser dóciles y dejarnos guiar. Hay que doblarse con tal de no partirse.
Por último y no menos importante: el crepúsculo y su efecto aparecen en los temas escogidos por los novísimos, aquellos narradores nacidos entre 1959 y 1972 según “los criterios de periodización manejados por Salvador Redonet” en ese momento para clasificar al grupo de los entonces jóvenes narradores analizados por Maggie (entre ellos: Rolando Sánchez Mejías, Rogelio Saunders, Ronaldo Menéndez), de los cuales la autora consigna: “Hay en ellos una constatación, desde una edad muy temprana, de la distancia que existe entre la historia oficial ―aquella que se divulga, por ejemplo, a través de la prensa― y la historia real que viven cotidianamente en las calles. Las rupturas que estas ocasionan en el plano ético ―mas no solo en este― contribuyen a la fragmentación del sujeto; una fragmentación que en Estados Unidos, en Chile o Brasil responde a otras causas, pero que en Cuba aparece íntimamente vinculada con la incorporación de diferentes formas y el uso de múltiples máscaras que se superponen a la vida cotidiana. Esta problemática, reflejada de diversas maneras en la literatura cubana más reciente, coincide, en buena medida con alguna de las inquietudes que ha puesto en circulación el discurso posmoderno, y con lo que se ha denominado el fracaso de los Grandes Relatos de la modernidad.”
Si mal no recuerdo, a propósito de la escritura de un texto de ficción Chejov hablaba de la obligatoria relación entre un arma de fuego y el disparo. Tal cual Chejov recomendaba hacer, cuando Maggie ejecuta la disección de un evento, autor o libro, más adelante en su ensayo encontraremos la consecuencia de cuanto en un inicio trajo a colación.
Pongamos como ejemplo los grafitis alejados de la mirada del caminante en el monumento a José Miguel Gómez en la Avenida de los Presidentes. Son los grafitis “la nueva orientación hacia el peculiar posmodernismo cubano, ese que no parece prescindir de la historia”. A los grafitis les dedica un largo análisis, que luego se conecta con el texto dedicado a la novela Cañón de retrocarga de Alejandro Álvarez Bernal, también con el cuento “Diez mil años” de Rolando Sánchez Mejías donde el protagonista, ya con su pareja para matar la jugada en la habitación de una posada, tras ver unos grafitis piensa en la posibilidad de “urdirse un cuento con esos motivos”. Otra conexión se establece con Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante, en donde “Bustrófedon dijo bien claro esa y otras veces que la única literatura posible estaba escrita en los muros”. A lo anterior agrego: hay en Paradiso un muro donde José Cemí, tiza en mano, garabatea sobre un estuco casi sepia y desconchado.
Pongamos como ejemplo la extraña y maravillosa transformación de una mujer en manatí acontecida en Paradiso, y la aparición de la mujer-manatí en Tres tristes tigres. Ya sabemos de qué es capaz Lezama. De Cabrera Infante digamos que lo perpetra en clave de burla, carnavalización, “choteo insular para delinear los rasgos de un personaje que, sin embargo, alcanzan una inusual hondura y esplendor”, nos dice la autora.
Puestos todavía en las conexiones, en ese afán propio también del relato, de signos y significantes, a propósito de la muerte de Carpentier y Cortázar, de la pertenencia o no a una cultura y a una geografía, y “la recurrente polémica del nacionalismo estrecho versus lo universal pervertido”, Maggie apuntaba que un “monstruo sigue acechando a los escritores incluso después de su muerte”. Y no solo a los escritores, digo yo y pongo el punto y seguido. Margarita en los 90 y en su libro nos dijo: “Ahora en la posmodernidad se rechazan las formas autoritarias y excluyentes de identidad nacional, que privilegiaron algunas expresiones como única forma de representar la nación”.
Llegados a este punto del siglo y milenio en nuestro Caribe particular, “marginal dentro de la marginalidad periférica”, ¿dónde nos encontramos? ¿Dónde se encuentra Cuba?
“Necesito incorporar un misterio para devolver un secreto, o sea, una claridad que pueda compartir” termina diciendo el coronel José Eugenio Cemí en un intenso monólogo. En realidad se trata de una conversación entre él y la Vieja Mela a propósito del separatismo. Encolerizada, la mujer se levanta de la mesa y se encierra en su habitación. Esta mujer escondía armas para la insurrección. Lezama, haciendo gala de lo lezamiano, termina la escena y el breve parlamento de la señora con una acotación en la que hay una frase a la altura profunda de un haikú: “en el ojo maduro de la perdiz bailaba una espina”.
Creo que con Lezama accederíamos a todas las respuestas, solo deberíamos ser capaces de formularnos las verdaderas preguntas y saber de antemano que, con muy alta probabilidad, estaríamos ante un kōan. Y Margarita sí calcula al Maestro. Ella no te diría cree, Maggie te diría lee si es que te apetece.
“Apaga el tabaco”, mentalmente me digo tal como le pedían los sobrinos a Surligneur-2 en una de las piezas agrupadas en “Ella escribía poscrítica”. Y a seguidas tecleo otra cita de la autora: “Escribir es siempre un riesgo. La palabra, despojada entonces de su manto sonoro, queda inerme en la página que la acoge.” Y además me digo: la palabra y el escritor quedan inermes cuando se ha producido el acto de la creación y el de la lectura, que es otro acto de creación. Sí, solo queda esperar.
Mientras esa supuesta espera acontece deberíamos volver una y otra vez a las seis propuestas de Mateo Palmer para este milenio que, aunque fueron concebidas para el anterior, al igual que las de Italo Calvino son solo cinco:
1. El des-centramiento. La des-jerarquización. La reivindicación de los bordes.
2. La recuperación de las voces marginadas:
a) la mujer,
b) grupos étnicos: indios, negros, etcétera
c) homo/bisexuales
3. La quiebra de las fronteras entre la alta y la “baja” cultura. No dejar fuera telenovelas, radio, novela rosa, heavy rock, graffiti, tatuajes, etcétera. ¿Democratización de la cultura? ―a la lista de Maggie agregaría las teleseries, el comic, el reggaetón y las redes sociales
4. Afán testimonial, reivindicación de géneros subestimados por la modernidad (anterior)
5. Flexibilidad en las valoraciones. Respetar las diferencias. Oír la voz del otro.
Si yo fuera Ricardo Piglia, que redujo a tres las propuestas de Calvino porque las adaptó a la condición marginal de América Latina, ¿cómo quedarían reducidas las de Mateo Palmer? Pero yo no soy Ricardo Piglia y tampoco se va a poder.
Son exactamente las dos y veinticuatro de la tarde de un día 8 de diciembre del Señor y 2023 en las afueras de La Habana. De espaldas al mar, con el Caribe filtrándose casi a los pies de mi ventana, terminaré este nuevo texto de mi diario dramático echando mano de una sentencia: Maggie no solo escribía poscrítica, Margarita exorcizaba sus demonios. Y parafraseando a Rodolfo Walsh en la “Carta a Vicky” además digo: en Ella escribía poscrítica Maggie Mateo hablaba por ella pero también hablaba por mí.
María Isabel Alfonso: Entrevista a Maggie Mateo
María Isabel Alfonso (MIA): El pasado 19 de diciembre, fecha del natalicio de José Lezama Lima, nos encontramos en el Centro Dulce María Loynaz en un evento organizado por el poeta Ricardo Alberto Pérez para reconocer tu trabajo como crítica y novelista. ¿Qué evoca en ti el hecho de que se haya escogido esta fecha para tal propósito?
Margarita Mateo (MM): Fue un regalo muy especial el que me hizo Richard al escoger precisamente esa fecha. Una delicadeza de poeta. Mi relación con Lezama es entrañable, algo que va mucho más allá de lo que he escrito sobre su obra. Es uno de esos monstruos inagotables, que siempre me dice algo nuevo. Paradiso sería uno de los libros que llevaría conmigo a la isla desierta. También Oppiano Licario y sus ensayos. Siempre tendría algo diferente que leer, algún deslumbramiento ante un sentido oculto, inadvertido en lecturas previas. Evocar, lo que se dice evocar, evocó las madrugadas, los días y las noches de lectura de su obra para mi doctorado, las mañanas –delirantes y no– en que junto al incienso y los versos de “Noche insular, jardines invisibles” tallados en mármol sobre su tumba, busqué la fuerza y la paz interior que tanto necesitaba. Evoqué su desgarrador recuento de todo cuanto hemos perdido en “Paralelos” –desde las cenizas de Heredia hasta manuscritos de Martí; desde las frutas pintadas por Rubalcava hasta los cuadros de Juana Borrero– y pensé con tristeza cómo a su repaso de pérdidas se han ido sumando tantas otras que harían palidecer su prodigiosa imaginación. Empezando por su propia obra, es decir, buena parte de su papelería, sustraída de la Biblioteca Nacional o antes de llegar a esta. También los fondos de los archivos de diferentes instituciones, por no hablar de las cintas descompuestas, derretidas en las bóvedas del ICAIC; las obras de arte partiendo por mar o burlando las leyes de aduana, las esculturas desaparecidas de los cementerios, y sobre todo, la ruina arquitectónica de las ciudades –incluidos teatros y salas de cine–, todo cayendo, halado por una desidia y un deterioro que parecen indetenibles. Pensé en todo eso, pero casi como una autómata busqué en el librero Imagen y posibilidad, donde sabía que estaban las palabras que leí ese día sobre la emigración artística, que han recobrado una sobrecogedora actualidad.
MIA: En Ella escribía poscrítica exploras la posibilidad de un acercamiento menos rígido a los saberes literarios; de hacer espacio a las voces femeninas en un panorama mayoritariamente dominado por hombres; de prefigurar una imagen casi optimista y esperanzadora sobre la posmodernidad –en general y en el contexto cubano–. ¿Qué ha pasado con estos sueños/aspiraciones, tres décadas después? ¿Cómo repensar los contenidos de la poscrítica en el momento actual?
MM: El posmodernismo, en aquel momento y aquí, era como una mala palabra para quienes tenían un pensamiento dogmático y reticente a todo tipo de cambio: su sola mención podía ser asumida como una ofensa y provocar una respuesta agresiva, suspicaz. Muchas veces fue utilizado como adjetivo descalificador, tanto desde un punto de vista estético como ideológico. En la introducción que hice a la compilación El Postmoderno, el postmodernismo y su crítica (2007), de Desiderio Navarro, doy una idea general de ese contexto al valorar la importancia de los artículos publicados por Criterios. En este ejercicio autorreflexivo al que conduce tu pregunta me hubiera gustado citar algunos párrafos de lo que escribí allí, pero puedo resumir diciéndote que mi mirada de entonces insistía en el proceso democratizador que implicaba el respeto a las diferencias y la recuperación de las voces marginadas, entre otras ideas puestas en circulación por una vertiente del pensamiento posmoderno. Recuerdo que en la performance que realizamos para la primera presentación del libro, rodeados por los murales-archivo que armaron Pedro de Jesús y Jorge Ángel Pérez, ya travestida yo en Ínclita de Mamporro –las medallas por la cultura y la educación cubanas como aretes, un turbante con flecos brillantes como peluca– las palabras de Pedro fueron más bien sombrías, pesimistas. Tres décadas después advierto con tristeza que su mirada estaba más en consonancia con lo que ha venido después. Muchos de esos sueños –y el espíritu que los animaba– se han ido desvaneciendo. Repensar los contenidos de la poscrítica desde el momento actual, y recordar el impulso que los sostenía, es muy duro ahora que reinan la desesperanza y el desconcierto ante una realidad que día a día se torna más hostil; ahora que, lejos de abrir espacios para el diálogo, las instituciones y los dirigentes se amurallan, excluyen, siguen censurando, mientras divulgan o promueven expresiones que no entran en contradicción con su política cultural cerrada, aunque esas obras sean, desde el punto de vista artístico, mediocres o, incluso, pésimas.
MIA: Desde los blancos manicomios es un libro de ficción con mucho de autobiográfico. Se lee/siente como una catarsis, como un exorcismo. ¿Fue así también el proceso de escritura?
MM: Sí. Fue un proceso doloroso, sobre todo en las partes relacionadas con la locura de la protagonista, su lenta recuperación de la lucidez, su difícil regreso al mundo cotidiano. Recordar, aunque fuera a través de la ficción, aquellos momentos fue una experiencia muy intensa y por momentos devastadora. Ella escribía poscrítica se publicó en 1995. Poco después, tuve mi primer episodio disociativo, cuando, entre otros delirios, fui al jardín de mi edificio a sembrar sprays de salbutamol vacíos para que crecieran árboles medicinales con esos frutos. Fue el primero de una lista de ingresos en hospitales siquiátricos. Pero, como dices, la novela fue también una especie de exorcismo, un acto de curación, un intento de expulsar ciertos demonios. De alguna manera la escritura salva. El libro fue concebido primero como un ensayo sobre la imagen de las islas en la poesía caribeña, pero poco a poco fueron apareciendo las partes de ficción. Al final fue una novela y no un ensayo lo que tuve entre las manos. No todo el proceso de escritura implicó un recorrido por zonas procelosas y turbulentas desde un punto de vista emocional. También me divertí muchísimo, sobre todo al narrar algunas peripecias de otros personajes como la Marquesa Roja o María Estela.
MIA: En la Fiesta Innombrable del 19 de diciembre leíste un fragmento del texto de Lezama “Señales. Emigración artística”, donde el poeta expresa: “Sentimos todos los días que artistas nuestros, que se ven obligados a bracear con las dificultades que entre nosotros apareja la búsqueda de expresión, van a tierras extranjeras para ver en qué forma podrán resolver las exigencias del simple vivir, con el consecuente desarraigo y las esenciales dificultades con que tropieza el que se inserta en ajeno paisaje (…) Por no poder cumplir entre nosotros los más elementales modos del vivir cotidiano, de lo necesario perentorio, se ve(n) condenados a un destierro infructuoso (…), a pasearse por paisajes que para él serán de alambre y de nieve forrada de algodón”. También hablaste de la represión y censura experimentadas por muchos en la Cuba actual. Se sintió como un gesto de solidaridad, como un llamado de atención sobre la situación que atraviesan los artistas e intelectuales en Cuba, y en general, el pueblo cubano. ¿Crees que estamos en un momento final de agotamiento de paradigmas?
MM: Como dije ese día, a las consideraciones de Lezama sobre la emigración artística en 1947 habría que añadir otras que mencioné allí: el silenciamiento, la exclusión, la censura, el acoso, es decir, los límites puestos a la libertad de expresión, que es uno de los más preciados dones, no solo de un creador, sino de cualquier ser humano. No se trata solo de “no poder cumplir los más elementales modos del vivir cotidiano”, lo cual, en estos momentos, es una durísima realidad para la mayoría de los cubanos que vivimos en la isla, sino de esa asfixia creadora que impele a la fuga. Los escritores se van, se siguen yendo, ahora casi en estampida. Para poner solo un ejemplo que me es cercano: en 2017 el artista visual Yornel Martínez Elías llevó a cabo el proyecto “Lógicas para intervenir un archivo”, que culminó con un libro en el cual participamos seis narradores: Ernesto Santana, Daniel Díaz Mantilla, Ahmel Echeverría, Raúl Flores Iriarte, Jamila Medina y yo. En estos momentos, solo estamos en Cuba dos: Raulito (eso creo, hace rato que no sé de él) y yo.
Lezama, en su texto, se refiere también a la indiferencia y la poca atención a la labor artística en su época. Eso cambió de manera radical después de 1959 a través de un proyecto que dedicó enormes recursos a elevar el nivel cultural de la población, empezando por la Campaña de Alfabetización, la fundación de escuelas en las zonas más intrincadas del país, la importancia concedida a la educación, el sistema de becas, la creación de instituciones culturales, bibliotecas, Casas de Cultura, publicaciones de libros, escuelas de arte, concursos, en fin, todo un proyecto de democratización de la cultura que abría múltiples posibilidades al desarrollo del talento aunque proviniera de los sitios más humildes y distantes. Algo muy diferente en el panorama cultural de la isla si se le compara con la época en que Lezama escribe su texto, cuando predominaba un enorme desinterés de los sucesivos gobiernos hacia el arte y la literatura, sobre todo, hacia la posibilidad de acceso a estos por parte de los más humildes.
Pero tú me preguntas específicamente sobre un agotamiento de paradigmas. Bueno, yo, al menos, no sé para dónde mirar. El discurso oficial, repetido hasta la saciedad, se ha agotado. No solo se ha vaciado de sentido, sino ha perdido, al menos para mí, toda credibilidad y vínculo con la realidad. Parece una burla muy cruel leer un cintillo de Granma afirmando que “Nadie va a quedar desamparado, ni abandonado a su suerte” cuando día a día, a la vista de todos, crecen la miseria, el desamparo, el abandono y, sobre todo, las desigualdades sociales.
MIA: Tu texto “Otra vez sangrando por la herida…”, sobre la novela de Mirta Yáñez Sangra por la herida es un ejercicio poscrítico que continúa el estilo de mezclar el análisis literario con valoraciones subjetivas, iniciado en Ella escribía poscrítica. Allí te refieres a “heridas más profundas y graves” que se superponen a “lesiones aún sangrantes” del pasado. Sin embargo, a diferencia de Ella escribía… (y salvando las distancias entre libro y artículo) donde el sujeto crítico-narrativo revolotea con optimismo y liviandad sobre los contenidos que aborda, en “Otra vez…” la voz crítica se siente cargada de angustia. Si en efecto, es así, ¿a qué se debe esto? ¿Qué ha cambiado? ¿El sujeto de la poscrítica? ¿Su contexto? ¿Ambos?
MM: Ambos. El sujeto de la poscrítica, por mucho que ha intentado ver el mundo circundante a través de los lentes de John Lennon –como en un pasaje de mi novela–, ha ido chocando una y otra vez con las mismas piedras, ahora convertidas en inamovibles peñascos. Hay imágenes de la pobreza que guardo desde la infancia y el tiempo no ha podido borrar. Fueron muchas, pero las más fuertes para mí tenían que ver con la de los de mi edad. No podía comprender, bajaba los ojos avergonzada por algo que no era mi culpa, pero que igual me hacía sentir muy desdichada. Los niños descalzos, en harapos y hambrientos pidiendo limosna en los portales de la Parroquia de la calle Línea, otros junto al ferry en la bahía de La Habana, zambulléndose para atrapar los nickels y los dimes lanzados desde lo alto por los turistas. El chofer acelerando el carro cuando dos niños negros cruzaban la calle para intentar expulsar de la ciudad esa morralla. Los niños de la arrocera camagüeyana de mi infancia tardía desnutridos, con enormes barrigas parasitadas, sin saber leer. Yo del otro lado, a salvo de ese horror. Saliendo de misa, yendo de vacaciones a Miami Beach, montada en el Studebaker, bien alimentada, leyendo en dos lenguas. De alguna manera esas imágenes, con otra forma, están regresando. Y no es la miseria compartida: el sufrimiento de la mayoría alimenta el bienestar, los placeres y la vanidad de otros. Hace poco vi en Youtube la performance “Mártires”, de Lázaro Saavedra, realizada en Ecuador en 2018. Es una metáfora muy fuerte de lo que ha ido sucediendo. Siento que nos han dejado colgados de la brocha mientras pintábamos el techo. Se han llevado la escalera y nos hemos quedado en el aire, en picada acelerada hacia el suelo, por no decir hacia el abismo, aún con la brocha en la mano. A eso yo le llamo traición.
MIA: ¿Hubieras podido concebir tu obra fuera de Cuba?
MM: Creo que no. Mi obra está demasiado vinculada a las vivencias que, para bien o para mal, he tenido en esta isla. Cuando viajo la nostalgia no me abandona, siento que parte de mi espíritu está ausente. Se ha quedado atrás esperando por mí. Antes, cuando se bajaba de los aviones por una escalerilla al aire libre, respiraba muy hondo en cuanto salía por la puerta. Recuperar ese olor inconfundible de la campiña cubana, que es tan fuerte en Rancho Boyeros, era como volver a ser yo. Para mí el mejor momento de un viaje siempre ha sido el regreso.
Hace unos días, cuando entró un frente frío, mi nieta se asombraba del imponente espectáculo de las olas rompiendo en el muro del Malecón, alcanzando una altura descomunal, esparciendo el salitre por toda la costa. Para ella era una visión nueva, mágica y sobrecogedora. Yo recordé mi adolescencia con el grupo de 5ta y B, el reto de tocar el muro entre una ola y otra, calculando el ritmo del mar, intentando ser más veloz que el oleaje. Algunas veces el cálculo falló y fui arrastrada por las olas sobre el asfalto: más que un castigo, aquel chaparrón frío y violento era un regalo, una fiesta de espuma y adrenalina. Poder contemplar junto a mi nieta uno de mis paisajes más entrañables es un don muy especial que me ha dado la vida, más valorado por mí cuando hay tantas familias rotas, desgarradas por una fuga que crece y crece, indetenible, y también por la separación forzosa del hogar –cárcel, prisión– por razones de tipo político.
MIA: En una reciente entrevista dijiste que antes tenías muchos proyectos y poco tiempo, y que ahora tienes más tiempo y menos proyectos. Háblanos de los que tienes.
MM: El tiempo, como la distancia, es un concepto muy relativo. Ahora tengo más tiempo, pero este de ahora es un tiempo difuso, escurridizo, amelcohado, que se va confundiendo con una rutina cotidiana difícil, silenciosa, opaca. Un tiempo en el que falta la esperanza, la mirada hacia el futuro, como si un manto oscuro, una densa capa de humo cubriera la ciudad. Tengo dormido un proyecto comenzado hace tiempo, que avanzó bastante en Civitella Ranieri, el castillo encantado de Umbría, donde tuve el gran regalo de una visita a Bomarzo, sobre la cual escribí. Pero falta ahora el estado de gracia, por así decir, que tiene que ver más con lo espiritual que con cualquier carencia en el plano material.
Ahora no me puedo dejar arrastrar por el impulso creativo. Si no lo controlo y le pongo coto puedo perder el equilibrio y comenzar a transitar, imperceptiblemente, hacia el delirio. De modo que tengo que estar atenta a los excesos, al posible desenfreno que podría llevarme por senderos peligrosos. En más de una ocasión he debido soltar el bolígrafo o cerrar la laptop, suspender de cuajo la escritura. Se han perdido entonces las palabras que no llegué a escribir, pero he conservado la sanidad mental. De modo que esa necesidad de cuidarme me impone un ritmo de escritura que no es el de la poscrítica, ni el de la novela. Tengo que estar atenta a los ruidos interiores, a los murmullos del desatino que pueden habitar mi cabeza, y entonces saber parar.
[Entrevista realizada el 3 de febrero, 2024]
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