Pío E. Serrano: Gastón Baquero / Recuerdos personales [fragmentos]
Uno
1974. Ante mí, Gastón Baquero, el celebrado autor de una docena de excepcionales primeros poemas; el prosista de vocación omnívora; el poderoso e influyente periodista de la década del cincuenta; el reprobado por una decepcionada fratría, dolida por lo que entienden como una traición al fervor de la creación literaria en favor del vil rendimiento a la práctica del periodismo. El sinsentido de esta discordia todavía presente entre los hermeneutas del origenismo revelaría una suerte de infantilismo o inmadurez, que todavía se prolonga hasta el presente. La mayor parte de los llamados origenistas, aunque dolidos por su abandono de la poesía, continuaron encontrándose, como en los almuerzos compartidos en Bauta, junto al Padre Gaztelu. Con todo, Baquero, ya instalado en las altas instancias a las que le conduciría el pragmático periodismo, conservará una constante fidelidad hacia sus amigos.
Recién llegados a Madrid, Edith y yo nos presentamos en el Instituto de Cultura Hispánica para cumplir con un compromiso que mutuamente nos habíamos impuesto en La Habana, durante la larga marcha de cuatro años, seis meses y once días que padecimos hasta que se nos autorizara la salida del país. Un ujier nos conduce por un largo pasillo de la primera planta hasta una alta puerta, golpea con los nudillos y anuncia: “Don Gastón, preguntan por usted”. Tras una breve presentación, Baquero nos acoge, para nuestra sorpresa, con familiaridad criolla. Cierto que nos acercábamos al poeta bajo la impresión de la severidad tonal de aquellos diez poemas seleccionados por Cintio Vitier para su antología de 1948, a la que, suponíamos, tenía que corresponder la gravedad de un carácter, la impronta del que habita en su excepcionalidad, la reserva del que se decía fuera personalidad influyente y poderosa en la década de los cincuenta. Poco sabíamos entonces del poeta y de su poesía. Quiere saber cómo hemos dejado la isla. Llano, “¿cómo está la cosa?”. Curioso, pregunta sobre los rumores del mundo cultural y sobre la poesía joven en la Isla. Quiere saber qué ha sobrevivido del caso Padilla. No pregunta por Lezama.
Antes, meses atrás, previo a la salida del país, habíamos cumplido con una obligación anterior: despedirnos de Lezama. A la hora convenida, nos abre la puerta Baldomera y se pierde en las sombras del profundo pasillo desde donde avanza Lezama, lento, al salón, nos extiende una blanda mano y los tres nos sentamos. Edith le entrega la caja de tabacos que le hemos traído. Sonríe como un pícaro niño, acaricia con sus largos dedos la pulida madera y confiesa que lo tiene prohibido. No, no debe fumar, pero los conservará para disfrutar del olor de tabaco y de la fragancia de la lámina de cedro. Quizás, a espaldas de María Luisa, alguna vez se atreva a algunas breves inhalaciones. Nos pregunta por Mario, Mario Parajón, el alevín origenista, marchado a España un par de años atrás. Cuando sabe que nuestro propósito es despedirnos de él, que también viajaremos a España, sostiene nuestras manos y en la blancura de su rostro, ahora desnudo, mofletudo y despejado ya de su bigote, asoma la gravedad en su semblante al desgranar el vacío que le han dejado Mario, Julián Orbón, Carlos M. Luis, Lorenzo García Vega… No menciona a Baquero. Se levanta de su sillón, se pierde en la sombra del pasillo y regresa al rato con un libro en las manos, la edición de Paradiso publicada por Era. Nos lo entrega. En su interior se lee: “Para Pío Serrano y Edith, para que vuelvan siempre a una tierra que pregunta por ellos. Su amigo, J. Lezama Lima”.
Dos
Durante los veintitrés años siguientes, hasta su fallecimiento, mantuvimos una cordial y sostenida amistad, que Baquero decía privilegiar por la circunstancia de ser ambos nativos de la provincia de Oriente: aquello, insistía con humor, imprimía carácter. En alguna de las siguientes visitas le entregamos un puñado de poemas que leyó con rapidez profesional. Se levantó y nos pidió que lo acompañáramos. Nos condujo hasta José García Nieto, poeta y director de las revistas Poesía Española y Poesía Hispánica, ambas publicadas por el Instituto de Cultura Hispánica, la segunda favorecía la presencia de poetas hispanoamericanos. García Nieto, afable, recibió los poemas que Baquero ponía en sus manos y nos despidió con una amable sonrisa. Un mes después Baquero nos llamó para que pasáramos a recoger el esperado ejemplar de la revista, nuestras primeras letras impresas en España.
En la misma institución, Baquero me presentó a un joven poeta español, Félix Grande, ganador en 1967 del premio Casa de las Américas con su libro Blanco Spirituals. Al saber que era cubano, Félix se interesó y quedamos para tomar un café. Félix militaba en el partido socialista, pero su visita a Cuba lo había desilusionado y quería conocer mi experiencia. Baquero permaneció en silencio durante mi breve relato, que no era otro que el de la frustración sentida por los entusiastas primeros años vividos en la revolución, derrotados por la invasión de los tanques rusos a Checoslovaquia.
Con posterioridad, Gastón me pidió que me acercara al Instituto. Me esperaba en su despacho, después de los saludos me extendió dos folletos —La isla donde nunca muere la esperanza (1962) y La evolución del marxismo en Hispanoamérica (1966) —, y con ello creí entender un gesto de simpatía hacia mis recientes confesiones. El primero, su prólogo al libro Un infierno rojo en el Caribe del cubano Aurelio Martínez Arizala, crónica del desengaño de un joven revolucionario y testimonio de las vicisitudes padecidas por un pueblo engañado. El segundo, en medio centenar de páginas, aborda una elaborada exposición sobre los orígenes doctrinarios concebidos por Marx, a partir de unas condiciones históricas que poco tuvieron que ver con la puesta en práctica del comunismo por Lenin. Cómo explicar, se pregunta Baquero: “el paso de una sociedad agrícola y poco poblada a una sociedad industrial de economía de exportación”. No hay nada que explicar, responde Baquero por boca de Lenin: “enfermedad infantil de comunismo”. Con respecto al procedimiento estratégico hacia Hispanoamérica, señala Baquero:
En marzo de 1920 efectuóse en Moscú la reunión que daría nacimiento a la Tercer Internacional. Del Nuevo Mundo solo representada la socialdemocracia norteamericana, pero la América Hispana, la ausente en aquella fecha, iba a ser uno de los objetivos centrales del Komintern […]
Los rusos no tienen en aquellos años iniciales figuras hispanoamericanas que pueden encargarse de la organización y de la agitación, pero en tanto las preparan (y a ellos se dedicarán con ahínco inmediatamente), envían agentes que no podían despertar sospechas, debido a su nacionalidad: los más destacados pioneros de ese trabajo de penetración y de organización fueron el japonés Katayama y el hindú Nath Roy [el polaco Fabio Grobart fue enviado a Cuba].
En su breve ensayo, Baquero se extiende con percepción aguda hasta el cisma que representaron el modelo ruso y el heterodoxo chino: partidos comunistas urbanos y obreristas, captación de universitarios e intelectuales, los primeros; una revolución triunfante sin huelgas revolucionarias, sin apoyo de las masas urbanas, guerra revolucionaria de guerrillas campesinas, teoría del foco, los segundos. En realidad, nada nuevo en el pensamiento político de Baquero: su frontal oposición al comunismo, considerado como un enemigo de la libertad de las personas y del progreso.
Desde la década del 40, primero en Información y ya en Diario de la Marina,el joven Gastón Baquero se manifiesta con la misma coherencia y la certeza de sus convicciones como lo hará veinte años después.
Si me detengo sobre este aspecto del pensamiento de Baquero es por la saña con que se le ha querido reducir a una caricatura grotesca del hombre de derechas, conservador y reaccionario (en 1963 Raimundo Lazo lo llama “escritor de ideas ultraconservadoras en su madurez”), al tiempo que contemporáneos suyos, altas figuras del liberalismo europeo y renegados del comunismo, se expresaban en sus obras con igual o mayor rechazo de una doctrina y una práctica perversas. Fueran André Gide (Regreso de la URSS, 1936), Arthur Koestler (El cero y el infinito, 1941), George Orwell (Rebelión en la granja, 1945), Richard Wright (El Dios que fracasó, 1949), Czeslaw Miłosz (El pensamiento cautivo, 1953). Pero Baquero era un mulato oriental, católico y homosexual al que sus opositores no le conceden el espacio de una polémica de ideas y toda discrepancia deviene en diatriba y descalificaciones.
En la década del 80, cuando yo le mencionaba el tema, Baquero recordaba con humor la ferocidad de los ataques recibidos desde los predios comunistas, la Gaceta del Caribe y el periódico Hoy; pero lo que más le irritaba eran los agravios recibidos desde los “tontos útiles”, antiguos amigos que, sin ser comunistas, por corrección política, envidia o ignorancia se creían obligados a apuntarse al carro del linchamiento. Si bien, la reciedumbre moral de Baquero los asimila sin resentimiento.
Tres
A diferencia de los amigos que conocerá en la universidad, Baquero carece de un hogar. Adolescente aún, tiene que dejar su pueblo natal, Banes, en la lejana provincia de Oriente, la calidez de la familia materna para viajar a La Habana, reclamado por su padre, empeñado en que haga el bachillerato y estudie una carrera práctica en la universidad. Su padre era consciente, una conciencia que transmitió al hijo, de que a un joven negro y de provincia le sería muy difícil hacerse de un sitio en la racista sociedad cubana. Para complacer a su padre se gradúa de Ingeniero Agrónomo y químico azucarero. Mientras, recuperaba la necesidad de escribir poemas alentada desde su niñez.
Siempre que se le preguntaba, Gastón respondía que nunca había existido la generación de Orígenes, y precisaba, Orígenes, la revista, era un proyecto personal de Lezama, su revista, a la que él se permitía aceptar, desde su altura jupiterina, —“era de una intolerancia tremenda”, precisaría décadas después— a cada uno de sus colaboradores. En realidad, se trataba de un grupito de amigos que se fue integrando de manera encadenada. A los veintiún años, en 1935 —efecto del lezamiano azar concurrente, decía jocoso—, el joven Baquero descubre a Lezama en un tenderete de prensa al pie de un limpiabotas, la revista Compendio y en su interior un poema, “Discurso para despertar a las hilanderas”. Deslumbrado por la lectura, escribe al autor y éste le abre las puertas a una juvenil amistad, que se amplía cuando Baquero acerca a sus amigos del ámbito universitario, entre otros Cintio Vitier, Eliseo Diego, las hermanas Fina y Bella García Marruz, Guy Pérez Cisneros y la incómoda suma de talento y resentimiento de Virgilio Piñera, que irán generando diferenciados y singularísimos cuerpos poéticos. Con absoluta libertad creadora, esos poetas incorporan hallazgos tan disímiles como los provenientes de la tradición lírica española del Siglo de Oro y los místicos de la mano del Presbítero Ángel Gaztelu, del imaginismo anglosajón, del surrealismo francés (menos), así como de las opulentas islas poéticas que fueron Whitman, Valéry, Rilke y Eliot.
Baquero comienza a publicar en la prensa habanera —Social y Grafos— y en 1937, Lezama lo invita a publicar en los números 2 y 3 de Verbum, la que habría de ser la primera revista animada por el aliento lezamiano. Pero algo comenzó a torcerse y que generó en él un sentimiento encontrado con el que debió convivir: los gestos de “repugnancia“ que debió recibir y el respeto casi reverencial que sentía hacia la poesía de Lezama (“A quien yo llamaba, sin la menor ironía, Maestro, como le sigo llamando cincuenta años después”).
La relación personal estuvo, en los primeros años, llenos de alternativas, de “baches”, de tropiezos. A veces estábamos meses y meses sin tratarnos, porque mi carácter le parecía demasiado blando con los demás, poco exigente. “Usted es muy politiquero”, me decía, refiriéndose a que yo tenía trato, superficial, pero cordial, con personas por las que él sentía un desprecio total (me refiero a la cultura, al valor intelectual de esas personas). Un día me dijo, muy encolerizado: “¡Usted es capaz de cualquier cosa, usted es capaz de hablar hasta con Jorge Mañach!”. Llamarme pastelero, politiquero, salonnier, era lo más suave que me decía. En ese tiempo era un verdadero ogro, un puercoespín hecho y derecho.
A este malestar se unía el que le generaba el rechazo de sus amigos hacia el súbito cambio que se produjo en su vida al optar por una profesionalización de su actividad periodística y a la aceptación de las exigencias ancilares que reclama tal exposición en la arena pública. Si bien, él no dejará de escribir poemas siempre que tuviera la necesidad de escribirlos, aunque prefiera suspender la comunicación con el lector porque, dice “publicar es un acto de vanidad y de arrogancia”.
Comprendo el horror con que vieron algunos amigos de la juventud mi entrada en firme en un periódico. Por cierto buen concepto que tenía formado sobre mis posibilidades en lo literario, se enojaron bastante, y me tuvieron por frívolo y por sediento de riqueza, cuando no sólo entré en el periodismo, sino que a poco fui en la profesión esa cosa nauseabunda que se llama un triunfador.
En más de una ocasión se le pudiera aplicar a Baquero la sentencia de James Wood sobre Orwell: “Contradictions are what make writers interesting; consistency is for cooking”. Su posición sobre el periodismo profesional es una de ellas. Es cierto que, más tarde, Baquero devolverá al periodismo profesional toda la dignidad que le supone y reconoce el alto servicio que brinda a la comunidad. Él mismo hubiera sido ejemplo de ello desde su temprana vocación de conciencia social al denunciar la mendicidad infantil, los desalojos campesinos, la penuria de los veteranos y un centenar de artículos semejantes, a los que se podría añadir la extensa producción de periodismo cultural, verdaderos ensayos sobre poetas, músicos, ensayistas, desde Keats, Goethe, Cernuda, Valéry, Vallejo, Santayana… Bien hubiera podido argüir Baquero los antecedentes de dos de los grandes poetas anglosajones contemporáneos: T. S. Eliot, quien durante una época concilia su trabajo en Lloyd’s con una bien administrada producción poética; o Wallace Stevens, quien trabajara toda su vida como abogado de compañías de seguro.
Pocas veces Baquero comentó conmigo la amargura que le supuso vivir en esta contradicción afectiva aquellos años, si bien algunos de sus aspectos ya los había adelantado a Felipe Lázaro en sus conversaciones de 1987. Lo hizo, sobre todo, a partir de 1990, cuando Aurora y yo echamos a andar la editorial Verbum en la calle Eguilaz, cercana a la glorieta de Bilbao, adonde, al menos, iba a cenar una vez al mes. Otras veces nos recibía en Antonio Acuña 5 para ofrecernos un arroz con quimbombó, “con todos los hierros” decía, como si quisiera aliñar el plato con el habla cubana. Cenábamos apretados en su minúsculo despacho, en cuya pared frontal nos observaban las fotos hermanadas de Martí y Maceo, un pequeño mapa de Cuba y a su lado una postal de Joséphine Baker que, contaba, lo deslumbrara en su visita a París. Encimados cenábamos porque, tanto en el salón como en el que debió ser comedor, se apilaban sobre los muebles y el piso una enormidad de libros, revistas y periódicos, como si fueran el depósito adonde habrían ido a parar los amorosos desechos de un omnívoro lector al que por gratitud hacia aquellas horas de lectura que le regalasen no quisiera desprenderse de ellos.
Cuatro
Seriamente amenazada su libertad, en el mes de abril de 1959 Baquero llega a España para comenzar un exilio, también lo llamó transtierro, de 38 años. Sin saberlo aún, lo aguardaba una suerte de reinstauración existencial, un vuelco en su manera de estar en el mundo. El poderoso señor, centro de la esfera pública del país, el escéptico, está a punto de instalarse con la alegría y la inocencia de un niño en un desconocido reino de libertad, ajeno a cualquier relumbrón, entregado al encantamiento del lenguaje y a la elaboración de un sorprendente espejo que lo devuelve en una lúdica y prodigiosa lucidez expresiva. Antes de partir deja en manos del director del Diario de la Marina una carta de despedida de sus lectores, un documento de inusual honestidad en la esfera política, en la que confiesa, ante la sobrevenida revolución “tiene poco que hacer un periodista verticalmente conservador, un derechista en tiempos de derrota para las derechas”, al que solo “Cabe la adaptación sinuosa, o cabe el combate. Aquella es innoble y éste es el absurdo”. O sea:
Al chocar frente a frente con la realidad, muchos se han asustado. No sabían que una revolución era así. Pues así y más, son las revoluciones. Por eso ante ellas, quienes no tenemos vocación política y no nos inclinamos a participar en movimientos contrarrevolucionarios por mucho que la revolución nos persiga, no sabemos hacer otra cosa que ponernos al margen, dejar pasar el poderoso torrente y desear, sin el menor resentimiento, que triunfe y se consolide cuanto sea bueno para Cuba, y que se disuelva rápidamente en el vacío cuanto pueda ser un mal para esta tierra de la cual pueden incluso hasta arrojarnos, pero no pueden impedir que la amemos con la misma pasión que pueda amarla el más revolucionario de sus hijos.
En un gesto de inusitada valentía moral, no olvida Baquero exponer su repudio hacia una dictadura en cuyos inicios formó parte de un vergonzoso Consejo Consultivo:
La caída de una dictadura que cometió tan terribles errores y realizó tantos horrores, fue ocasión justificada para el desbordamiento oceánico de alegría pura y sincera, sin diferencia de clases ni de individuos. Todos eran felices porque había caído la tiranía; pero muchos no sospechaban siquiera que recibían entre palmas una revolución social. Ya de Batista estaban hasta la coronilla los más tenaces batistianos.
Conocida la generosa acogida que Baquero, mediante el Diario de la Marina, dispensó a periodistas, escritores y académicos españoles en los 50; así como las invitaciones que Baquero recibiera de instituciones culturales españolas y que en 1947 se le concediera la Encomienda de la Orden de Alfonso X el Sabio, se ha querido creer que el exiliado Baquero fuera recibido en Madrid como “uno de los nuestros”. En realidad, el exiliado Baquero constituía un engorro para el franquismo. El Jefe del Estado había mostrado su simpatía por aquel pichón de gallego que había hecho su revolución plantándole cara a los norteamericanos, aquellos que habían humillado a la España del 98. Al año siguiente, Franco amonesta severamente al que fuera su embajador en Cuba, Juan Pablo de Lojendio, al protagonizar este un grave incidente diplomático cuando irrumpió violentamente en un estudio de televisión en el que intervenía Fidel Castro.
Baquero reía —reía porque no guardaba resentimiento alguno— cuando alguna vez compartí con él mi propia experiencia ante el despiste del franquismo que creían ver en el David cubano al vencedor del Goliat norteamericano. En resumen, que cuando recién llegado a Madrid me presenté ante un ingeniero canario, primo de mi madre, alto funcionario del régimen y expedicionario de la tropa canaria que se unió al Generalísimo Franco, este, afable, casi paternal, quiso convencerme del error cometido y se ofreció a pagar mi billete de regreso.
No, contrario a lo que se pudo pensar, los primeros tiempos en Madrid fueron penosos para Baquero. Sus cuentas en Cuba estaban intervenidas y había viajado con lo indispensable. Vivió en penosas pensiones y compartió piso con universitarios cubanos hasta que fue rescatado por un antiguo amigo, curiosamente uno que no fue invitado a Cuba, José García Nieto, y comenzó a trabajar en el Instituto de Cultura Hispánica, donde llegó a ser técnico del Gabinete de la Vicepresidencia y ocuparse de la documentación iberoamericana. En las revistas del Instituto, sobre todo en Mundo Hispánico, publicó, muchas veces con seudónimo, más de un centenar de artículos y ensayos. Jubilado, sus últimos años los pasó en Radio Exterior de España, como redactor y traductor del inglés, italiano y francés. Al referirse a aquellos años iniciales, Baquero insistía siempre en que, junto a García Nieto, recibió el calor de la acogida de Rafael Montesinos, Antonio Manuel Campoy, Luis Jiménez Mendoza, José Hierro y la fraternidad de Gerardo Diego.
Cinco
Aunque hasta los 80 el poeta Baquero está lejos de la celebridad ya había publicado los Poemas escritos en España (1960) y Memorial de un testigo (1966). Este último, donde ponía al descubierto cómo el júbilo de la creación —“Fanfarria en honor del Escorial”— puede convivir con el desasosiego que produce la soledad humana en sus extremos —“El mendigo en la noche vienesa”— o con un desconcertante juego de identidades, resuelto con la levedad de la ironía y del humor. Un puñado de poemas que, lejos de cultivar el desengaño y el resentimiento que se espera de un exiliado, se inscriben en el encantamiento del lenguaje que los dota de una lúdica y maravillosa lucidez expresiva, lejana de la gravedad tonal de sus poemas anteriores. Para Baquero, la tímida recepción del libro se vio compensada por la acogida entre unos pocos jóvenes poetas españoles de la última generación.
Dieciocho años más tarde, mi amigo Pedro Shimose, joven poeta boliviano también viejo amigo de Baquero, receptor del Premio Casa de las Américas-Poesía en 1972, director de publicaciones del Instituto de Cultura Iberoamericana (ICI), en armonía con Inocencio Arias, secretario general del ICI, se dispone a quebrar la resistencia del poeta cubano. Shimose y yo logramos convencerlo y le propusimos que fuera él quien ordenara sus poemas. El resultado fue Magias e invenciones (1984), una recopilación inversa, desde los poemas más recientes a una estricta selección de sus primeros textos poéticos publicados en Cuba. La excepcional recepción de ese libro proyecta la figura y la obra de Baquero hacia un espacio público que en los primeros momentos lo desconcierta, aunque terminará rendido a los reconocimientos y afectos que no dejan de prodigarse.
Así, la década del 90 conocerá una sucesión de homenajes y reconocimientos a la persona y la obra de Gastón Baquero. En 1991, a punto de comenzar a publicar los primeros títulos de la editorial Verbum, fundada por Aurora y por mí, logro convencerlo para que me entregara los poemas que en su bien administrada soledad habría ido acumulando. El argumento ante el que cedió fue que deseábamos que el buque insignia, el título número uno del catálogo fuera el suyo, un homenaje común a la primera revista de Lezama. Así, con su primer título, Poemas invisibles, un guiño irónico de Baquero sobre su escepticismo, nació Verbum.
En 1992 Baquero es propuesto para el premio de poesía Reina Sofía y Poemas invisibles para el premio a la crítica, sin que ninguno de ellos se cumpla, aunque el personaje y el libro se beneficiarán por la atención de la prensa. Comparte una lectura poética en el Palacio Real junto a Octavio Paz y Luis Alberto de Cuenca. Este mismo año recibe un homenaje a su poesía en la cátedra de literatura hispanoamericana de la Universidad de Alcalá de Henares y cierra el año con la publicación de su Autoantología comentada, publicada por Signos, en cuyo prólogo advierte con su habitual guiño escéptico:
Yo no sé nada sobre mí mismo, ni sobre el valor o no valor de los poemas que escribo. Recuerdo de tiempo en tiempo, pocas veces, este o aquel poema cuya lectura me agrada, porque veo ingerida en él una cierta dosis de esa voluntad de representación mediante la palabra, que existe en mí o va conmigo, espontánea, desde mi niñez.
En 1993, desde la Cátedra de Poética “Fray Luis de león” de la Universidad Pontificia de Salamanca se inicia un ciclo de homenajes y conferencias sobre la obra de Baquero, impulsados por el fervor de los profesores Alfonso Ortega Carmona y Alfredo Pérez Alencart. Un volumen, Celebración de la existencia, Homenaje internacional al poeta cubano Gastón Baquero, reúne medio centenar de ensayos y valoraciones sobre la obra del cubano. Y desde ese mismo ámbito, al cuidado de Ortega Carmona y Pérez Alencart, la Fundación Central Hispano inicia en 1995 su Colección Obra Maestra con la publicación de un volumen de poesía y otro de ensayo de Baquero. Sus poemas se traducen al inglés, francés, polaco, griego e italiano. En 1994 José Prats Sariol lee una tesis sobre la obra de Baquero en la Universidad de La Habana y poemas suyos aparecen en varias publicaciones.
Desde su escritura Baquero nos descubrió que somos muchas cosas a la vez, pero que no necesariamente estas presencias se manifiestan en continuidad y menos aún adquieran relieve en una unidad homogénea, sino que más bien se diluyen y fragmentan, se dispersan en una cierta pluralidad. Todo ello conduce a Baquero a depositar en sus lectores la agridulce almendra de cierto escepticismo. Una distancia previsora, un guiño cómplice, una maliciosa señal que alerta para evitar un entusiasmo indócil o la torpe solemnidad de la certidumbre. Baquero escribe: “garabatea incesantemente palabras en la arena. /Y no sabe si sabe o si no sabe”, y parece repetir con Heidegger: “Lo seguro no es en el fondo seguro; es inseguro”. Insiste Baquero: “Saber y creer que no hay Enigma, pero seguir, ¡desde tanto tiempo!, tejiendo y retejiendo las palabras como si hubiera enigma, es pelear con la Nada, pedalear en la Nada […] En esa perplejidad nos encogemos de hombros […] y nos entretenemos en el juego de la Poesía en libertad”, para devolvernos así a la lucidez inútil, es decir, lúdica, no intercambiable.
1997. El 3 de mayo Baquero es ingresado en el hospital de La Paz y, acompañado por unos pocos amigos, fallece el jueves 15, víctima de un derrame cerebral. En su ausencia, el 6 de mayo recibe un homenaje en el Círculo de Bellas Artes, organizado por Radio Exterior de España y la Residencia de Estudiantes.
Ajeno a toda ortodoxia, sospechoso de todo discurso unívoco y excluyente, Gastón Baquero se convirtió en el más influyente poeta de las nuevas generaciones cubanas. Los jóvenes han sabido descubrir en el discreto escepticismo baqueriano una muralla contra la intolerancia. Latía en él una entrañable pasión por su tierra, una pasión serena y distante de toda exacerbación de fácil emotividad. Sustancialmente cubano, y por tanto europeo y africano, abrió sus puertas a todo joven cubano de dentro y de fuera de la Isla. El forzado transtierro no lo ocultó. El silencio hostil de los comisarios que quisieron borrar su nombre hizo crecer un vacío que los jóvenes poetas llenaron en su peregrinar a la calle Antonio Acuña para palpar al innominado, para rescatar al secuestrado. Así pudo escribir en la Dedicatoria de Poemas invisibles:
El orgullo común por la poesía nuestra de antaño, escrita en o lejos de Cuba, se alimenta cada día, al menos en mí, por la poesía que hacen hoy —¡y seguirán haciendo mañana y siempre!— los que viven en Cuba como los que viven fuera de ella. Hay en ambas riberas jóvenes maravillosos. ¡Benditos sean! Nada puede secar el árbol de la poesía.
Útil espacio de información. Estoy atento y al parecer se me da mejor el acceso. Gracias