Jorge Duany: De Cubarriqueño a Cubanoamericano
Desde niño, me perturbaba la constante pregunta, “¿de dónde eres?” Generalmente contestaba: “Nací en Cuba, pero me crié en Puerto Rico”. Frecuentemente he declarado, medio en serio y medio en broma, que soy “cubarrriqueño”. Pero esas respuestas nunca precisaban a qué país me sentía más ligado, cuestión que se hacía periódicamente urgente, como cuando el equipo nacional boricua de baloncesto o pelota se enfrentaba al cubano. Aún tengo que pensarlo dos veces cuando veo las banderas de ambos países, con su idéntico diseño y colores invertidos, antes de decidir cuál es cuál. Alguien me dijo recientemente que la bandera cubana tiene la estrella dentro del triángulo rojo como un corazón y así es como usualmente resuelvo mi confusión.
Nací en La Habana, Cuba, en enero de 1957, apenas dos años antes del triunfo de la Revolución Cubana. Por tanto, prácticamente toda mi biografía es un producto histórico de la Revolución y del continuo éxodo generado por ella. Salí de Cuba en diciembre de 1960 con mi madre y mi hermano mayor hacia Panamá, donde se había establecido mi padre meses antes. Durante el verano de 1966 mi familia se relocalizó en Puerto Rico, donde pasé el resto de mi infancia y adolescencia. Luego proseguí mis estudios universitarios en Estados Unidos, yendo y viniendo de mi casa en Puerto Rico durante las vacaciones de verano y Navidades por casi una década. Al terminar el doctorado, me radiqué en Puerto Rico, donde viví hasta el 2012, con algunas estadías cortas en Estados Unidos. Sin embargo, hace cinco años mi situación profesional y personal tomó un nuevo rumbo: acepté la dirección del Instituto de Investigaciones Cubanas en la Universidad Internacional de la Florida (FIU, por sus siglas en inglés) en Miami.
Desde que me mudé a Miami, mi relación con la comunidad cubana en el exilio se ha intensificado, mientras se han atenuado mis lazos con Puerto Rico (aunque sigo desde lejos los asuntos puertorriqueños). Ahora leo menos los periódicos digitales publicados en Puerto Rico; estoy más pendiente de las noticias de Miami y las de Cuba. Cada vez uso menos expresiones idiomáticas boricuas como “ay bendito”, “candungo” (contenedor) o “bregar” y cambio el género de palabras como “batida” por “batido” para seguir las costumbres cubanas. No obstante, sigo prefiriendo el grano medio tostado del café puertorriqueño a los “buchitos” o “coladas” de café bien negro que les gusta tanto a los cubanos. En Miami me he vuelto a encontrar con los raros apellidos de algunas familias cubanas que conocí en Puerto Rico, como Sotolongo, Souto, Robaina, Juncosa, Triay y el propio Duany. Es como si el ambiente cultural del club en que pasé tanto tiempo de mi juventud en San Juan –la Casa Cuba– se hubiera multiplicado en el pujante enclave cubano del sur de la Florida. Poco a poco me voy sintiendo menos cubarriqueño y más cubanoamericano.
Debido a mi puesto actual, mis actividades de docencia e investigación, así como mis intervenciones públicas, se han orientado cada vez más hacia Cuba. Mi localización en Miami, mi posición a cargo de los estudios cubanos en FIU y los cambios recientes en las relaciones entre Cuba y Estados Unidos me han colocado en una coyuntura única para contribuir a fortalecer esos puentes hacia y desde Cuba, que inspiran el título de este blog.
Desde muy joven, he intentado armar el rompecabezas de mis lealtades divididas manteniéndome en contacto con mis parientes en Cuba. Volver a Cuba fue inicialmente una manera –perdonando el cliché– de “buscar mis raíces”, restablecer los vínculos con gran parte de mi familia que se quedó en La Habana y palpar la vida diaria de una sociedad trastocada radicalmente desde 1959. Desde 1981, he regresado más de una docena de veces a La Habana, donde todavía tengo una tía y muchos primos. Una vez viajé a Santiago, donde nació mi padre y donde se asentaron sus antepasados desde fines del siglo 17, el único sitio donde mucha gente sabe escribir nuestro extraño apellido de origen irlandés con i griega al final. El fundador del clan Duany en Santiago, Ambrose Duany, llegó en 1678, para ayudar a construir el Castillo San Pedro de la Roca de la ciudad, y se casó con una mujer española de la localidad.
Al principio me sentí en casa, como un hijo pródigo, gracias al caluroso recibimiento de mi extensa parentela en Cuba. Me conmovió que aún me recordaran con mi apodo “Yoyi”, como me decían de pequeño. Reconstruir el pasado compartido por mis padres con sus hermanos, sobrinos y primos; comparar las cartas, fotos, grabaciones, pertenencias y reliquias que guardaban de los que nos fuimos y conocer (desde afuera) la casa donde vivimos hasta 1960 me ayudaron a reconciliar las memorias familiares, escindidas por varias décadas y muchas millas. Mis parientes procuraban que supiera dónde quedaba el antiguo Casino Español, las múltiples casas a las que se mudó mi abuela Mañe con sus hijos, la iglesia católica donde se casaron mis padres y la Facultad de Pedagogía de la Universidad de La Habana donde estudiaron mi madre y mis tías y enseñó mi abuelo Andrés Blanco antes de la Revolución. Me emocionó conocer todos estos lugares, como si pudiera volver a trazar las huellas de mis padres durante su niñez y juventud.
Con el tiempo, me he distanciado emocionalmente de Cuba porque sé que no podría vivir allí: soy irremediablemente parte de una diáspora sin retorno permanente. Sin embargo, siento la urgencia de visitar a Cuba cada vez que puedo, a pesar de que muchos de mis primos se han ido y mi tío Bebo murió hace unos años allá. Me encontraba a gusto culturalmente en Puerto Rico, donde pasé la mayor parte de mi vida y donde me casé con una cubana también criada en Puerto Rico, tuve dos hijos que ahora se identifican como puertorriqueños y trabajé por casi tres décadas. Llegó un momento en que prefería decir que “vivo en Puerto Rico, pero mis padres eran cubanos”.
Hasta hace algún tiempo, me sentí cómodo con la idea de pertenecer a la generación 1.5 de inmigrantes cubanos. La primera vez que supe de esta clasificación intermedia fue probablemente leyendo al crítico literario y poeta cubanoamericano Gustavo Pérez-Firmat, que a su vez tomaba prestada una categoría acuñada por el sociólogo cubanoamericano Rubén Rumbaut. Siguiendo este esquema, me encontraba a caballo entre la primera generación nacida y criada en Cuba (la de mis padres) y la segunda generación nacida y criada fuera de la Isla (la de mis hijos). Pero luego conocí a Rumbaut y me dijo rotundamente que yo no formaba parte de la generación 1.5, sino de la 1.75. Según el sociólogo, se trata de personas que nacieron en un país, pero se mudaron a otro antes de los cinco años e ingresar en la escuela.
En ese sentido, mi experiencia personal se acerca más a la segunda generación de inmigrantes que a la primera. No tengo un solo recuerdo de mi primera infancia en Cuba; aprendí a leer y escribir fuera de Cuba y adquirí un acento más boricua que cubano al hablar español, después de perder la entonación panameña. No estoy seguro de qué sirve fraccionar la identidad cultural de un inmigrante en tantos puntos decimales (1.25, 1.5, 1.75, 2.5, etcétera), pero soy consciente de que mi “cubanidad” es distinta de la que caracteriza a los que se criaron en la Isla y emigraron como adolescentes o adultos. Sé que la cuestión de la identidad cultural me ha fascinado y quizás obsesionado por lo menos desde que inicié mis estudios de posgrado.
Gran parte de mis trabajos académicos se ha centrado en los problemas de adaptación socioeconómica y cultural de los inmigrantes del Caribe hispánico (sobre todo Cuba, Puerto Rico y República Dominicana) en Estados Unidos y Puerto Rico. Mi propia condición diaspórica (en tanto pertenezco a una población desplazada de su territorio original, pero que mantiene nexos entrañables con él) me ha llevado a indagar cómo se integran otras personas a ambientes ajenos y cómo cultivan sus lazos emocionales, familiares y culturales con sus lugares de origen. Al igual que muchos migrantes que he conocido en mis investigaciones, para mí es indispensable mantenerme conectado con mi país natal. El haber nacido en Cuba, haberme criado en Panamá y en Puerto Rico, haber estudiado en Estados Unidos y ahora vivir en Miami me han marcado indeleblemente.
Un resultado de estas múltiples mudanzas ha sido un incesante flujo idiomático a lo largo de mi vida. El español siempre ha sido la lengua dominante en casa, pero aprendí el inglés desde la escuela elemental y ahora lo leo y escribo a diario. El español es el medio primario para expresar mis pensamientos y sentimientos más íntimos, mientras el inglés me resulta más académico y profesional. Supongo que este desfase lingüístico es parte integrante de la vida de muchos migrantes, así como una señal de creciente hibridez cultural. En mi rutina diaria en Miami, sigo hablando más español que inglés, tanto en casa como en la oficina, y a veces se intercalan ambos idiomas en esa madeja conocida despectivamente como “Spanglish”.
Ser hijo de inmigrantes (no estoy seguro si mis padres se consideraban “refugiados”) me ha llevado inexorablemente a escudriñar el dilema de la identidad, especialmente cuando las fuentes de esa identidad están fragmentadas. Regresar a Cuba, aunque sea esporádicamente y por estadías cortas, me ha ayudado a recuperar mi sentido de integridad y conexión con mi país natal, primera infancia y familia dispersa. Actualmente tengo parientes cercanos en ocho países distintos: Estados Unidos, Cuba, Puerto Rico, Panamá, Chile, España, Suiza y Rusia. Ese extendido mapa familiar refleja algunas de las complicadas trayectorias de la diáspora cubana contemporánea. Pero siempre ha sido un desafío mantenerse en contacto con una parentela tan desperdigada.
Todavía recuerdo aquellas llamadas telefónicas a larga distancia de mi infancia y adolescencia en Panamá y Puerto Rico. Las llamadas con cargo revertido de Cuba usualmente entraban tarde en la noche o la madrugada. La operadora cubana se identificaba y entonces todos los miembros de mi familia nos congregábamos alrededor del teléfono. Había que gritar porque no se oía bien y hablar rápidamente porque la llamada costaba un ojo de la cara. Mi madre nos pedía a cada uno de los hermanos que saludáramos brevemente a mi abuela Mañe, que se había quedado en Cuba después de la Revolución y a quien nunca volveríamos a ver.
Las comunicaciones eran precarias, esporádicas y a veces tirantes por las diferencias políticas entre los que habían permanecido en Cuba y los que se habían ido. Las cartas podían demorarse meses y los cubanos residentes en el exterior no podían visitar a Cuba hasta finales de la década de 1970. Mi madre logró colarse en uno de los primeros vuelos de cubanos residentes en el exterior, una larga y costosa travesía a través de Jamaica. Pero por fin logró reunirse con mi abuela, después de casi 20 años de intentos fallidos por encontrarse en Canadá, Panamá o algún otro país. Mañe falleció al poco tiempo de aquel viaje histórico para mi familia, porque era la primera vez que uno de nosotros regresaba a Cuba de visita. Después volvería yo.
El 20 de julio de 2015 presencié, a través de una trasmisión televisiva en Miami, la apertura oficial de la embajada de Cuba en Washington, DC. En medio de manifestaciones públicas a favor y en contra de ese acto simbólico, se instaló un emocionante silencio cuando tres cadetes cubanos izaron la bandera cubana y se tocó el himno nacional de Cuba. A mi juicio, el silencio significaba que la mayoría de los presentes mostraba respeto por los símbolos tradicionales de la “cubanidad”, independientemente de su ideología política. Era la primera vez que tales eventos rituales ocurrían en ese recinto desde que Estados Unidos suspendió sus relaciones diplomáticas con Cuba el 3 de enero de 1961, poco después que salimos de la Isla.
En el estudio televisivo donde me encontraba en ese momento, un periodista me preguntó sobre el significado de aquella ceremonia. Esbocé una contestación académica, intentando sopesar las posturas extremas que elogiaban o impugnaban la reanudación de lazos oficiales entre ambos países. Pero el reportero insistió en saber qué sentía yo en aquella ocasión.
Entonces pensé en aquellas llamadas telefónicas a Cuba que me desvelaron muchas veces de niño y adolescente. Pensé en la angustia de mi madre separada de mi abuela por tanto tiempo. Pensé en que por años no conocí a mis tíos y primos en Cuba, y recordé lo mucho que extrañamos no tener a Mañe cerca cuando estábamos creciendo. Y pensé que cualquier medida que promueva un mayor contacto y comunicación entre las familias cubanas de aquí y de allá será constructiva. Creo que los vínculos emocionales entre los miembros de nuestra familia son más fuertes que cualquier diferencia política que nos haya dividido como resultado de la Revolución Cubana.
Ojalá que los exorbitantes costos de los pasaportes, visas, llamadas telefónicas, mensajes electrónicos y envíos de remesas se reduzcan sustancialmente para que los cubanos de aquí y de allá puedan interactuar de manera más fluida y regular. Espero que la apertura de la embajada cubana en Washington y la embajada americana en La Habana contribuirá a acercar las familias en Cuba y en la diáspora. Confío en que mi madre y mi abuela, que en paz descansen, albergarían esta esperanza.
Sentí un gran peso al heredar el papel de mi madre como guardián de esos frágiles vínculos familiares, que deben reanudarse continuamente a través de varias generaciones, largas distancias y discrepancias ideológicas. Volver a La Habana cada cierto tiempo es una manera de no quemar los puentes a “casa”. Aunque probablemente nunca regresaré a vivir allí, hubiera querido reclamar, como el poeta exiliado Heberto Padilla, que siempre he vivido en Cuba, aunque fuera solo en mi mente. Pero ahora me ha tocado vivir en Miami, tan cerca y tan lejos de mi ciudad natal, como a tantos otros compatriotas que han elegido este lugar para rehacer sus vidas familiares y profesionales. He sido muy afortunado de poder reencontrar mis raíces cubanas en esta encrucijada de nómadas y dedicarle la mayor parte de mis esfuerzos académicos a promover la creación y divulgación del conocimiento sobre Cuba y su diáspora. De algún modo me he convertido en un cubano de profesión.
Jorge Duany es el Director del Instituto de Investigaciones Cubanas y Catedrático de Antropología en la Universidad Internacional de la Florida en Miami. Ha publicado extensamente sobre migración, etnicidad, raza, nacionalismo y transnacionalismo en Cuba, el Caribe y Estados Unidos. Es autor, coautor, editor o coeditor de 20 libros, entre ellos Un pueblo disperso: Dimensiones sociales culturales de la diáspora cubana (2014). Este texto se toma de ‘Bridges to/from Cuba’, 2017.
Responder