Anamely Ramos González: La comunidad extraordinaria. Una conversación sobre política y representación en la Cuba contemporánea
Generalmente nos acordamos de la existencia de la política cuando nos afecta, cuando sentimos la bota pesada del poder sobre nuestras gargantas. No poder actuar, no poder moverse, no poder hablar, no poder incluso respirar; esas son las representaciones que dominan nuestro imaginario cuando pensamos en la política y en el poder desde la eclosión de su triunfo. Tal vez dicha especificidad en nuestro imaginario, esté condicionada por ser cubanos, porque aprendimos de la existencia de ese poder en el mismo momento en que aprendimos la palabra y los distintos lenguajes para conducirnos en el mundo. Sí, porque la simulación puede no ser un lenguaje, pero su despliegue simbólico consiste justamente en revestir el lenguaje de una capa fina, a veces inapreciable, que nos ayuda a existir en situaciones de abuso de poder, que nos ayuda incluso a ser funcionales a ese poder y a escalar en él. La simulación es ante todo sobrevivencia.
Sin embargo, la propia existencia de la simulación como actitud y comportamiento que germina en condiciones de asimetría política, nos está señalando un algoritmo tácito de la política que se despliega cuando nadie está mirando, sin escándalo, en lo velado de la intimidad. Este despliegue político que se expresa más como latencia que como presencia, más como una fuerza escurridiza que como un bloque de fácil localización, resulta mucho más cotidiano que los golpes de Estado o que las masacres públicas. También ―a mi juicio― más peligroso, porque mientras está ocurriendo no estamos alertas y no sentimos miedo sino placer, el placer que da la adaptabilidad, el encajar, el éxito. No emerge lo público como espacio habitable, como posibilidad de expresión y de expansión de lo humano, sin estas formas de acomodamiento del individuo, porque nadie se muestra sin más en lo árido.
En conclusión, el avance lento y subrepticio de la política no indica un estado prepolítico, es política en sí, y más que eso, es el componente activo de la política, lo que se expresa en cambiantes formas sociales de distinto signo ideológico y hasta económico. La política es, en suma, relación, por lo que está allí en esa negociación constante que se produce entre el ser humano con sus semejantes finitos, y con sus semejantes en la forma aglutinante de la sociedad. Y claro que no es la simulación el único dispositivo que se pone en marcha en este sistema de relaciones, también podemos nombrar la empatía, la imaginación, el consenso… La política es un camino continuo y de larga duración donde encontramos, de manera entrelazada, los dispositivos que dan lugar y mantienen los poderes dominantes y los dispositivos que los destruyen. Es un proceso de construcción y destrucción constante y, hasta cierto punto, imposible de parar o pausar, y menos prever. Sería útil que recordáramos eso: inexorable es tanto la dominación como la liberación.
Dicho todo esto, volvemos a la idea inicial de este texto, donde advertíamos del acaparamiento que las distintas formas de poder han hecho de la política, entronizando también las vías en las que la política se articula para llegar y mantener dichos poderes. Considero que la validación de la política como profesión, o la política representativa, es no solo un modelo que cristaliza en la época moderna en Occidente, a partir de una síntesis muy particular de modelos y paradigmas anteriores y multiculturales, sino, también, una forma de velar los dispositivos internos de la política como relación, a través de su sublimación en estas determinadas formas “superiores” de hacer política. En este sentido, podemos decir que la llamada política convencional evidencia ese doble rasero de modelo y fetiche.
Comenzamos el texto hablando de la relación de simulación y sobrevivencia, pero también la simulación está ligada al deseo, lo mismo que la representación. Para simular no hay que tener una pistola sobre tu cabeza, la simulación corre sin frenos también en contextos de mucha menos presión, tanto que a veces se confunde con esa capacidad tan humana de performar la propia existencia. Una máscara puede significar esconderse, pero también puede significar reinventarse. Una línea de argumentación semejante nos lleva de nuevo a la idea del poder como relación, tan cara al pensamiento de Michael Foucault. Y la relación solo puede ocurrir cuando los elementos que se encuentran no están totalmente cerrados, y cuando las vías comunicantes son no solo multidireccionales, como ocurre en las redes, sino también contradictoras. La generación de contrasentidos, rectificaciones, aparentes muertes, y todo tipo de anomalías dentro de las identidades y de los límites de cada uno de los elementos que componen la red, resultan no solo frecuentes sino imprescindibles.
Todas estas características mencionadas apuntan al concepto de dispositivo, central dentro de la filosofía de Foucault y que no conoce de signos ideológicos o de moralidades, pero sí de urgencias. Cuando un dispositivo aparece es porque un determinado environment lo generó, como una especie de alumbramiento. Esta relación entre dispositivo y acontecimiento[1], no es tan glosada como su forma de red móvil, pero resulta reveladora a la hora de entender el papel de las subjetividades en la asunción de los modelos sociales, también para entender cómo se producen los cambios. Que el foco esté puesto no tanto en las identidades como en las subjetividades, ayuda a observar y reflexionar más en la formación de las cosas que en su forma. Al mismo tiempo, como la formación es paulatina y nunca acaba, las identidades que refuerzan o desafían determinados tipos de representación, no aparecen ya como productos terminados, sino como conjuntos de identidades en tránsito perpetuo. No podemos luchar contra la representación, ni tampoco salirnos de ella, pero sí es posible auto representarse de manera diferente, auto percibirse y actuar respecto a sí mismo y al otro desde otra esquina de la identidad, aflojar un poco las amarras que nos atan a determinadas etiquetas y a determinadas militancias.
El objetivo de este texto es describir y evaluar el desarrollo de esta relación de política y representación en la Cuba contemporánea. Situar y validar otras maneras de hacer política usualmente catalogadas como formas políticas alternativas o políticas marginales, que están animadas por formas identitarias anómalas. Son anómalas no por inusuales sino por precarias, por el equilibrio efímero que consiguen entre pares tales como cotidianidad y subversión, improvisación y capacidad movilizativa, alegría y drama social.
El presente texto nace del diálogo con otros textos de cubanos y no cubanos, en primer lugar, con el texto de Hilda Landrove “De una antipolítica a la política de los márgenes”, publicado en Rialta en el segundo aniversario de las jornadas de protestas comenzadas el 11 de julio de 2021. También con el resto de los textos que componen este dossier de InCUBAdora y con otros de autores más establecidos que se mencionan en el cuerpo del presente ensayo. Además, es una conversación con los propios recuerdos de la que escribe y de otros protagonistas similares, con imágenes y experiencias arrojadas por la realidad cubana de los últimos cinco años.
La metodología de la conversación es consustancial a la labor teórica, pero en este caso se advierte como fuente hermenéutica y se remarca incluso en la forma del análisis, por lo que es en sí misma una forma de hacer política, y de comunicación. Convertir la conversación en método hermenéutico la eleva más allá de una simple técnica para confrontar ideas y la convierte es un modelo político de construir y deconstruir el saber. No se trata solo de advertir la red que se va generando debajo de cada interpretación o conocimiento adquirido, sino usar esa red como forma de expresión y como vía de fuga hacia lo que ahora mismo no podemos imaginar.
La conversación que sostenemos funciona lo mismo como archivo sui géneris de experiencias y procesos de vida, que aún no terminan, que como fuente activa de nuevas ideas y formas de interpretación, en un movimiento curioso de cierre y apertura constante. Tratamos de seguir la pista a la construcción de una forma social, la cubana, que sin dejar de ser débil es pujante y se retuerce con un ritmo cambiante y aleatorio, atravesando nuestras circunstancias y a nosotros mismos en tanto sujetos y en tanto cuerpos.
Dicha interpretación pasa por la intelección de cada uno de los que participan en la conversación, también por la especificidad de sus contextos y por las diferentes vías, emocionales incluso, que se encuentran para lidiar con esos contextos y para sacar de ellos formas de acción personal y colectiva. De hecho, entrenarse en advertir estas marcas emocionales que emergen en cualquier conversación y que se tienden a reprimir o a soslayar a la hora del análisis, ayudan luego a percibir giros afectivos en el transcurso de los acontecimientos; giros que por pequeños o cotidianos no registramos como parte de la Historia en mayúsculas pero que conforman la maquinaria interna de los dispositivos que nos mueven y que transforman la realidad.
Lo menor y lo extraordinario
Los tipos de sociabilidad que asoman en contextos de conflictividad, o de cierre de las posibilidades cívicas, pasan siempre por estas relaciones en pequeño, o cotidianas. No podría ser de otra manera cuando todas, o la mayoría, de las instituciones e instancias de poder a varios niveles dentro de la sociedad, están controlados por un poder central férreo encarnado en la figura de un Estado que parece ser omnipresente. Lo curioso es que, a la vez, estos tipos de sociabilidad y de imaginarios de resistencia, están revestidos de una cierta solemnidad, o mejor: de cierta inusitada aparición, como si estuviéramos ante la presencia de un avatar al mismo tiempo que de un milagro. Lo aparentemente imposible alojado en lo supuestamente insignificante.
Se me antoja llamar a esas formas políticas difíciles y a la vez cotidianas, a esas formas políticas portentosas y débiles, de «extraordinarias». El concepto lo tomo del libro A Paradise built in Hell, de la investigadora y profesora americana Rebecca Solnit, que hace referencia a contextos de desastres naturales, y acontecimientos similares, donde se pone a prueba la capacidad humana para hacer frente a estados de indefensión no habituales. En esos momentos se activan numerosos mecanismos de sobrevivencia que pasan obligatoriamente por dispositivos de ayuda mutua y donde se realizan no pocos actos de desprendimiento, o sacrificios, que nos colocan temporalmente en un lugar extremo y a la vez básico de lo humano. Algunas de estas formas resultan encarnaciones del sentido común o de ciertas lógicas de eficiencia usando lo mínimo, otras son formas de solidaridad que trascienden la racionalidad y que se erigen en verdaderos actos de heroísmo de los que ni siquiera nos creíamos capaces.
Algo que resulta sorprendente, y que la autora señala desde el prefacio titulado “Caer juntos”, es la irrupción de la alegría, abriéndose paso en medio de la calamidad. La motivación del libro todo, es la necesidad visceralmente humana de responder a la pregunta de cuál sensación es esa, entre placer y angustia, que se siente en medio de las ruinas y que no sabemos nombrar. Sobre esa relación de peligro y alegría volveremos luego, por ahora nos quedamos con la belleza de la aproximación de Solnit:
Comprobé con sorpresa que la mayor parte de la gente que conocía o que encontraba vivía la situación con cierto placer o disfrute, si es que esas son las palabras adecuadas para la sensación de inmersión en el momento y solidaridad hacia los demás que provoca la ruptura de la vida cotidiana, una sensación más pesada y densa que la felicidad, pero profundamente positiva. Carecemos de términos para estas emociones, en las que lo maravilloso llega envuelto en lo terrible; la alegría en el dolor; el valor en el miedo[2].
La autora advierte es que al tambalearse el status quo, se viene abajo todo un orden que creíamos inamovible, que aprendimos inamovible, y la rapidez con que se derrumba, junto al dramatismo, genera un conglomerado de sensaciones que van de lo aterrador a lo esperanzador. Las élites, más que en salvaguardar vidas, concentran su energía en el control de la crisis al costo que sea necesario, como mismo los regímenes totalitarios no escatiman en convertir a grandes mayorías de personas en delincuentes o apátridas, cuando desafían su poder. En situaciones de desastre, lo mismo natural que social, nos damos cuenta de que la percepción que el poder tiene de nosotros depende de cómo afectemos o no el orden de cosas, según ese particular somos héroes o criminales.
Es en los momentos de grandes cambios cuando observamos con renovada lucidez los sistemas ―políticos, económicos, sociales, ecológicos― en los que estamos insertos y cómo se transforman a nuestro alrededor: vemos lo que es fuerte, lo que es débil, los elementos corruptos. Lo que importa y lo que no[3].
El 11 de julio de 2021, Cuba vivió un clímax político inédito para su historia cívica, al menos en los últimos sesenta años. Como una avalancha de nieve se sucedieron los levantamientos callejeros en más de sesenta ciudades y pueblos a lo largo del país. Una idea predominaba por encima de un amasijo de sentimientos encontrados, e incluso sobre el peligro que trajo la respuesta violenta de las fuerzas policiales y paraestatales; la idea de que esta vez sí era el final de la dictadura, que no habría retorno al status quo. Fue tan fuerte ese sentimiento, que las personas siguieron en la calle durante horas, en algunas localidades durante varios días, salieron mostrando su rostro y convocando a otros porque lo importante no era salvarse sino participar de lo que días atrás seguía pareciendo imposible.
Fue como una especie de revancha histórica, el epítome de memorias viscerales de vejaciones y pérdidas, también para los cubanos que llevaban años o décadas fuera del país y que salieron a la calle como si estuvieran en Cuba, en una especie de traslación espacial imaginaria. Esa intensificación de sentidos sociales que se vivió, y que Solnit llama de “cursos intensivos de identificación de conexiones”, produjo cambios no solo en el entorno sino en la composición identitaria del cubano como ente civil. Además, se efectuó una especie de confluencia al interior del tiempo, lo mismo que a nivel geográfico, trayendo al presente numerosos acontecimientos pasados de represión y resistencia, o simples dramas familiares y personales, que se unieron con ese futuro de liberación que de repente parecía concretarse mañana.
Y es que si algo es diferente entre los desastres naturales de los que se ocupa Solnit, y las debacles sociales asociadas a regímenes totalitarios, es que el tiempo juega de manera diferente en el segundo caso, incorporando en la urgencia el largo tiempo de la dominación, incorporando lo mismo traumas que aprendizajes guardados de crisis sociales más pequeñas y de cada episodio de confrontación anterior. Con los regímenes totalitarios ocurre de esa manera, antes de la caída final acontecen muchas caídas menores que el sistema rebasa, como si se trataran de réplicas de terremotos, pero a la inversa. Muchas muertes antes de la gran muerte. Este texto rememora algunas de esas crisis menores.
Pero volvamos a la relación entre lo pequeño y lo extraordinario, o entre cotidianidad y portento, de la que se habla poco, tal vez porque se observan como fenómenos separados, que no confluyen como partes de una misma realidad. Ocurre algo similar con las trazas a nivel de lenguaje verbal, también a nivel de lenguaje del comportamiento o de la acción, que se derivan de estas caídas recurrentes que, sin embargo, parecen siempre nuevas y no quedar registradas en ningún sitio más allá de los cuerpos y de la memoria de cada individuo o de cada grupo emergente. Esta condición de ser emergentes eternos, dibuja una carrera de resistencia no solo contra el silenciamiento sino también contra la simulación, introduciendo lo singular en medio del enquistamiento. Lo que sucede es que hay comportamientos a nivel cotidiano que se van cargando de sentidos extra cotidianos y van conformando una performatividad intensa de conectividad social que resulta subversiva a largo plazo y que, como ya hemos señalado, también producen cambios a nivel identitario.
Gilles Deleuze y Félix Guattari llamaron a esta noción que hasta ahora hemos tratado de pequeña o de cotidiana, «lo menor», referida no al tamaño sino a la naturaleza mediadora de estas realidades. Dentro de la obra gigante de ambos filósofos, se trata de un concepto profundamente subversivo y a la vez poco escandaloso, concebido nada menos que pensando en la obra de Kafka[4]. Sin embargo, aunque es pensado inicialmente como adjetivación de la determinada literatura, que tendría en Kafka un paradigma incuestionable, el concepto sirve también como método para entender los procesos de desterritorialización de los dispositivos de poder, la lengua entre ellos, y también para entender los procesos de conexión implícita de la creación individual y las realidades políticas donde la creación se produce. Kafka es un escritor que ejecuta esta desterritorialización de su lengua natal, al escribir en una lengua extranjera, sin seguir el estilo de nadie ni las reglas de ningún tipo de literatura anterior, sino creando su propio canon, o mejor, creando sus propios límites y a la vez reflexionando poéticamente sobre esos límites.
Según las palabras de Anna Carolina Patto al reseñar un libro sobre la obra de Deleuze del filósofo español José Ezcurdia, lo que interesa a Deleuze más que nada es calibrar la noción de límite. Estoy profundamente de acuerdo, hay una vocación metodológica en la obra de Deleuze, muy unida también a la vocación pedagógica, que siempre está clasificando y explicando modelos y a la vez clasificando las formas a través de las cuales estos modelos interactúan y se fracturan. Como discípulo de Foucault, comprendió que los límites no señalan solo el inicio y el fin de las cosas, sino la naturaleza del tránsito y de los cambios.
La naturaleza histórica de los dispositivos de poder no es más importante que su naturaleza creativa. De hecho, la actualidad de los dispositivos está profundamente afectada por la novedad de la que son capaces, siempre teniendo en cuenta que lo nuevo es en este caso lo que está ocurriendo, lo que vamos siendo. De esta manera, los dispositivos focalizan también la noción de límite al interior del propio tiempo, estableciendo espacios intermedios entre el pasado, presente y futuro, pero también estableciendo espacios intermedios al interior del ser de las cosas y de nosotros mismos. Lo histórico se refiere al yo que perdemos, o dejamos reposar; lo nuevo se refiere a ese otro yo que emerge, el hallazgo, lo desconocido que ya vamos conociendo.
Aunque aparentemente abstracto, estas descripciones de los dispositivos nos enseñan a vislumbrar los puntos fuertes y débiles de cualquier poder, pero sobre todo nos enseñan a ubicarnos a nosotros y a nuestras comunidades y acciones dentro de la maquinaria del poder, a observar con detenimiento cuáles son las marcas identitarias que nos configuran y cuáles son los límites que creamos respecto a lo que heredamos. ¿Qué somos? ¿Una cosa que se señala con el dedo, un paquete de atributos, un espacio ocupado en el universo, un momento en el camino, una posibilidad arrojada al futuro? Pues sí, todas esas respuestas sirven, pero también somos un devenir, o muchos devenires aconteciendo juntos, continuándose y negándose. En tanto esfuerzo filosófico que focaliza la noción de límite, es comprensible que la obra de Deleuze abarque también la de devenir. La misma cualidad se aplica a los dispositivos, por lo que es importante no perder de vista que no usamos a los dispositivos, ni ellos nos usan a nosotros, debido a que “no son ni sujetos ni objetos, sino que son regímenes que hay que definir en el caso de lo visible y en el caso de lo enunciable, con sus derivaciones, sus transformaciones, sus mutaciones”[5].
Más arriba, al hablar de Foucault, señalamos la importancia de flexibilizar la idea que tenemos de que las identidades, muchas veces ligadas al discurso del nacionalismo, son la única fuente de subversión del canon, reforzando además la casi inexpugnabilidad del canon mismo. Ambos autores escogen hacer énfasis en la porosidad de las identidades, seguirles la pista a los trasiegos, e incluso a modelos aberrantes que surgen más a menudo de lo que creemos. La argumentación en torno al devenir abre fuego, conjunta e inmediatamente, al esencialismo y al inmovilismo en términos de identidad.
Atender esta dinámica entre «lo menor» y «lo extraordinario» es también explicar desde dentro cómo se forma y cómo se expresa esa especie de anomalía identitaria que mencionamos arriba al hablar de Foucault, y que no por anomalía es extraña a la conformación de muchos mecanismos de representación fuertes y establecidos hoy como modelos. Todo lo que hoy es grande, antes fue pequeño. Todo lo que hoy es modelo, antes fue margen. Lo que muta son los desafíos a los que no enfrentamos en cada momento y lugar de la historia.
Cuerpos políticos, presos desnudos
Para hablar de políticas marginales o de políticas menores en sintonía con políticas extraordinarias según el hilo argumentativo que hemos ido siguiendo, hay que empezar por el cuerpo. Decía Deleuze que el poder siempre necesitaba de cuerpos tristes, por lo que también debemos incorporar el elemento de la alegría, o del placer, en esta indagación alrededor de los cuerpos y su vínculo con formas de imaginación política que pueden acentuar, pero también diluir, nuestra condición de procesador y/o disruptor de la realidad.
Para Deleuze el cuerpo es un territorio justamente porque existe como algo dado al mismo tiempo que como algo que hay que producir. Concebir al cuerpo como territorio es otra manera de hacer añicos la división de sujeto y objeto, tan cara a Occidente, y que relega al cuerpo a esa parte objetual del sujeto, sin subjetividad y sin consciencia. La capacidad del cuerpo para conectarse con dimensiones básicas de la vida, como el peligro o el placer, no hace sino acentuar su capacidad de conectividad.
En agosto de 2020, la revista de periodismo narrativo El estornudo, publicó un dossier que juega de manera inteligente con todos estos elementos del cuerpo, el placer, lo político, lo vulnerable, lo otro. La Seguridad del Estado cubana había filtrado unas fotos y videos íntimos del artista y coordinador del Movimiento San Isidro, Luis Manuel Otero Alcántara, lo que provocó una oleada de solidaridad en la comunidad cultural alternativa que se materializó en la publicación de fotos de desnudos de muchos miembros de dicha comunidad. El Estornudo se dio a la tarea de recopilar todas estas fotos diseminadas en las redes sociales y mezclarlas con fotos de presos políticos cubanos, vestidos.
Esta inusitada combinación generaba un efecto de dislocación que se acentuó y a la vez se explicó a sí misma a través del título del propio dossier: Cuerpos políticos, presos desnudos, y en las breves palabras introductorias escritas por el director de la revista, Carlos Manuel Álvarez. Una vez más era la noción de límite la que hacía emerger significados interesantes que no eludían el tema de los privilegios y de la discriminación al interior de la sociedad civil cubana que era vigilada y hostigada por parte de la Seguridad del Estado. La clave del dossier no era un mensaje cifrado ni una declaración, sino más bien una pregunta: ¿qué o quiénes están desnudos hoy en Cuba?
Juntar las fotos de la comunidad artística fue fácil, no así conseguir suficientes fotos, y de calidad, de los presos políticos cubanos, que en ese momento rondaban los doscientos cincuenta, tal vez trescientos. Al lado de las fotos de artistas, intelectuales, periodistas y algunos activistas, que mostraban cierto grado de sofisticación además de buena factura, la mayoría de las fotos de los presos políticos eran precarias, fragmentos aumentados que pretendían focalizar sobre el preso en cuestión dentro de una foto original de grupo y que, en lugar de aclarar, terminaban por velar más los rostros. La insuficiente cantidad y calidad de la información visual de muchos de estos presos ha sido un obstáculo en la visibilidad de los atropellos cometidos a diario contra ellos y contra todo un sector mayoritario de la oposición cubana a través de los años[6]. Esta carencia es ilustrativa del desamparo y la soledad en que muchas veces operó dicha oposición, sin la herramienta del internet, con recursos limitados y sin una red de apoyo robusta y bien situada en determinadas instancias de poder nacional y/o internacional.
El dossier de El estornudo ponía sobre el tapete estas asimetrías, pero a la vez las solucionaba, aunque solo fuera en el espacio efímero e imaginario de una publicación digital. Eran cuerpos encontrados, cuya conexión mostraba un camino para la acción política a través de la empatía. Sin dejar de ser un ejercicio de autor, el dossier fue también un ejercicio estético de regeneración social, que reflejaba cambios al interior de la sociedad civil cubana, cambios aún tímidos pero insoslayables. Era la recreación visual, y virtual, de la fundación de un sentido de lo público dentro de la sociedad cubana, que incluía demandas concretas contra la censura y la instrumentalización de la sexualidad y la vida privada de las personas disidentes, lo mismo que contra la violencia a cuerpos de ciudadanos cubanos inocentes, racializados, que defendían su derecho a la participación y la oposición política.
Diverso, y no en igualdad de condiciones, esta caterva de cuerpos retratados constituía la mejor foto colectiva de un país roto pero vivo, que mostraba la interdependencia de cada una de sus partes, como la única posibilidad de transfiguración de cara a un fondo común de vejaciones y pérdidas. Si dependemos unos de otros, comencemos, primero, a autorreconocernos como individuos con voluntad y, segundo, a autopercibirnos como colectivo. El desafío estaba ahora en encontrar espacios físicos a esos sentidos públicos que hoy solo podían existir en el espacio virtual.
¿Todos somos San Isidro?
Una de las preguntas más frecuentes durante el Acuartelamiento de San Isidro, lanzada desde varios ángulos de la sociedad civil, era si San Isidro representaba o no a la mayoría de los cubanos, o si simplemente representaba a cada una de las personas que se cuestionaban sobre este particular. La pregunta iba y venía a lo largo de ese foro virtual de las redes sociales, que se activó como nunca antes en los marcos de la comunidad cubana dentro y sobre todo fuera de Cuba, en esos diez días del mes de noviembre de 2020. Al mencionar San Isidro, los inquisidores a veces pensaban en el Movimiento San Isidro, fundado un par de años antes y coordinado por el artista Luis Manuel Otero Alcántara, dueño de la casa donde el acuartelamiento tenía lugar; otros simplemente pensaban en las quince personas que en aquel momento permanecían encerrados en aquella casa, como si se tratara de una acción independiente y autosuficiente.
Dos motivos fundamentales eran la razón del cuestionamiento, o la sospecha, acerca de la representatividad de los acuartelados. Por un lado, la forma marginal que caracterizaba a algunos de los participantes de la acción. Formas crudas, por momentos agresivas, propias de sectores empobrecidos de la sociedad, lo mismo económica que culturalmente, que ponían en crisis los modales propios de las formas políticas y sus protocolos, pero también otros modelos relacionados a la decencia, la buena educación, o incluso las formas clásicas del activismo basado en la no-violencia. A medida que los días transcurrieron, y al menos la mitad de los acuartelados se convirtieron también en huelguistas, el peligro para su salud y para sus vidas fue disipando muchos de los escrúpulos de los cubanos y extranjeros que observaban el fenómeno. La crudeza del drama humano desplazó otras aristas del acontecimiento y se convirtió en la causa primera de empatía y de reconocimiento.
Se inició y avanzó super rápido en un proceso de construcción de confianza colectiva que normalmente es demorado y que en este caso se precipitó por la gravedad de los acontecimientos y por la autenticidad, no tanto de los protagonistas, como de su desamparo. Este proceso exprés de construcción de confianza, conectó con experiencias personales y comunitarias traumáticas, en una operación instantánea donde el peligro actual de esos cuerpos se conectó con el peligro propio, lo mismo si se trataba de un peligro pasado, o de un peligro futuro. Al decir de Walter Benjamin en las “Tesis de Filosofía de la Historia”, sexta tesis: “ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence. Y ese enemigo no ha dejado de vencer”.
La segunda razón principal de sospecha hacia San Isidro vino de la mano de la sospecha hacia la alegría. Cierta zona del sentido común, que replica maneras de las élites, políticas, pero no solo, contrapone la alegría a la seriedad e incluso a la profundidad de determinadas acciones o discursos. No son solo las dictaduras las que intentan desterrarla de la vida cotidiana de las sociedades, también esta es puesta en entredicho por los protocolos diplomáticos, las luchas reivindicativas, las fanaticadas religiosas y hasta por las discusiones teóricas.
A propósito, de la conversación y sus usos, hay un libro sobre unas charlas sostenidas entre Stuart Hall y bell hooks en 1996 y publicadas unos años después. En uno de sus prefacios Paul Gilroy se asombra gratamente de lo siguiente:
“Aquí, descubrimos que los intelectuales disidentes también pueden ser alegres, encantadores y críticos incluso cuando reflexionan sobre las preguntas más difíciles e íntimas de la vida familiar, el hogar y el parentesco. Si dejamos a un lado la preocupación y la paranoia actuales sobre si se están utilizando los conceptos y las frases correctas, podemos aprender del contexto de confianza que se ha generado”[7].
Aunque las buenas palabras demandadas en un caso y en otro tal vez no sean las mismas, como distintos son también los lugares ideológicos desde donde estas demandas son realizadas, no podemos dejar de apropiarnos de estas palabras de Gilroy para volver sobre el acuartelamiento y sobre las expectativas políticas por él generadas. Pese a todo, esa mezcla casi imposible de peligro y alegría que se respiraba en el acuartelamiento y se proyectaba hacia afuera, sumó más adeptos que detractores. La casi completa cobertura de lo que estaba pasando en esa calle de un barrio pobre de La Habana, por parte de la prensa, pero sobre todo a cargo de los videos en vivo de los propios protagonistas, no dejaba dudas de que lo que estaba aconteciendo era un trozo de la vida misma, con sus altibajos de tristezas y alegrías aleatoriamente repartidas, donde lo único que no bajaba era la intensidad. La adrenalina y su ambivalencia respecto a tantas disyuntivas que a veces creemos fijas, como la alegría y la tristeza, pero también lo bueno y lo malo, se convirtió en uno de los motores principales de la movilización que se fue generando, más allá de las fronteras físicas del emplazamiento breve de la casa y del barrio, una adrenalina de la que también se registraron efectos al interior de la comunidad del acuartelamiento.
Sin embargo, lo que tal vez nadie imagina es que nuestras discusiones habituales, también filtraban de maneras muy diversas el tema de la representatividad política y sus fantasmas. Lo que voy a contar a continuación más que una anécdota aislada, revela una preocupación consciente no solo sobre el destino de la acción que estábamos llevando a cabo, o sobre nuestras vidas, sino también acerca de nuestras capacidades políticas y sus límites.
El testimonio: «Después de la caída, no quiero que vengan los políticos»
No logro recordar el día concreto, tal vez cuarto o quinto día de acuartelamiento, porque Luis Manuel Otero todavía podía hablar fluidamente y no habíamos tenido aún que trasladar su espacio de dormir a la planta baja de la casa de Damas 955. En el mezzanine de la casa, donde solo alcanzaba el espacio para improvisar unos tres lechos de dormir con mantas y colchas amontonadas unas sobre otras, conversábamos Omara Ruiz Urquiola, Luis Manuel Otero Alcántara y yo. Era habitual que habláramos del futuro de Cuba, pero no como una especulación abstracta sino como algo que podía suceder mañana o pasado. Ahora me parece increíble, pero recuerdo muy bien esa sensación, otros pueden llamarlo ilusión o delirio, de que casi podíamos tocar ese futuro.
De repente, Luis Manuel dijo que cuando ya la dictadura estuviera en las últimas, “cuando la tuviéramos boqueando”, como le gustaba decir a él, podían venir los políticos a hacer su parte. Lo dijo al vuelo, sin reflexionar demasiado, e incluso mencionó algunos nombres. Para nosotros, que residíamos en Cuba, muchas de estas figuras se nos antojaban más personajes que personas, por lo que cuando las mencionábamos en realidad estábamos trayendo a la conversación otras cosas, casi como abrir la caja de Pandora, políticamente hablando. Recuerdo que mi reacción fue inmediata y, ante la mirada atónita de Omara y Luis Manuel, argumenté fervientemente que no, que no estaba de acuerdo con ese pase de balón, mucho menos si estaba justificado en la idea de que son los políticos los encargados de hacer la política. En todo caso, tenemos que estar todos, terminé diciendo.
Han pasado tres años del acuartelamiento, casi cuatro, y no he dejado de pensar en mi reacción de aquel día, incluso puedo decir que me he retractado varias veces de mis palabras y he entendido de muchas maneras el sentir de Luis Manuel, el por qué decía aquello. A la vez, nunca he dejado de encontrar sentido a mis palabras, de redimensionarlas, sustituyendo la impulsividad que las provocó por una observación más demorada e informada de las distintas realidades que modelan no solo a la oposición cubana sino a la de sus detractores, lo mismo que a sus aliados. Comprendí que mucho de lo que yo etiquetaba como política profesional, eran cubanos como nosotros que salieron antes de Cuba y que, dando tumbos, fueron adentrándose en una madeja de influencias y correlaciones de fuerzas, de la que emanan leyes y canales propios. Más o menos adaptados o legitimados, todos estamos improvisando, por lo que la aptitud más inteligente es seguir abriendo caminos, diversificar los esfuerzos, más que apostarlos todos a una misma ficha o disputarla.
Solo hay algo que no ha cambiado en mi interpretación de lo político: una voz que clama justicia para un amigo o para sí misma, desde cualquier esquina de Cuba, tiene la misma legitimidad política e incluso a veces hasta el mismo, o más, impacto que una organización completa, con estatutos, planes de trabajo y herramientas de monitoreo.
Hoy sé que la precarización de las formas políticas que hemos logrado inventar y mantener como oposición, o como disidencia, no es una característica contingente, sino una condición per se de nuestro accionar político, en un contexto que sigue dominado por las reglas tácitas del totalitarismo, da igual si estamos en «tierras de libertad» o en «las entrañas del monstruo». Creo que nuestra actitud ante los estándares políticos debe dejar de ser la de la un Ícaro tropical intentando temerariamente acercarse al sol que no puede sino precipitar su caída, y debe parecerse más al escarabajo estercolero que recolecta la mierda como materia primordial para construir su hábitat inmediatamente después. Curiosamente, en el antiguo Egipto este pequeño insecto era asimilado al sol en grabados y pinturas. Creo que hay que reconciliarse con lo que esa precarización significa y aprender a verla como posibilidad, además de como una limitante. Entender las potencialidades de lo precario justamente para no normalizarlo.
Mixtura y ambivalencias del Acuartelamiento de San Isidro
La pregunta por la representatividad, y su encarnación más concreta en la pregunta por las formas convencionales de hacer política y el cuestionamiento de su viabilidad en el caso cubano, se conecta con la pregunta sobre la capacidad de victoria de nuestra empresa política, es decir, de alguna manera es una pregunta del futuro. Sería ingenuo pensar que la representatividad no es un factor determinante en medio de la construcción de un tejido social dañado, como es el cubano, más aún cuando está mostrando signos de insurgente vitalidad, como se comenzó a verificar a partir del año 2020. Sin embargo, creo que se trata de una representatividad asociada a determinadas personas o grupos concretos, y al espacio que estas consiguen ganar, como una representatividad «ocupa». Siguiendo esta lógica del «estar ahí», tiene sentido pensar que mientras más mixtos fueran los grupos disidentes que surgían, más posibilidades de representatividad tendrían. Justo esto sucedió con el Acuartelamiento de San Isidro.
A la luz del presente, me parece claro que el acuartelamiento no podía conducir por arte de magia al derrocamiento de la dictadura en Cuba. La política no es magia, como tampoco lo es el activismo. El acuartelamiento fue un acto performativo no porque se estuviera simulando en el lenguaje, o en el símbolo, un fin que no ocurrió en la práctica, sino porque ese fin se imaginó y se experimentó de manera singular y por lo tanto efímera. Matamos a la dictadura dentro de esa casa por diez días. Que no pudiera ser en ese momento para siempre no significa que no será, al contrario, significa que puede ser mañana o pasado. Su presente efímero fue lo que selló el destino de esa muerte para el futuro.
Lo que debía instaurarse en la imaginación del cubano en esos diez días de acuartelamiento, era que una acción política basada en la solidaridad y en la generación de lazos de empatía entre las personas, era efectiva ante la violencia de Estado. Que ganaba sentido la acción política basada en la puesta en riesgo del cuerpo y de la propia vida, ante la estandarización del gran relato de la Patria y su equiparación de Patria y Muerte por el Estado que la había secuestrado. Ante la posible muerte real de unos cuantos cuerpos, la gente entendió que habían estado muriendo lentamente por demasiado tiempo. Que era preferible, en efecto, morirse, como dice nuestro Himno Nacional, pero que la vida y la muerte no puede ser/estar dispensada por un Estado que creció y creció a base de anular las existencias individuales de todos.
El acuartelamiento y su creciente mediatización, con la ayuda imprescindible de las redes sociales y del accionar de muchos pequeños poderes personificados de influencers, medios de prensa independientes, famosos de todos los campos, imágenes de arte que se diseminaron como pólvora, etc.; convirtió en fórmula de éxito político a corto plazo, los numerosos ejemplos de organización autónoma efímera que se habían dado en el activismo cubano históricamente y que, en su mayoría, habían sido aplastados por la maquinaria represiva del Estado Cubano.
Esos brotes no habían dejado de resurgir una y otra vez por décadas, a veces bajo la forma de algún artista o poeta solitario, de proyectos culturales, de grupos de ayuda mutua, de intentos revisionistas del marxismo que pretendían “arreglar” la Revolución, etc. Los rostros varían, pero no la intención de alcanzar un mayor grado de libertad y de autonomía en cualquiera de las actividades de las que se ocupaba cada comunidad. Una a una, estas “organizaciones” fueron desmanteladas por el Estado. San Isidro es heredero evidente de esa tradición creativa y alternativa, pero le añadió a la misma la conciencia de que cuando el Estado viniera a cortarle las piernas, había que darle a cortar también la cabeza.
De alguna manera se había llegado a la conciencia de que ya no era válido adaptarse a las reglas del poder para conseguir existir. No quedarte en tu casa cuando la policía te sitiaba; no dejarte detener sin más cuando la policía política venía a secuestrarte en plena calle; no dejar que te chantajearan usando tus comunicaciones privadas, por muy escandalosas que estás pudieran resultar a la moral colectiva; no dejar solo al que detenían, ir a buscarlo a las estaciones de policía. Son solo algunos ejemplos que vienen ahora a mi mente. No escapar de las consecuencias evidentes que acarrea querer ser libre en medio de un régimen totalitario, ir en busca de esas consecuencias, acelerarlas. En alguna medida, San Isidro pretendió unir las enseñanzas de esos grupos de resistencia y creación alternativa que habían existido siempre en Cuba, con la frontalidad de la oposición política más explícita, que también contaba con una tradición extensa.
De esa convergencia surgió, no una sumatoria de razones o de maneras de hacer, sino una composición mixta, o híbrida, difícil de clasificar, que se hizo muy evidente en al Acuartelamiento de San Isidro. No éramos exactamente la llamada oposición tradicional, pero tampoco éramos exactamente comunidad artística alternativa. De hecho, el proceso de reconocimiento y de acercamiento de la comunidad artística cubana con el Movimiento San Isidro fue complejo, porque desde que este surge, en 2018, buscó tensar los límites entre arte y política que el propio circuito arte había reinventado en la última década. La historia de la movilización contra el Decreto 349 arroja múltiples ejemplos de las altas y bajas de este proceso, y de la atracción, y al mismo tiempo cautela, que la comunidad artística cubana alternativa tenía con respecto al MSI. Esa misma tensión se experimentaba entre los distintos partidos y organizaciones de la llamada oposición tradicional y el MSI, una tensión que fue aligerándose con el tiempo.
El acuartelamiento vino a complejizar aún más la composición híbrida de San Isidro. Junto a un núcleo de unas cinco personas que pertenecíamos cabalmente al MSI, se unieron colaboradores y amigos, y también personas que ni siquiera se conocían entre sí y no eran activistas, personas de pueblo que se sintieron identificadas con las injusticias que estábamos denunciando y que decidieron participar de la acción. No sabría qué responder a la pregunta de si éramos Pueblo, así indistintamente y con las connotaciones que esa denominación tiene, aunque supongo afirmarlo tampoco sería incorrecto; pero sí sé que no éramos simplemente un sector del activismo o del artivismo cubano. Aunque a escala mínima, la composición de esta incipiente comunidad fue lo más parecido a la sociedad cubana nombrada de manera general, y esa es la mayor similitud que puedo encontrar entre el acuartelamiento y el 11 de julio.
No una relación de antecedente literal, como han señalado algunos, de que la primera acción provocó la segunda, como si la realidad ocurriera dentro de una probeta aislada, sin la influencia de numerosos factores externos, algunos incluso invisibles para nosotros. Lo que para mí enlaza ambos acontecimientos es la mixtura de sus componentes sociales, la ambivalencia y hasta cierto punto imposibilidad de definición, tanto de sus protagonistas como de sus objetivos, causas y consecuencias. De alguna manera, ambos sucesos, muy diferentes a nivel de escala, no son reducibles a ninguna causalidad prevista de antemano, ni a ninguna agenda ideológica particular, tampoco a ninguna cristalización futurista express, al estilo de las muchas que vemos desfilar ante nuestros ojos cada vez en los últimos tres años; esa tendencia proliferante de proyecciones demagógicas que aseguran el paraíso democrático en tres días, son propias de la enajenación continuada en la que hemos crecido, pero también de ese alumbramiento repentino que nos ha convertido a todos en posibles agentes de influencia, en un contexto hipersensible a cualquier tipo de manifestación de lo público-político y un poco desprovista de entretenimientos efectivos.
De hecho, la confusión habitual de si los acuartelados éramos MSI o si desbordábamos su nómina, daba fe de esta composición ambivalente que indicaba a un tiempo un ser y un no ser.
Estos señalamientos van más allá de lo anecdótico y también más allá de una estadística de rigor sobre la composición de nuestro grupo. La mayor importancia para mí, más que en el orden de los contenidos, se da en el orden metodológico y tiene que ver con las implicaciones políticas y ante todo existenciales de esa misma ambivalencia. Justamente porque la ambivalencia es una fuente constante de contrasentidos, y tiene un efecto inquietante sobre nosotros cuando intentamos ajustar la realidad a un puñado de etiquetas predeterminadas.
Después de casi cuatro años la ambivalencia de San Isidro persiste, tanto que no sabemos bien si está vivo o muerto. El tiempo pasa y con él pasa el peligro y el dispositivo se debilita. Cuando ya los cuerpos no parecen estar en peligro, otros procesos de desagregación ideológica, cansancio o desterritorialización al interior de determinadas militancias o determinados activismos se ponen en curso. A mi juicio todos estos procesos son sanos, aunque traigan consigo esa sensación de que perdimos la oportunidad o que tenemos que empezar de nuevo.
El reacomodo del sistema totalitario siempre es más rápido, pues tiene menos elementos que sintonizar, pero también es menos creativo, teniendo en cuenta que su prioridad es la estabilización de la crisis. Ante la cacería de brujas implacable en la que el sistema está enfrascado en estos momentos, cortando los lazos que fueron articulados y previendo la emergencia de nuevas conexiones, la única posibilidad que logro vislumbrar es seguir sacando la cabeza por donde el poder no se espere y seguir generando conexiones improbables. Lo que no podemos perder de vista es que en la vida social pasa lo mismo que en la vida personal, algunos nuevos lazos requieren cortar lazos previos o seguir desarrollando capacidades para la ambivalencia identitaria.
La capacidad de la ambivalencia para arrojar luz sobre determinadas líneas de fuga dentro de realidades consideradas «menores», que se dan en las inmediaciones de los grandes sucesos, es señalada de manera excepcional, como ya vimos por Deleuze y Guattari en sus investigaciones. En sus Diálogos con Claire Parnet, en la década del ochenta, el primero de estos autores señala que todos los contrasentidos son buenos, pero no como interpretaciones sino como creadores de espacio, de una lengua al interior de otra lengua. ¿A qué se refiere Deleuze con «crear espacio» y por qué eso sería importante desde el punto de vista político? ¿Qué nivel de impacto puede tener eso de «crear espacio» cuando lo que se anhela es la caída de una dictadura para construir una democracia y, de paso, establecer formas políticas duraderas acordes con los estándares internacionales?
El texto de Hilda Landrove sobre el 11 de julio de 2021, con el que anunciamos estaríamos conversando, es una respuesta a la demanda anticipada de equiparación política de Cuba y el mundo democrático, la demanda de que la oposición cubana debe tener un programa político convencional, sostenido por una estructura y formas de acción y comunicación acordes con esta exigencia. De lo contrario, la oposición cubana es catalogada festinadamente de antipolítica. Para mí está claro de que también es una demanda de asimilar el proceso opositor cubano a los procesos de otras sociedades de la región, la venezolana fundamentalmente, y de paso seguir la agenda de agencias políticas influyentes; pero estas relaciones tendrían que analizarse de manera independiente en otro texto.
Por su parte, en su respuesta, Hilda analiza y valida la emergencia de una peculiar política de los márgenes, basada en la idea de la singularidad. El 11 de julio hizo posible algo que no lo parecía, descontando de un plumazo décadas de inmovilismo en lo que se refiere a la ocupación de la calle por una fuerza considerable contraria, o al menos desafiante, del poder central. Resultó la eliminación de una barrera en el imaginario del cubano de que el cambio nunca sería posible. Lo singular, tal y como lo explica Hilda, se refiere a lo que no puede replicarse de manera literal pero que no cierra las puertas a su repetición creativa, lo singular resulta similar al «crear espacio» de Deleuze.
Sin embargo, ese «crear espacio», no es solo ensanchar las posibilidades ya existentes, haciendo posible lo singular, es también llenar ese camino de contenido, o al revés, ubicar en un sitio ese contenido creado. En el segundo apartado de este texto hablamos del dossier Cuerpos políticos, presos desnudos, para referirnos a la creación de un cuerpo colectivo anómalo, que ponía a dialogar las vulnerabilidades y las fortalezas de dos cuerpos colectivos diferentes y distintamente vigilados. En este caso, imaginar el encuentro de lo supuestamente intocable a nivel social, ya señala una subversión.
¿Dónde, además de ese lugar imaginario, se encuentran esos cuerpos del dossier, cuerpos reales, cuerpos que sienten? ¿Acaso están condenados a habitar eternamente el espacio etéreo y siempre tendiente al futuro de las conjeturas políticas? ¿Qué lugares físicos vienen a la mente cuando pensamos estos cuerpos inmersos en la sociedad cubana? Durante algún tiempo no existía respuesta a estas preguntas diferente de la metáfora. El acuartelamiento resultó también un lugar posible para estos cuerpos desplazados y a la vez encontrados. Le otorgó un espacio físico y público a la ambivalencia, a esos cuerpos mixtos del dossier, lo mismo que a esos quince cuerpos finitos que habitaban la casa de Damas 955 y así a millones de cuerpos cubanos dislocados.
En el dossier de El Estornudo, la escogencia de pares improbables no era fortuita, respondía a la comprensión de un fondo de indefensión social, en el que se daban procesos tanto de semejanza como de diferenciación, e incluso segregación. Los cuerpos de los presos políticos y los cuerpos desnudos de los artistas, no se interpelaban por asimilación, sino por la interdependencia social que podía vislumbrarse al poner a unos frente a otros y ver el lugar que ocupaban dentro del esquema represivo. También por las consecuencias sociales y políticas que tenían sus decisiones. En esta ecuación, lo que le faltaba o sobraba a unos, incidía irremediablemente en la situación de los otros y, sin embargo, podían estar décadas enteras sin advertirlo o sin hacer de esa advertencia sentido, o poder. El acuartelamiento apareció de repente como lugar tentativo de todas las carencias y las demandas, y también de algunos hallazgos, podía ser el lugar para lo que cada uno de esos cuerpos era y cargaba, también para lo que surgía de la interacción de unos con otros.
De la misma manera, la espontaneidad con que ocurrieron las jornadas de protestas del 11 de julio de 2021, no impide entender que no surgieron de la nada. La subrepticia formación de sentidos, primero personales, conscientes y no conscientes, fueron dando lugar a sentidos más comunitarios de hartazgo y de empoderamiento; fueron dando lugar a afectos, formas de mirar y procesar la realidad, diferentes del miedo y la desidia. Poner un pie en la calle fue el comienzo de otra etapa, pero sobre todo fue la culminación de muchos procesos paralelos de larga data, entre los que resaltan la construcción paulatina de la confianza; las formas colectivas de expresión; la reinvención conjunta del sujeto y lo público, y del cuerpo y lo público; la creación de un mapa de la emancipación, a medio camino entre lo físico y lo imaginario.
En la introducción del libro de Solnit, se lee que “un desastre comienza de repente y nunca llega a terminar del todo”. En el caso cubano, creo que estamos deseosos de llegar de una vez a ese futuro incompleto, donde la prioridad no sea la angustia por los cuerpos de los que están presos o desterrados, sino el aprendizaje a largo plazo que nos deje la lucha y superación del régimen totalitario más longevo del planeta y la búsqueda de nuevas opciones liberadoras en un nuevo contexto. Explorar por fin qué nuevas combinaciones de «lo menor» y «lo extraordinario» nos depara el futuro.
[1] Ver a Luis García Fanlo en “¿Qué es un dispositivo?: Foucault, Deleuze, Agamben”, A Parte Rei, no. 74, marzo de 2011.
[2] Solnit, Rebbeca (2020). Un paraíso en el infierno: Las extraordinaries comunidades que surgen en el desastre. Editor digital Titivillus, epublibre, traductor David Muñoz Mateos.
[3] Idem
[4] Deleuze, Gilles y Félix Guattari (1978). Kafka. Por una literatura menor. México: Ediciones Era.
[5] Deleuze, Gilles y Félix Guattari (1978). ¿Qué es un dispositivo?, en Por una literatura menor. México: Ediciones Era.
[6] También en agosto de 2020, escribí un texto sobre el preso político Silverio Portal Contreras, donde reflexionaba sobre estas cuestiones del desbalance visual, pero también en otros órdenes dentro del activismo cubano: Silverio Portal o ciertos vacíos del activismo en Cuba.
[7] hooks, bell y Stuart Hall (2020). Funk sin límites. Un diálogo reflexivo. Barcelona: Ediciones Bellaterra.
Responder