Yudinela Ortega: Dispersar la cura

Archivo | Artes visuales | 14 de julio de 2024
©Alicia Rodríguez Alvisa, ‘S/T’, serie ‘Pulling’, 2016

Buenísima introspección de la curadora y ensayista Yudinela Ortega para cerrar el dosier ‘Curaduría, desterritorialización y diáspora’, comisariado por la crítico y curadora de artes visuales Daleysi Moya.

Gocen 😉

(…) No se trata sólo de países y continentes. Tiene que ver también con las formas de intimidad que dejan huella en los espacios públicos. O la manera en que usos públicos interfieren en la vida doméstica, así como la fisura o intercambio que tiene lugar en los entornos familiares y generacionales; en el desplazamiento sin precedentes que ya está cambiando (ha cambiado) la cartografía del mundo.
Iván de la Nuez. El mapa de sal

El pasado once de abril tuvo lugar una conferencia impartida por el ensayista y crítico cubano Iván de la Nuez en la Casa de América de Madrid. Su presentación se titulaba «Curar la diáspora». Iván, en un despliegue de referencias y experiencias vividas, construyó una charla desprovista de imágenes. Más bien, instó a los presentes a pensar (sin el anclaje visual) en aquello sobre lo que se podría pensar de las prácticas curatoriales de una diáspora latinoamericana, caribeña y cubana en Europa.

Tras terminar su intervención sobre las maneras en las que el arte y la cultura de esas diásporas se han instalado en España, los asistentes hicieron sus preguntas y se marcharon interpelados por un relato que mostraba, de cierta manera, una realidad tangible: No vemos la totalidad del fenómeno cuando se trabaja un proyecto curatorial porque curar, que también es cribar, que también es discriminar, silencia y esconde aquellas obras que enseñan lo que otros no quieren ver.

¿Es posible sanar el sentimiento de exilio?

Mientras lo escuchaba, iba haciendo cábalas con las palabras de Iván; pensé que el hecho de curar la diáspora podría resemantizarse en el cómo dispersar esa cura. Pensé en tantos profesionales que trabajan y producen sus proyectos en otros contextos, que han tenido que aprender a empezar de cero en otros lugares, a reconocerse y sentirse parte de otras dinámicas de apreciación y reconocimiento del arte y de los valores de las obras en espacios totalmente desligados de sus lugares de origen. Dispersar la cura podría situar las narrativas de los otros, las nuestras, la mía propia –que se gestó y dio sus primeros frutos en una isla alejada de todo, periferia desestabilizada por dinámicas narrativas precarias– en el ojo de este huracán.

Curar la diáspora[1], dejó sembradas nociones sobre la diasporización como pequeña biografía que cruza los grandes temas de la humanidad de una manera escurridiza, sin centro que la guie y desde el apego que cada uno le imprime a la experiencia de habitar el desarraigo.

¿Ensayar sobre lo curatorial supone desconocernos como protagonistas del discurso que hilvanamos y que se materializa en un objeto tangible? En la breve historia del comisariado de Hans Ulrich Obrist[2] podemos leer que «la auténtica razón de ser de un comisario sigue en gran medida sin definirse. No existe para la práctica de la curaduría ninguna metodología auténtica o legado claro. Su papel le viene dado al sujeto comisario, incorporado a profesiones pre-existentes relacionadas con el arte».

Entonces, como un primer amago reflexivo, curar es asistir al nacimiento de discursos ideoestéticos que entrelazan la producción de símbolos de La Cultura. Curar es poner en marcha la acción que convierte al curador en enlace. Eslabón que conecta la obra de arte con el espectador a través de un trabajo de investigación que aporta nuevas ideas sobre un tema, una problemática o una acción indisolublemente ligada a su momento presente. Si bien, la figura del curator se reconoce con mayor valía en megaproyectos, exposiciones retrospectivas o nuevas miradas sobre colecciones que comprenden obras de siglos pasados, la lectura que luego se convierte en proyecto curatorial, se realiza desde el ahora. La vista de pájaro se posa así, en la lupa del hoy para traer de vuelta el pasado. En definitiva, todos los prismas del caleidoscopio tienen su propia luz.

Trasplantar la semilla

«Una cubana en las cortes madrileñas» se pregunta cómo poner en práctica lo aprendido en aquellos talleres de curaduría que recibió mientras estudiaba en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana. Ella, que aún no ha fundado nada, que aún no es profesora asociada en ninguna universidad, que no es curadora residente de ninguna beca; ella, que amordazó su práctica y la metió en una maleta para viajar más de siete mil kilómetros se pregunta, ya con varios proyectos en su espalda, ¿qué es la curaduría?

Cuando todavía no llevaba pañoleta, ella perdía la mejor calificación porque conversaba mucho con los demás, no la podían sentar en una mesa compartida, le reservaban el pupitre para que no entretuviera a nadie con sus habladurías. Cuando aún desconocía la figura del narrador en la literatura, ella les cambiaba los finales a los cuentos, recreaba su trama en las historias infantiles de autores que entraban dentro del plan de estudios del Ministerio de Educación cubano. Treinta años más tarde ocurre todo lo contrario. Se reconoce en la figura del narrador en las artes visuales. Nadie le recrimina sus oraciones subordinadas y se adscribe a un tipo de creación curatorial que, si bien es huérfana de una metodología establecida por la academia, le permite un tercio de espacio para asumirla como rol, en este oficio de puente humano que conecta la investigación con la puesta en escena.

¿Quién soy para hablar sobre algo en un lugar que me ha acogido? ¿Ser huésped es también narrar la curaduría en lo desconocido?

La esencia de nuestros lugares de orígenes convierte la mochila de un curador en un pequeño jardín en el que siempre están sucediendo cosas. Es así como el «de dónde venimos» y «cuáles son nuestros referentes», son los primeros eslabones por cuestionar cuando en el camino de la migración nos encontramos, en cualquier lugar, trasplantando la semilla que portamos. A veces el hospedero en el que sembramos la semilla es infértil. Y se rehúsa a ser abonado con tierra de otro lugar. La tendencia de esa periferia que somos, y que se ensancha en el centro, puede llegar a constreñirnos dentro de una pretendida inferioridad que –habita la entelequia– bien podría ocupar cualquier espacio, excepto nuestras creencias propias.

España es ese centro al que arribé en el año 2018 completamente convencida de que jamás volvería a dedicarme al mundo del arte. No porque me sintiera inferior –profesionalmente hablando– sino porque la etapa anterior en Cuba había secado la necesidad de seguir cambiándole los finales a los cuentos. Siempre he pensado que en Cuba las personas vivimos el día a día con la certeza de que en algún momento dejaremos de vivir en Cuba. Nuestras perspectivas son depositadas en la migración como única salida para realizarnos personal o profesionalmente. Y este fenómeno es, a mi parecer, estructural. Nace en la «susodicha» primera escuela que es la familia y luego se va expandiendo como el marabú en pleno monte. Pero una cosa es la utopía de regar islas por todo el mundo y otra es la realidad de asumir el desplazamiento tangible.

Salir de Cuba se convierte en una metáfora de ruptura y conexión.  Es una experiencia que alcanza todas las facetas de la vida de una persona que ha emigrado de su tierra. En mi caso, el hecho de tener la suerte de la interlocución entre el trabajo de un creador y la apreciación de un espectador me ha regalado la posibilidad de moldear mi identidad. No me resisto a las complejidades que un ejercicio de análisis y de pensamiento pueda tener, a tensar las cuerdas del conocimiento de una práctica artística donde el puente simboliza una identidad transitoria que une y, a la vez, se aleja. Las relaciones dentro y fuera de la diáspora son complejas y están marcadas por experiencias compartidas y diferencias culturales. En este sentido, el curador se convierte en un puente narrativo que relata la realidad de un espacio, adaptándose a las dinámicas actuales, desuniformando la percepción de esa realidad y revalorizando su papel como mediador cultural.

En esa causa personal que es ser parte de la diáspora, habita la práctica profesional del tipo de curador al que me vengo refiriendo en estas páginas. La hipérbole que es esta narración en primera y tercera persona sirve de escaramuza para llegar al lugar de la acción: el cubo que ha dejado de ser blanco y en el que vale todo.  

El curador al que me refiero ha superado su fase de investigador –que conoce los temas y materiales que se disponen para generar grandes proyectos dentro de la dinámica institucional. Para ello, aplica los conocimientos de su especialidad y contribuye a la conservación y divulgación de estos temas y materiales. Sus actividades se orientan en dos sentidos: por una parte, la investigación, el trabajo de campo con los artistas, el diálogo directo y despegado de posturas manidas o falsas alabanzas al work in progress. Por otra, el respeto al trabajo ajeno, ese que luego se convertirá en objeto de estudio, en clasificación e interpretación de los significantes y significados que se activan con la apreciación del público. En consecuencia, el curador además de tener a su cargo el cuidado de colecciones, obras, ideas y proyectos que no han visto la luz, es quien sistematiza y conforma los contenidos, las temáticas y los caminos por los que puede transitar una exposición.

Ser curador implica una relación dinámica y en constante evolución con la cultura. Es un proceso de retroalimentación donde se intercambian conocimientos, ideas y perspectivas, dando lugar a nuevas formas de pensar el arte y el presente. En esta constante toma y daca, el curador se convierte en un agente de cambio, desafiando las estructuras establecidas y explorando nuevas posibilidades para el futuro del arte y la cultura. En última instancia, es en la apreciación y valoración de la diversidad cultural donde encontramos el camino hacia una verdadera descolonización.

Cultivar la estructura ausente

Las ferias de arte se erigen como imponentes estructuras efímeras, donde convergen dos fenómenos de gran envergadura: el arte contemporáneo y el mercado del arte. Durante breves pero intensos días, estas ferias ocupan un espacio aparte, desligado del aura tradicional del arte, dando cabida a galerías que exhiben lo más reciente de sus adquisiciones. A lo largo de los últimos cien años, las ferias de arte han servido como plataforma crucial para la comercialización de obras, el sustento de artistas y galerías, y como punto de encuentro para profesionales del mundo del arte a nivel global. Este modelo se ha replicado en diferentes continentes y ciudades, estableciendo una dinámica que parece inamovible.

Pero, ¿cuál es el papel del curador en una feria de arte contemporáneo?

Los programas paralelos, las secciones curadas y los proyectos especiales son solo algunas de las iniciativas que acompañan a las galerías participantes en estas ferias de arte. Sin embargo, en medio de la vorágine, las propuestas curadas a menudo pasan a un segundo plano en el menú que se ofrece y que debe ser consumido rápidamente.

La tarea del curador en el contexto de una feria de arte implica mediar entre los expositores y las propuestas que estos presentan. La dinámica puede ser rápida y fluida, o caótica, dependiendo de los criterios establecidos por el evento. Idealmente, el curador en esta posición, a veces conocido como director artístico, comisario invitado o curador asociado, es traído para enriquecer la narrativa de la edición. Muchos son los elementos que contribuyen a que un programa teórico o un proyecto paralelo agreguen valor al evento. Grandes temas, figuras y artistas de renombre, así como secciones específicas sobre problemáticas relevantes para la sociedad, son analizados y representados durante los días de la feria.

Pero, ¿qué aportan realmente los proyectos curados al ecosistema cultural en una feria de arte?

La cultura, esa forma de entender el mundo que comparten todos los grupos sociales, a veces se aborda de manera superficial. Los proyectos curados tienen el potencial de profundizar en temas relevantes, ofreciendo nuevas perspectivas y generando diálogos enriquecedores. Además, pueden servir como plataforma para artistas emergentes o para la exploración de temas sociales y políticos pertinentes. En última instancia, los proyectos curados pueden enriquecer la experiencia de los visitantes, ofreciendo una mirada más profunda y reflexiva sobre el arte y su contexto cultural.

La cultura, en su totalidad, no tiene –o no debería tener desde mi punto de vista– fronteras ni periferias. Cada expresión cultural merece ser reconocida y valorada en igual medida, sin que una deba opacar a otra. Es en esta diversidad donde encontramos narrativas diferentes que contextualizan los conflictos y problemáticas sociales de manera única. El papel del curador como narrador se vuelve esencial en este proceso de descolonización, pues actúa como un puente entre las diferentes culturas, traduciendo y contextualizando obras para una comprensión más amplia y respetuosa.

A grandes rasgos la estructura que asume el curador queda desprovista de una metodología académica que se ve reemplazada por el ejercicio de la curación en el hecho factual que la misma práctica implica. Es decir, esa suerte de ambigüedad con la que solemos referirnos se resuelve en la tarea sanadora de inventar la hermenéutica de los cuidados con artistas, obras y público.   

Hoy más que nunca la figura del curador y sus prácticas curatoriales deben estar dirigidas a cultivar la estructura –en ocasiones difusa y ausente– del arte como instrumento de transformación social y personal. En el caso de las ferias de arte, queda claro que la misión de un evento de esta naturaleza es propiciar una plataforma para la representación y la adquisición del trabajo artístico; rueda giratoria que permite sentar las bases económicas tan indispensables a la labor de artistas y galerías. En las ferias de arte el rol del curador se expande como dador de valores a la propuesta que acompaña la cita, procurando hacer de estos proyectos en los que median elementos extra-artísticos muy marcados, una apuesta necesaria para revalorizar los acompañamientos analíticos tan necesarios en el ámbito del arte contemporáneo y el mercado del arte.  En los museos e instituciones culturales, el curador debe procurar asistir a la actualización de los modelos en los que se representa y se relee el arte, sin caer en la retórica de la militancia de moda. Y en el caso de los curadores independientes –un ejercicio meticuloso de los cuidados y los afectos a la práctica que se defiende es siempre la cura definitiva a esta tarea de puente que nos ha sido dada en medio de una cartografía que ya ha cambiado.


[1] Iván de la Nuez, «Curar la diáspora» [Conferencia], Casa América, Madrid, 11 de abril, 2024.

[2] Hans Ulrich Obrist, Breve historia del comisariado. Exit Publicaciones. Colección Exit Libris. 2009, p. 10.