Norge Espinosa: ‘Réquiem por Yarini’: una nueva puesta para un clásico polémico
Ciudad que se respete, ciudad que tiene sus propias leyendas, y La Habana, por encima de la desmemoria y ciertos abandonos, aún puede presumir de muchas. Una de ellas es la del fantasma de Alberto Yarini, el célebre chulo, souteneur, o proxeneta, como se le quiera nombrar, que tras su muerte en un tiroteo con algunos de sus rivales, se alzó a esa categoría, llena de contraluces, medias verdades, y misterios que aún perduran. Ese hecho ha sido comentado, relatado y mitificado en numerosas ocasiones.
El mito de Yarini ha inspirado, al menos, dos piezas teatrales, coreografías, es evocado en varias películas, y sigue siendo evocado cuando de celebrar o señalar a un seductor por excelencia se trata. La figura de Alberto Yarini, poco a poco, se ha disuelto en esa aura en la que se confunden ya detalles, nombres, relaciones políticas y sociales que también eran parte de su corta existencia, y que no han dejado de crecer hasta darle a su silueta algo más que las flores que siguen llegando a su tumba. En todo ello, Réquiem por Yarini, la tragedia escrita por Carlos Felipe, ha jugado un papel fundamental.
Nacido en el barrio de Atarés en 1914, Carlos Fernández Santana entra a la historia del teatro cubano como Carlos Felipe, cuando su pieza Esta noche en el bosque gana el concurso convocado por el Ministerio de Educación, en 1939, para gran sorpresa suya. El dramaturgo tuvo que hacerse a sí mismo, leyó a los grandes autores de la escena, se forjó en medio de las calles del puerto habanero, en un entorno que llegó a conocer a fondo. Gana otros premios, y en 1947 obtiene el que otorgó la ADAD con su obra El Chino, en la que consolida varias de sus obsesiones. Trabaja en un café, en un negocio de venta de automóviles, y finalmente lo hará en la Aduana: el puerto como un paisaje recurrente.
Con pocos estrenos a su favor, logra convertirse junto a Virgilio Piñera y Rolando Ferrer en la trinidad de lo que se llama nuestra «dramaturgia de transición». Está por aparecer un tomo con su teatro completo, cosa que hace mucho se le debe. Cuando la editorial Tablas Alarcos ponga en circulación ese volumen, podremos leer sus obras como un conjunto que se mira y dialoga consigo mismo y con nosotros: un mundo de personajes que intentan detener a la fatalidad que es el tiempo, tratando de que no se rompa la imagen en la que viven, aunque la muerte y la fugacidad siempre los ronde.
Réquiem por Yarini, su empeño más elogiado, y al que acaso dedicó más tiempo, es el resultado de trece años de escritura. Publicada en 1960, no se estrena sino hasta cinco años después. Varios directores se interesaron en esta tragedia, incluido Francisco Morín con su grupo Prometeo. Pero sería Gilda Hernández quien, en 1965, la presentaría en la sala Las Máscaras. En el elenco aparecían Helmo Hernández, Eduardo Moure, Isabel Moreno, René de la Cruz, y Asseneh Rodríguez interpretaba por vez primera a La Jabá, iniciando una línea de notables actrices que desde entonces a acá han asumido ese rol de la administradora del burdel donde Yarini reina, y la que mueve, como una sacerdotisa que habla con dioses negros, blancos y mestizos, los hilos de la trama. Pero aunque se haya querido leer en esos tres actos una representación puntual del último día en la vida de Yarini, lo cierto es que Carlos Felipe imagina un nuevo rostro para el dueño de San Isidro.
Quien quiera tener datos más precisos acerca del Yarini real, puede acudir a distintas fuentes. La mejor y más cercana en el tiempo es San Isidro 1910, Alberto Yarini y su época, que tras muchos años de investigación publicó Dulcila Cañizares bajo el sello de Letras Cubanas, en el año 2000. Ahí ella rescata voces, datos, crónicas, testimonios, que reconstruyen la ciudad y el entorno del célebre chulo, apelando al eco de su leyenda y a los documentos legales y reportes médicos que dan fe de su muerte.
En autores como Leonardo Padura o Miguel Barnet pueden descubrirse referencias útiles para trazar el perfil contradictorio de este seductor, parte de una familia tan respetada, que llevaba una doble vida como hombre de esa sociedad y sus reglas morales, mientras que por otro lado manejaba la prostitución en las callejas de San Isidro. Su rivalidad con el francés Luis Letot, a quien logró arrebatar a una de sus prostitutas (La Petit Berthe) desencadenó el tiroteo del 22 de noviembre de 1910. En la pieza de Carlos Felipe todo eso queda aludido, pero también metamorfoseado, por la imaginación del dramaturgo.
Es Alejandro Yarini, y no Alberto, como se llama en la tragedia al protagonista. Su antagonista pasa a llamarse Luis Lotot, y aunque esos cambios parezcan mínimos, son parte del derecho con el cual un creador pasa a crear, desde la realidad, su propia versión del mundo. El que nos retrata en Réquiem por Yarini es un universo concentrado, de alta densidad dramática, donde sus personajes hablan en un tono y mediante frases que nos indican, de antemano, que todo lo que creemos saber sobre aquel chulo habanero, está aquí mitificado y elevado a otra dimensión.
Si bien auténticamente cubana, la pieza de Carlos Felipe se enlaza a la tradición nacional de nuestro teatro que bebe de los clásicos, de las estructuras de la tragedia griega, con el empleo de coros, frases de vuelo más hondo, y un reclamo constante a los dioses que rigen las fuerzas de la fatalidad humana. La Jabá, La Santiaguera, son personajes que no están ligados al acontecimiento que inspiró a Carlos Felipe: vienen de sus andanzas por San Isidro, son prolongaciones de gestos y hábitos de ese mundo marginal que fue suyo, y que reaparece, en una Habana colmada de esos personajes a su modo extraordinarios, en un poema como «La gran puta», que Virgilio Piñera escribe en 1960 (el mismo año en que se publica por vez primera este Réquiem).
Ya sea por evitar que algunos sobrevivientes le reclamaran por usar nombres auténticos o identidades demasiado cercanas a las reales, o porque su libertad autoral insistía en hacer más teatral y trascendente lo que para muchos era solo una anécdota de la Cuba de 1910, Carlos Felipe planta su primer desafío en esa decisión: la de retratar a su propio Yarini —al que no conoció más que por las fábulas y recuerdos que oyó de niño y adolescente—, y crear a su alrededor una corte de fieles que La Jabá vigila con celo de vieja amante y protectora. Y es de agradecer que el dramaturgo nos haya advertido acerca de la autonomía que levanta en su versión de la Historia. Tanto como es de lamentar que aún hoy haya quien sea incapaz de leer tal cosa como una señal que nos evitaría lecturas dogmáticas y reduccionistas de lo que el teatro puede y debe ser, más allá de una doctrina.
La puesta en escena que acaba de estrenar Teatro El Público no mira a las anteriores que este texto ha merecido con afán de repetirlas: vuelve a las páginas del original para hallar en él eso que esta obra, por encima de sus virtudes y defectos, posee: encanto. Algo que en El gallo de San Isidro, la pieza que José Ramón Brene dedicó también a Yarini, es apenas perceptible.
Ese Misterio, si se quiere asumir así, es el que hace efectiva a este Réquiem… en su mezcla de diálogos elevados, apariciones de vivos y muertos —los fantasmas de la Macorina y Ña Virgulita se pasean o encarnan aquí también—, y que nos quiere decir que, en efecto, esta tragedia es un descenso al Hades, que el mundo de Yarini muere con él. El protagónico, presentado aquí como un antihéroe y no como un modelo de pureza, tras desobedecer la advertencia de los santos y cometer su error trágico, caerá, porque la inmortalidad no se concede a los que no acatan las leyes mayores. Yarini morirá a manos de Lotot o de sus enemigos políticos, quienes planean usar su cabeza como escarmiento. De un modo o de otro, no podrá escaparse. Y lo que Carlos Felipe nos presenta es el último rayo de esplendor de ese imperio de cuerpos, intereses y deseos, que la muerte está a punto de derrumbar.
Que se le reconozca hoy como el mejor texto de Carlos Felipe, y como un clásico indudable de nuestra dramaturgia, no aleja del todo la polémica que Réquiem por Yarini también ha provocado desde su estreno. Al presentar el texto dentro de la antología Teatro Cubano Contemporáneo que preparó Carlos Espinosa en 1992 para el Fondo de Cultura Económica, el teatrólogo Armando Correa recordó que esta tragedia había sido puesta en el index del Consejo Nacional de Cultura por ensalzar, según pensaban sus funcionarios, ese mundo de chulos, prostitutas, y santeros . Al morir su autor, en 1975, hacía ya tiempo que no se volvía a representar la obra. Disuelto el Consejo Nacional de Cultura, pasada la marea del quinquenio gris, poco a poco volvería a ser representada, tanto por grupos profesionales como de aficionados.
Armando Suárez del Villar, Huberto Llamas, Rogelio Meneses, Flora Lauten o Gerardo Fulleda León, son algunos de los directores que han regresado a esta tragedia, tomando el texto con respeto o adaptándolo (Baroko, Cabildo Teatral Santiago, 1990; La vida en rosa, Teatro Buendía, 1999), demostrando de paso la permanencia y ductilidad de sus atmósferas mediante distintos estilos y poéticas. En la televisión, en la radio, o inspirando obras cinematográficas, hay un eco de Réquiem por Yarini, que aparece como intertexto en Papeles secundarios, por ejemplo, el notable filme de Orlando Rojas donde Rosa Fornés aparece como una espléndida Rosa Soto/La Jabá.
Y otra vez la polémica
La puesta de Carlos Díaz que se presenta actualmente en el Trianón hace pasar lo imaginado por Carlos Felipe por el tamiz de una estética madura y reconocible —sello de este director—. Lujo visual, composiciones de gran belleza plástica, simultaneidad de acción y empleo de los subtextos para levantar otras lecturas «indisciplinadas» del texto original, rodean y arropan a este Yarini.
El elemento homoerótico, propio de la poética de El Público, se filtra acá como un rejuego que lee la homosocialidad —de la que hablara Eve Kosofsky en Between Menen la interrelación de Yarini con sus hombres más fieles, pero también coexiste con el placer de los cuerpos desnudos (masculinos y femeninos) que aportan una lectura sexuada de un texto que contiene esas claves, y desde el cual se replantea a Yarini como ese arquetipo de lo masculino cuyo misterio sigue aún presente en el imaginario de lo cubano.
La música original de Bárbara Llanes aporta valores a esos códigos, a lo que se añaden la interpretación en vivo de cantos y ritmos. El burdel donde La Jabá invoca a los santos llena el escenario como una Cuba concentrada, un espejo de obsesiones de lo cubano, un acto que nos recuerda que en ese pasado aprendimos algunas frases, y que el desasosiego del texto original puede operar en el presente en este otro momento, no menos crítico ni cargado de ansiedades, en el que vuelve a la escena Réquiem por Yarini, en el San Isidro de 1910, pero también en el de 2024 y el que se anima en la esquina del Vedado a la que el público ha ido, incluso en los días de lluvia implacable, para llenar el Trianón con sus aplausos.
De Réquiem por Yarini siempre se ha dicho que tiene su flanco débil en el lenguaje ampuloso, a ratos francamente kitsch, que Carlos Felipe empleó al escribirla, y que es también el talón de Aquiles de sus otras piezas. Como autor de la versión teatral, he limpiado el texto, pero también he defendido ese lado de su dramaturgia, que lo acerca al melodrama y a nuestros excesos sentimentalistas, porque ahí también hay una verdad que la posmodernidad ha revindicado.
Otras críticas van por otra senda, y poco antes del estreno, en las redes sociales, apareció una que se quejaba de la «persistencia» en recordarnos a Alberto Yarini. «Y dale con Yarini», escribió Marco Velázquez Cristo, en un post de Facebook donde se lamentaba que se empleara dinero y recursos para volver a esta obra, mientras que no aparecen otras sobre la vida de personajes más ejemplares, según su criterio, como el doctor Álvarez Cambras o Nicolás Guilléndesde un posicionamiento doctrinario que reaviva aires propios del realismo socialista en su afán de emplear al teatro y al arte como lección de moral y doctrina purificadora.
El debate que desencadenó su post, en el que intervinieron críticos, dramaturgos y otros usuarios de Facebook, puede leerse en las páginas de los que mantienen en esa plataforma tal visión estrecha, y que repitieron ese post añadiendo luego insultos de orden político a quienes señalaban el matiz reduccionista de las quejas de Velázquez Cristo. En un extremo delirante de sus reclamos, el autor del post trata de enlazar los hechos lamentables de la Finca de los Monos, ocurridos antes del estreno, con la llegada a las tablas de una nueva puesta de Réquiem por Yarini, cuyo protagonista, dice «no fue precisamente un modelo de persona pacífica». Olvida en esta afirmación los muchos matices de su personalidad, capaz de unir, en el día de su sepelio, a tal diversidad de personas, como un mosaico insólito de la Cuba de ese momento.
Detrás de argumentos tan vagos y descabellados, resuenan palabras y recelos que ya hemos oído antes, y que son parte del eco que enfrentó en términos políticos a artistas, funcionarios y políticos, acerca de la supuesta pertinencia de ciertas creaciones. Desde los días del documental PM, la publicación de Paradiso, Fuera del juego, o Lenguaje de mudos, esas voces preocupadas por lo que moralmente debería entenderse como arte, han alzado sus polvaredas. Y se trata de un fenómeno recurrente, el mismo que prohibió la representación de otras obras, como Dos viejos pánicos o María Antonia, mandó al ostracismo a numerosos dramaturgos y figuras de talento, y reaparecieron años después cuando filmes como Cecilia o Alicia en el pueblo de maravillas fueron combatidos con igual saña, mal disfrazada de un anhelo de limpieza moral.
La discusión que levantó ese comentario, firmado por alguien a quien ya en el 2018 desde La Joven Cuba, se le señalaba como vocero de posiciones tan tozudas y agresivas, demuestra la pervivencia de esas censuras y sospechas, sostenida tanto desde cuentas reales como desde falsos perfiles y seudónimos que ocultan el rostro verdadero de quienes las profieren. Más allá del simple y natural derecho de quien expresa un gusto personal este puede manifestarse sin apelar al ya desesperado recurso de demonizar políticamente a quien no comparta un criterio. Sirva de alerta todo eso, mientras Réquiem por Yarini, en el Trianón, sigue recibiendo a tantos espectadores.
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Quien acuda a las funciones durante junio y julio —el espectáculo recesará en agosto y retomará la temporada en septiembre— podrá ver a Yarini según lo interpretan Roberto Ramos, Carlos Migueles, Denys Ramos y Fernando Ramírez. La Santiaguera corre a cargo de Lissette de León, Alejandra Molina y María Karla Fornalis. Como La Dama del Velo, está Verónica Lynn (Premio Nacional de Teatro, y una de las joyas del espectáculo), quien comparte el papel con Fernando Hechavarría y Freddy Maragoto. Ernesto Pazos, Diavén Molina, son algunos de los hombres de Yarini que se enfrentan a Luis Lotot, asumido por Georbis Martínez. Y en el rol de La Jabá, como una fuerza casi sobrenatural que lo impulsa todo, está Antonia Fernández, en su primera aparición como parte de Teatro El Público.
Es un elenco de casi 30 personas, al que otros actores y actrices se irán añadiendo durante los venideros meses. El vestuario de Vladimir Cuenca, Ana Rojas y Cris Cris, las luces de Liesnel Reyes y la escenografía de Yanzel Medina demuestran que Teatro El Público, a 32 años de fundado por Carlos Díaz, sigue cuidando celosamente el buen gusto de todas sus producciones.
Carlos Felipe dedicó Réquiem por Yarini «A mi gente, del barrio de San Isidro». Teatro El Público repite ese gesto, dedicándolo al San Isidro de hoy, y a la fuerza de nuestra gente. Y al teatro cubano, que también puede aparecer ante los espectadores como un espectáculo de gran formato y amplio aliento, como un espejo polémico que asume nuestras contradicciones y nuestros contraluces como un acto de sobrevivencia, de soberanía en su manera de representarnos, de recordarnos que el arte, como el aire mismo, no es una sentencia cerrada, sino una pregunta abierta que nos permite, pese a todo, respirar.
Publicación fuente ‘La joven Cuba’
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