Humberto Nansen Tapanes: De una maleta tan ligera… [Sobre ‘La maleta de B.’ de Atilio Caballero]

Autores | 6 de octubre de 2024
©Fragmento de la portada del libro de Atilio Caballero

Desde joven padezco de un insomnio leve pero pertinaz. Desde joven, libros y lecturas que me tocan se enredan en este insomnio. Como terca neblina: palabras, metáforas y alusiones, elipsis del sentido se mezclan en el duermevela. No hablo del sueño como “prolongación distorsionada de la realidad”, y donde tantas veces esta naufraga disfrazada de fragmento pesadillesco. Hablo de un soñar que convoca la memoria en forma de plasma afectivo.  

Un instante único donde ya no perseguimos una ilusión: padecemos la “esclerosis del perseguido”. Un intersticio que clama por una palabra precisa; un ideograma clarificador: ¿le mot juste que moverá el mundo…? “Sientes el impulso de hacer algo con ese espacio vacío. Una compulsión fatal. Crear otra realidad”, escribe Atilio, en uno de sus cuentos.

Cuando, como lector, el acto de leer me permite articular mi experiencia de libertad a lo leído, sé, –indefectiblemente– que estoy ante un libro pleno de sugerencias. Y sin dudas, La maleta de B. (2020)*, es uno de esos libros.

La obra literaria de Atilio no necesita presentación. Como el Andy Simons de su novela La última isla, es un sobreviviente de aquella generación de fines de los 80 (o principios de los 90: Paideia, Naranja Dulce, Diáspora(s)) que, una y otra vez, insisten en tender un puente entre el Islote (lo subjetivo, el proyecto personal) y la Tierra Firme (lo colectivo).

Ya desde ese momento inicial fines de los años 80, y en el tiempo textual de la Nación, su obra, ha dicho la crítica, muestra cierto nivel de in-actualidad y despego de la realidad. Maneja referentes universales descolocados temporalmente, referentes que accionan sobre un magma memorioso. Desde este magma su escritura intuye lo mítico tras las estructuras de lo real y lo literario.

En este sentido, pero con una balanceada dosis de crítica oblicua aunque corrosiva, se aparta del ímpetu revolucionario en el momento en que caen los “socialismos reales” y llega a Cuba el pensamiento post-estructural. Son frases sueltas pero incisivas, y una referencia textual –1975 o 1976–, en La maleta…, lo que indica una precisa circunstancia histórica: los años del llamado Quinquenio Gris.

Sin poder explicarlo, asocio la obra de Atilio con lo mediterráneo y con cierta luz cenital, apolínea y tamizada. Con Claudio Magris (al que ha traducido), con el Roberto Calasso de La literatura y los dioses, con el Lawrence Durrell de El Cuarteto de Alejandría, y con el Ernest Jünger de Los acantilados de mármol. Esto, quizás, por ese ambiente mítico que circunda su escritura; o por su labor como traductor. Tal vez, por algún viaje en mi infancia donde, bajo esa luz mediterránea, tuve una peculiar visión de la bahía de Cienfuegos.

Lo repito: es una intuición y no puedo explicarla. Son referentes de un universalismo que colinda con el mito y lo sagrado: quizás el único no provinciano. Si, tal como pensaba el crítico y filósofo norteamericano, Marshall Berman –citando textualmente el Manifiesto Comunista de Karl Marx–, “todo lo sólido se desvanece en el aire”, entonces, lo sólido de la realidad podrá desvanecerse lo mismo en París que en su natal Cienfuegos…

Libro escueto, de apenas 73 páginas, La maleta de B. –pesada valija que cargaba Walter Benjamin cuando muere en Portbou huyendo de los nazis– tal vez sea la culminación de este proceso de creación al que hemos aludido en párrafos anteriores. Desde aquí, estos nueve cuentos pertenecen a lo mejor de la literatura cubana contemporánea; la mejor, porque cuenta con la inteligencia de su lector.

Y ya sabemos hacia qué “suculento” vacío de sentido gravita esa literatura. No hacia la condición cotidiana del lenguaje como maquinaria pragmática que oculta lo real de la realidad, sino hacia ese hueco más allá de las palabras donde algunos escritores, liminares y de frontera, escritores de “tajo preciso”, se han aventurado.

Ahora bien, si algunos de estos creadores llegan a este hueco mediante una trama ficcional y una prosa prolija, o cargada y hasta caótica –caso de David Foster Wallace, narrador, jugador de tenis y referente de este libro–; otros, como Atilio Caballero lo logran mediante la incertidumbre y la reticencia, la desnudez, y hasta una prosa “agujereada” y punzante (en el sentido del punctum barthesiano, alusión fundamental del texto). Así, para el narrador intradiegético de estos cuentos, hay varios momentos donde el hecho y la percepción que la acompaña parecen ocurrir, aunque no hay seguridad de esto. Ahí todo es “de un tono ambiguo entre el ocre y el siena”, “todo es relativo e impreciso entre la ladera oeste de la montaña de rocas azules y el mundo verde y definido”. Entre la percepción “en la distorsión de las figuras, en los detalles del entorno”, y la posibilidad que lo percibido devenga lenguaje, se abre un momento de incertidumbre, una frontera que aísla y comunica.

Como en la atmósfera de todo verdadero juego, con su dosis de “belleza metafísica”, “abstracción y formalidad”, hay una suspensión entre los polos opuestos, entre lo que se afirma y se niega: un espacio para la duda. Una duda no metódica ante el sentido, y relacionada con la incertidumbre de la vida y su juego: del juego que es la vida en su devenir. Como detalle curioso anótese, por demás, que en el imaginario del Taoísmo la ladera oeste de la montaña se asocia al color blanco y al otoño, al vacío como espacio cóncavo y receptivo. Y así lo dice Atilio en Dark side of the moon o también podría ser de otra manera: “Ese es el punto. Ese es mi problema. Ahora estoy sentado frente a una pared pintada de blanco”.

En el cuento, las circunstancias me obligaban a ser más inteligente que el mismísimo Roger Federer, el texto más deportivo del libro –o, mejor, lúdico– el protagonista narrador tiene una suerte de iluminación budista o satori acompañado de música, “compases, acordes nítidos y sencillos. Satisfaction”. “Their satanic majesties… música del diablo”. En medio de una tediosa sesión de saque en un partido de tenis, la pelota parece detenerse encima de su cabeza, allá arriba, eternamente. El sol encandila. Se llega a la ingravidez, al no-pensamiento. Todo juego “seriamente” jugado remite a la tensión del enfrentamiento en el mundo de lo sagrado. Surge la pregunta y, como en el mondo Zen –mon: pregunta, do: respuesta–, la rápida y acertada decisión: “qué coño hago yo aquí?…”. “Y me fui, nunca regresé”.

Todo el libro parece remitirse a esta decisión de abandonar, marcharse, no jugar más el pequeño juego de las máscaras cotidianas –también, por supuesto, este es el juego de la literatura– con su cuota de ego, vanidad y premios legitimantes; abandonar para comenzar el otro Juego, en el que somos nuestro propio rival y juez.

No es tan larga la genealogía de estos autores de “tajo preciso” que arriba veíamos; escritores que con un golpe preciso, rajan la pelota “en dos pedazos perfectamente simétricos” y siguen mirando las dos mitades. En el cuento que da nombre a este libro, la idea central parte de una explosiva mezcla de Nietzsche y Benjamin: “el aura de un fenómeno significa investirlo de la capacidad para devolvernos la mirada…”, porque, como han escrito otros exploradores de la imagen: el aura surge cuando la mirada le presta su poder a lo mirado. O, como dice Beckett –¿o el propio Atilio?– en el primer cuento, poco antes de llegar a las aguas termales: “jamás conoceremos lo propio si no le concedemos la insólita oportunidad que nos ofrece lo extraño”.

Reconozco tener prejuicios con las palabras: maleta, no es de mis predilectas. Sin embargo, la maleta de B., título de este cuento, resume el ambiente metafísico de estas apenas 73 páginas: una maleta leve, extraña, y bien organizada en su circularidad. Otro de los logros de este libro es que en sus páginas no hay referencias fortuitas. Y en esta circularidad de autores explícitos y citas intertextuales, no es casual la de Gershom Scholem: renovador de los estudios cabalísticos en el siglo XX, amigo de Benjamin, y quien mejor comprendió a este judío “esotérico y comunista”.

Desde el pensamiento de Scholem y Benjamin, para mí la pregunta fundamental de esta colección de cuento es: ¿hasta dónde el vacío de esta “alforja real” -metáfora cabalística que emplea Atilio- no es el gran vacío del mundo y del Cosmos? Un mundo vacío de Dios y de sentido, pero rebosante de imágenes. Maleta, como mundo e imagen. Antes de saberlo la física teórica contemporánea, lo intuía Isaac Luria y su especulación cabalística en su doctrina principal, Tzimtzoum. En otras palabras: el vacío que Dios deja, retrayéndose, cuando permite por amor una Creación rota y plena de incertidumbres: un recipiente oscuro rebosante de bien y mal.

Al final del cuento, el protagonista, al borde de un acantilado, observa la placa de cristal negro que parece resumir el destino de Benjamin. “Un nombre y una fecha. Nada más”. Mira, y ve, un manuscrito con sus tachaduras y apuntes al margen, el que nunca estuvo en la maleta: no es lo real. Solo es una imagen vista que devuelve la mirada en forma de sombra borrosa y deslavada. Imagen corrida y fuera de foco que nos remite, nuevamente, al punctum barthesiano: incierto y tajante, agudo y reprimido, grito en silencio. Masa oscura, e innombrable, que nos circunda. El mundo existe para llegar al punctum, o, al libro. La Cábala judía lo supo siempre: el mundo es un tejido de palabras que busca su unidad, oscura y primigenia, más allá de estas mismas palabras. “No hay otra manera de decirlo, ni anotarlo”.

Otra pregunta pertinente sería: ¿qué desean de mí estas imágenes que me miran? Y no ¿qué significan estas imágenes que miro? Pues, a fin de cuentas, lo esencial en estos escritores no está sólo en el hecho de ver las dos mitades de esta pelota rajada que llamamos mundo –mundo como imagen e imagen como mundo–, sino ser vistos por las imágenes en el acto mismo de mirar: única condición, tal vez, que permite evadir el efecto meduseo; lo que de fascinante y paralizador tiene toda imagen.

En esto, Beckett, arriba mencionado, y Kafka –y tantos más que exceden esta nota–, fueron adelantados y paradigmas. Ambos desconfiaron de la superficie y suficiencia del lenguaje y de la palabra literaria, artizada. Como el erizo de la fábula, ellos supieron una cosa, y grande: allende el hueco organizado que llamamos la realidad o vida, hay que lidiar con el “desastre”, “lo que está en el fondo del agua, o la ira del cielo”: el desastre y su descripción –o escritura– que Blanchot decía. Algo de eso hay también en La maleta… de Atilio.

Tal vez, el mayor ejemplo de lo anterior sea el cuento gran slam, donde el narrador habla de la cueva, el boquete en la tierra, el agujero, el túnel siniestro, los ojos fijos en lo oscuro, la mirada del padre, y la posibilidad de perder el brazo –¿el falo?– en la cueva de un cangrejo grande. Y claro, siempre tendremos la posibilidad de entrar –o no– en el Juego, pues el Jugador es otro de los determinantes de este libro, es decir, la posibilidad de mirar y sostener los ojos terribles del Padre; o, como dice Atilio: “algo que me punza y al mismo tiempo me provoca desconcierto… porque recala en una zona incierta de mí mismo”.

Mérito de esta Maleta… es, también, la exquisitez con que se ha escogido el exergo de cada pieza narrativa. De la última ficción, los vecinos de Birmingham, “La elegancia de una morada se mide por la calidad de sus fantasmas”, resume el tono metafísico, fantasmático, y hasta siniestro en sentido freudiano con que termina el libro. Los vecinos…, es un cuento de atmósfera gótica, ejemplo de lo señalado por la crítica en la obra de Atilio: el acceso de la memoria a una estructura mítica tras la realidad. En este caso, lo mítico es la casa como Eje Cósmico, espacio transversal y vertical poblado de presencias que no parecen de este mundo. Pero también, casa como cuerpo y mente: textos a descifrar.  

Una vez más es una foto quien desencadena la memoria del narrador; una foto, pero también su punctum: “lo que está detrás… el objeto perdido o la llave del laberinto”. Llegan al pueblo –a la casa de al lado– unos hombres altos, muy blancos y rubios. No es solo la clásica casa “onírica”, de luces y en perenne atmósfera de fiesta o de terror; sino también casa de olores, sabores, y ritmos musicales que se responden y se corresponden como creía Baudelaire. Casa como lugar mandálico, total y animado: espacio lúdico y ficcional de la escritura.

Por primera vez en este cuento final asoma un ambiente fatídico y pesadillesco, aunque no exento de ese aire de duda e incertidumbre que atraviesa todo el libro. El protagonista queda encerrado en un desván que presuponemos en tinieblas: olor a azufre, cristales rotos con rabia y violencia…no hay ni que decir que el Diablo anda cerca.

Habrá que encender, entonces, un fósforo que apenas ilumine, pero permita ver el espesor de la realidad oscura y distorsionada, “donde se esconde lo más deseado que es muchas cosas”; una palabra que convoque el plasma afectivo de la memoria, la densidad del recuerdo como una luciérnaga, como un brillo en la oscuridad; porque, como dijo Maurice Blanchot: escribir es –acaso y solo eso– velar por el sentido ausente.

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(*) Atilio Caballero. La maleta de B., Premio Alejo Carpentier de Cuento, La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2020.