Alexander Hall Lujardo: Los desechables

Autores | DD.HH. | 23 de mayo de 2024
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A mi hermano Ulises Padrón Suárez, un «negro maricón y feo».

Desde el comienzo de mis andares como joven académico e historiador cubano, dedicado al ejercicio investigativo de las ciencias sociales y el periodismo crítico, me resulta escasa la existencia de materiales que aborden la cuestión del racismo en hombres negros desde una cosmovisión existencial. Brillan por su ausencia los testimonios que relaten el sentir de esas experiencias en toda su crudeza, frente a tan lamentables y cotidianos sucesos.

Dicha carencia, puede estar relacionada con la necesidad de sus más lúcidos exponentes intelectuales y teóricos, en desplegar la interminable batalla por combatir, —desde la razón—, los fundamentos arcaicos del «racismo científico». Pues, como diría el maestro martiniqués Frantz Fanon, en su clásica obra Piel negra, máscaras blancas: «cueste lo que cueste, hay que probar al mundo blanco la existencia de una civilización negra»[1].

Las masculinidades racializadas, dado el contexto de virilidad machista-patriarcal que estigmatiza en sus corporeidades la sociedad moderna, resultan reacias, —salvo meritorias excepciones—, a reflejar el impacto de laceración que genera la huella indeleble del racismo estructural. Este, se manifiesta en todas las facetas de la sociedad, sobre todo en las peores condiciones de vida de su población general, en comparación a sus similares de piel blanca. Ello, se traduce en vivir menos y con peores indicadores de calidad, sumado a los sustentos del prejuicio y la discriminación, que tienen lugar incluso, en los entornos más íntimos del ámbito familiar.

Por tales razones, a riesgo de incurrir en los caminos trillados del testimonio personal, aunque distanciado del usual método que utiliza su narrativa como fuente de validación, recurso victimista o instrumento de referencia universal, considero pertinente la inmersión en tales senderos; dada su utilidad como herramienta de comunicación, alejado del carácter denso e ininteligible que en ocasiones, los académicos sumergen la producción de conocimiento en torno a la temática racial. La importancia de su abordaje, reclama la necesidad de promover dichos saberes, para combatir de forma certera los anclados preceptos de marginación existentes.

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Desde niño, la ausencia de referentes de éxito o representantes dignos de color negros constituyen, dada su inexistencia o exigua minoría, patrones vedados desde las etapas más tempranas en la formación de la personalidad. En la definición de ese fenómeno, el periodista republicano Gustavo E. Urrutia estableció la categoría del «plus dolor»: acápite sustituto de la violencia pos-esclavista atravesado por la consolidación del racismo[2]. Este concepto esgrimía la negación de la identidad, la violencia política y la imposición de obstáculos sistémicos que dificultaban la plena satisfacción económica y sociocultural de las personas negras. En la solidificación de tales propósitos, la educación desempeña un rol doctrinal y autoritario con la intención de perpetuar dicho régimen civilizatorio, que no es sólo predominantemente blanco; sino además, masculino, falocéntrico, patriarcal y heteronormado, en cuya configuración las mujeres negras ocupan los peores estratos de relegación social.

La existencia de semejante escenario está marcado por la reproducción de violencias en las que se torna eficiente el «blanqueamiento» como mentalidad e ideal de realización. El desprecio hacia la negritud, así como el despliegue de la baja autoestima entre los sujetos de piel oscura, son también otras de sus variables. Por ende, dicha corporeidad, dada la tonalidad de su pigmentación, resulta percibida fuera de los cánones socialmente establecidos de belleza, prestigio, respeto y admiración humana.

La extensión de frases tan repetidas como interiorizadas y por ende asumidas por la generalidad social, dan cuenta de ello, al tornarse comunes algunas expresiones, como: «negrito de salir», «negro educado» o «negro pero decente»; cuyo uso extensivo confirma la excepcionalidad que se le otorga a la identidades «progresivas», cual patrones fuera de la regla que debe caracterizar el imaginario establecido en torno suyo, definidas como: «salvajes», «violentas/os», «delincuentes» y «marginales».

Ese complejo fenómeno estigmatizante, conlleva al despliegue de alternativas en numerosas familias para evitar el padecimiento del racismo en la sociedad. Semejante recurso puede resultar en el denominado «adelanto de la raza», o la adopción de patrones de la cultura dominante; pues al decir del propio Fanon: «no hay nada tan sensacional como un negro que se expresa correctamente, porque, en verdad, asume el mundo blanco»[3].

Las normativas sociales de blanqueamiento, reafirman el contexto que posibilita la producción de conductas racistas entre personas negras. Estas últimas, de forma equívoca, tratan de escapar ante los entrampamientos del régimen imperante, no menos dañinos frente a los códigos machista-patriarcales; ergo, también homo/transfóbicos, sobre los que se establece la validación masculina, asumido incluso entre exponentes antirracistas del movimiento.

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Cuando cursaba la carrera de Historia por la Universidad de La Habana opté, por primera vez en mi vida, en dejarme el cabello largo. Esa decisión estuvo motivada luego de entrar en contacto con lecturas y personalidades antirracistas que potenciaban el valor del pelo natural entre los africanos y sus descendientes, tan despreciado desde las normativas estéticas occidentales. Desde pequeño, la enseñanza de mis padres de que al transcurso de un tiempo no muy prolongado me encontraba en la obligación de acudir al barbero, constituía no solo un deber ético para «lucir bien»; sino además, una exigencia social impuesta, que te recordaba a cada instante bajo los más disímiles argumentos, que esa apariencia «descuidada y sucia», estaba en contradicción permanente con las normativas de convivencia cívicas.

En ese momento, desconocía que tales patrones fueron esgrimidos por las preceptos hegemónicos de la supremacía racial blanca, ante cuya teorización los exponentes de la negritud y el cimarronaje, contraponían el uso extensivo de su cabello como praxis de insubordinación política. En algunas culturas del Caribe, África y Abya Yala, el pelo negro adquiere incluso una dimensión ancestral, dada su múltiple utilidad en las más diversas esferas, que transitan desde la religiosa, hasta la social productiva en la vida cotidiana. Por otra parte, sentía que mi acceso a nuevas fuentes de conocimientos, me dotaba de mayores y mejores herramientas para asumir el desafío social entre amistades o familiares que nunca me habían visto con una estética apartada de los convencionalismos.

Mi decisión significó entonces, en primer lugar, un desafío económico, ante la ausencia en el mercado de productos concebidos para el tratamiento de ese tipo de pelo. Obviamente, el encarecimiento al que estaban sustentados tales productos, se debía y aún se debe al interés lucrativo de los negocios ofertantes; cuyos propietarios optan por ceder ante las tendencias del (afro)emprendimiento privado, que no son más que una versión sofisticada de capitalismo negro, no exentos de reproducir la explotación laboral, el extractivismo económico y la elitización individualista, bajo una ideología apartada de las lógicas comunitarias de liberación colectiva.

White ladies for black dick

Cuando decidí establecer mi residencia en Cayo Hueso, Centro Habana, cursaba el segundo año de carrera. Una vez lucido con cierta espesura el grosor de mi espendrum, no me resultaron ajenas ciertas dinámicas sobre las que me tomó tiempo reflexionar con lucidez y sosiego. Recuerdo que en una ocasión, desde mi casa, escuchaba los tambores de una rumba que sonaba en el Callejón de Hamel. Me eché en el bolsillo una botellita de ron que tenía para ocasiones de este tipo, y partí hacia el espacio que reclamaba mi presencia.

Al llegar, aún dentro de la colmada marea humana que disfrutaba el torbellino del espectáculo popular, me percaté cómo todo se encontraba fríamente calculado por la mayoría de los presentes; como si de una especie de compartimentos estancos se tratase. Debo confesar que no me importaba mi apariencia, menos aún salir en algún tipo de conquista; solo distraerme aunque fuera por unos minutos, del estrés que me generaba la universidad por esos días. De inmediato, percibí las miradas seductoras de algunas extranjeras. En sus ojos se palpaban las ansias de satisfacción masculina, —preferentemente negra, por supuesto—, dado el imaginario de bestialización que sobre los cuerpos racializados del Caribe proyectan, alimentado por el constructo histórico de salvajismo recreado desde tiempos coloniales.

En unos minutos, pude contemplar la coordinación exacta que sobre los diferentes grupos de rubias o trigueñas, tenían establecido decenas de machos, entre los que destacaban negros y mulatos del barrio. Estos jóvenes, en su mayoría entre los veinte y los treintaicinco años de edad, adoptan el camino de la prostitución, para mediante el sexo o el matrimonio, escapar a las penurias de la pobreza que caracteriza nuestro escenario de subdesarrollo. Sin embargo, no dejaba de cuestionarme que la exploración sexuada extranjerizante, siempre bajo el ropaje del «fin turístico», no tiene otro objetivo que darle cumplimiento a los reclamos paradisíacos provenientes de los anhelos carnales, previamente sesgados por los estigmas y estereotipos que sobre las personas «no blancas» predomina en círculos europeos y estadounidenses.

En ese contexto, me sentí asediado por quienes veían en mí a un competidor invasivo, que en su devenir intrusista resultaba potencial enemigo de su visado; ergo, también de su proyecto de realización material, alejado de la miseria que pudiera caracterizar sus condiciones de vida. Fue entonces, cuando entendí que debía hacer gala de la empatía comprensiva, ante quienes asumían esa práctica como trabajo cotidiano. Dado el contexto, opté por alejarme; no sin antes contemplar el lamento expresado en la mirada de algunas que, en su rostro, se mostraban deseosas de que las sacara a bailar, o al menos, iniciara una conversación que pudiera materializar el fin último de su deseo.

La sucesión de escenas similares por aquellos días, con estudiantes y/o visitantes extranjeros en la casa de rentas de un amigo, generaron una huella indeleble en mis sentidos. Como resultado, al cabo de una semana acudí de inmediato al barbero. En el espacio, varios presentes me rogaban que no acometiera tamaño «crimen» a mi look. Los motivos detrás de esa decisión radicaban en mi deseo en que la sociedad, amistades o potenciales parejas, —sin importar su procedencia, sexo-género, clase social o color de piel—, me valorasen por mi forma de ser y pensar, fuera de toda visión estereotipada, dados los sustentos tan masivamente extendidos en que se encuentran los preceptos coloniales; que a fin de cuentas, constituyen otra cara del racismo y la deshumanización a los que estamos expuestas las personas negras.

El regreso a los cánones de mi estética ordinaria, me hizo recordar cómo la sociedad logra hacerse de las suyas para, de una forma u otra, retornarnos al lugar de clasificación que nos tiene reservados. Hoy, creo haber superado ese tipo de eventos en cuanto a mi apariencia respecta, dejando a un lado lo que otros piensen; no sin dejar de estar atento y cuestionarme a cada instante, la forma en que desde otros lares de percepción social, se nos valora y considera en cuanto a nuestra condición humana. Esta es, a fin de cuentas, la dimensión verdaderamente apreciable en la cualidad de las personas.

Después del sexo, siga su vida

Para ciertas zonas del pensamiento euro-norcéntrico, no somos más que meros instrumentos sexuales de satisfacción, enteramente desechables cual condón arrojado a la basura, una vez culminado el coito. Ese es el modus vivendis que estamos obligados a consentir, al ser relegados a una condición de segunda categoría; porque claro, a estas alturas, para muchas/os, aún no es motivo de orgullo «empatarse con un negro»; o al menos, formalizar una relación más allá del disfrutable momento de placer sexual. En el corpus interior de ese pensamiento, toda posibilidad de construcción familiar, se encuentra socialmente condicionada por los riesgos y peligros siempre latentes del prejuicio; en cuyo proceso, influyen numerosos factores más allá del sentimiento entre dos seremos humanos que comparten lazos afectivos.

En mi caso, me ha tocado lidiar junto a la salvajización de las turistas, el racismo internalizado de las locales; aún a pesar de la condición negra, mestiza o racializada con que son percibidas ante la generalidad social. No obstante, he sido testigo de cómo hermanos negros sacan provecho de su estereotipación, con el objetivo que materializar sus anhelos (económicos, sexuales, emocionales, etc.), dándole rienda suelta a los patrones de la ideación ajena con que son asumidas, desde otros referentes de pensamiento, las masculinidades negras.

De tal forma, el acto consciente, termina por convertirse en meditado propósito vengativo, que le proporciona un traumático cierre de sentidos a la colonialidad. En ocasiones, vale decirlo, cercano a los deseos de dominación masculina sobre otras corporalidades (blancas fundamentalmente); siendo este, un fenómeno complejo explicitado por exponentes de la psicología y el psicoanálisis contemporáneo, no alejado de comportamientos enmarcados en típicas conductas de posesión machista-patriarcales.

Entonces la universidad…

La entrada a la cátedra de altos estudios, luego de mi paso durante un año por el servicio militar, fue una etapa de violencia epistemicida. Mi pasión por la ciencia que estudia «la vida de los hombres en el tiempo»; según definiera el historiador francés Marc Bloch [4], se convirtió en develación con tintes decepcionantes, al comprender que los africanos y sus descendientes, ocupábamos el tugurio de la Historia (con mayúscula), o sencillamente no existíamos dentro de las grandes epopeyas narrativas que formaban parte de los relatos historiográficos.

En mi paso por el recinto estudiantil, igual de problemática me significó la compostura gestual de la mayor parte del profesorado. Desde el primer año de carrera, se esgrime una retórica enfocada en la construcción hacia los estudiantes, de una concepción elitista que enfatiza el privilegio que significa ser joven universitario, en comparación al resto de los «simples mortales de la sociedad». El endiosamiento detrás de esa cosmovisión, no solo se abstrae de las violencias que existen a su interior, dada las marcadas y cada vez mayores, diferencias de clase. De igual modo, dicha configuración modula una serie de patrones y comportamientos que se alejan de toda función descolonizadora[5].

Los catedráticos expertos en filosofía de la historia, no cejan en su empeño de manifestar su demérito hacia los saberes vernáculos provenientes de las clases populares. Por supuesto, el apego al documento escrito constituye la base fundamental para la validación de sus conocimientos cuando se alude a la elaboración del «discurso científico». Dicha lógica tributa de forma directa a la marginalización de las culturas ágrafas y corpus de saberes no apreciados por la academia occidental; fundamentalmente aquellos legados por generaciones mediante tradición oral, al ser este un recurso vital para la supervivencia en el tiempo de los pueblos y comunidades subalternas.

En cuanto a las filosofías del cimarronaje, las epistemologías del sur, la escuela de estudios culturales o las corrientes subalternistas, descoloniales y poscoloniales, tampoco resultan de interés curricular; a pesar de su utilidad para entender las complejidades de nuestro pasado de sometimiento ante las potencias globales. Con ello, no solamente se invisibiliza una parte importante de nuestra realidad idiosincrática; sino además, se niegan referentes teóricos válidos para (re)pensar de manera crítica y compleja nuestro presente. Sobre todo, si se trata de cuestionar e ir más allá de los predominantes discursos en torno a las grandes figuras, hazañas y conflictos que tanta cobertura se le concede en la literatura, las artes y los medios de comunicación.

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Fue en el seno de la Biblioteca Nacional, durante el estrecho margen de estudio que me permitía el tiempo no dedicado a las lecturas impuestas por la universidad, que tropecé con las obras de Walterio Carbonell, José Luciano Franco, Leopoldo Horrego Estuch, Raúl Cepero Bonilla, Leonardo Griñán Peralta, Serafín Portuondo Linares, Jorge Ibarra Cuesta, Manuel Moreno Fraginals y otros autores que impulsaban una cosmovisión «a contrapelo de la historia», como diría Walter Benjamin; o más bien, potenciaban esa especie de contrahistoria, de la que tanto refiere el marxista mexicano Carlos Antonio Aguirre Rojas. En esa concepción de relato histórico, las personas negras, mujeres, sexo-género disidentes, sectores indígenas y miembros de clases populares, ocupamos el lugar que Eric Wolf subraya, junto a Juan Pérez de la Riva y Pedro Deschamps Chapeaux, como: «la historia de la gente sin historia»[6]. Desde ese momento, comprendí que la Academia, era también un espacio de disputa desde el que era preciso dar la batalla a nivel intelectual.

El positivismo que ahoga el pensamiento de los historiadores, esgrimido desde una pretendida «neutralidad objetiva», se transmuta en violencia científica ante la invisibilización de las culturas colonizadas, sometidas y saqueadas por los poderes imperiales. Me tocó soportar el racismo sublimado de quienes reivindicaban con orgullo la obra política de Francisco de Arango y Parreño, José Antonio Saco, Domingo del Monte y José de la Luz y Caballero, cual padres fundadores de la nación cubana; sin enunciar de forma crítica el pensamiento esclavista que le daba sustento a su proyecto excluyente de nacionalidad, optando por invisibilizar dicho apartado o abordar tales enunciados como meras limitantes en su producción de época, cual simples defectos de su «genialidad criolla».

No obstante, no eran las narrativas más procaces, estas se vieron superadas por docentes que exaltaban el pensamiento de representantes de la aristocracia hacendada-plantacionista, como fueron los casos de Claudio Martínez de Pinillos (conde de Villanueva), Francisco de Frías y Jacott (conde de Pozos Dulces) o figuras esclavistas vinculadas a la anexión como Gaspar Betancourt Cisneros (El Lugareño) o Miguel Aldama y Alfonso. Lo más problemático detrás de estas visiones, radica en la perpetuación de un pensamiento que aún se entiende como clásico, dejando fuera los aportes realizados por otros exponentes de la intelectualidad y las ciencias sociales cubanas, como son los casos de Rafael Soto Paz, Alberto Arredondo, Sixto Gastón Agüero, Juan Felipe Benemelis, Tomás Fernández Robaina, Daisy Rubiera Castillo, Esteban Morales Domínguez, Zuleica Romay Guerra, Alejandro de la Fuente y Alberto Abreu Arcia; quienes resultan excluidos de las lecturas académicas y programas de estudios de la institución, a pesar del desmontaje que realizan de las estructuras que sustentan el episteme racista de la sociedad colonial.

De ahí que me decidiera desde bien temprano en mi formación, a realizar una tesis de grado sobre los aportes del republicanismo negro-popular desplegado por pensadores sociales y líderes políticos antirracistas, defensores de una noción de soberanía más integral e inclusiva, en confluencia con otras corrientes de la tradición filosófica y patriótica cubana. La senectud es tal, que ni siquiera se reconoce de forma justa, los aportes de teóricos marxistas heterodoxos, vinculados a la lucha contra el colonialismo interno, como fueron los casos de Sandalio Junco, Ángel César Pinto Albiol y Juan René Betancourt. Estos últimos, se encontraban apartados de la visión limitada al análisis de clase que defendían los militantes negros del PSP, en cuyas filas militaban Nicolás Guillén, Blas Roca Calderío, Salvador García Agüero y Jesús Menéndez Larrondo.

¿Y la felicidad qué?

Fue en otra noche de conciertos cuando los azares de la vida me condujeron a una de las escenas más dantescas de mi joven experiencia sentimental. Andaba solo, como casi siempre, me acompañaba una cerveza y algunos pesos para estirar la noche. Sin proponérmelo, me encontré en pleno bailable con unos amigos y la hermosura de aquella rubia veinteañera. Casualmente, estudiamos en la misma facultad, también en la misma carrera; pero nunca coincidimos, dado que nos separan varios años de diferencia. Sin embargo, nos unió la mística electrificante del deseo, para terminar compartiendo más que besos en una misma habitación. Al culminar, una frase suya resonó con estruendo sobre mis oídos:

—Yo nunca me había singado un negro.

Me exclamó de cínica manera, con sonrisa entre sus labios, aun sabiendo para adentros la falsedad de su afirmación. Lo dijo exactamente después de haber agradecido la cama ajena en la que nos encontrábamos, imbuida en el éxtasis de su profunda excitación. Mas, de un golpe, su mente parecía fagocitar los gemidos que tanto placer le generaban. Para luego, horas más tarde, no demorar en escribirme unos mensajes tan ásperamente esclarecedores como dolorosos, en los que me expresaba:

—Te quería aclarar algo. Lo que pasó estuvo bien, me gustó demasiado, no puedo negarlo, pero no creo que vuelva a ocurrir. No estoy arrepentida. Es cierto que bebimos y me dejé llevar por las circunstancias; pero no es el tipo de conductas que suelo adoptar. Tampoco eres mi tipo, así que entre nosotros no pasará absolutamente nada.

Para mis deseos, nunca fue de interés el matrimonio ni cosa parecida, puesto que para instancias duraderas, me suelen cautivar otros valores más allá de la belleza. Lo relevante acá, es que para la tranquilidad de su conciencia, no solamente era necesaria la primera afirmación que aludía a la presumida ‘pureza’ en su historial de relaciones afectivas. Su mente le exigía, además, dar un golpe de autoridad sobre la mesa en la que me dejase claro que no tendría para consigo la más remota posibilidad. Comprendí que solo fui un mero objeto cosificado para su divertimento sexual, sin posibilidades reales de construir o significar algo valedero en su vida. Un ente accidentado en su idealizada trayectoria, de la que no debía prefigurar jamás como protagonista. Algo exiguo, nada serio. En resumen, desechable.

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¡Tú no eres tan negro!…, proclaman con cierta indulgencia quienes optan por ofrecernos el blanqueamiento y la formalidad como patrones de asimilación. Se supone que uno deba estarles agradecido, dado que no es precisamente la rebelión lo que esperan, frente a toda esa maquinaria sofisticada de aceptación condicionante en los circuitos de élite. En ese ámbito, son bienvenidas personas negras, cual evidencia de «confraternización racial», siempre que su labor haya sido socialmente exitosa; ora fuese en la música, la literatura, la política u otros, bajo la innegociable obligación de no cuestionar la supremacía social existente.

La sociedad racista no solamente nos construye, sino también exige que nos comportemos a su antojo, acorde a los postulados establecidos por los ideólogos de la «decencia», la «educación», la «moral» y las «buenas costumbres». Obviamente, los negros, maricas, indígenas, trabajadoras sexuales, personas de estratos humildes o populares y otros, insubordinados ante las imposiciones del régimen imperante, hemos sido definidos históricamente como «vagos», «indecentes», «feos» y «violentos», vistos desde el prisma de la razón liberal burguesa.

Nuestra historia persiste ante las tachaduras y el borramiento de los expertos en los más diversos ámbitos del saber/poder. Nuestros derechos vetados o relegados dentro de los esquemas de participación democrática; cuya conquista demandó siglos de luchas y aún exigen elevadas dosis de enfrentamiento, conflictos y movilizaciones, con un pasado de muerte, genocidio y prácticas violatorias a la dignidad humana. Nuestros sentimientos nunca fueron tomados en cuenta por los teóricos ilustrados de la filosofía humanista. Y por si fuera poco, la incomprensión heredada entre amplios espectros de la militancia internacional, persiste en numerosas organizaciones de izquierdas enfocadas en la lucha por la justicia.

La realización holística de nuestros cuerpos y espiritualidades, no es posible lograrla mediante la lectura de los tan masivamente extendidos manuales de auto-ayuda individual o literatura budista. Esa dignidad es solo alcanzable a través de la transformación objetiva de los espacios de pobreza, exclusión y violencia en que persisten las comunidades donde habitamos; a pesar de los discursos de «nacionalismo fraternal», mestizaje «posracial» e inclusión multicultural, promovidos por el liderazgo político de los Estados-nación ‘democráticos’, difusores audaces de la diversidad integradora.

En ese barco de sometimiento y servidumbre, navegamos de manera conjunta los marginados de la historia. Depende de nuestra voluntad y gestión realizar el trayecto de forma unida, para combatir con eficacia esas matrices de explotación, racismo y discriminación múltiples que nos oprimen. Mientras tanto, acá seguimos, dando la batalla ante las asimetrías dominantes. Aunque parezca un sueño deseable, pero legítimo, algunos también luchamos por la implementación de una praxis dirigida a compartir la existencia mediante alguna forma de felicidad comunitaria; a pesar, de nuestra raigalmente instaurada, condición de desechables.


[1] 1 Frantz Fanon: Piel negra, máscaras blancas, prólogo de Roberto Zurbano, Editorial Caminos, La Habana, 2011, p. 31.

[2] Gustavo E. Urrutia: «El “plus dolor”», Diario de la Marina, 21 de diciembre de 1935.

[3] Frantz Fanon: Ob. Cit. p. 32.

[4] Marc Bloch: Apología para la historia o el oficio de historiador, prólogo de Étienne Bloch, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1996, p. 58.

[5] Ver de Achille Mbembe: Descolonizar la universidad, Ennegativo Ediciones, Medellín 2023.

[6] Pedro Deschamps Chapeaux y Juan Pérez de la Riva: Contribución a la historia de la gente sin historia, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2013.

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