Atilio Caballero: Las circunstancias me obligaban a ser más inteligente que el mismísimo Roger Federer

Autores | 12 de noviembre de 2024
©Heraldo

Llegar a la conclusión de que no jugaría más fue una decisión acertada. Reaccioné, como se dice, de manera adecuada en el momento apropiado. No hablo de jugar, del sentido lúdico del acto; me encanta jugar. No, me refiero más bien al abandono de la práctica del tenis, del entrenamiento pre-competitivo, del rechazo a la rutina de golpear y golpear tanto y tan rápido que llegas a la ingravidez, al trastorno, al no-pensamiento. Tampoco fue una decisión premeditada; sucedió así, de repente (como una iluminación, iba a decir, pero eso suena más pedante, tipo gran jugador): en medio de una larga y tediosa sesión de saque, bajo un sol atroz de media mañana y el hambre habitual que apenas me dejaban respirar, y sin que nada de todo ello conspirara en el satori, simplemente lancé por milésima vez la pelota hacia el cielo para golpearla lo más alto posible y con violencia, mi cuerpo arqueado que sin embargo busca un ángulo mayor; he ahí entonces que la pelota parece detenerse allá arriba, eternamente, encima de mi cabeza; el sol encandiló mis ojos, y entonces pensé: ¿qué coño hago yo aquí?

Eso fue todo. La pelota cayó delante de mí, rebotó cuatro o cinco veces y se quedó quieta a mis pies sobre la arcilla caliente; quieto también yo, sin entender muy bien qué había sucedido, pero sabiendo que ALGO HABÍA SUCEDIDO. Lo único que recuerdo con total claridad es esa especie de música, sí, música, que en ese momento sonaba en mi cabeza. Rachas de sonido como golpes de viento. Compases. Acordes nítidos y sencillos. Satisfaction. Solté la raqueta y salí caminando. El que estaba al otro lado de la red esperando mi servicio no dijo nada, yo tampoco lo miré, pero puedo imaginar su cara: ambos éramos jugadores del equipo nacional, y aquella no era una actitud digna para alguien de nuestro nivel y responsabilidad. Y me fui. Nunca regresé.

Sí, ahora que lo pienso otra vez, me asombra mi lucidez de apenas diecisiete años (volveré sobre ello). También ahora, tantos años después, descubro con alegría una especie de hermano gemelo, aunque no en los hechos o sobre un campo de juego; alguien que tuvo una experiencia similar (como aquel amigo en la casa de Tolstoi), a la misma edad incluso; alguien que admiro y me da algunos indicios que de alguna manera me permiten entender qué sucedió entonces. Leyendo entre las mil quinientas páginas de La broma infinita (ver D. F. Wallace), me encuentro que también él reflexionó sobre esta difícil dicotomía de conciliar un deporte tan individual con un interés grupal, cuando se pregunta “… ¿cómo funciona esta rendición de las necesidades personales e individuales en aras de un Estado o de un trabajo de equipo en un deporte deliberadamente individual como el tenis de competición, donde solo hay uno contra otro?”. O lo que es lo mismo: ¿dónde están esas fronteras si no son líneas de saque que contienen y dirigen su expansión (que parece interminable) hacia dentro, lo que hace hermoso e infinitamente denso al tenis, como una especie de ajedrez a la carrera? De aquí que el verdadero rival, las fronteras contenedoras, no sean más que uno mismo, parece decir. Si hay un afuera es únicamente el otro, el que está al otro lado de la red, no la sociedad. Esto puede llevarnos a pensar que, en este caso, uno es su propio rival, y a la vez el juez más exigente con relación a su entorno. Como si no existiese la sociedad para un buen jugador de tenis. Pero sí, existe. Sobre todo si el jugador vive y juega en una isla.

Pero claro, visto desde esa perspectiva simple (individuo vs entorno), uno puede llegar a creer que se mueve en otra dimensión. Estás ahí, solo, sobre la pista, con el yo que está ahí, el que se debe combatir. El rival al otro lado de la red no es el enemigo: es más bien tu pareja de baile. Ese oponente que, según Wallace, “…te sirve de excusa u ocasión para afrontar el yo. Y tú eres la ocasión de él. Las infinitas raíces de la belleza del tenis son auto competitivas. Compites con tus propios límites para trascender al yo en imaginación y destreza. Por eso el tenis es una empresa esencialmente trágica: crecer y mejorar como un junior serio, ambicioso. Intentas liquidar y trascender al yo limitado cuyos límites son los que hacen posible ese deporte en primer lugar. Es trágico y triste y caótico y hermoso. Toda la vida es igual, como ciudadanos del Estado humano; los límites animados están dentro para ser eliminados y llorados una y otra vez”.

¿Que por qué me emociona aquella temprana evidencia de lucidez adolescente? Vamos a ver: supongamos que yo hubiese seguido dedicando varias horas cada día a los entrenamientos, y con un poco de suerte hubiese llegado a convertirme en lo que suele llamarse un gran tenista, un jugador de nivel internacional, alguien del circuito. Porque para ser verdaderamente grande tienes que insertarte en el circuito; de lo contrario, no existes. Estamos hablando del año 1975, o 76. Y estamos hablando de tenis. Del deporte del tenis, en esta isla y en plena guerra fría: nadie, entonces, miraba seriamente hacia esa pista de tierra batida; ese court como un rectángulo de 23 por 8 metros impecablemente trazado, de fina arcilla o verde césped inglés era todavía una rémora del capitalismo, todos (casi todos) blancos, vestiditos de blanco moviéndose entre sus blancas líneas, taciturnos, callados, diligentes: el otro extremo de la simbología y el temperamento deportivo nacional. Para triunfar en el más amplio campo de juego, el de la Nación, solo habían tres posibilidades claras, a la vista: correr mucho, pegar fuerte, batear mejor.

Pero una brecha providencial se abre como por encanto en el áspero muro gris. Subo a un avión por primera vez y no muy lejos, aquí mismo, en el área ‒Colombia, Panamá, o Jamaica, o la islita de Guadalupe, ya no me queda claro–, gano uno de esos torneos Challenger que se convocan cada quince días en cualquier parte del mundo. Luego de la modesta premiación, alguien se acerca y me dice “¿por qué no pruebas en algo de más sustancia? Un Open, por ejemplo, pero no de los grandes, no de Grand Slam… algo así como Tokio, o Madrid… o Toronto… (pausa larga). Sí, Toronto podría ser”; alguien que vio algo e insiste: “vamos jovencito, anímese, yo lo inscribo y corro con los gastos del clasificatorio”, y entiendes que es alguien que sabe del asunto, y que está hablando en serio.

¿Qué hacer, entonces? De momento nada: miro a los lados, buscando una respuesta que nadie me dará porque no hay nadie, el tipo sabe y se ha acercado en el instante preciso en que ningún oído cercano, alguien de la delegación, pudiera malinterpretar su propuesta. Vuelvo a girar la cabeza y no digo nada, pero en realidad es a mi padre a quien busco: él fue mi primer entrenador, ahora estoy en el equipo nacional, tengo otros entrenadores, pero ninguno tan bueno como él. Lo busco porque sé que de estar aquí diría sí, claro, puede ir. Y yo, envalentonado por su presunta respuesta, murmuro por lo bajo –cuando lo que quiero es gritar de alegría– que está bien, de acuerdo, aunque en realidad, lo que realmente quiero es que mi padre me acompañe a ese torneo importante, porque solo él me podrá decir lo que debo hacer para ganar en un grande. Aun sabiendo de la absoluta soledad del tenista, pues a los entrenadores no se les permite hablar con los jugadores durante el partido, solo mirarlo de lejos. Supongo que sólo pensaba en todo esto. Lo pensaba en voz alta, tal vez. “Por supuesto, eso no es un problema, irán los dos”, oyes decir, “quién ha visto un buen jugador en un Open sin su entrenador”.

Y he aquí que, justo en el momento de mayor alegría, en el clímax de lo que parece ser la verdadera felicidad –aunque suene a cliché de los peores, mala peliculilla romántica de bajo coste–, pof, algo se rompe. No se lo digo al hombre, que ha dejado una tarjeta de presentación y un cheque humeante en mis manos (“para gastos, hasta el mes que viene, cuando nos veamos en Canadá, yo me ocupo del resto, inscripción en el torneo, los billetes de avión y la reserva de hotel”), un rectángulo crujiente y beige que tendré que ingeniármelas para cobrar antes del regreso si es que quiero ver algo de ese dinero, pero que ahora estrujo y guardo rápido en un bolsillo, apenado con el hombre, que puede interpretar como simple avidez mi prisa por esconder ese pedazo de papel. Pero lo que realmente me molesta es la sensación de que tal vez alguien haya visto algo, uno de esos que han venido acompañando al grupo de jugadores pero que no saben diferenciar una Wilson estándar de una raqueta de bádminton; masajista, dicen sus credenciales, con esas manos finas y ese pelado al cepillo en plena mitad de los setenta, embutidos y molestos en sus chándal deportivos, “…esos extraños y sutiles espectadores que apenas miraban hacia el terreno, paseándose distraídamente por los alrededores de la cancha…”(ver Grand Slam, ref.), no; claro que no se lo digo a él, a ese que repite “vámonos a Toronto, jovencito”; me lo digo a mí, y ahí comienzo a reír como un demente (es lo que ha provocado el pof): ¿qué pasará cuando llegue, busque al Comisionado nacional de deportes con raqueta, máxima autoridad inmediata, y le diga: tengo-una-invitación-para-el-Open-de-Toronto-mi-padre-será-mi-entrenador-e-irá-conmigo-todos-los-gastos-pagos-por-el-partido-de-la-primera-ronda-quince-mil-dólares-ganes-o-pierdas-y-el-monto-del-ganador-un-centenar-de-miles… Me río y seguro-seguro que alguien se va a reír de mí, porque un padre y su hijo cubano viajando juntos a Canadá en plena mitad de los 70 y con la posibilidad de ganar un billete es lo más parecido que hay a una deserción –el término utilizado entonces. Comentarlo no valdría ni como broma. Pero lo digo. Se lo digo al Comisionado. Pof. (Un sonido, también, muy similar al que produce la pelota al poncharse con un golpe violento, dejando algunas pelusillas de color amarillo flotando en el aire o enredadas entre las tensas cuerdas de la raqueta).

Aquí ocurre el segundo milagro. Y un milagro aquí quiere decir: elevado el rumor, a alguien en las altas esferas se le ocurre pensar que, no obstante a los riesgos potenciales, tal vez aquello pueda ser una buena inversión. Total, no nos cuesta nada; y si sale mal, tampoco perdemos nada. Ni siquiera dañaría la imagen del pujante movimiento deportivo nacional: no se trata de una figura mediática, un pitcher famoso, un fajador de gran popularidad. Más aún: ese muchacho tendrá no solo nuestra aprobación sino todo nuestro apoyo, compañeros; es, incluso, conveniente, dadas las circunstancias, así blanqueamos un poco las cosas (nunca mejor dicho), demostrando que estamos muy por encima de todos esos prejuicios que relacionan al tenis con una clase social típicamente burguesa (y felizmente ya desaparecida). La única salvedad será que el dinero ganado se entregará al regreso como donación, gesto que haremos ver como una desinteresada contribución cuyo importe tendrá su equivalente en toneladas de leche en polvo para los círculos infantiles… De todas formas [recordemos que estamos en 1975, o 76, N del A.], la tenencia de ese tipo de dinero es ilegal, qué otra cosa mejor podría hacer con él, compañeros.

Y he aquí que sí, que los astros parecen alinearse de esa forma única y perfecta que hace posible el feliz desenvolvimiento de toda la trama, los trámites, los entresijos, las veladuras, los puntos de giro, los balbuceos en largos pasillos (opacidades escabrosas que al fin y al cabo no ven la luz), y el pasaporte reluce finalmente en mi mano, un solo pasaporte, al final mi padre declinó ante tanta presión –él la veía, la sentía, la padecía, yo no–; luego se viaja, se juega, se juega lo mejor posible, aunque entre un set y otro uno mire insistentemente hacia las gradas buscando la mirada protectora, esa mirada que no soluciona nada pero que al menos hará el trance menos duro, y aun así se ganan dos partidos, algo insólito para la historia del tenis local, nunca nadie en esta isla había estado siquiera en un Open, y aunque no avance más allá de la tercera ronda regreso al país con la euforia de quien trae bajo el brazo una ensaladera de plata, la constancia está en los periódicos, en inglés pero está, con foto incluida. Y está, como no, el dinero. Casi íntegro, envuelto en un sobre amarillo de correos. Demasiado dinero del cual agarro una mínima parte para comprar lo que más deseaba: ropa y discos.

Este es el punto. He dicho casi íntegro, refiriéndome al dinero, pero el problema no está en el importe y su exactitud. A diferencia de cualquier otro lugar, aquí no es la economía el asunto preocupante. Al parecer, hay otras cuestiones más importantes. A saber: ni la ropa ni los discos eran, por así decir, los adecuados para aquél momento ni aquella circunstancia histórica. Sobre todo los discos. Por lo que unos minutos después de su ingreso en territorio nacional, amparados los celosos aduaneros en su acreditada legalidad, son primero retenidos y luego confiscados sin más explicación. Un trance fortuito y trivial que influyó, al parecer, en el training posterior. En las jornadas interminables bajo el sol. Como si aquel percance en la frontera, sin dudas pasajero y superable, hubiese afectado la constancia posterior. Y la fe en el tenis. Un incidente que me “predispuso”, como se dice, con respecto a algunas cosas.

No era, ni llegué a serlo nunca, lo que se conoce como un jugador de primer nivel. Me faltaban el tesón y la serenidad necesarios, y tanto uno como la otra son esenciales para entrar en el ranking y moverte favorablemente en él. Tampoco era demasiado fuerte, anatómicamente hablando. La fuerza es fundamental en el tenis de alta competición. No hablo de musculatura, sino de potencia. El tenis es una combinación perfecta de mente y fuerza. Comúnmente se cree que es un deporte mental. Pero si el golpe no es lo suficientemente bueno, ya puedes tener toda la fuerza mental que quieras… Mi estilo de juego, impulsivo y un poco atolondrado al inicio, fue refinándose, por así decir, a medida que se desarrollaban mis capacidades analíticas, que se ampliaban, a su vez, con el paso del tiempo. Un tiempo que pasaba muy rápido y donde sucedían muchas cosas, y eso te obligaba a reflexionar constantemente. Sobre el juego y sobre todo lo que estaba alrededor. Sobre la pista, todo consistió en ampliar y perfeccionar la visión, la coordinación mano-ojo: esto requiere ver el otro lado del terreno, es decir, dónde está nuestro oponente, a dónde dirigirá sus pies en el próximo segundo, y cuáles serían los posibles ángulos que se abrirían con su posible desplazamiento. Esta es la parte “esquizoide” del tenis: uno tiene que emplear ambas clases de visión –la de la pista y la de la pelota– al mismo tiempo. La simultánea visión de lo inamovible y de lo que todo el tiempo se mueve, en milésimas de segundos, sobre el terreno; con el paso de los días, los meses, los años, en el entorno.

Un estilo, digo, que se volvía poderoso y sutil, más bien de fondo, menos agresivo y más estilizado. Concentración y pensamiento. Tenía un buen drive, golpeando arriba y con efecto, un passing-shot envidiable y un saque discreto aunque preciso. Dominarlos de forma natural, utilizarlos con imaginación táctica, moverme con confianza entre aquellas cuadrículas y comprender sus coordenadas tridimensionales, arropado todo ello con una especie de cautela y abandono muy particular, propicia eso que se ha dado en llamar “la belleza del tenis”. Como diría mi entrañable David Foster, “probablemente es necesario cierto nivel de abstracción y formalidad (es decir, de ‘juego’) para que un deporte posea cierta belleza metafísica” (el baloncesto se le parece, pero es un deporte de equipo y le falta la intensidad primordial y mano a mano del tenis; el boxeo se le puede parecer, pero el daño físico real que los boxeadores se infligen lo vuelve demasiado brutal de una forma concreta como para ser bonito). Una belleza que tiene que ver también con el casi infinito árbol de variables y determinantes que se ramifican con cada jugada, y que crece todavía más cuando entran en la ecuación las posiciones y preferencias del oponente. Una clase de pensamiento semejante (concluye Wallace) “solamente la puede llevar a cabo una entidad viva e intensamente consciente, y solamente la puede llevar a cabo de forma inconsciente, es decir, combinando el talento con la repetición en tal medida que las variables sean combinadas y controladas sin pensamiento consciente. En otras palabras, el tenis de alto nivel es una especie de arte.”

Cuando uno es joven –juega a un nivel juvenil– y quiere llegar a ser un gran jugador, dedica gran parte de su libertad y de su tiempo a desarrollar su juego, por lo que éste puede convertirse fácilmente en una parte importante de su identidad y su autoestima. Observación y pensamiento –ya lo dije: la concentración, entonces, te lleva al pensamiento (“Precisión de observación equivale a precisión de pensamiento”, decía Wallace Stevens). Y te acerca al perfecto passing-shot. Esa acumulación hizo que aquella mañana la pelota se detuviera una eternidad sobre mi cabeza antes de ser golpeada, que se quedara allí, llena de sol y algo hiciera pof (como ya dije).

Nunca me devolvieron los discos, por supuesto. Ni siquiera a manera de “contravalor” a mi –suculento– aporte al erario nacional. Hermosos long playing de 33½ revoluciones, grandes, primeras ediciones muchos de ellos que hoy son discos de colección, pero que entonces eran muy frescos. Yo había escrito mi nombre en la parte superior izquierda de las carátulas, para que una vez prestados todo el mundo supiera a quien debía el favor de conocer esa música. Una forma de inmortalidad también. Ahora los tenía un tipo en un mercadillo popular, dentro de una caja de cartón. A precio de saldo. Le pregunté cómo era posible que fueran tan baratos. “Ahí los tienes”, me dijo. “Their satanic majesties… Yo ya no puedo oírlos. Esa es la música del diablo”.

La sensación: haber recuperado algo que una vez perdí. Y esa maldita pérdida cambió las cosas. Perfecto passing-shot.

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(*) Relato perteneciente al libro La maleta de B., Premio Alejo Carpentier de Cuento, La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2020.