Anamely Ramos: El viaje del nkisi

Autores | DD.HH. | 22 de mayo de 2024
©S/T / Amed Aroche

Tengo la impresión de que los viajes de regreso están en desventaja respecto a los viajes de expansión. No son tan narrados, ni producen en el espectador el mismo grado de empatía. Por lo general, el viaje de regreso es un viaje solitario. Supongo que tenga que ver con la fascinación que siempre produce adentrarse en lo desconocido, la adrenalina de intentar apropiarse de lo nuevo e integrarlo a lo que ya había, como un demiurgo a pequeña escala.

En ocasiones, la división no se produce de manera exacta, hemos asistido a viajes de regreso que lejos de constituir el traslado de un punto a otro, se han dilatado de manera increíble y han terminado como viajes de expansión y crecimiento. Es el caso del regreso de Odiseo a Ítaca, por ejemplo, y también de Cuaderno de un retorno al país nataldel martiniqueño Aimé Césaire. No podríamos apresurar aquí un análisis de textos que en sí mismos son un universo, tal vez solo decir que sería de gran utilidad un texto que explore la relación entre regreso y tiempo dilatado, para imaginar una frontera distinta de una línea; al fin una frontera como voces que se responden y conforman un espacio del presente. Un espacio donde ni el pasado ni el futuro ejerzan violencia desmedida sobre la geografía indomable, aunque aparentemente menor, de una isla o de un cuerpo negro. Como dice Cesaire: «Presencias no concertaré con el mundo mi paz sobre vuestra espalda».

Siempre hablamos de los viajes como procesos de trasiego, de ir y venir, de desplazamientos que se encadenan. Pensamos los viajes con mentes de exploradores, de conquistadores incluso, y lo que pasa con el conquistador es que, aunque nunca regrese, convierte todo lo que toca en materia de un mundo viejo, anterior. Y esa es la mayor violencia que puede ejercerse, porque niega las posibilidades de futuro, tanto en la realidad como en sí mismo.

Lamentablemente, creo que muchos de los viajes de conquista solo significaron expansión de manera formal, se ganaron más tierras, se amplió el mapa del vencedor, pero cabría preguntarse si se produjo finalmente esa prometida reinvención del mundo conocido o solo un reforzamiento de una cosmovisión ya existente, ya imaginada. Como sea, asistimos a la producción del mundo moderno, donde el espíritu del conquistador triunfó sobre el espíritu del explorador.

La historia de la literatura, y luego el cine con sus espectaculares road movies, es prolija en contar estos viajes de expansión, y hasta ha profundizado en el viaje interno que se produce en el ánimo de quien lo acomete, individuos por lo general en crisis, que alinean su proceso personal de movimiento con el viaje mismo y que, al final, se purifican, se transforman. Recuerdo por ejemplo al protagonista de La montaña mágica, Hans Castor, cuerpo y alma atormentada que, a solo unas horas de iniciado el viaje hacia el Sanatorio Internacional …, y desconociendo la trascendencia que dicho viaje tendría para su vida y para su tiempo, ya podía experimentar cambios concretos en su espíritu, y que resultan reveladores si queremos entender el tipo de influencia que el espacio y el movimiento pueden ejercer sobre los acontecimientos y sobre la agencia humana. 

«El espacio que, girando y huyendo, se interpone entre él y su punto de procedencia, desarrolla fuerzas que se cree reservadas al tiempo. Hora tras hora, el espacio determina transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo, pero de manera alguna las supera. Igual que éste, crea el olvido; pero lo hace desprendiendo a la persona humana de sus contingencias para transportarla a un estado de libertad inicial; incluso del pedante y el burgués hace, de un solo golpe, una especie de vagabundo. El tiempo, según se dice, es el Leteo. Pero el aire de las lejanías es un brebaje semejante, y si su efecto es menos radical, es en cambio mucho más rápido.»

Sin embargo, los siglos XVIII y XIX fueron testigos de otro tipo de viaje, el de los africanos centro-occidentales secuestrados y trasladados por la fuerza no solo hacia una tierra lejana y nunca vista, sino hacia un esquema de explotación a gran escala donde ellos ocuparían el ultimo escaño, la mano de obra esclava. Cómo olvidar que el imaginario moderno, que se funda justo en los mares del Caribe inundados de monstruos fantásticos, en sus islas breves y maravillosas que anunciaban tímidamente la abundancia de un mundo no explorado, vastas tierras donde convivían perros mudos con cantidades nunca vistas de oro, no encontró una forma más inteligente y humilde de lidiar con los habitantes originarios encontrados a su paso, que dudar de su condición humana e ir despojándolos de sus riquezas, en lo que desarrollaban un absurdo debate en torno a esa duda que aparenta más pretexto que auténtica indagación.

La demorada respuesta del sí, introdujo a los africanos en la ecuación del Nuevo Mundo, los chivos expiatorios que el Viejo Mundo extraía de sus márgenes, la misteriosa África, el enorme continente que los europeos habían circunvalado y sondeado con factorías y pequeños asentamientos, pero que, salvo excepciones, nunca habían explorado, ni saqueado, a fondo. África permanecía inaccesible, hasta que los barcos negreros comenzaron a zarpar con largas filas de personas, unas encima de otras, hacia América.

Lo primero que habría que preguntarse es si a ese horror puede llamarse siquiera viaje. Habría que preguntarles a los africanos que un día fueron cazados, esclavizados, y transportados contra su voluntad hacia el «Nuevo Mundo», cómo se vive un viaje de no retorno. Por alguna razón todos los sucedáneos del lenguaje que se me ocurren tienen relación con procesos médicos o paranormales, al estilo de trasplante, cambio de vida, o de sangre, reencarnación incluso. Pero no viaje.

Durante muchos años, siglos incluso, los africanos no abandonaron la idea de regresar a su casa, a sus familias, a sus culturas. Pasó el tiempo y ese deseo se transformó en un sueño, y el sueño en utopía y la utopía en tabú. Todo lo cercano, lo propio, se volvió extraño e inalcanzable, la fuente de todas las legitimaciones, pero también de todas las fantasías y de todas las generalizaciones. Cada ciudad, reino o tribu perdió su especificidad y todo volvió a ser África, un gran bloque, como mismo Europa o América fueron producidas como algo monolítico en el nuevo orden mundial.

Los procesos de aprender y desaprender siempre se dan al unísono, a veces incluso dependen uno de otro porque es un proceso de producción más que de recepción o de sustitución fortuita. El proceso de «descubrimiento del Nuevo Mundo» terminó ocultando más de lo que develó. Solo que, al mismo tiempo, cada individuo, cada cuerpo que llegó a cada rincón de América, se convirtió en un recipiente y receptáculo cultural que sobrevivió, se adaptó, se mezcló, olvido, recordó, cambio, aprendió y enseñó. Cada fragmento dejó de ser fragmento, y las nuevas relaciones establecidas generaron nuevos límites y nuevas alianzas, hasta que un día ya no existía la tierra de la que vengo y la tierra en la que estoy. Todo era la misma tierra donde se entierran a los muertos.

¿La violencia garantiza la opresión para siempre? No. La violencia, como el odio, el miedo, y otras emociones similares que se erigen en políticas hacia los otros, no debe fetichizarse, no debe equipararse a una identidad. Ni siquiera están en ningún cuerpo u objeto o en lo social, entendido de manera abstracta como algo; circulan en las relaciones y van creando las propias realidades y actores que luego parecen contenerlas. Ese es el verdadero viaje, el que realizan las emociones, los imaginarios, los prejuicios, las prácticas humanas, creando el mundo que habitamos y las reglas que obedecemos. El verdadero viaje de los africanos comenzó cuando ya no había regreso.

El rescate como proceso

La dinámica del rescate es unas de las más frecuentes en el terreno de las comunidades emocionales. Resulta convencional hablar de rescate y pensar en escenarios de guerra, espectaculares maniobras militares al estilo de Salvando al soldado Ryan, o versiones más locales como el rescate de Sanguily. También hay una especie de abismo entre esa noción temeraria de rescate y la forma normalmente bucólica en que son presentados los viajes de regreso, remedos todos de ese viaje a la semilla originario, que casi nunca involucra a nadie más que a quien lo vive. Me interesa hablar de otros tipos de rescate y de otros tipos de regreso. De lo que precede y acompaña al rescate como acción, su lógica solidaria pero también su lógica de regeneración cultural e identitaria, que implica a largo plazo un viaje a la inversa, un viaje de regreso. También me interesa echar luz sobre el rol no necesariamente pasivo del rescatado, poner, sobre la mesa de reflexión, los rescates desde dentro, rescates que crean escenarios de regeneración de afinidades colectivas y de prácticas sociales, y hasta emocionales, dañadas o invisibilizadas.

En la mayoría de los casos, los protagonistas de un rescate ni siquiera están conscientes de que se trata de algo más que un acto de valentía o de solidaridad puntual, dictado por la urgencia del acontecimiento; cuando hace falta rescatar a alguien, o a algo, es porque está en peligro. Pocas veces el peligro se percibe como un generador de posibilidades, su aparición está saturada de contingencia y de malos augurios, y el deseo de futuro que provoca es de eliminación de todo aquello que lo propició. En el peligro nadie quiere permanecer. La cercanía de peligro y rescate (yo diría casi la consecutividad, o la dependencia), hacen de esta dupla un dispositivo que, por su repetición y significación, se instala en el centro de numerosas dinámicas culturales en las que nos vemos involucrados a diario, sin reflexionar demasiado sobre ello. A esa dupla habría que añadir el miedo, que actúa como una especie de síntoma, pero también de catalizador y hasta de productor de un imaginario propio. Su presentación aparenta ser lo más real del mundo, pero muchas veces crea un orden ficticio. El miedo inventa sus propias razones y su propia mascarada, lo que merecería un análisis pormenorizado que haremos en otra ocasión.

La primera vez que me sentí rescatada fue en la Rumba de Central Park en New York, hace poco más de un año. Para eso fue necesario estar fuera de Cuba. Vivo en Estados Unidos en condición de desterrada, por la prohibición expresa del Estado cubano de entrada a mi país, manifiesta el 16 y 27 de febrero de 2021.

La rumba de Central Park también está emplazada en un lugar concreto, aunque raro para el que no conoce su historia. Existen versiones encontradas de cómo y cuándo fue iniciada, pero todos coinciden en que el desembarco en Estados Unidos de los marielitos (así se les llama a los cubanos que entraron por mar desde el puerto del Mariel en 1980, 125 mil personas aproximadamente) la renovaron y mantuvieron hasta hoy. Llegar ahí, en un recodo del camino frente a una de las lagunas del parque, muy cerca del Puente de los Suspiros, es como llegar a una parte de Cuba. Y a la vez es como asistir a una Cuba ya perdida. No se trata solo de la cantidad y diversidad de cubanos que se reúnen en el lugar —y también extranjeros, sobre todo boricuas y de varios puntos importantes del Caribe—, sino de la atmósfera de remembranza que allí se respira.

Todos los que van, muchos asiduos, permanecen anclados a una Cuba que, por el momento, y tal vez para siempre, solo exista en las mentes de cada uno de ellos y en esa especie de idea colectiva que allí se regenera. Las emociones, mucho dolor entre ellas, han reconstruido el lugar físico del que se partió, y al que muchos nunca más han vuelto. Y han llamado a ese lugar Cuba, y lo han llenado de todos los pequeños espacios en sus recuerdos: cuartos, pasillos, parques, ríos, cárceles, la casa de la familia del campo, el mar que tuvieron que atravesar para huir. Han construido un puente a sus propias emociones, a las emociones que les produce el recuerdo de su hogar. Y, al mismo tiempo, han ido desechando todo trazo de diferencias o divisiones al interior de esa nostalgia. Del lado de allá solo se ve a Cuba, y a la fuerza inexplicable e innombrable que los sacó de ella y los mantiene lejos. 

A veces, cuando estoy allí, he llegado a sentir que se trata de un ritual, el ritual de la rumba, que como todo ritual se articula sobre la pretensión de traer al presente alguna realidad sagrada, de desarrollar el performance de la sacralización de un espacio y un tiempo ya pasado. La pregunta persiste: ¿Cómo se vive un viaje sin retorno? ¿Y cómo se vuelve? El ritual de la rumba es la respuesta a ambas.

Si recurro y me extiendo en el acontecimiento de la rumba es, primero, porque quiero resaltar la coincidencia de que sean también sujetos migrantes, descendientes muchos de ellos de aquellos que llegaron por la fuerza al «Nuevo Mundo» hace varios siglos y trajeron un legado cultural solo, literalmente, en sus cuerpos. Y segundo: la rumba es un rescate creativo, no existía antes, ni en África ni en España, ni en ningún lugar, pero sí existían muchos de los elementos que la conforman, elementos que estaban presentes en otros contextos, sentidos, órdenes. El rescate de la rumba como fenómeno musical, o cultural, en un sentido más amplio, se ha producido luego del rescate de la capacidad de creación y de sociabilidad del propio agente social de la rumba, su capacidad de traer a su memoria lo que vio o lo que le contaron, y articularlo, junto a lo que vieron o les contaron a otros, en un nuevo escenario de sentido en su presente.

En la rumba de Central Park, asistí no a un rescate, y desde luego para nada al rescate de las tradiciones africanas o españolas que se mezclaron etc. etc. Asistí a muchos rescates acumulados, cuyo uno de sus últimos sujetos encarnados es este nuevo sujeto migrante, huido, que se crea sus propios escenarios de sentido a los que llama temporales, y que sueña con el regreso a un lugar que ya no existe. En realidad, estos rescates se tratan de comunidades emocionales que se ha salvado a sí mismas queriendo salvar otra cosa, queriendo salvar la Patria o la nación.  

El viaje del nkisi

«Yo quiero pensar en la historia de este nkisi. Hacer algo quizá… como una suerte de diario de lo que hemos vivido juntos. Pienso en la idea del viaje. El viaje azaroso que provocó nuestro encuentro; y el viaje que hacemos desde que estamos juntos. Ojalá sea su lugar de origen un día su destino final. Llevarlo a su tierra. ¿Querrá? ¿Lo estarán esperando? ¿A dónde quiere ir realmente? Yo seguiré su voluntad. Por ahora, creo que escribir sobre estos viajes es un buen comienzo. Comienza a escribir sobre esto, Ana.»

«Me emociona mucho que me pidas eso, pero ¿no debes preguntar antes? No sé si es un exceso de prudencia, pero no quiero hacer nada si él no autoriza. A fin de cuentas, él existe y puede decidir.»

«La prudencia es importante aquí y casi siempre. No es un exceso para nada. Ya pregunté, Ana.»

El diálogo anterior y lo que sigue a continuación es una transcripción bastante exacta de una historia que me confiara mi amigo Amed Aroche. Una historia del encuentro de Amed y un objeto africano, bantú, sin más especificidades de cultura o lugar donde fue realizado. Amed lo encontró en Montreal y, después de un año viviendo juntos, lo llevó a Cuba, a la casa donde nació, a la casa de su familia ritual, y lo dejó allí por dos años aproximadamente. Hoy el nkisi está nuevamente en Canadá, con Amed.

«Era una tienda entre tantas de esas de anticuarios y objetos raros, en Montreal. Una más que decide cerrar y poner todos sus artículos en liquidación. Yo paseaba y se me ocurrió entrar. Siempre hay un misterio atractivo en estos sitios de cosas viejas. Al entrar vi que la mayoría de las cosas pertenecían a diferentes cultura africanas y asiáticas. El dueño, al verme mirar con calma las cosas, me sugirió que lo mejor estaba en la parte de atrás, donde había objetos rituales de verdad, según él. El lugar era grande y un poco oscuro. Olía a humedad y también a espacio que estuvo cerrado mucho tiempo y de repente entra el aire y todo empieza a respirar de nuevo, maderas, telas, herrumbres, papeles.

»Él estaba lleno de polvo, en una esquina. Jorobado, pues su base estaba dañada, como comida por algún insecto. Tuve una conexión instantánea. Sentí la corriente que se siente delante de una prenda vieja. El fluido, como me decía mi querido Tata Pipo…Tuve la certeza de que era real, real de vivo. Sus detalles eran impresionantes a pesar de la poca luz del lugar: el espejo en la barriga, los ojos vidriosos, los dientes, las orejas, los pies. No era la estética de las artesanías, más allá de la belleza o de la fealdad que pudiera interpretarse en el objeto. Aquí se trataba de otra cosa. La veracidad que emanaba de su uso ritual, una vez cotidiano, se podía percibir también por las dos cargas que llevaba, la de la cabeza que era como de barro y una especie de mochila en su espalda, con elementos vegetales. También por las manchas de sangre seca que lo recorrían y una pátina muy vieja. Sentí mucha pena por él, incluso si lo habían ‘jubilado’, como suele decirse cuando un objeto ritual se descontinua de su uso religioso. Me lo pregunté, pero no tenía forma de saberlo y tampoco de comprarlo. Estos objetos son caros. El dueño de la tienda me hizo varias rebajas, pero aún no así no podía. Estaba recién llegado y él costaba prácticamente todo mi dinero del mes. Salí preocupado, con mucho sentimiento de culpa por dejarlo ahí, tal parecía que su espíritu se me había pegado, se había ido conmigo.

»Después de varias horas atormentado con calambres en el estómago que bien conozco y los brazos entumidos, regresé y lo compré. Me gasté 96 dólares en él. Mucho para mí, varias veces mucho, pero hay cosas que tienen que suceder así, que no podemos aplicarle lógicas normales ni determinadas nociones de conveniencia. Sin entender del todo lo que estaba haciendo y por qué, a esas alturas mi único propósito era sacarlo de aquel almacén. Había gastado 96 dólares sin saber siquiera si él quería continuar conmigo, pero me arriesgué. Igual, mis decisiones no estaban saliendo de un yo racional. Venían del lugar del instinto, del susurro, del éxtasis que provoca encontrarte con algo puro. También venían del miedo. Yo estaba rozando su destino, pero más que nada, él estaba rozando el mío.

»Para trasladarlo lo envolví en un paño. No en una bolsa directamente, ni en un nylon o papel, sino algo suave y cálido, donde pudiera estar cómodo. En el camino empecé a sentir miedo, miedo de que estuviera asumiendo un riesgo que no pudiera sostener. Y quiero anotarlo porque el miedo puede ser síntoma de una situación de dominación, incluso dominación anticipada, o de injusticia, o de castigo, pero también puede ser síntoma de pérdida de control, de entrar en un terreno desconocido, miedo a la disolución de esa parte del yo que reconocemos y de la que nos cuesta tanto salir. Al miedo hay que adoptarlo, justo como se adopta el sentimiento de un espíritu que nos cruzamos y se queda, ¿será que el miedo es también eso, la expresión del paso de un espíritu nuevo cerca de nosotros?

»La historia larga del nkisi junto a mí, Ana, no te la haré. Es una historia bastante normal, con su cotidianidad y la ritualidad natural que lleva vivir con la magia como posibilidad. Además, me gusta mantener la prudencia en estas cosas. Si hay algo que rehúyo es el exceso de vanidad espiritual. Me parece contradictoria la práctica de una espiritualidad y la extrema vanidad. Pero bueno, ese es otro tema. Te voy a contar cómo descubrí que el nkisi estaba vivo.

»Cuando llegamos a la casa ese día, lo dejé en la puerta, afuera. Entré yo, y pregunté a mi muerto si estaba bien entrarlo a la casa. Trataba de marcar una jerarquía y que fuera mi muerto el que guiara el proceso espiritual de lo que ocurriría con él y con nosotros, esa especie de reconocimiento. Me dijo que sí y una vez dentro hice una labor espiritual para recibirlo, atenderlo y darle la bienvenida. En ese momento pregunté si estaba vivo, activo. Creo haberle pedido una señal. Todo esto fue en la sala de la casa, que tenía una ventana de vidrio doble. El plante estaba de espaldas a la ventana. Minutos después la ventana se desplomó e hizo un estruendo enorme. Tuve que interrumpir todo y bajar las escaleras corriendo, recoger lo que quedaba de la ventana y verificar que nada ni nadie había sido dañado. En ese momento no conecté las cosas. Cuando regresé y me senté de nuevo en el banquito donde estaba, lo miré y supe que esa era su señal. Rápida y violenta, tal vez como su propia vida».

La historia del nkisi me sobrecogió. Supe de inmediato que contarla era imprescindible, justo como pensaba Amed, pero que no podíamos lanzarla sola, sin al menos intentar encontrar la resonancia que una historia como esa tenía para nuestra vida y para la vida reciente de los cubanos.

Es impresionante cómo nos han llegado cosas de los mundos que componen el África, y como tanto de lo que somos se debe a eso que llegó en pedazos, y que nos ayudó a producir cosas nuevas, a producirnos junto a ellas como algo irrepetible. Y más curioso aún: muchos de los fragmentos eran fragmentos desmaterializados: ideas, recuerdos, proverbios, canciones, oraciones, conjuros, ritmos. Incluso cuando alguno de esos negros violentados logró llevarse algo físico, fue literalmente unido o dentro de sus cuerpos, como algún amuleto amarrado, o aquellos nquinis que un babalawo famoso se tragó y transportó en su intestino hasta que llegó a Cuba y los expulsó de su cuerpo, su único y más grande tesoro. Fue un proceso especialmente largo y complejo in-formar ese legado y adaptarlo a un lugar, naturaleza, y dinámicas distintas y, sobre todo, a un rol de resistencia y clandestinidad acorde con la nueva situación de dominados de sus dueños.

Es lógico pensar que muchas de las cosas que luego empezaron a llegar de ese mundo dejado atrás, que pasó de ser propio a ser el otro, vinieran en tono de rescate. Y no solo estoy hablando de prácticas y saberes religiosos, estoy hablando de cultura, porque una de las principales funciones de la cultura es la de regenerar los tejidos aparentemente cercenados de la sociedad. La cultura une los puntos de nuevo. Y, al mismo tiempo, ya nada vuelve a ser igual. El rescate es creativo porque funda una nueva relación, un nuevo comienzo con nuevos roles, y sobre todo con un futuro conquistado.

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