Ernesto Hernández Busto: Gastón Baquero: el nombre y los seudónimos

Archivo | Autores | 4 de junio de 2024
©Cena de celebración por el Premio Nacional de Literatura concedido a Lorenzo García Vega en 1952 por su libro «Espirales del cuje». Ver el «reverso» de esta foto y la nota de EHB abajo.

Continuamos el Dosier Gastón Baquero con este exhaustivo ensayo de Ernesto Hernández Busto sobre el gran escritor cubano nacido en Banes en 1914.
Gocen 😉

1.

Más allá de las recapitulaciones biográficas y los recuerdos de quienes le fueron cercanos en vida, es difícil encontrar ensayos serios sobre Baquero que no hagan una distinción entre el poeta, por un lado, y el periodista, por otro. Él mismo tiene bastante responsabilidad en tal deslinde, pues durante su vejez no dejó de insistir en la exclusión que cada uno de esos territorios representaba para el otro. Contaba que había sido un poeta condenado al fracaso o la indiferencia, hasta que se inició en el periodismo para convertirse en «esa cosa nauseabunda que se llama un triunfador». Y que sólo había retomado la poesía cuando, tras el exilio, volvió a ser un poco un don nadie, lejos de aquel triunfo social que, sin embargo, nunca lo envaneció.

Se trata, por supuesto, de una exageración, uno de esos falsos caminos con que un escritor intenta controlar su propia biografía. A Baquero siempre lo acompañó la poesía, aunque no la publicase, y su carrera de poeta exiliado corre paralela a una intensa labor periodística y de divulgador de las mismas ideas que lo volvieron figura ineludible en el ambiente político cubano desde 1944 hasta el triunfo de la Revolución. El «caso Baquero» es lo que resulta de la connivencia, en una misma persona, del escritor y el publicista etiquetado como «un hombre de derechas», que no tuvo más remedio que salir de Cuba en 1959. Aunque su mayor grandeza tiene que ver con su poesía, hay algo de traición en esa imagen recortada y modosa, que olvida el furor anticomunista del poeta y su lucidez en asuntos no literarios.

Uno no sabe si se trata de un enmascaramiento irónico, o si el propio Baquero sentía cierta culpa por haber desertado de la misión adánica que atribuía al poeta, del Verbo elevado a recreación del mundo, para entrar en ese periodismo que definió como «una escuela cotidiana y pertinaz de vulgaridad». Tengo la sensación de que, a pesar de la dureza con la que él mismo se juzgaba en esa hora de saldos, Baquero nunca se arrepintió de su paso por aquella «vulgaridad impuesta por la demanda del mercado».

Sospecho que a principios de los años 40, el poeta Baquero entendió tres cosas que marcaban su destino, palabra que gustaba de poner en mayúsculas: a pesar de su talento, no iba a ser capo de ningún grupo, sino un segundón del mandarín Lezama; ni la literatura ni la Universidad le darían dinero o influencia; su condición de negro y homosexual lo condenaban, como poeta, a una marginalidad casi irremontable.

Esta triple evidencia se ha caricaturizado en anécdota. Transcribo aquí la versión de esta que me dio Eloísa Lezama Lima en una larga entrevista hecha en Miami, hace más de veinte años:

Gastón entra en el Diario de la Marina, de Jefe de Redacción, un puestazo en aquella época. Era un mulato negruzco (…) Le decían «el príncipe nubio». Y, esa fui yo la que lo invente, «Julito Maceo»; si te fijas, es igualito a Maceo. Cuando él llegaba yo decía: «llegó Maceo». Era una persona extraordinaria.

Tuve una discusión con él, porque Gastón en algún momento declaró que mi hermano tenía por ellos un solemne desprecio, intelectualmente hablando; que mi hermano sabía que ninguno de ellos le llegaba a los tobillos a él. Era un seudoelogio, pero muy forzado. Yo, que no contesto nada de eso nunca, le dije: «No, no, Gastón, tú estás confundido, mi hermano tenía por ti, por Cintio, por Fina (…), siempre les tuvo un gran respeto».

Yo me acuerdo que Gastón llegaba, y mi hermano tenía una costumbre muy fea: lo citaba a las tres, y a las tres se metía en el baño. Yo le decía, «está al llegar Gastón», y él me decía: «sal y  entreténlo, dile algo que ese hombre vale mucho, por favor». Pero Gastón era un negro tan tozudo que como se demorara 10 minutos se levantaba y se iba. Zoqueterías con él, no (…).

Después, cuando Gastón entró en la Marina y Guy [Pérez-Cisneros] en la diplomacia, mi hermano decía que habían entregado su alma al diablo, nunca lo olvidaré. Y Gastón contestaba más fuerte, Gastón decía: «Lezama, no se puede ser un negrito pobre». «No se puede ser negrito y pobre». Y ahora hay una persona que le ha agregado una historia (que eso no lo dijo mi hermano): «No se puede ser negrito, maricón y pobre».

2.

Este conflicto entre el Baquero periodista, de un lado, y el Baquero poeta, por otro, que es también una disyuntiva entre la marginación o el éxito, adquiere, en las circunstancias cubanas de su época, la gravedad de una decisión razonada e influida por determinados imperativos vitales: un escritor obligado a triunfar para remolcar en ese triunfo al resto de su familia, tremendamente pobres.

Baquero no era ningún ingenuo, y en los comienzos de su carrera literaria pronto debió tragar varios «sapos», que lo colocaron en una incómoda situación de expectativas incumplidas y dudoso futuro. Cuando poco a poco su talento le fue abriendo las puertas del periodismo no vaciló en entregarse a uno de los más peligrosos «enemigos de la promesa», como diría Cyril Connolly.

Mientras su amigo Lezama se empeñaba en alcanzar la futuridad con los bolsillos vacíos (esa «prisa por ser eterno» de la que hablaba Juan Ramón Jiménez), Baquero se dedicó a la actualidad. («Nada envejece tan rápido como la candente actualidad —nos recuerda Connolly—, y en el periodismo no hay nada más valioso que ella. El escritor que se dedica al periodismo abandona el tempo lento de la literatura por otro más rápido, y ese cambio lo perjudicará. Gradualmente la ligereza del periodismo se convertirá en un hábito, y el placer de ser pagado a toca teja, y más especialmente, de ser alabado del mismo modo, llega a hacerse indispensable»).

Aquel trabajo en los periódicos tampoco fue fácil: empezó por abajo y muchos trataron de aprovecharse de su talento. Los recuerdos del joven Baquero, que fue «chico para todo» de varias redacciones y traductor a destajo de casi cualquier cosa, hoy provocan risa, pero tienen un fondo agridulce de lucha contra la mediocridad. Para ser justos, hay que admitir que aquel periodista lo hizo mucho mejor que la mayoría de sus colegas. Tenía una cultura notable, sabía exponer sus argumentos (en ese sentido, aprovechó una variante benéfica del peligro de las redacciones según Connolly: la de los escritores aficionados, demasiado palabreros o barrocos, cuyos manierismos son editados por un director implacable) y era un buen polemista. Si Pepín Rivero fue su particular variante del Sr. Vampiro, no hay dudas de que la prosa de Baquero ganó con ello.

Además, se llenó los bolsillos, se sacó a sí mismo y a su familia de la pobreza. Baquero ganó muchísimo dinero con el periodismo, con el lugar que ese periodismo le garantizó entre políticos y comerciantes. Escribió mucho, sí, pero también sirvió de prestanombre a empresarios y estuvo metido en dudosos chanchullos. Se le conocen, además, varias manías de «nuevo rico» republicano: hizo esculpir sus iniciales en el pórtico de su casona de la Víbora, tenía un criado italiano y caballos de raza en su finca de Santa María del Rosario, presumía y vestía como un dandi. Pero con ese dinero también ayudó a sus amigos pintores y escritores, armó una excelente biblioteca y acumuló una importante colección de pintura.

No siempre esos amigos le mostraron gratitud. Lezama, por ejemplo, hablaba horrores de él (aunque Baquero lo ayudó a encontrar el trabajo que lo sacó de la Cárcel de La Habana, le consiguió colaboraciones en su periódico, lo invitaba de su bolsillo a viajes, comidas y conciertos de ProArte, y se gastaba un dineral en la librería de su hermana Eloísa («yo tenía una librería en 19 y K, ya casada, en el año 50, muy moderna. Gastón iba muchísimo, y compraba chorros de libros y discos. ‘Tiene talento, buen gusto y dinero’, decía mi hermano, ‘que gaste, que gaste…’»), por citar sólo algunos favores.

Hay un testimonio de Hilario González en su libro Vicisitudes de la luz (Letras Cubanas, La Habana, 2009) que es de las cosas más elocuentes que uno pueda leer sobre ese asunto de la maledicencia de Lezama. González tenía una tía que vivía en la Habana Vieja (Lealtad #26), a la que Baquero, según cuenta, solía visitar para matar el hambre, casi siempre con un modesto café con leche y un pan con mantequilla de tentempié. Un día incluso llegó con un hueco en el zapato, y la tía se empeñó en cortarle una plantilla de cartón para que pudiera seguir usándolo. Años después, el muchacho del hueco en el zapato entró en el mundo del periodismo y protagonizó el ascenso que todos conocen. Baquero, entonces, se empeñó en vestir mejor que nadie. Cuando alguien comentó su elegancia sartorial en un acto público, Lezama replicó con una de sus famosas pullas: «Es que este Gastón se nos ha vuelto el escriba-liberto de la dotación del señor Obispo».

Enfrentado a la envidia y la ingratitud de poetas y artistas, Baquero debe haberse sentido más cómodo entre sus amigos empresarios o políticos. Con Batista lo unía, además, una cuestión racial que debería ser más estudiada. No es que fuese su eminencia gris o su intelectual de cabecera (por cierto, Batista era mucho más leído de lo que se cree habitualmente), pero llegó a tener un acceso privilegiado al «hombre fuerte de Cuba», al que le reprochaba que a veces quisiera hacerse pasar por blanco. En esos predios sí lo tenían en consideración; se le consultaba, se le escuchaba (hasta le propusieron ser Ministro, cosa que Baquero no aceptó). En cambio, su decisión de meterse en el periodismo —que en la Cuba de esos años era también meterse en la política— tiene que ver con cierto desencanto de los medios literarios, en los que muchas veces se sintió un poco ajeno.

3.

Se dice en voz baja, casi siempre entre sonrisas, que el jefe de redacción del Diario de la Marina era un hombre «de derechas». Pero son cosas que se sueltan al aire, más en conversaciones que en libros, sin demasiadas citas. Hubo, por otra parte, una especie de pacto de silencio entre los origenistas sobrevivientes y los admiradores incondicionales de Baquero, algunos de los cuales le prepararon un (justo) desagravio habanero en 1994. Para nadie es secreto que su nombre, de los pocos ineludibles en la historia de la poesía cubana del siglo XX, fue expurgado cuidadosamente de la enseñanza y el canon oficial durante más de tres décadas. Le tocó también una página en blanco en ese museo particular de la infamia que es el Diccionario de Literatura Cubana editado por el Instituto Cubano de Literatura y Lingüística en 1984.

Las razones, siempre calladas o susurradas a media voz, con que se trató de justificar esta censura fue la simpatía de Baquero por Batista y su activo papel en el diario conservador que él convirtió en su modus vivendi. Poco se habla del resto: los artículos, las conferencias, el activo trabajo de Baquero como publicista de una «derecha cubana» que todavía no se atreve a decir su nombre.

Como cualquiera que triunfa, suscitó odios y envidias. De no haber salido de Cuba, seguramente le hubiera tocado una visita nocturna al paredón de La Cabaña. Prefirió irse sin nada, como exiliado, a la España de Franco, lo cual era una elección coherente con lo que había pensado y escrito desde mucho antes. Desde hace algunos años, su lugar ha sido reconocido, incluso dentro de la isla. Pero una verdadera historia intelectual de Orígenes y de la cultura pre-revolucionaria cubana no debe recaer en ese pacto de silencio que ha servido para reivindicaciones parciales a deshora. Baquero escribió, y mucho, contra los fundamentos de la Revolución cubana.

¿Cuáles eran sus ideas políticas, esas que llegaron a distanciarlo de algunos de sus contemporáneos (incluido Lezama), pero le garantizaron, en cambio, un lugar de poder durante los gobiernos republicanos? Algo ha expuesto Dolores Labárcena en el ensayo que abre este dossier. En resumen, Baquero era un conservador que odiaba el comunismo y su capacidad de ilusiones hipócritas. Como católico, además, creía que la cultura latinoamericana sólo podía entenderse en el orbe de la Hispanidad, y que muchos de los males de nuestros países venían de querer salirse de esa órbita hispánica. Criticaba que en nuestro continente el mestizaje fuera más un desiderátum que una realidad. Detestaba el racismo, el chauvinismo y el nacionalismo ramplón, al que oponía un patriotismo más esencial, sustentado en sus dos grandes modelos criollos: Martí y Maceo.

Leyó con pasión a Hilaire Belloc, tan olvidado hoy. Las ideas del último Vasconcelos también lo marcaron definitivamente. Sobre este último tiene un párrafo en uno de los perfiles de Escritores hispanoamericanos de hoy (1961) que puede leerse como una especie de augurio sobre los tiempos que corren:

Ser católico e hispanista en algunos países de América, es jugarse la carta del hambre, de la persecución, de la impopularidad. Cualquier afrancesado de segunda categoría, cualquier marxista sin preparación y sin conocimiento real de la doctrina que sigue, queda convertido en personaje por el solo hecho de militar en las izquierdas, que son hoy la profesión más lucrativa en la América Hispana. (Y en los Estados Unidos de Norteamérica).

Pero aunque sus ideas no encajaran, por así decirlo, en el espíritu de su tiempo, Gastón nunca fue un hipócrita. Ya en 1947, en pleno gobierno de Grau, se negó a que el PEN le hicieran un homenaje que pretendía dejar a un lado o esconder como pecado intelectual su simpatía por el franquismo. Creía, como tantos, que Franco había salvado a España del comunismo, pero también simpatizaba con luminarias antifranquistas como María Zambrano y Juan Ramón Jiménez. Le molestaba el apoyo meramente declarativo a la República que ejercía muchos de sus colegas y a ese asunto dedicó incluso un artículo: «Antifranquistas en la escalinata, franquistas en el rectorado», en donde critica a Rafael García Bárcenas (antiespañolista que pretendía expulsar a Ramón Menéndez Pidal del aula en la que hablaba para unos escasos ocho alumnos), así como el silencio cómplice de muchos capitostes de aquella Universidad. La República nunca fue su enemiga, más bien al contrario. Convivió en la prensa cubana con muchísimos refugiados (hay un artículo maravilloso que escribió sobre ese asunto para Cuadernos hispanoamericanos, búsquenlo), y siempre habló bien de ellos (incluso cuando algunos no se lo merecían).

Lo que sí lo irritaba era el estalinismo que había roto el ensueño antes de la guerra civil, a la que calificó muchas veces de «espantosa». Repudiaba también la fórmula «católico comunista», que asumieron, por breve tiempo, intelectuales como Mario Parajón y Luis Amado Blanco. Gaztelu, que había sido tan anticomunista como él, disimuló astutamente (esperen a mi próxima biografía de Lezama para saber por qué no lo expulsaron con los otros curas españoles en el 61), un oportunismo que Baquero fue incapaz de practicar. Puesto a escoger, se decidió por el bando de los ganadores y fue consecuente con esa decisión. En 1953 llegó a defender que el Diario de la Marina perdiera 10 mil suscripciones «por defender a España» (es decir, a Franco). El Caudillo lo recibió personalmente en El Pardo, y está claro lo bien que encajó la vocación españolista del poeta cubano (junto con Cela o el último Vasconcelos) en la idea de Hispanidad que distinguió la política cultural de la península en esos años. Llegó incluso (dato poco conocido) a colaborar en el guion de España, puerta abierta, un documental del polaco Tad Danielewski sobre la esencia de la cultura hispana, que acabará misteriosamente confiscado por la censura franquista.

En cuanto salió de Cuba, Baquero empezó a recibir premios y a publicar en la prensa española sus vitriólicas opiniones sobre el proceso cubano. Lo mismo convertía al Che en «correo del zar» del eje Pekín-Moscú, que hacía de Cuba ejemplo del triunfo de la política sobre la geopolítica o acusaba a Fidel Castro de tomar «continuamente benzedrina con coñac» para dar sus largos discursos. Lo que pasaba en Cuba le parecía un absurdo, un macabro experimento condenado a fracasar. El franquismo acabó y sus esperanzas también. Con los años, su pesimismo se agudizó y llegó la pesadumbre, una forma de melancolía semejante a la que vio en su querido Darío, «que con toda probabilidad tiene sus raíces en el mestizaje, en la mezcla de las sangres, en la precipitación un poco sofocada de las razas». Asumió su derrota con filosofía, como parte del destino americano y su sistema de castas y regionalismos, una superposición de las nuevas leyes a las antiguas y una sustitución de los viejos poderes por nuevas oligarquías.

4.

No es raro, entonces, que por debajo del decidido voluntarismo que exhibe su carrera periodística, Baquero también tuviera dudas. El exilio, otro de los enemigos de la promesa, según Connolly, las agudizó. Poco a poco, dejó de lado su genio polémico y se fue volviendo más diplomático.

Uno de los aspectos curiosos de su carrera periodística es la abundancia de seudónimos que utilizó a lo largo de los años. Desde mediados de los 50, usó en el Diario de la Marina el de «Bachiller de Almanza». En La Vanguardia (por entonces La Vanguardia Española) firmó varias colaboraciones como «Alcides Vallano» («un negrito de Perú que peleó junto a Bolívar», según le contó a Alberto Díaz Díaz). Cuando la revista Poesía española, que dirigía su amigo José García Nieto le pidió que hiciera un «Panorama de la poesía cubana», Baquero firmó como «Manfredo Astacci, catedrático en Padua» («aquí, a Padua, me llegan de continuo libros y revistas de dentro y de fuera de la isla para mi Seminario de Poesía Hispanoamericana»). Con deleitoso y criollísimo sentido del humor (una de sus grandes virtudes), recién hemos sabido (gracias al acucioso investigador Jorge Domingo Cuadriello) que poco después de su salida de Cuba, Baquero firmó sus cartas a José María Chacón y Calvo como «Don Genaro» (por el personaje del refrán, al que lo tumbó la mula).

Tenía, como muchos otros escritores, una especie de superstición o culto de los nombres, que parece un cruce interesante entre el poeta y el periodista. A Nedda G. de Anhalt, por ejemplo, le dice en una entrevista que «el asunto de los nombres y apellidos siempre me ha interesado». Y cita los casos de D’Annunzio, que en realidad se llamaba Gaetano Rapagnetta, de Neruda y Gabriela Mistral como seudónimos logrados, y el de Moisés Gutiérrez, que se puso Rosamel del Valle («¿cómo te vas a poner un nombre así. Chico, quédate con Moisés Gutiérrez»).

El «asunto de los nombres» es también el tema de un famoso poema suyo, «Los lunes me llamaba Nicanor», donde, como él mismo explicó, funde dos leyendas, una africana y otra irlandesa («los niños en Irlanda solían decir: «Hoy me llamo John, para que adivines cómo me llamo». En África es igual, se cambian de nombre para que la muerte no los encuentre»). La palabra puede crear la realidad y trascenderla: idea de poeta. De ahí salen esos versos magníficos en que Gastón juega con las distintas posibilidades que un nombre parece imponerle a cualquier biografía, mientras esquivamos a la Parca o Madame La Mort, la que reparte sombreros a domicilio (como la llamaba Lezama citando a Rilke): «Mudando de nombre cada día para no ser localizado/ Por la señora Aquella/ La que transforma todo nombre en un pretérito/ Decorado por las lágrimas», para arribar a una última duda que es un poco la de todos, poetas o no: «Y ahora mismo no recuerdo en qué día estamos/ Ni cómo me tocaría hoy llamarme en vano».

5.

La pasión por el pseudónimo también podría ser la expresión de un talante esencialmente democrático. Baquero nunca dejó que sus ideas políticas o sus puntos de vista sobre el aciago destino cubano alterasen sus juicios literarios. En Escritores hispanoamericanos de hoy hay juicios elogiosos sobre Carpentier y un joven García Márquez («La hojarasca es uno de los grandes documentos literarios de América»), además de una agudísima reflexión sobre la manera en que América debía rebasar el locus exótico que le había asignado la crítica («no íbamos a pasarnos toda la vida recibiendo admiraciones que en el fondo saben un poco al aplauso que se le tributa en el circo al oso cuando baila, donde se aplaude, no al baile, que sería lo ideal para el oso, sino la extrañeza de ver un oso bailando»). Incluso en su artículo sobre poesía cubana, reconoce a quienes lo detestaban, como Fernández Retamar.

Cuando los tontos de siempre le criticaron que hablara de Carpentier y de Arguedas, publicó un artículo poco conocido, en el que, más que dar explicaciones («Never complain, never explain me parece un lema tan bueno como aquel de Fernando el Católico: ‘como yunque sufro, y callo por el tiempo en que me hallo’»), dejó clarísimas sus objeciones ante cualquier censura (también franquista):

¿Puede un anticomunista elogiar la obra literaria, artística o científica de un comunista? Mi respuesta no es sólo que sí, sino que además me parece torpe la pregunta, porque suponer que la ideología política de uno puede llevarlo a desconocer los méritos que pueda tener la obra hecha por alguien de otra ideología es pura y simplemente barbarie, intolerancia, cerrilidad. ¿Qué pensaríamos de un español que pidiese a las autoridades la prohibición de interpretar las orquestas sinfónicas españolas las oberturas de Leonora de Beethoven, o El Rapto del Serrallo y el Don Giovanni, de Mozart, en razón de que pueden sentirse heridos los sentimientos patrióticos españoles? ¿O qué pensaríamos de quien pidiese la prohibición de La Flauta Mágica, en razón de que es una obra masónica? Lo que ha quedado del Fidelio de Beethoven, es la música, y ya nadie se acuerda de lo mal que quedan en la obra los españoles de tiempos de Don Felipe. Es decir, que fuesen cuales fuesen los prejucios de Ludovico contra España, lo que se aprecia al escuchar sus obras no son esos prejuicios, sino la obra artística en sí. A nadie le interesa hoy si Mozart era masón, si Bach era luterano, si Leonardo era esto o lo otro. Y trayendo el asunto a nuestros días, ¿qué puede importarnos la ideología política de César Vallejo cuando escribe sus libros de poesía? En política, Pablo Neruda es un chisgarabís, un siervo de Moscú, capaz de las mayores vilezas. Sí; pero Pablo Neruda escribió Residencia en la Tierra y algunos otros libros que ya quisiéramos para un día de fiesta. Negar la calidad de una obra por la ideología del firmante es pura burrada. Alejo Carpentier ha escrito unas novelas maravillosas, realmente excepcionales y desconocerlo en razón de su ideología política (que viene por lo demás desde el año 1927) es uno de esos actos de brutalidad que yo prefiero reservar para uso exclusivo de los comunistas. Ignorar lo que significa en las letras hispanoamericanas la obra de José María Arguedas (que era en realidad nacionalsocialista o socialista nacional, precursor literario de la actual revolución peruana, pero con base en la comunidad indígena precolombina) es cometer un acto de injusticia y de incultura sumas, porque esa obra cuenta entre las más auténticamente americanas que se han escrito.

Elogiar con toda objetividad lo que se considera bello o valioso, y elogiarlo por encima de cualquier consideración extraliteraria, es un acto de libertad y de conciencia. Son los comunistas quienes no pueden elogiar lo que no pertenezca exactamente a su cuerda. Hay ciertos editores españoles que tienen que estar averiguando constantemente si tal o cual autor se ha ido o no de Cuba para sólo entonces decir si le publican o no. (Ya les hemos colocado algunos libros de exiliados inconfesos. Por consejo mío, algún autor ocultó su separación del comunismo hasta que le publicaran la novela y lo declararan oficialmente genio.) El comunista no puede elogiar la obra de quien no esté «dentro de la línea», porque el comunista no es hombre libre, sino un esclavo. Pero yo sí puedo decir lo que pienso de la novelística de Alejo Carpentier, o de José María Arguedas, por que soy un hombre libre, pertenezco a una cultura libre y vivo en un mundo libre». (El Alcázar, 27 de agosto de 1970).

Baquero, en ese sentido, es nuestro gran ejemplo de libertad intelectual. Nos identifiquemos o no con sus ideas (un anticomunismo que unió a aquel negro pobre con patricios cubanos cosmopolitas que, como Lydia Cabrera, sabían lo que había pasado en Rusia), hay que admitir que tuvo el valor de navegar a contracorriente en muchos asuntos de la cultura y la política cubana. Incluidos algunos de nuestra historia reciente. Hace años, husmeando en su archivo (conservado en la Cuban Heritage Collection de la Universidad de Miami), me tropecé con este artículo suyo en contra de la Ley Helms-Burton:

Ese embargo laberíntico, agresivo, no sólo para Castro sino también para quienes se acerquen a este señor; ese tibio embargo, realizado en un medio internacional donde Estados Unidos no tiene simpatías, ni se le reconoce derecho alguno para legislar con desconocimiento de la soberanía de otros países, ¿puede servir para otra cosa que para reforzar a Castro, ese actor que hace como nadie el papel de víctima, y para explicarle al pueblo cubano y al mundo que la culpa de cuanto se padece allí es del reforzamiento del embargo?

6.

Ha pasado una década del centenario de Baquero, que gustaba de quitarse años pero vivió 83, más de los que cualquiera hubiera imaginado en alguien tan vapuleado por eso que llamó Destino. Ya no quedan contemporáneos suyos, perdimos ese mundo del que sólo llegan noticias y versiones. Con esa generación, desapareció también cierto orgullo legítimo del origen. En su vejez, Baquero estuvo orgulloso de seguir sintiéndose un cubano reyoyo. También le gustaba citar un dicho español: «el que tuvo y retuvo, para la madurez tuvo».

Hay que seguirlo leyendo, reeditar sus libros, editar su maravillosa correspondencia con Lydia Cabrera, y recordarlo, no tanto como disidente (en una de esas cartas a su amiga le dice, con razón, que no se considera un disidente porque no fue «traicionado»), sino como uno de nuestro más lúcidos y talentosos intelectuales públicos.

Carta de Gastón Baquero a Lydia Cabrera, s/f [circa 1979], en Lydia Cabrera Papers, Cuban Heritage Collection, University of Miami.