William Navarrete: Entrevista a Fausto Canel / ‘La Habana era una gran ciudad, y no la montaña de escombros que es hoy’

Archivo | Autores | Cine | 28 de agosto de 2024
©El arquitecto Frank Martínez, Alfredo Guevara, Fausto Canel y Guillermo Cabrera Infante en La Habana, 1960 / Cortesía

Conocí personalmente a Fausto Canel como productor del programa Todo con arte que dirigía a principios de este siglo la periodista Olga Connor en la emisora Radio Martí. Antes de nuestro primer encuentro ya había leído su libro Ni tiempo para pedir auxilio, que me había extendido el pintor Ramón Alejandro en París, quien era el autor de la portada. Otro amigo, el cineasta cubano Roberto Fandiño, me había contado en su apartamento de la calle madrileña de Churruca algunas anécdotas de la película en la que había colaborado con Fausto. 

Luego, lo seguí viendo en Miami después de nuestro primer encuentro, en cenas y fiestas en casa de Olga Connor y de Orlando Rossardi, en que nos reuníamos con amigos en común como los escritores Matías Montes Huidobro, Yara González y Rita Geada, entre otros. Y, aunque hace algún tiempo no coincidíamos, nunca lo perdí de vista. Ahora que vive en la localidad de Hollywood (al norte de Miami) hemos reanudado nuestras conversaciones de antaño, una oportunidad para retomar el curso de nuestro intercambio y ahondar un poco más en parte de su obra y vida que desconocía o que simplemente, había olvidado.

Fausto Canel es otro de esos estupendos cineastas como Néstor Almendros, Alberto Roldán, Eduardo Manet, Ramón Suárez, Nicolás Guillén Landrián y Orlando Jiménez Leal que se perdió Cuba. Mejor que sea él quien nos lo cuente.

―Háblanos de tus orígenes familiares. 

―Nací en La Habana, el 16 de octubre de 1939, exactamente en la clínica La Covadonga, que era la de los asturianos en la capital cubana, barrio de El Cerro. La razón de haber nacido en esta institución era que mis abuelos paternos provenían de Asturias, aunque mi padre, Faustino Canel Méndez, había nacido en Cuba. En realidad, mi abuelo paterno, originario de Coaña, fue uno de los tantos asturianos llegados a la Isla como emigrante a principios del siglo XX. Poco después abrió una tienda mixta en el central Camagüey, poblado de Piedrecitas, que era de capital norteamericano. Con esa tienda mixta, mi abuelo hizo mucho dinero, suficiente para mantener a sus nueve hijos, enviar a una de las hijas a estudiar a España y a otro a Connecticut, Estados Unidos. Mi padre se había quedado trabajando con él como su mano derecha hasta que ocurrió el cataclismo de la crisis del Machadato en 1933. Entonces, el central cerró, la población se fue a buscar vida a otra parte y la tienda de mi abuelo quebró. Aquello le dio tanto disgusto que se piensa que fue la razón por la que tuvo un ataque de apendicitis, y como en el batey del central no había cirujano mi padre lo condujo en su automóvil hasta la ciudad de Camagüey, pero falleció en el viaje pues no llegaron a tiempo.

Por ello, mi padre acompañado de mi abuela paterna abandona Piedrecitas y se va a Artemisa, un pueblo de los llanos habaneros, en donde vivía un hermano de esta. Es allí donde conocerá a Nieves Menéndez Mendéndez, quien se convertirá en su esposa y en mi madre. Ella era hija de primos y su padre, José Menéndez, también originario de Asturias, pero del pueblo de Navia, tenía en este pueblo una sastrería, una sombrerería y una tienda de telas. Poco tiempo después se instalaron en La Habana, aunque de pequeño recuerdo que viajábamos a Artemisa para visitar a un tío abuelo que vivía allí todavía con su descendencia.

―¿Cómo fueron tus primeros años de vida? ¿Cuál era tu barrio?

―Nuestra casa familiar estaba en la calle Escobar, N° 112, entre Ánimas y Lagunas, en lo que hoy se llama Centro Habana, muy cerca del parque Maceo, sus cafés, de la Beneficencia y el Malecón. Ese barrio se llamaba San Leopoldo y era muy agradable caminarlo, contrariamente a lo que parece que es hoy. Camina siempre hacia el este, es decir, hacia lo que era el núcleo comercial habanero alrededor de las calles Galiano, Neptuno y San Rafael. Hay que saber que la vida nocturna y comercial de La Habana de la década de 1940 no se desarrollaba en El Vedado. La Rampa apenas existía y El Vedado era un barrio más bien residencial con algunos hoteles como el Nacional y el Presidente, pero nada más. 

―¿Dónde cursaste tus estudios?

―Toda mi escolaridad la hice en el Colegio de La Salle, fundado por una congregación de pedagogos franceses y cuyo plantel principal, al que yo asistía, estaba en la calle 13, entre B y C, en El Vedado. Allí cursé desde la primaria hasta el bachillerato. Recuerdo que iba desde casa en la ruta 30, que atravesaba toda la calle L hasta Línea, y durante el trayecto miraba por la ventanilla las diferentes manzanas. En la esquina de 23 y L, por ejemplo, no había nada. Hubo, al principio, un parque de diversiones que se llamaba Jalisco Park (antes de que lo montaran después cerca de 23 y 12), que derrumbaron para dejar lugar a un enorme hueco en el que se empezó a construir, años después, el hotel Habana Hilton. Tampoco existía el complejo de Radiocentro, en la otra esquina, hasta que se construyó primero un cine llamado Wagner. Y el espacio donde se hizo luego el Coppelia era tierra baldía. Esto revela el salto increíble hacia la modernidad que representó la década de 1950 para La Habana.

Los profesores de La Salle eran hermanos, no sacerdotes, lo que significaba que la educación no se regía por el catolicismo español a la manera en que lo hacían otros colegios como el Belén, en manos de los jesuitas. Aunque los hermanos de La Salle practicaban el celibato, no había fanatismo. La ley cubana exigía que las asignaturas de temas nacionales las impartieran cubanos, algo muy importante en mi educación ya que tuve excelentes profesores que eran católicos cubanos y el germen de una intelectualidad afín a la democracia cristiana. Tuve, por ejemplo, a Andrés Valdespino, a Rafael Fiallo, entre otros. 

―Tenías 14 años de edad cuando ocurrió el golpe de Estado de Fulgencio Batista, en 1952. ¿Qué recuerdos tienes de este momento?

―Aunque estudiaba en un colegio de niños ricos, en el que no se tenía contacto con los temas políticos como ocurría en los institutos públicos de la segunda enseñanza, el día en que ocurrió el golpe de Estado mi profesor Ángel del Cerro, quien más tarde se destacó como cronista político, llegó a clases con una banda negra en la manga derecha de su traje. Recuerdo que sin hablar de política nos dijo que se había colocado aquella banda porque ese día la democracia cubana estaba de luto. Nosotros, los alumnos, no entendimos ni pitoche, pero aquel fue, digamos, mi primer contacto, al menos visual, con algo que tenía que ver directamente con la política. 

Por otra parte, tenía un amigo en mi barrio que se metió un día en una manifestación estudiantil contra el gobierno de Batista y le dieron un balazo en una pierna. Lo hospitalizaron en el [hospital] Calixto García, que era un hospital universitario en el que la policía no podía entrar, y fui a visitarlo durante su convalecencia. Este fue mi bautizo de guerra, al ver por primera vez a alguien herido por razones políticas. 

Lo que sí no se podía ocultar era el clima de zozobra y la atmósfera agobiante que se respiraba, sobre todo cuando eras adolescente y pretendías llevar una vida nocturna normal, salir a divertirte y estas cosas. Siempre temiendo de que me viera involucrado en alguna reyerta callejera con la Policía, mi madre me esperaba en el balcón de nuestra casa, preocupada por no verme regresar y no se acostaba hasta tanto yo no volviera sano y salvo.

―El cine ha sido el centro de tu vida. ¿En qué momento empezó esta afición?

―Empezó desde los nueve años, en mi propio barrio, en el cine Neptuno. Los sábados, mi madre me daba 10 centavos y con eso entraba a las 12:00 del día a las llamadas matinés y salía a las 7:00 de la noche de la sala. En esas tandas que tenían lugar antes de que comenzaran las películas para adultos asistía a un maratón de películas: cinco dibujos animados, tres comedias, dos capítulos de series y ponían incluso los avances de los estrenos de la semana, además de películas de acción y de aventuras, casi todos de la Republic Picture o de la Monogram. También veía wésterns de Roy Roger o Gene Autry. Fue aquel cine de barrio mi primera escuela de cinematografía. 

A partir de ese momento empecé a entender el cine como forma de lenguaje y narración, al punto que un día, leyendo el Diario de la Marina, vi que anunciaban un concurso de crítica de cine según el cual se premiarían con una beca de la 20th. Century Fox para estudiar Apreciación Cinematográfica durante un curso de verano los 10 mejores trabajos que recibiera el periódico. Yo había acabado de ver Carrusel, una película norteamericana que me pareció malísima, y entonces escribí una crítica sobre esta y la envié al concurso. Mi crítica resultó ganadora entre otras nueve y durante todo el verano de 1956 pude asistir a los cursos que impartió el profesor José Manuel Valdés Rodríguez, creador del primer Cine Club de la Universidad de La Habana y promotor de la divulgación cinematográfica en Cuba. Valdés Rodríguez nos brindó una cronología de la historia del cine y gracias a su incipiente cinemateca nos proyectó películas claves como El nacimiento de una nación o El acorazado Potemkin que de otra manera no hubiéramos podido ver en los circuitos comerciales. Fue alguien muy importante para mí en una época en que otros intelectuales cubanos pensaban que el cine era una tontería. 

Entonces, un hermano de La Salle, al enterarse de mi afición por el cine, me propuso que dirigiera el primer cineclub del colegio. Así fue como cada domingo, después de la misa y con 17 años, proyectaba para los alumnos interesados una película de mi elección, seguida de un debate. Yo estaba en quinto año de bachillerato y le daba clases a los de cuarto. Fue por eso que, al graduarme, este mismo hermano me dijo que como me interesaba tanto el cine me iba a introducir en el Centro Católico de Orientación Cinematográfica (CCOC), una asociación internacional que publicaba una revista de muy buena calidad llamada Cine Guía, en la que inmediatamente empecé a colaborarEl CCOC funcionaba como una comisión de censura moral pues decidía qué películas estaban acordes con los principios morales cristianos y cuáles no. Imagínate que la primera crítica que me propusieron fue sobre el filme francés de Roger Vadim y con Brigitte Bardot como actriz principal Y Dios creó la mujer, de 1956. Cuando me preguntaron mi opinión dije que era excelente. Ellos, sorprendidos, afirmaron que la película era inmoral, a lo que no yo les respondí que no sabía si era moral o no, pero que sí estaba seguro de que era excelente.

―¿Te dio tiempo a empezar tus estudios universitarios?

―En 1957 me inscribí en la Universidad Santo Tomás de Villanueva, en el Biltmore, para cursar Ingeniería Eléctrica. Era una universidad privada que pertenecía a los curas agustinos, equivalente en Miami a la Universidad Saint Thomas. Pero ya en el segundo año triunfó la Revolución, cerraron la universidad, nunca más la volvieron abrir pues la nacionalizaron y no pude continuar mis estudios. Después de todo, a mí lo que me interesaba era el cine y nunca tuve gran interés por los estudios universitarios que estaba realizando.

Pero sí entraste en el ámbito cinematográfico de lleno, siendo de los primeros integrantes del incipiente ICAIC, recién fundado… 

―En un coctel al que asistí en la barra Bacardí que estaba en el segundo piso de la casona del Conde de Bayona, en frente de la Catedral de La Habana, Alfredo Guevara invitó a todos los interesados en el cine a presentarse en las oficinas del recién creado ICAIC. Esto sucedió en marzo de 1959 y al principio las oficinas eran seis locales en el quinto piso del edificio Atlantic, sito en la calle 23 y 10, en El Vedado. En esa época Guevara intentaba ser ecuménico y aceptaba cualquiera.

Así fue como me presenté y me convertí en su ayudante y en unos de los ocho primeros integrantes, junto a Araceli Herrero (su secretaria), Tomas Gutiérrez Alea, Guillermo Cabrera Infante (que era crítico de cine de la revista Carteles), Eugenio Vesa (un ingeniero de sonido), Fernando Bernal Sánchez, Pablo Eptein (ingeniero químico) y un abogado cuyo nombre he olvidado. 

Todavía los marxistas no habían penetrado el recién creado Instituto, pues Julio García Espinosa, José Massip y otros de la vieja guardia prosoviética estaban en el Departamento de Cinematografía del Ejército Rebelde. Guevara era muy amigo de Fidel Castro desde la época en que ambos estudiaban en la universidad y quien le había prestado sus primeros libros de marxismo-leninismo en una época en que Fidel no leía más que a Primo de Rivera y a Mussolini. También fue con Lionel Soto, el hombre que llevó a Raúl Castro a la Unión Soviética por petición de Fidel Castro y el testigo del primer contacto de la KGB con Raúl en el viaje en barco de regreso a Cuba. Al igual que Carlos Franqui, había sido miembro de la Juventud Comunista, pero cuando Nikita Jrushchov reveló los crímenes de Stalin ambos se alejaron de la línea comunista y se adhirieron al Movimiento 26 de Julio, que era entonces de tendencia liberal y socialdemócrata.

―¿Cuál fue tu primer trabajo cinematográfico propiamente dicho en el ICAIC?

―Lo primero que hice en 1959 fue un documental didáctico titulado El tomate, sobre la siembra y recolección de este cultivo, filmado en Camagüey. El director de fotografía era Néstor Almendros y quien en realidad me formó y enseñó a visualizar un tema. Néstor venía de la publicidad, pero aquel tópico le interesaba porque su padre, Herminio Almendros, era un gran pedagogo republicano español, nombrado entonces director general del plan de educación rural. Cuando Alfredo Guevara contrata a Néstor se puede decir que la cámara de 16 mm que había traído de Nueva York era el único dispositivo técnico digno de ese nombre con que contaba el ICAIC.

Ese mismo año colaboré con una primera crítica en el suplemento cultural Lunes de Revolución y me convertí en asistente de dirección para el documental Sexto aniversario (1959), de Julio García Espinosa. Las producciones del ICAIC fueron ganando en complejidad y en 1960 realicé el corto El agua y dos años después fui el asistente de dirección del largometraje Las doce sillas (1962) de Tomás Gutiérrez Alea. Algo importante de esos años iniciáticos del ICAIC fue que nos obligaron a todos a trabajar un año como ayudantes de dirección, algo vital en el cine pues junto con el ayudante de producción el de dirección garantiza en realidad la organización de todo lo relacionado con la filmación de una película. 

―Tu consagración tiene lugar con un documental sobre el escritor estadounidense Ernest Hemingway. ¿Puedes hablarnos de esto?

―Ya había tenido lugar el famoso caso PM en 1961, por el corto de ficción de cinema free de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal que he contado ampliamente en otra entrevista. Guevara logró entonces control absoluto del cine en Cuba decapitando a todos sus rivales en el ámbito cultural, a aquellos que pretendían mantenerse independientes.

Al año siguiente me asignaron la codirección, junto a Joe Massot, de Carnaval, un corto que fue el primer documental a color del ICAIC, y ese mismo año dirigí Hemingway que ganó el Grand Prix del Festival Internacional de Sestri Levante, Italia, en 1963 (compartido con el documental cubano Primer Carnaval Socialista, de Alberto Roldán). En el documental el punto de partida era la Finca La Vigía, la residencia del célebre escritor norteamericano en San Miguel del Padrón, una barriada periférica de La Habana.

―También fuiste víctima de la censura y tengo entendido que El final, tu próximo filme, nunca recibió la autorización para ser difundido en Cuba. ¿Puedes hablarnos de esto?

―El cortometraje El final formaba parte de una trilogía de tres cuentos de amor titulada “Un poco más de azul”, de la cual formaban parte también Elena, de Fernando Villaverde, y El encuentro, de Manuel Octavio Gómez. Mi corto contaba la decisión de una mujer, interpretada por Norma Martínez que ya había protagonizado Carnaval, de irse del país, en donde ya no se sentía cómoda, a pesar de estar enamorada de su pareja, un papel interpretado por Jorge Fraga, quien creía que debía seguir siendo parte del proceso revolucionario. Por supuesto, al tratar el tema del deseo de exiliarse de personas comunes y corrientes como era el caso de aquella mujer, la película estaba llamando la atención sobre el hecho de que la emigración cubana iba ya más allá de los primeros batistianos y perjudicados por las grandes nacionalizaciones de los primeros años revolucionarios.

A pesar de que los guiones habían sido aprobados por la dirección del ICAIC y la película fue terminada y editada, sin que se nos dijese por qué, el largometraje fue desmembrado. En El final el sistema destruía a una pareja, símbolo obvio de la separación de la familia, uno de los elementos más dolorosos del “proceso revolucionario”. El ICAIC nunca autorizó su difusión.

―No permiten la salida de El final, pero te autorizan viajar a Europa en 1966 para presentar Desarraigo, tu próxima película, también condenada al olvido prácticamente y exhibida por primera vez en Cuba en 2009…

―En realidad, había tenido varios tropiezos con esa película, pero me invitaron en 1966 a llevarla a la Unión de Cineastas de Moscú. En Desarraigo había un elenco importante de prestigiosos actores como Yolanda Farr, Sergio Corrieri, Reynaldo Miravalles, René de la Cruz, entre otros, y el guion era de Mario Trejo. Alfredo Guevara la puso solo una semana y para sacarla esperó a que ganase una mención en 1965 en el Festival de San Sebastián. Era parte de su estrategia para no ser atacado por el ala de los comunistas extremistas del estilo de Edith García Buchaca, Vicentina Antuña y compañía. Por otra parte, ese mismo año, yo había terminado Papeles son papeles, una comedia sobre el cambio de la moneda en Cuba, que se exhibía en una semana de cine cubano en la ciudad de Karlovy Vary (Hungría) junto a La muerte de un burócrata, de Tomás Gutiérrez-Alea.

En Hungría, los húngaros que eran los más abiertos de los países del Este, me preguntaron que para donde deseaba que me pusieran el pasaje de regreso. En esa época se viajaba todavía con el pasaporte cubano sin necesidad de pedir visa, de modo que respondí “¡Para Roma!”. Allí quería conocer a Bernardo Bertolucci y reunirme también con Gato Barbieri y otras personas con quienes ya tenía relaciones. Aterricé con unas monedas en el aeropuerto Fiumicino. Al no tener para dónde ir llamé a la embajada cubana y me dijeron que ellos no se ocupaban de eso, que llamara a la representación en El Vaticano. Como conocía al embajador cubano en la Santa Sede este me aceptó tres días, el tiempo necesario para que restableciera contactos y me las arreglara por mi cuenta. Al poco tiempo conseguí una invitación para ir al Festival del Cine de Venecia, y un amigo desde Londres me pagó el viaje y me invitó a Inglaterra. El final del viaje fue París, en donde conocí a la que se convirtió en mi primera esposa, Denise Helly, una etnóloga francesa interesada en estudiar la presencia china en el siglo XIX en Cuba. Regresé a la Isla al cabo de seis meses, por gusto, porque allí no se podía hacer nada más. 

―¿Cómo logras salir de la Isla y en qué condiciones?

―Denise, como dije, vino a Cuba a hacer sus estudios en el terreno, e incluso llegó a publicar una década después un libro sobre los chinos de Macao en la Isla. En el momento de salir de Cuba quise hacerlo en el mismo barco que ella, que zarpaba desde el puerto de Nuevitas rumbo a Alemania del Este con escala en Marruecos, pero no me dejaron. Debo decir que fue Alfredo Guevara quien autorizó mi salida una semana después, porque era evidente que con la Ofensiva Revolucionaria de 1968 y los acontecimientos de Praga la sovietización era inminente y ya no podía seguir viviendo y trabajando en el país. 

El caso fue que salí en octubre de 1968, en avión, vía Madrid. Llegué a Barajas con un frío horrible, sin abrigo apropiado y sin una peseta en el bolsillo. Por suerte, en el aeropuerto me encontré con Yolanda Farr que había venido a recoger a la pintora Gladys Triana, quien había viajado en el mismo avión que yo, en el que, por cierto, viajaba también el pintor Hugo Consuegra. Yolanda tuvo la amabilidad de dejarme en taxi en casa de Ramoncito Suárez, la persona que me iba a acoger en Madrid hasta que llegase Denise de Marruecos, en donde se había bajado del barco.

Una vez reunidos los dos en Madrid teníamos que conseguir el dinero para seguir rumbo a Francia. Pude traducir una pieza argelina de teatro del francés al español y con lo que me pagaron hicimos el viaje de Madrid a Barcelona, y luego de Barcelona a Lyon, ciudad de Francia de donde eran los padres de Denise.

―¿Te conviertes en exiliado en Francia? 

De facto, sí. Me casé con Denise, poco después, en París, en la Alcaldía del Distrito Quinto y nos establecimos en la capital francesa en donde el grupo de cubanos eran cuatro gatos y se limitaba a Néstor Almendros, los pintores Ramón Alejandro, Guido Llinás, Roberto García-York, Jorge Camacho y Julio Herrera Zapata, el escultor Agustín Cárdenas, el escritor Severo Sarduy, el cineasta Eduardo Manet, entre los que frecuentaba. Adquirí la nacionalidad francesa en cuanto la ley lo permitió. 

La embajada cubana se negó a facilitarme las copias de mis películas, y en una ocasión recurrí a Alfredo Guevara para que me las diera y me dijo que ya él no podía solucionarme ese problema. Por suerte, gracias a Néstor Almendros y porque un amigo argentino me había sacado una copia de mi documental Hemingway conseguí un trabajo en el canal de televisión escolar, no el mismo año en que me presenté, sino al siguiente, en 1970. Allí trabajé hasta 1977. 

Entre las películas que pude hacer en Francia están el cortometraje Patchwork (1970, Premio Cinémathèque de la Ville de Paris de ese año), Des images aux formules (1971, que representó a Francia en el Festival Internacional de Cine Educacional, Tokio, 1974)y Journal de Madrid (1973)cortometraje realizado con el fotógrafo cubano Ramón Suárez en un viaje a la España de Francisco FrancoTambién Des nouvelles images aux formules (1974), un corto de animación.

Por otra parte, Severo Sarduy, a quien conocía desde Cuba, me llevó a la radio, a la ORTF (lo que es hoy Radio France International) en donde tenían una antena en lenguas ibéricas que transmitía para América Latina y toda la península ibérica. Me dieron trabajo como crítico de cine y fue algo maravilloso porque gracias a esto pude ir varias veces al Festival de Cannes con gastos pagos y durante dos semanas para cubrir todo lo que ocurría en el que era y sigue siendo el festival de cine más importante del mundo. También fui corresponsal en Francia de la revista española Nuestro Cine.

―Tengo entendido que después de una larga estancia en París te instalaste en Madrid por largo tiempo.

―A partir de 1978, tras la democratización de España, empecé a trabajar con frecuencia en este país. Ya me había separado de Denise, quien, entre tanto, había estado viviendo un tiempo en China y luego en Canadá. Como yo hablaba tres idiomas, algo que no era usual en España, entonces me enviaban a muchos lugares como ayudante de dirección. Viví durante nueve años en este país, y allí hice el corto Espera, con Héctor Alterio y Cipe Lincovsky, que fue parte de la selección española al Festival de Derechos Humanos en Valladolid, en 1979, y un largometraje contratado en 1979 por Straight Shooter Productions, de Los Ángeles, que se convirtió en Power Game, y que se salió en 1982 como coproducción hispano-británica, con fotografía de Ramón Suárez. Ese mismo año su coproductor inglés lo llevó al Festival de Cannes, en donde estuve y en donde concursaba también la película cubana Cecilia, de Humberto Solás, quien, dicho sea de paso, cuando se cruzó conmigo en una callejuela hizo ni sé cuántas murumacas para evitar saludarme.

―Al final terminaste instalándote en Estados Unidos…

―En 1985 fui contratado como productor de comerciales de radio y televisión para la agencia neoyorquina The Bravo Group, sucursal hispana de Young & Rubicam. Con el cineasta cubano Roberto Fandiño hice un documental titulado Campo minado (1987) que hablaba del fin de las dictaduras militares en el Cono Sur, pero que filmamos en parte en Santiago de Chile, en donde todavía estaba Pinochet en el poder. En Nueva York me casé con mi segunda esposa, la chilena Macarena Zilveti, con quien tuve en esta ciudad a Alejandra, mi hija mayor. Como resultaba muy difícil criar a un niño en Manhattan decidimos mudarnos para California seis años después. Vivíamos en Costa Mesa, en donde nació Victoria, mi segunda hija, y allí permanecimos hasta que nos mudamos a Miami, en 1995.

―¿Cómo te sentiste en Miami tras tu llegada?

―En realidad, Miami nunca me gustó. Había vivido una Habana que fue hasta 1960 una ciudad cosmopolita, París, Madrid, Nueva York, Los Ángeles y tal vez por eso Miami me resultaba una ciudad poco atractiva, digamos que provinciana. Con el auge de internet trabajé haciendo una revista digital llamada Tutopia, en la que llevaba los temas de cine y noticias sobre dos países latinoamericanos. Pero sucedió que la emisora Radio Martí, que ya se había mudado de Washington para el sur de Florida, quería abrirse hacia el ámbito de la televisión y para eso estaban buscando a profesionales capaces de asumir la producción de programas. Me sometí a todas las exigencias de un tipo de trabajo federal como ese y me aceptaron. Entre 2001 y 2015 fui productor de programas de radio y televisión para Radio TV Martí.

También publiqué desde mi llegada a Estados Unidos varios libros, entre ellos Antonioni y otras aventuras (Ediciones R) y Ni tiempo para pedir auxilio (Miami, 1991), sobre mis experiencias políticas en Cuba; Dire Straits (Miami, 2013); Sin pedir permiso (Miami, 2015), y recientemente Revólver, que presentaré en la próxima Feria Internacional del Libro de Miami.

―¿Y Cuba? ¿Has intentado volver?

―La verdad es que no quiero morir de depresión. En 1968, cuando salí de Cuba, todavía La Habana era una gran ciudad y no la montaña de escombros que es hoy. Además, como siempre he dicho y publicado la verdad no creo que sea bienvenido. En 2019, el Instituto de Artivismo Hannah Arendt exhibió en su sede independiente en La Habana, en el marco de una muestra de cine independiente/pendiente varias de mis películas olvidadas, rescatadas por Luciano Castillo y presentadas por la actriz Lynn Cruz. Me cursaron una invitación de esta institución independiente y tenía, supuestamente, la autorización para viajar a La Habana. Me fui al aeropuerto con mi hija menor, Victoria, quien quería acompañarme pues no conocía el país de su padre. Y estando ya en la sala de espera para subir al avión uno de los funcionarios del Gobierno cubano me llamó para anunciarme que no tenía autorización para embarcar.

―¿Y qué pasó entonces?

―Entonces le dije a Victoria que fuera ella. El director de cine Fernando Pérez nos había brindado su casa para que nos alojáramos, ya que él estaba fuera del país en ese momento. Entonces Victoria fue, conoció el país o lo que quedaba ya de él, visitó los lugares relacionados con mi vida e historia familiar allí, participó en la retrospectiva que el INSTAR hizo y regresó a Estados Unidos.

Cuando me fui de Cuba mis padres se quedaron en la Isla. El Gobierno cubano nunca los autorizó para que me visitaran en París. Mi padre murió en 1973 sin que pudiera volverlo a ver. Cuando me mudé a Madrid, gracias a un contacto de Néstor Almendros y de alguien que tenía acceso a Celia Sánchez Manduley, pude entonces traer a mi madre a España. Pudo venir a verme unas tres veces, y luego también una vez cuando vivíamos en California. Pero dos años después, hacia 1995, cuando volvió a solicitar la visa para venir a verme otra vez, las autoridades norteamericanas consideraron que era ya muy mayor y que podía quedarse y constituir una carga para el seguro social de Estados Unidos. Yo hice la gestión ante un congresista de mi distrito en California, quien a su vez se comunicó con las autoridades consulares norteamericanas en La Habana y esa fue la respuesta que le dieron. Quiere esto decir que mi madre falleció años después, en 2010, sin que yo, su único hijo, pudiera volverla a ver.

Publicación fuente ‘Cubanet’