Amalina Bomnin: Eduardo Ponjuán / El libro del arte cubano

Artes visuales | 20 de febrero de 2024
©Eduardo Ponjuán en una de sus exposiciones / VIL


Si tuviese que calificar la obra de Eduardo Ponjuán González (Pinar del Río, Cuba, 1956) en una palabra, diría: imprescindible. Contiene esa chispa necesaria que nos hace volver sobre ella, además de un humor velado a la hora de enjuiciar.

Su tesis se fundamenta en la deconstrucción del discurso oficial del arte; es ajena al simulacro. Resalta por no ostentar fronteras conceptuales, dirigida a cualquier ámbito existencial y solucionada en soportes diversos, de acuerdo con las vivencias donde anide la reflexión. Con esa propuesta se ha hecho notar por su interpretación de la cultura y el pensamiento occidentales, al tomar como diana la propia condición artística.

En 1988 reaparece en escena, después de mantenerse sumido en sus lecturas e indagaciones formales, para hacer el debut como dúo junto a René Francisco Rodríguez.

©René Fco y Ponjuan, ‘Tautología’

Lectura 2 fue el título de la exposición que marcó una nueva etapa en la producción de ambos artistas, además de mostrarlos como parte significativa de una “generación maldita”, al asumir el arte cual plataforma crítica, donde se comentaban conflictos políticos, sociales, religiosos y culturales no abordados en otros ámbitos oficiales.

El artista mismo se apodó Ponjuán de La Coloma, como en actitud de reconocimiento a ultranza de sus orígenes humildes, vinculados al pueblo pesquero La Coloma, en su natal Pinar del Río.

El influjo de la academia quedaba atrás y se advertía un apego a imágenes colmadas de referencias de todo tipo: algo así como un pastiche postmoderno de sello parodiador. Realismo, surrealismo, simbolismo, pintura mala, metafísica, zen, nueva pintura, todo mezclado, con un pie puesto en la historia de la nación, su identidad, y otro en la necesidad de hacer una obra que pudiera revisitar los obstáculos en la materialización de esa sociedad paradigmática.

©René Fco y Ponjuan,1994 / Ludwig Rauch

Con la exhibición de Artista melodramático(1989), el dúo demuestra la madurez de su propuesta de sello conceptual, que desconcierta por los niveles de ironía y las francas alusiones a los conflictos del entorno.

No hay temas preferidos, ni medios específicos, y se alterna el uso de los soportes entre pintura, objeto, instalación, ensamblaje, en una especie de bricolage desestabilizador que incluye el kitsch, el bad painting, la vanguardia histórica, la nueva pintura, el arte naíf, y todo lo que aparezca, sin establecer jerarquías.

Esta exposición tuvo lugar en un momento clave de la historia del país, que sin lugar a dudas dejaba un vacío inmenso también en la cultura. Muchos cubanos se lanzaban a la tragedia del exilio, y esto marcó el discurso plástico de entonces, además del trauma causado individualmente.

Desde que en 1996 Ponjuán reanuda su carrera en solitario, da rienda suelta a su manía de incorporar cualquier elemento de la vida cotidiana, por irrelevante que parezca, en su afán de ofrecer lecturas ambiguas o ambivalentes. Su obra evoluciona hacia el trabajo objetual y el ensamblaje, a la vez que desarrolla su afición por el dibujo con ideas, tópicos y materiales ya empleados en aquellos dibujos de mediados de los ochenta.

©Eduardo Ponjuán, ‘Los pinareños no van al cielo’.

Es usual encontrar recortes de revistas, periódicos, o libros que, después de ser dispuestos sobre el papel, el artista retoca con especial fruición. A pesar de servirse del collage, este nunca alitera el texto, sino más bien lo contrario.

Pareciera que se deleita en un ejercicio autocomplaciente, cuando en realidad ofrece golpes de efecto, para introducirnos tanto en problemáticas íntimas como de repercusión social.

La civilización ha depositado en el libro gran parte de su confianza, por ser este portador de conocimientos, paliativo ante la ignorancia, y quizás lo opuesto a tanta ansia tecnológica. Sin embargo, el cubano nos previene de la probable falacia que puede esconder la erudición.

©Eduardo Ponjuán, ‘La Roma imperial’, 1998.

Los ejemplares que usa generalmente tienen encuadernación de pasta, lo cual casi siempre se asocia a la antigüedad. Son gruesos, de cubierta entelada, con títulos y nombres de autores impresos en letras doradas y en relieve.

Literalmente los vacía de su contenido original desmembrándolos, y arremete contra ellos para convertirlos en artefactos mecánicos, decorados, o en ocasiones llegan a semejar maquinarias de castigo; cambiando así su mensaje original por otro tipo de discurso. Cada uno de ellos recuerda la apariencia de la cabeza humana. Algunos eran como autorretratos; otros, retratos de seres queridos, amigos, conocidos, y cada uno parecía comentar sobre su interrelación con cada sujeto dentro de su vida personal.

Los elementos que conforman el rostro eran sustituidos por componentes disímiles: aspas de ventiladores, partes de máquinas de escribir, cubiertos de comer, sogas, materiales de todo tipo, en una armazón semejante a una máscara.

La propuesta apunta al peregrinar del pensamiento hacia dimensiones oscuras, baladíes, que desembocan en el deterioro humano. Al violentar estos epítomes culturales para dar paso a símbolos banales y efímeros, o provenientes de la industria del entertainment, se refiere al espacio que ha cedido la lectura ante otros tipos de placer más individualistas y menos venerables.

©Eduardo Ponjuán, De la serie ‘No es la mente, no es el buda, no es nada’, 2002.

En Vacío expuso una serie denominada No es la mente no es el buda no es nada, que representa un paso de avance en la evolución de su carrera, el ascenso a un estadio donde todo pasa por el tamiz de la sencillez. Recordemos el principio del Tao y su propensión a descreer de todo, a negarlo todo, en la búsqueda de lo perfecto y lo elevado. Para el Oriente, alcanzar el vacío es la plenitud. Cuando se experimenta dicho estado el hombre entra en armonía con la energía universal.

Y eso es quizás lo que nos quiere comentar con sus dibujos, donde otorga preeminencia a la caligrafía —de manera similar a como lo hiciera Vito Aconcci al hablar sobre el vacío de sentido en el arte, y que ahora con el cubano cobra un significado diferente—, al representar algunos objetos propios de ciertas tradiciones japonesas como la ceremonia del té, o del arte del envoltorio, cabezas de marionetas geishas, presentados a veces en solitario, otras veces combinados, dispuestos en orden geométrico, o en forma de círculo, signo este último que encierra la perfección.

Al artista parece molestarle que lo reduzcan con etiquetas, y así lo manifiesta en la pieza Yo soy hombre, no minimalista, perteneciente a la muestra que hizo en 2004 en Bellas Artes Lo tengo en la punta de la lengua; título que anticipa el cariz lúdico y filosófico de la propuesta al emplazar el conocimiento como vía de acceso a la realidad.

©Eduardo Ponjuán, ‘Yo soy hombre, no minimalista’

Sobre cinco tanques de metal de cincuenta y cinco galones (de color negro, rojo, blanco, gris y ocre amarillo) que simulan columnas griegas, se erige en cada uno un imponente gallo de pelea disecado en postura de vigilia y combate.

Si algo incomoda a un geminiano es que confundan su identidad, porque ésta salta a la vista. Y Ponjuán ha hecho todo lo posible para que no haya confusiones a la hora de valorar su quehacer. Deja claro que por encima de cualquier elaboración conceptual, lenguaje o gesto creativo, existe un ser poblado de contradicciones, anhelos y sentimientos, como cualquier otro mortal. Eso sí, alerta y en posición defensiva.

En la pieza que da título a la muestra rinde homenaje a todos aquellos artistas cubanos (algunos vivos aún, otros pertenecientes al exilio, o ya fallecidos) relacionados con su experiencia personal o artística: amigos, alumnos, maestros. Fue construida con chapapote y colocó los nombres horadados por el hierro candente en el perturbador material. Alegoría poética de matiz sombrío acerca de esta impronta en el resultado de su quehacer. Con ella hizo alarde de virtuosismo lírico y oficio formal al conseguir involucrar la mirada en un juego de sombras e imágenes que se transformaban con la incidencia de la luz. No olvidar que el autor ha sido protagonista de la etapa a un mismo tiempo más enriquecedora y trágica del arte cubano. En otras tres obras (Conmigo no hay casualidad, Un roce anula al tiempo, Una pulgada y algo más) se sirvió igualmente del papel de techo energizándolo en sus citas al expresionismo abstracto.

©Eduardo Ponjuán, ‘Hundido en la línea del horizonte’, 2007 (detalle). Col. PAMM

A esta muestra le siguieron A toda vela (2006), el proyecto Monumento (2007), en homenaje al Apóstol —singular metáfora donde pone el dedo en la llaga sobre la pedestre realidad social cubana, por su doblez moral y monetaria—, Salitre Sur (2007). La penúltima, resulta continuación del proyecto anterior, por sus significativas interpretaciones de la Cuba de hoy. En ella tomó al dinero como símbolo de una situación paupérrima que trasvasa lo económico y llega hasta lo íntimo; pero en el autor nunca resulta de una construcción unilateral. Su interpretación se nos ofrece dentro de una oscilación ambigua.

Jugando con el factor sorpresa, exhibió durante la Décima Bienal de La Habana una caja fuerte en una de las paredes de la Galería 23 y 12, intervención que llevó el título de Make a wish. El término en inglés introduce con el verbo make un imperativo; desencadena un deseo y su materialización, prescripción que no se establece del mismo modo cuando se traduce la frase al castellano: Pide un deseo.

©Eduardo Ponjuán, ‘Make a wish. Pide un deseo’, 2009. Instalación con caja fuerte.

La invitación, que sirvió también de catálogo a la muestra, incluía en un primer plano y a todo color la imagen del personaje de los cuentos infantiles Puck, el elfo de la suerte y de los juegos azar, versión inglesa del criollo Elegguá. Especie de ángel y diablillo que se divierte trocando las cosas.

La posibilidad remota de que el espectador acceda a la combinación de ocho dígitos para abrir esta caja introduce a la suerte como posible factor liberador. Ponjuán, que tan poca importancia había concedido hasta el momento a la casualidad, ahora nos somete a ella. El objeto convertido en fatum colectivo, llave del infortunio o la ventura. Originalmente, las cajas fuertes son usadas para guardar las posesiones más importantes, y tal sentido primario pudiera estar implícito en las intenciones de la pieza; aunque el gesto del artista lo rebasa. Inmersos en una crisis económica mundial que deja a muchos sin perspectiva, en ocasiones el peor de los daños no es precisamente el relativo a las finanzas.

Desde esta producción podemos trazar un diagrama de lo que ha sido el arte cubano más lúcido durante las últimas décadas, con sus respectivas maniobras de supervivencia. A pesar de ello, no ha contado con el reconocimiento merecido dentro de los habituales mecanismos de promoción nacionales (sería un contrasentido), quizá porque ha sacrificado bonanza por sinceridad.

El artista es consciente de que el arte genuino encierra a la vez divertimento y angustia; además, como dijera el Maestro: “todo el que lleva luz, se queda solo”.

Publicación fuente ArtNexus, 80 / Sr. Corchea