William Navarrete: Entrevista a María Elena Blanco / ‘En Cuba todo estaba en el mismo lugar, pero nada era igual a lo que fue’

Autores | 30 de julio de 2024
©María Elena Blanco en París / Imagen: Navarrete

Nos dimos cita en el Café de Flore, en el bulevar parisino de Saint-Germain, no lejos de donde estaba celebrándose el Marché de la Poésie, una feria completamente dedicada a los poetas que, con carácter anual, se lleva a cabo en la capital francesa por esta fecha, en la plaza de Saint-Sulpice. En este prestigioso evento literario, María Elena Blanco estuvo presente con su nueva antología de poemas, En attendant Ulysses / Esperando a Ulises (L’Harmattan, París, 2024), que acaba de publicar en una edición bilingüe francés-español, y cuyas traducciones a la lengua de Molière las realizó ella misma.

Nos conocimos hace ya algunos años, en uno de sus viajes a París, y además de la poesía y la literatura en general, nos sentimos identificados también no solo por nuestros orígenes cubanos sino porque ambos hemos trabajado como traductores para organismos de Naciones Unidas. En febrero de 2009, reseñé para El Nuevo Herald su antología poética Havanity/Habanidad, publicada por las ediciones Baquiana en Miami. Una cita de la crítica que hice entonces sobre este libro fue publicada en la contraportada de la antología que presenta ahora en París. También la entrevisté para este mismo diario el 4 de octubre de 2015 cuando indagué sobre qué pensaban algunos intelectuales cubanos establecidos en Europa sobre las relaciones entre Cuba y Estados Unidos durante el gobierno de Barack Obama.

Nuestro encuentro en este París veraniego permitió que intercambiáramos algunos de nuestros últimos libros, y me dio también la oportunidad de conocer un poco más sobre la vida y la obra de esta poeta y traductora cubanoamericana, quien desde su temprana salida de Cuba ha vivido la mayor parte del tiempo, y sigue haciéndolo, entre Nueva York, Viena y Chile, sin que por ello haya olvidado a su Habana natal.

¿Puedes hablarnos de tus orígenes familiares y primeros pasos por la vida?

―Nací en La Habana, en el barrio de La Víbora, en 1947. Mi padre, José María Blanco Barrios, era también habanero, nieto de españoles. Trabajó primero en un concesionario de la marca de norteamericana de automóviles Ford y luego como gerente de las Aerolíneas Argentinas en Cuba, cuyas oficinas se encontraban en el hotel Sevilla-Biltmore, en el Paseo del Prado, un sitio que era muy hermoso y del que conservo gratos recuerdos. 

Mi madre, Aracelia Beltrán, era hija de Luis Beltrán González y Eloísa Costa de la Flor, ambos cubanos. Se graduó de Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana. Ejerció como profesora en una escuela privada excelente que se llamaba Havana Business Academy, con varias sucursales en la Isla, entre las que figuraba la de la Calzada de Diez de Octubre, en donde ella trabajaba. Esa escuela era propiedad de Henri Mathiot, un francés casado con una cubana que residía en la Isla. Mis abuelos maternos vivían en la calle Oquendo, pero cuando yo nací se mudaron también a La Víbora. A la escuela en que trabajaba mi madre iba yo de pequeña a perfeccionar mi inglés. Las profesoras eran todas norteamericanas y muy buenas, por cierto.

Formaba parte de la familia mi hermana, menor que yo, además de los abuelos maternos, que vivían cerca de nuestra casa.

―¿Cómo fue tu infancia y tu primera escolaridad en La Habana?

―Cursé todos mis estudios, desde la preprimaria hasta que nos fuimos del país, después de mi segundo año de bachillerato, en el Instituto Edison de La Víbora. Tenía excelentes profesores y recuerdo en particular a la de Matemáticas, Hilda Núñez, quien decía que yo debía estudiar Ciencias porque era muy buena en esa asignatura. También adoraba a Mr. Jerry, mi profesor de Inglés.

Como mi padre trabajaba en Aerolíneas Argentinas viajábamos con relativa facilidad a Estados Unidos, fundamentalmente a Nueva York y a Miami. También, ya a finales de la década de 1950, íbamos mucho a Celimar, un reparto residencial al este de La Habana, entre Bacuranao y Tarará, en donde había comprado una casa de playa. Por cierto, en uno de mis viajes a Cuba anduve por allí y me quedé perpleja al descubrir que el Celimar Yacht Club, un centro de recreo moderno y fabuloso en aquella época, era un amasijo de ruinas.

―¿Qué sucede en el seno de tu familia durante los meses que precedieron al triunfo de la insurrección de 1959 y después?

―Recuerdo que mi padre era bastante escéptico con lo que estaba sucediendo y con el triunfo de enero de 1959, pues conocía a muchos de los personajes que habían iniciado las luchas contra Fulgencio Batista desde la época estudiantil en la Universidad y los consideraba unos revoltosos sin mucho fundamento. En cambio, mi madre creía en la necesidad de una justicia social y, al principio, se mostró entusiasmada con aquel triunfo. ¡Solo al principio!

Recuerdo que en ese primer año de Revolución, hubo una campaña para que se invitara a los campesinos a las casas de quienes vivían en La Habana, y en la nuestra se invitó a almorzar, entonces, a una familia que venía del campo. Cuando la situación en Cuba empezó a ponerse crítica, que comenzaron las nacionalizaciones, las aerolíneas para las que trabajaba mi padre, temiendo el cierre forzoso, decidió dejar sus oficinas en la Isla. En ese momento, a mi padre se le presentó la oportunidad de salir con nosotras vía Buenos Aires, de modo que dejamos La Habana un 19 de febrero de 1961. En Cuba se quedaron mis abuelos, tíos y primos, quienes salieron también después y, por supuesto, la casa de La Víbora la perdimos con nuestra salida. 

―¿Alguna anécdota de la salida? ¿Qué sucedió después?

―En realidad, recuerdo que mi madre, mi hermana y yo íbamos elegantísimas porque una tía era modista y me había hecho un traje de lana precioso. Hubo un primer cambio de avión en Nueva York en pleno invierno, desde donde tomamos el que nos conduciría a Buenos Aires. Pero, claro, habíamos olvidado que en el hemisferio sur era verano, de modo que cuando el avión aterrizó en Río de Janeiro, en donde teníamos que bajarnos para almorzar, las bocanadas de aire caliente fueron tan intensas que toda aquella elegancia se desvaneció y empezamos a despojarnos de toda la ropa de invierno que llevábamos puesta.  

Una vez en Buenos Aires, en donde solo estuvimos unos meses, mi padre tenía dos opciones: irnos a París o a Nueva York. Finalmente, escogió esta última, algo que después, un poco en broma, le achaqué porque yo era una francófila nata y mi sueño había sido siempre París. Ese mismo año nos establecimos en Nueva York.

―¿Continuaste entonces tus estudios?

―Terminé mi bachillerato en Mother Cabrini High School, en Washington Heights (MCHS), y asistí también a la escuela de verano para pasar una asignatura que me faltaba. Ese mismo año escogí Francés, de modo que en el tercer año de bachillerato me permitieron entrar en el último año de este idioma. Luego empecé los estudios de bachelor en el Hunter College, una institución que entonces era solo para mujeres, y allí tomé como primera especialización Literatura Francesa y, como segunda, Literatura Española e Hispanoamericana. Recuerdo que tuve excelentes profesores y, entre estos, a varios cubanos como Oscar Fernández de la Vega y, posteriormente, a José Olivo Jiménez. También a Juan Ventura Agudiez, quien me enseñó a entender y amar la poesía francesa. 

En el Hunter College mi madre también revalidó su título cubano, algo que le permitió ejercer como profesora. En el tercer año de bachelor me fui a París, entre 1965 y 1966, para continuar los estudios en La Sorbona, y regresé al Hunter de Nueva York, del que me gradué en 1967. En septiembre de ese mismo año estaba ya de vuelta a París, en donde proseguí mi carrera universitaria en el Instituto de Altos Estudios de América Latina, el Instituto Hispánico y la École Pratique des Hautes Études, todos parte de la Universidad de París.

―¿Viviste los acontecimientos de la revolución estudiantil de mayo de 1968? ¿Te implicaste en esta?

―Por supuesto que los viví. Parte de las dificultades que tuvimos todos los estudiantes de aquel curso fue que las universidades permanecían gran parte del tiempo cerradas. 

Por supuesto, estuve en alguna que otra manifestación, y me dejaba llevar por el grupo de estudiantes pues cada vez que Jean-Paul Sartre iba a hablar en algún espacio público, como en la Mutualité, allí estaba. El movimiento tenía mucho apoyo, incluso entre los propios docentes, porque recuerdo que algunos profesores a favor de las reformas me preguntaron, a la hora de examinarme, si había participado en alguno de los comités de acción.

Fue un año bastante movido, al final del cual me fui a Londres, en donde empecé a dar clases de Español y a recibir de Guitarra, hasta que regresé a Nueva York en 1970.

―Tengo entendido que Chile ha sido muy importante en tu vida personal y académica. ¿Puedes contarnos por qué?

―En París, en mi época de estudiante, había conocido a muchos latinoamericanos, entre los cuales había no pocos chilenos. Yo deseaba profundamente salvar mi lengua materna y mi identidad latinoamericana, de modo que Chile se presentó como una opción para poder retomar el curso de mi identidad lingüística. Llegando a Chile, poco después, comenzó el gobierno de Salvador Allende. Mis amigos chilenos me advirtieron que había un puesto vacante en el Instituto de Lengua y Literatura de la Universidad Católica de Valparaíso para el que postulé inmediatamente. Me lo dieron, y también el de profesora de la Facultad de Idiomas Modernos, de esa misma universidad, de modo que tuve trabajo a jornada completa como profesora de Literatura Francesa y de Francés en ambos lados.

Por supuesto, el ambiente en Chile estaba muy politizado y se sentía la crisis política que se avecinaba. Yo conocía a muchas personas de izquierda, simpatizantes de Allende, quien pretendía instaurar un tipo de socialismo a través de la vía democrática. Fue en ese momento en que conocí a mi primer esposo y la razón por la que nuestro hijo nació en Chile. La situación se estaba degradando y, como me había separado, decidí salir de Chile con mi hijo rumbo a Nueva York en 1973 antes del golpe militar.

―Has trabajado durante mucho tiempo para las Naciones Unidas, primero en su sede de Nueva York y luego en la de Viena (Austria). ¿En qué momento te conviertes en traductora oficial de esta organización? 

―Antes de ingresar en Naciones Unidas fui profesora durante muchos años en Long Island, en institutos de bachillerato. Fue en 1980 que una amiga de mi hermana llegó un día a la casa con un recorte de The New York Times en el que se convocaba a traductores para trabajar en Naciones Unidas. En realidad, no era un trabajo que contemplase para mi futuro, pero ante tanta insistencia me dejé entusiasmar y me presenté al examen. Lo saqué y, en 1983, entré de lleno en la organización. Fue en este periodo que conocí a mi segundo esposo, chileno, quien era temporero de Naciones Unidas y había aceptado un contrato permanente en la capital austríaca. Fue así que pedí también mi traslado para las oficinas de la Organización en Viena y la razón por la que me instalé en esta ciudad a partir de 1986. Como traductora en la ONU participé en frecuentes misiones en países de Europa, África y América. Permanecí en la sede de Viena hasta que me jubilé, llegando a ser jefa de la Sección de Traducción al Español de 2001 a 2007, y he conservado mi domicilio en esta ciudad.

―¿Continuaste tus vínculos con Chile? 

―La dictadura militar de Augusto Pinochet duró hasta 1990. Yo ya vivía en Nueva York desde 1973 y, al estar muy relacionada afectiva y profesionalmente con chilenos, a lo largo de ese periodo, me impliqué en muchos movimientos de solidaridad y de derechos humanos a favor de la democratización de Chile, a la vez que proseguía mis estudios de doctorado en New York University. 

El fin de la dictadura de Pinochet coincidió con la salida de mi primer libro de poesías, Posesión por pérdida, finalista del concurso Barro de poesía, que publiqué primero en Sevilla y también en la editorial Libra de Santiago de Chile, ilustrado por el gran artista chileno Mario Toral. Ese mismo año, 1990, fue el de mi primer viaje de regreso a Cuba.

―¿Puedes contarnos en qué circunstancias decides regresar a Cuba?

―En realidad, no decidí nada. Fui a La Habana como traductora de Naciones Unidas, con un pasaporte de funcionaria internacional para trabajar en un congreso sobre el delito y el tratamiento del delincuente que se celebraba en la capital cubana. Me hospedaron en el hotel Habana Riviera, y aunque el trabajo era intenso pude darme algunas escapaditas para ver los sitios que había dejado 30 años antes.

Por supuesto, estuve en San Lázaro 818 (no confundir con la calle de este mismo nombre en Centro Habana), la última casa en que viví en Cuba. Todo estaba irreconocible y en muy mal estado, incluso el colegio en que estudié que, aunque aún funcionaba como tal, estaba muy desmejorado. El terreno de pelota, antes tan cuidado, era un potrero lleno de yerbas. Cuando anduve por el barrio me encontré en el portal de su casa en la calle Carmen a Nina, la tía de Teresita, una de mis mejores amigas de infancia. Me acerqué a la reja de entrada de la casona en que vivía y la saludé. Ella me invitó a entrar y no me reconoció al principio, pero cuando le dije quién era enseguida le vino todo a la memoria.

Puedo decir que en Cuba todo estaba en el mismo lugar, pero nada era igual a lo que fue. Y por otro lado la dimensión real de las cosas tenía otra escala con relación a la que la que yo guardaba en mis recuerdos. Es decir, hasta la Calzada de Diez de Octubre que, en mi mente, aparecía como una arteria ancha y difícil de cruzar, en la realidad me pareció encogida, esmirriada e insignificante.

―Tengo entendido que has vuelto desde entonces varias veces y que también has publicado en Cuba…

―Mi segundo viaje tuvo que ver directamente con la Feria del Libro de Guadalajara, en donde me encontraba asistiendo a un simposio literario cuando conocí a varios intelectuales cubanos que habían venido a la premiación de Eliseo Diego, a quien acababan de otorgarle el premio Juan Rulfo. En ese contexto conocí a los editores de las ediciones Vigía, la única casa editorial independiente que existía entonces en la Isla, con sede en Matanzas. En esa ocasión me propusieron participar en un coloquio sobre José Lezama Lima que tendría lugar en 1994 en Cuba por el 50° aniversario de la creación de la revista Orígenes. Entonces volví en 1994, pero pagándome todos mis gastos de viaje, boletos y hotel, y así fui cómo participé en aquel homenaje al autor de Paradiso. Allí coincidí también con jóvenes escritores cubanos que ya despuntaban por su talante crítico, como Antonio José Ponte, Rolando Sánchez Mejías y Rafael Rojas, y con los editores de Vigía, Alfredo Zaldívar, Gisela Baranda, Laura Ruiz Montes y todo el equipo editorial de aquellas ediciones independientes matanceras.

Y, como una cosa lleva a otra, en las Ediciones Vigía, fabulosas por su cuidadoso trabajo completamente artesanal, publiqué en 1998 la edición limitada de mi poemario Corazón sobre la tierra/tierra en los ojos, que también reedité ya ampliado bajo el título de Alquímica memoria, en las ediciones madrileñas Betania, en 2001.

―Has publicado muchos poemarios, preparado varias antologías y traducido en algunos casos haciendo frente al desafío que implica conservar la rima en el paso de una lengua a otra a muchos poetas al español. ¿Puedes hablarnos un poco de esta actividad literaria en paralelo, así como de tus planes futuros?

―Publiqué Mitologuías. Homenaje a Matta (2001), El amor incontable (2008), Sobresalto al vacío (2015), Botín (2016), entre otros poemarios a lo largo de las últimas dos décadas. También he publicado varios libros de ensayos como Devoraciones. Ensayos de periodo especial, que publicó en 2016 la editorial Almenara en Leiden (Holanda).

Uno de los trabajos en los que he invertido varios años ha sido la traducción de la poesía de Baudelaire en español, concretamente Las flores del mal, respetando la versificación y la rima al llevarla a nuestra lengua. La publicación, que va en su segunda edición revisada y aumentada, ha corrido a cargo de la editorial chileno-española Aerea y va acompañada de mis notas y de una introducción. Siempre digo que yo llegué a la traducción por la poesía y no al revés. Y traducir poesía ha sido parte también de mi quehacer poético, regido por mi gusto y mis derivas personales. Y, en este caso, Baudelaire ha sido uno de mis hitos, por su inquietante belleza y complejidad.

Actualmente completo la traducción al español de un poeta del Sud-Tirol, esta región de Austria próxima al norte de Italia donde se habla el alemán y varios dialectos locales. Se llama Gerhard Kofler, fue muy amigo mío y falleció en 2005. Ya había traducido algunos de sus trabajos, pero ahora estoy enfrascada en traducir una selección de su obra poética para rendirle homenaje en forma de antología por el vigésimo aniversario de su fallecimiento.

Publicación fuente ‘Cubanet’