Sigfredo Ariel: Conversación con Cristóbal Díaz Ayala / ‘La música te busca a ti’
Yo no me fui solo en el año 60. Me llevé a Cuba adentro, seguí viviéndola, específicamente, en la música y con la música. Así sigo viviendo Cuba y el proceso de la cultura cubana. En las noches en que no podía dormir, no contaba ovejitas: me iba al paradero de La Víbora y empezaba a bajar por la Calzada de Diez de Octubre. Hubo veces en que me quedaba dormido antes de llegar a la Esquina de Tejas, pero otras seguía hasta San Lázaro y subía completa la escalinata de la Universidad.
¿Tú has visto por las calles de La Habana unas losetas que dicen “Cristóbal Díaz”? Ah, bueno: ese era mi padrino, tío mío por parte de padre. Venían de una familia criolla de Melena del Sur, guajiros que perdieron todo lo que tenían con la Guerra de Independencia y por eso emigraron a La Habana. Al poco tiempo mi abuelo murió y mi abuela se vio sola con diez niños. Él, que era de los mayores, logró estudiar y llegó a graduarse de ingeniería y arquitectura. Enseguida que pudo puso su empresa propia, era un hombre brillante, emprendedor. Cada vez que hacía una casa —edificios muy conocidos, incluso— hacía que fijaran en alguna pared esas cuatro losas que unidas forman su nombre. Las puedes encontrar por La Víbora, muchas en La Sierra, El Vedado y Centro Habana, también.[1] Mi padre trabajaba en la empresa de mi tío como jefe de obra. Era un asalariado, igual que mi madre, clase media baja.
Yo nací en El Cerro el 20 de junio de 1930, pero no vivíamos allí. Como empezó a apretar mucho la situación económica deambulamos por varios sitios de El Vedado hasta que en 1933 nos mudamos a un lugar que tenía el pomposo nombre de Hotel Vista Alegre. En realidad era una casa de huéspedes con baños compartidos pero que tenía cosas maravillosas: todos los apartamentos daban hacia Belascoaín, enfrente teníamos el Parque Maceo, y en los bajos estaba el famoso Café Vista Alegre.
El edificio corría desde Malecón hasta San Lázaro. En dirección al mar, hacia la izquierda, estaba el restaurante que era enorme y tenía en el medio la escalera que daba acceso a los apartamentos. Tenía una barra larguísima con su típica vidriera cubana y su sillón de limpiabotas al final: ahí estaba Armando, el más famoso limpiabotas de La Habana. El café era un punto intermedio en el camino de El Vedado hacia La Habana. Cuando la burguesía iba a trabajar por la mañana podía o no detenerse a desayunar allí, lo que sí era seguro era que por la tarde todo el mundo venía a darse un trago al aire libre. El Vista Alegre tuvo mesas en la acera antes que los famosos “aires libres” del Capitolio. Allí venían a tocar el Trío Matamoros, el cuarteto Luna, Sindo Garay con su hijo… Mis padres, a quienes les gustaba mucho la música, me ponían a escucharlos todas las tardes desde nuestro balconcito. Así comenzó mi entrenamiento musical.
El pasillo central de la casa de huéspedes —que ocupaba toda la planta alta— terminaba en un balcón grande, volado, que miraba directamente al malecón. Allí mi padre me dormía, porque mi madre no afinaba bien. Él era un tenor no logrado, alguna vez había tomado clases inclusive, y era quien me cantaba. Nada de “arrorró mi niño”, sino La Paloma, la primera música que recuerdo; también Soy un pobre venadito, una canción mexicana, y otra, La canción del olvido, y de la zarzuela española El soldado de Nápoles. Todo eso terminaba con el cañonazo de las nueve. Yo esperaba el fogonazo, que desde allí se veía perfectamente.
Por si fuera poco, cada semana daban retretas en el Parque Maceo, que tenía una glorieta grande, muy bonita. Un domingo era la Banda Municipal dirigida por Gonzalo Roig; el otro, la Banda de la Policía dirigida por el capitán [Alberto] Romaguera y el siguiente, la del Estado Mayor [del ejército] dirigida por [el teniente Luis] Casas Romero. Únicamente sordo no me hubiera impresionado a mí la música.
En el último año que vivimos en el Vista Alegre, el alcalde Beruff Mendieta autorizó nuevamente las comparsas, que no salían desde 1913. El gobierno ya las había prohibido antes, a principios de siglo, cuando se intentó blanquear a Cuba a como diera lugar, fue la época de empezar a traer millares y millares de españoles después de que terminó la guerra. En ese carnaval, en las fiestas de febrero de 1937, las comparsas se reunían en la colina del Hotel Nacional y venían bajando por todo Malecón hasta llegar al Parque Maceo. No tenían disfraces ni nada de eso que vino después, desfilaban con ropa corriente.
Para evitar desavenencias y peleas, algunos de los comparseros sostenían una soga alrededor que delimitaban el perímetro de cada grupo. Esa soga separaba una comparsa de la próxima y los músicos quedaban dentro. También había unos cuantos policías vigilando alrededor, claro, porque existían muchas rivalidades entre las comparsas. Según se decía, se podían entrar a puñaladas en un abrir y cerrar de ojos, por eso también las habían prohibido. Beruff Mendieta las había autorizado de nuevo con un claro propósito turístico y había llenado La Habana con unas pancartas enormes que ponían en los postes de electricidad, muy llamativas. Imagínate: ¡un cubanito de siete años viviendo todo aquello! Me hizo un efecto bárbaro, me impresionó de una forma tremenda. A lo mejor Eusebio Leal tiene en el museo alguno de aquellos cartelones enormes, sería interesantísimo. Fin del primer episodio: meses después nos mudamos a una casa en La Víbora, pero la música continuó persiguiendo al niño.
En Cuba tú no tienes que buscar la música, la música te busca a ti. Yo oía la radio de casa en casa cuando iba o venía de mi primaria, la Escuela Pía de La Víbora. A la hora de almuerzo la CMQ presentaba artistas extranjeros que hacían furor, mexicanos mayormente. Orquestas, pianistas, cantantes, claro, todo el tiempo en vivo. La música me seguía de la casa hasta el colegio y del colegio a la casa cada día. Así me crié. Creo que la gente ponía el volumen muy alto para que todo el mundo se enterara de que tenía radio, porque eso “daba estatus”.
En cuanto entré en la segunda enseñanza “cogí mal camino” porque me fasciné con la música norteamericana, yo quería ser pepillito, también. Antes había coleccionado postalitas, pero a los 14 años empecé a coleccionar discos, sobre todo de las grandes bandas: Benny Goodman, Glenn Miller, Artie Shaw. Esa pasión no se me ha quitado, por cierto. La cosa me dio tan fuerte que a los 16 tenía un programa de música americana en Radio Quiza-Seigle, que estaba en la calle O’Reilly, casi llegando a la Plaza de Albear. Era una emisora pequeña que con suerte se oía en La Víbora, si no llovía. El señor Quiza era mexicano y el otro dueño era cubano, el fotógrafo Charlie Seigle, que trabajó mucho en Bohemia.
Mi programa era de ocho a nueve y el anterior era de música árabe. Creo que ahí comenzó mi problema o mi suerte de ser un promiscuo musical, porque también me atraía la música aquella que, en todo caso, oían los muchos paisanos árabes que vivían en la Habana Vieja. Mi programa duró dos o tres años. En ese ínterin me hice novio de esta señora [Marisa, luego su esposa], que me condujo hacia la música clásica, y también mi tío Cristóbal, que le gustaba mucho. Ambos me llevaron por ese otro camino. Empecé a ir a conciertos, porque me aficioné —más bien me apasioné— a lo clásico. Claro, mi novia iba a los conciertos del lunes, los de gala, y yo a los populares del domingo por la mañana. Cuando empezamos a ir a bailes, regresé a la música cubana. De lleno.
Fíjate si la música está relacionada en todos los asuntos de mi vida que —además de enamorar a mi novia con una canción de Bing Crosby que le dediqué en la radio—, en cuanto me hice abogado puse una tienda de discos en el establecimiento de un amigo que vendía enseres eléctricos. Me alquiló un espacio y ahí abrimos el negocio que llevaba Marisa, que ya era mi mujer. Eso, en el primer año en que ejercí la abogacía. Yo iba por las tardes o los sábados porque, lógicamente, no podía ocuparme de la tienda a tiempo completo.
Los álbumes los proveían las casas disqueras. En aquel momento estaban aquí la RCA Victor, la Philco, que traía los discos Columbia, la Decca, que traía otro proveedor y firmas locales como la de [Jesús] Gorís, el sello Puchito y además estaba el sello Kubaney, que también vendíamos. Al triunfo de la Revolución decidimos abandonar el país, y empezó una temporada en la que estuve muy ocupado tratando de abrirme paso. Ahí la música sí tuvo que esperarme un poco.
Llegamos a Miami en una situación horrible, económicamente hablando. Era muy violento el impacto que recibían los cubanos que llegaban pues no tenían en aquel momento ningún tipo de ayuda y no se encontraba trabajo. Intenté primero en la universidad, pero por supuesto no había hueco para mí. Mi esposa se pudo colocar de secretaria de un señor que vendía aparatos para el oído, pero yo, ni modo. Un día fui desesperado al muelle a ver si me cogían de estibador y tampoco.
Tú ibas a las agencias de colocaciones y te vendían una tarjeta que costaba cinco dólares en la cual debías poner todo lo que tú sabías hacer: plomero, taquígrafo, albañil, lo que fuera. Yo apretaba la letra y ponía al final “doctor en Derecho Civil, en Ciencias Sociales y Derecho Público; licenciado en Derecho Administrativo, en Derecho Diplomático y Consular”. Entonces el tipo cogía la tarjeta se rascaba la cabeza y te decía: “Muy impresionante, muy impresionante. ¿Pero usted no sabe hacer algo útil?”. Me sentía como un personaje de Kafka. Ya teníamos dos muchachos y de trabajo, nada.
Si el título de abogado no me iba a dar de comer, no me iba a morir. Por eso acepté cuando me propusieron una bodeguita en 4 mil dólares, que era poca plata, de la cual yo tenía sólo la mitad. Convencí al hombre de que aceptara aquella mitad en pesos cubanos, pues él tenía un hermano que quería regresar a Cuba y yo había podido sacar algún dinero, milagrosamente. Estábamos en el año 60, no habían cambiado la moneda todavía. Así empecé mi experiencia como bodeguero. Era un trabajo durísimo, tenía que levantarme a las cuatro de la mañana para ir a los lugares donde surtían a las pequeñas bodegas en una station wagon vieja que se le calentaba el radiador y era necesario parar a cada rato para echarle agua. Una odisea. Después, abrir el negocio y empezar el día. Marisa se ocupaba de la caja.
Me asocié con un carnicero que era la estrella —digamos el imán— de la bodega porque sabía cortar muy bien la carne y muchos iban a comprarnos por él. Con todo y eso estábamos sometidos al escrutinio de la comunidad cubana en Hialeah, formada en su mayoría por refugiados políticos que habían huido de Batista y muchos refugiados económicos. Nos veían muy sospechosos y me preguntaban a cada paso: “¿Oiga y usted que cosa era allá, esbirro, capitán de la policía?”. Yo les explicaba que no, que era sencillamente abogado. Les hacía mucha gracia que un abogado estuviera vendiendo malanga y plátano, pero a mí no me importaba. Había profesionales trabajando en los hoteles, de parqueadores… Miami, como centro de trabajo, la empiezan a hacer los cubanos dentro de la comunidad, los americanos no tenían dónde poner en su rompecabezas esas piezas que se llamaban Cubans.
Después de algún tiempo como bodeguero tuve la suerte de encontrar a unos amigos que habían sido compañeros míos de bufete. Me contaron que estaban trabajando con un grupo español en una urbanización que se iba a hacer en Puerto Rico y me invitaron a participar en la empresa. Vi los cielos abiertos. No te había dicho que de muchacho yo aspiraba a ser ingeniero como mi tío Cristóbal, pero como tuve serias dificultades con las matemáticas me vi obligado a dejarlo. Para mí, de niño, lo más sabroso del paseo del sábado era que mi padre me llevara a las construcciones a las que tenía que supervisar como maestro de obras, pero yo no me entendía con los números, así que me decidí por el Derecho y las Ciencias Sociales.
Como había sido el abogado de mi tío, estaba bastante familiarizado con la mecánica de la construcción. En el nuevo trabajo tenía que ser jefe de ventas, el que contrataba a los obreros, a los técnicos. Desarrollé una serie de habilidades que no sabía siquiera que tenía. Hay que decir que los boricuas acogieron a los cubanos con una hospitalidad extraordinaria en los años ’60, nos pusieron a funcionar, nos encontraron uso, se dieron cuenta de que un hombre que era abogado que sabía vender era un hombre que podía utilizarse en ventas, y los abogados cubanos en Puerto Rico vendieron cuanta cosa te puedes imaginar.
Estuve un montón de años en el negocio de las urbanizaciones. Levanté cabeza, eduqué a mis hijos y ya en la década del 70 me entero que estaba por publicarse una segunda edición de La Enciclopedia de Cuba.[2] En la primera edición la parte de la música la habían encomendado al músico cubano Natalio Galán que vivía en Nueva Orleans. Por ese tiempo, el pobre Natalio estaba muy deprimido y había escrito un trabajo muy bueno pero bastante corto que no estaba en consonancia con el resto de la enciclopedia. Yo, con un atrevimiento enorme, les digo a los responsables: “Bueno ¿y si hago la parte de la música?”, y me respondieron: “Ah sí, cómo no”.
Ya en aquel momento me había dado cuenta de todo lo que me faltaba de Cuba. Y lo que echaba más en falta era eso: saber más de la música mía. Oía programas radiales que presentaban unos señores boricuas que sabían mucho más de la música cubana que yo; personas que sentían una admiración enorme por la música popular cubana, una verdadera devoción, y me sentí motivado. Para la enciclopedia empecé a investigar sobre la música cubana desde sus orígenes. Cuando terminaba mi trabajo me metía en la universidad a revisar Bohemia, la colección que tenían allí y los pocos libros que me podían dar alguna orientación. En vacaciones me iba a la Universidad de Miami donde había colecciones más completas de Bohemia, Carteles y muchos libros más. El próximo paso fue irme a Nueva York, a la biblioteca de música cuando todavía estaba en la calle 42 y después, cuando la pasaron al Lincoln Center. El paraíso fue llegar a la Biblioteca del Congreso. Así me mantuve estudiando durante un periodo de cinco o seis años hasta que, cuando iba por más de la mitad con mucho material adelantado, el hombre de la enciclopedia me dice: “de segunda edición, nada. La primera no la he vendido, así que no hay segunda edición”. Yo me dije: “bueno, pues ya sigo yo con esto, no sé si se publicará o no, pero yo sigo trabajando”. Y me decidí a escribir un libro.
Primero entrevisté a todos los artistas que estaban todavía vivos en San Juan: Humberto Suárez, su esposa la cantante Elizabeth del Río, a Los Guaracheros de Oriente, a Servando Díaz, a Guillermo Portabales, a quien no alcancé en vida, pero entrevisté a su viuda. Después hice lo mismo en Miami, que había un contingente mayor, y en Nueva York, donde había aún mucha gente interesante como Bobby Collazo. En un punto de la entrevista, Bobby me comentó que tenía terminado un libro sobre música cubana. “Pues yo te lo voy a publicar”, le dije y él me miró como diciendo: “¿Cuántas veces me habrán hecho este cuento a mí?”.
Cuando terminé la primera versión de mi libro, aunque yo sabía que era un trabajo inmaduro, incompleto, me entró la desesperación por publicarlo. No estaba preparado para esa obra, fíjate que yo no sé ni tan siquiera música, soy un comentarista, investigador de la música, pero no sé música y era un panorama musical muy amplio, muy ambicioso el que abarcaba. Había libros buenos, sobre todo el de Argeliers León y el de María Teresa Linares —uno era conceptual, el otro más bien de enseñanza básica—, pero en ambos faltaban muchos nombres y también arrastraban problemas y prejuicios de tipo ideológico.[3] La gente quería saber también qué pasó con Fulano, qué pasó con Mengano… Había una parte importante que cubrir acerca de quién se quedó, quién se fue, añadir algunas anécdotas para darle color y establecer un poquito de orden en los periodos de la música cubana. Mi trabajo era básicamente de divulgación, no aspiraba a más, pero traté por lo menos de “conceptualizarlo” un poco. Y el libro “pegó”, llenó un vacío de información, creo, dentro y fuera, en las dos orillas.
Me costeé la publicación de Del areyto a la nueva trova porque en ese momento no tenía experiencia con editores y además estaba loco por verlo ya en papel. Afortunadamente tenía los medios para poder hacerlo y lo hice: lo edité yo mismo. Se imprimió en Puerto Rico e hicimos la distribución mi mujer y yo. Enseguida que pude lo llevé a Nueva York y le dije a Bobby: “ahora te voy a publicar el tuyo”. Como él no sabía cómo llamarlo le sugerí La última noche que pasé contigo, que además de su canción más famosa, es una imagen que me parece muy cierta, porque Bobby Collazo soñaba con Cuba todas las noches de su vida.[4]
Al mismo tiempo en que publiqué Del areyto… comencé a hacer el programa Cubanacán, que surgió también de ese deseo que tengo yo todo el tiempo de bregar con la música cubana. Se me ocurrió ir a la emisora del gobierno y pedir que me dieran media hora para transmitir música cubana y me dijeron sí. El programa gustó mucho. Primero lo siguió la comunidad de emigrados, pero inmediatamente se sumaron todas las personas que oían otros espacios donde también se ponía nuestra música, que eran unos cuantos. Yo lo presentaba y preparaba las canciones, no intervenía en la parte técnica, como poner los discos o abrir los micrófonos, eso no, pero entrevisté a no sé cuántos artistas. En la emisora del gobierno de Puerto Rico tenía solamente 29 minutos, después pasé a la radio de la Universidad y me dieron una hora completa. Cuando llegaban independentistas que viajaban a Cuba me traían discos y casetes porque yo ponía lo mismo a los artistas que estaban dentro que a quienes estaban fuera. Lo que sí evitaba era la temática política. Ese programa estuvo unos diez años en el aire y recibió varias veces los premios de radio que se daban allá.
En cuanto alcancé solvencia económica comencé a coleccionar discos de música cubana y llegué a tener una cantidad respetable. En el momento en que doné mi colección, años después, eran unas 17 mil placas de 78 revoluciones, unos 35 mil de larga duración y más de 10 mil casetes muy interesantes pues contenían cosas que no había podido conseguir en discos a través de intercambios con otros coleccionistas, muchas entrevistas y programas radiales de estas figuras que, ya te dije, había en Puerto Rico con tanto conocimiento de la música cubana. Tenía también unos 5 mil discos compactos, “algo” de discos de 45 —unos 3 mil o 4 mil—, fotos, libros y partituras. En total, más de 100 mil unidades.
Cuando hice la donación advertí que dispondría del proyecto como se disponía de los centrales azucareros en la colonia, cuando se decía: “se vende una central azucarera con tantas caballerías, con tantos caballos y también va la dotación de esclavos”. En este caso, yo era la dotación. Desgraciadamente no logré entregar la colección a la Universidad de Puerto Rico, como yo deseaba, ni al Conservatorio de Música que estaba muy interesado pero no tenía local. Empecé a buscar en los Estados Unidos y la mejor propuesta vino de la Universidad Internacional de la Florida porque, aunque no les cobré un centavo, fijaron un fondo para el data base. Han seguido atendiendo la colección que está en estantes con acceso al público y, además, todos los años ellos otorgan bolsas de viaje para que personas que no vivan en ese estado puedan visitarla y consultarla.
Yo tenía una idea fija desde que comencé a escribir: hacer una discografía de la música cubana lo más completa posible. Tenía muchas dudas, encontraba opiniones encontradas, suposiciones sin demostrar, me hacía preguntas y preguntas que no podía responder porque la información estaba muy dispersa. A través de un amigo que había sido durante mucho tiempo empleado de la Victor en Cuba hice contacto con las oficinas de Nueva York y me respondieron que ya había una persona trabajando en eso, el señor Dick Spottswood. Me comuniqué con él y le expliqué mis intenciones. Dick me contestó enseguida, amablemente: “Yo no estoy haciendo mi libro solamente con las grabaciones de la Victor, sino en general, si a usted le interesa ayudarme a revisar el trabajo, yo encantado”.
Por un par de años no supe de Dick hasta que de pronto me llegó por correo un mamotreto enorme que eran las pruebas del tomo dedicado a los discos grabados en español en Estados Unidos. Hablé con un coleccionista puertorriqueño para que me ayudara con la parte de Puerto Rico y yo completé la parte cubana y de otros países con lo que conocía; subsané errores en los apellidos, en los nombres, colaboré con todo lo que sabía en aquel momento, hasta que se publicó la enciclopedia de Spottswood que tiene ocho volúmenes.[5]
La verdad es que había quedado flechado con todo el material grabado de música cubana desde la invención del fonógrafo, e incluso antes. Aunque por esos años publiqué otros libros, entre ellos una historia del bolero cubano[6] y muchos artículos, veía cada vez más claramente que mi meta principal era hacer la Discografía. En las vacaciones viajaba a Nueva York para visitar los archivos de la Victor, que ya pertenecía a EMI y ocupaban varios pisos de un edificio enorme en la calle 42. Pasaba trabajo para copiar y hacer fichas, pues había pocas máquinas copiadoras y estas debían usarlas todos los investigadores. Iba a demorarme siglos haciendo copias. Tanta suerte tuve que en la oficina de la compañía en Puerto Rico nombraron a un muchacho colombiano interesado en hacer investigaciones de música vieja puertorriqueña y cubana a quien le propuse, para avanzar en el trabajo, que me diera una carta a su nombre para tener acceso libre a las copiadoras y, a cambio, le entregaría copia de todo lo que yo investigara. Buena idea, aquello fue de maravilla.
Empecé a copiar, copiar, copiar, y en un plazo de dos años tenía reflejadas como 60 mil tarjetas. Fíjate que cada disco de 78 revoluciones de la Victor tiene una tarjeta con información por cada cara grabada, como un expediente. Cada letra, cada número que encuentras ahí es oro. Después hice lo mismo con los archivos de la Columbia, que estaban más incompletos y con los de otras firmas pequeñas. Me fue mejor con las marcas cubanas porque en Miami había entrevistado a casi todos los dueños —gente de Kubaney, Montilla, Panart, Gema…— y a muchos coleccionistas. Es verdad que es un proceso tedioso, casi una labor de arqueología, tienes que seguir buscando y buscando y buscando aunque sepas que nunca vas a tenerlo ni saberlo todo.
Al mismo tiempo localicé cientos de discos antiguos de música cubana en Estados Unidos y otros países; los compré, los escuché, y los comenté también. No quería que la Discografía fuera una relación simple y fría de grabaciones, sino que intenté conceptualizar un poquito la cosa, sobre todo en el primer tomo, que abarca la etapa acústica. Distribuí las grabaciones por géneros, por periodos, desde la época de los cilindros y les di una valoración por interés histórico, artístico, documental. Organicé en un grupo todo lo que era danzón, todo lo que era música guajira, aparté lo que era el Teatro Alhambra, lo que era el teatro lírico y escribí un poquito sobre esas instituciones, pequeñas biografías de los artistas, de los compositores… de eso se trataba, de darle un poquito de contenido a la cosa. Ya después, cuando en la discografía general, de 1925 al 60 no hice tantos comentarios como en ese primer volumen, que recogió lo que estaba más olvidado y permanecía más oscuro.
Te puedo decir que el periodo que más me interesa por lo que significa para la música de Cuba es el que comienza en los orígenes de la fonografía hasta el año 1925: las grabaciones acústicas. Mientras más las oigo, más importantes se hacen para mí. Son reveladoras siempre, cualquiera de ellas. Por ejemplo, se sigue sosteniendo la tesis de que [José] Urfé crea con El Bombín de Barreto el primer danzón que en su última parte ya tiene elementos del son, sin embargo, los discos te enseñan una verdad: desde bastante antes ya el son venía sonando en esa última parte de danzones antiguos. Puedo poner muchos ejemplos en que los discos desmienten a los “estudios” escritos.
Mira, por ejemplo, y volviendo al danzón: esa última parte en que está el cornetín llevando la voz cantante, un clarinete y un trombón haciendo combinaciones armónico-rítmicas, contrapuntos, te hace a pensar y repensar, porque “da la casualidad” que es lo mismo que sucede en la orquesta del dixieland americano. Los músicos de esas orquestas que surgen en el siglo pasado en Nueva Orleans escucharon, no hay duda, esos discos de danzones. En los regimientos de negros que fueron a Cuba cuando la intervención norteamericana había músicos hispanos, incluso cubanos que vivían en Nueva Orleans. Entonces, ¿de dónde tomó eso el dixieland que es la base del jazz? Claro, el ritmo es otro, las síncopas son otras, pero la combinación de los tres instrumentos es la misma.
Además, está la intertextualidad en el danzón, un género que trae música clásica, música operática, hasta música popular norteamericana, eso es fabuloso. Lo otro es la música guajira, una canción de contenido político frente al gobierno republicano de la primera etapa y luego de la intervención, cosas que se grababan los americanos sin tener la menor idea de lo que estaban cantando pero lo grababan para venderlo, porque cuando llegaban a Cuba con el sello Victor o Columbia el gobierno no se atrevía a objetar ni una coma, y el álbum circulaba. Por mencionarte sólo uno: hay un número llamado Las despalilladoras,[7] que es abiertamente una canción de denuncia social, y si vas al teatro Alhambra ni se diga. Hay tesoros en los viejos discos de puntos cubanos que nunca más se editaron una vez que la era acústica terminó, desde pasajes de la guerra hasta cosas de actualidad en aquellos días. Decía el famoso Indio Naborí que en el punto cubano está toda la historia de la nación, porque el punto cubano fue el periódico de los analfabetos, o sea que durante muchísimos años el guajiro cubano aprendió historia no en los libros, sino oyendo décimas.
Después de que publiqué en 1994 el primer tomo de la Discografía de la Música Cubana[8] y el libro sobre el pregón,[9] se acercaba el año en que se conmemoraba el centenario de la ocupación norteamericana en Puerto Rico y Cuba y por eso es que escribo Cuando salí de La Habana, [10] al cual le agregué un disco compacto, que cubre desde 1898 hasta 1997 todo lo que pasó con la música cubana por el mundo, cómo se regó por todas partes durante un siglo. En ese momento mis hermanos puertorriqueños me dijeron: “bueno ¿y la música de nosotros qué?”, y pensé que era buena ocasión para reciprocar de alguna manera esa enorme admiración por la música cubana que encontré en Borinquen, y me puse a preparar La marcha de los jíbaros.[11]
Por única vez, pues he editado todos mis libros a mis expensas, el Instituto de Cultura me entregó una ayuda económica de 20 mil dólares para la publicación de este volumen que intenta atrapar cien años de música puertorriqueña a través de sus grabaciones por el mundo. Elegí como título La marcha de los jíbaros porque con ese nombre el pianista americano Gottschalk compuso una danza en Puerto Rico, inspirada en una melodía jíbara. Se trata de una pieza “cancional”, como La comparsa de Lecuona: tú sientes que va llegando, va subiendo de tono y después se va yendo… es un número muy bonito, muy gráfico. Me pareció encontrar una buena metáfora, porque yo llamaba jíbaros no sólo a los que tocan ese tipo de música, sino a todos los puertorriqueños que salieron de su tierra sin el amparo de una nación que los defendiera, que los representara, y se fueron por el mundo con su talento, empezando por un señor que se llamó Antonio Paoli, que en el año 1904 grabó en Nápoles la primera ópera completa, cosa que no hizo ni Caruso. A Paoli lo llamaban el rey de los tenores y el tenor de los reyes, aunque para mí era un jíbaro igual que otro cualquiera, en el sentido de que salió a representar a su país por el planeta “al pecho”. El libro tuvo mucho éxito, se han hecho varias ediciones y hoy lo consideran material de estudio en las carreras de música.
Hasta que me jubilé como abogado hacía toda la faena de música en las noches, cuando terminaba de trabajar, de madrugada, en los fines de semana, sacrificando las vacaciones de la familia, siempre con la ayuda de Marisa, que es doctora en Filosofía y Letras. Ella fue profesora en Puerto Rico por muchos años y, claro, su especialidad es el idioma. Mi mujer corrige algunos de los disparates que hago, aunque no siempre dejo que me revise, así que los errores de escritura son enteramente míos. Mientras trabajo escucho música, pero no puedo hacerlo con música latina, en español, porque “me voy”, el oído me lleva, por eso pongo de fondo clásica o jazz. Te puedo decir que, aunque soy fiel a las cosas que me han gustado toda la vida —que son muchas y variadas—, mi gusto musical pasa por etapas, descubro cosas, a menudo me estoy enamorando de cosas nuevas.
Durante mucho tiempo seguí coleccionando discos y trabajando en la continuación de la Discografía desde el advenimiento de las grabaciones eléctricas hasta 1960, pero llegó un punto, en el año 2001, en que me dije: tienes que parar porque no terminarás nunca. Saqué la cuenta de que si había cubierto la primera etapa de 1898 a 1925 en un libro que tenía unas 4 mil y pico de selecciones, o sea, de grabaciones analizadas, en el segundo tomo debían aparecer, por lo menos unos 80 mil números. Eso significaría que esta segunda parte tendría 4 mil páginas: sería una enciclopedia de diez tomos que había que venderla a 500 dólares, y a ese precio nadie la iba a comprar.
Se me ocurrió entonces plantearlo a la Universidad de la Florida y el director, Modesto Maidique, muy preocupado por la cultura cubana, accedió enseguida a colocarla en Internet. Yo dije: bueno, la dono con la condición de que la tengan en pantalla, en portal, y que además dentro de cierto tiempo se revise para mantenerla al día. ¿Sabes qué pasa? Ya los libros no son el mejor medio para una discografía, ni para un material de consulta. El mejor medio es la pantalla, donde tú puedes agregar contenido nuevo, porque la investigación no cesa de fluir, y corregir los errores que vas advirtiendo o que te advierten. La FIU aceptó mi propuesta, y destinó fondos adicionales para hacer ese trabajo. Hace años que está en pantalla y se puede consultar de forma gratuita, desde 1898 hasta 1960, con muchas referencias a grabaciones de fechas recientes.
Desde que está en el sitio web la Discografía se ha ido ensanchando de manera increíble. Siempre que puedo la actualizo con el dato, la fecha, el detallito que encuentro. Ahora bien, en las entradas y en las biografías es inevitable que meta mis opiniones: para mí, por ponerte un ejemplo, ante las orquestas de chachachá está la Aragón y después todas las demás. Me pasa algo similar con Esther Borja como intérprete, que me encanta, y también con María Teresa Vera y con Lorenzo Hierrezuelo en la trova. Siempre le digo a la gente que oigan con su oído, no con el mío, así que no hay que seguirme al pie de la letra.
Entre las cosas que me apasionan están los enigmas que van surgiendo en la investigación, por ejemplo, el misterio de [Alfredo] Boloña que de pronto se esfumó, y un buen día encuentro en la novela ¡Écue-Yamba-Ó! de Carpentier que el Sexteto Boloña fue preso por una enorme pelea que hubo en un solar: eso puede explicar la desaparición de ese grupo de son, que era excelente. Habría que investigar ahora en la prensa antigua, porque es una novela, una película, una historia que no termina nunca y que siempre comienza con un disco. Ese de Boloña, con muchos otros misterios, se van aclarando o complicando a medida que investigas y oyes música cubana durante toda tu vida. ¿No te parece apasionante?
Yo te digo algo que me gusta repetir a la gente: supón que en el Morro de La Habana descubran una pieza indígena, una piedra labrada. Puede que los arqueólogos difieran sobre la fecha, el estilo, se pongan a discutir sobre lo humano y lo divino. Ahora bien, si lo que encuentran es un disco viejo, nadie tiene que dar una opinión, porque el disco por sí solo va a ponerse a hablar.
[1] Cristóbal Díaz González (1894-ca. 1960) fue uno de los insignes ingenieros arquitectos cubanos del siglo XX. Entre sus obras se encuentra el antiguo Instituto Cívico Militar de Ceiba del Agua, edificado entre 1936 y 1938, declarado Monumento Nacional en 2008 y el edificio del periódico El País, en la Calzada de Reina, hoy en lamentable estado.
[2] La Enciclopedia de Cuba. Artes. Sociedad. Filosofía. Ediciones Universal, 1973.
[3] CDA se refiere a Del canto y el tiempo, de Argeliers León y La música y el pueblo, de María Teresa Linares, ambos publicados en La Habana en 1974 por las editoriales Letras Cubanas y Pueblo y Educación, respectivamente.
[4] Música cubana: Del areyto a la Nueva Trova, primera edición, Editorial Cubanacán, 1981. En su cuarta edición, ampliada y “puesta al día”, el libro apareció con el título Música cubana: Del areyto al rap cubano, Fundación Musicalia, 2003.
[5] Richard Spottswood: Ethnic Music on Records. A Discography of Ethnic Recordings Produced in the United States, 1893-1942, University of Illinois Press, 1990.
[6] Historia del bolero en Cuba, Editorial Cubanacán, 1994.
[7] Las despalilladoras. Punto cubano. Juan Pagés en disco Victor (Vi-72646) grabado el 9 de febrero de 1918.
[8] Cuba canta y baila. Discografía de la música cubana 1898-1925, Fundación Musicalia, 1994.
[9] Si te quieres por el pico divertir. Historia del pregón musical latinoamericano, Ediciones Universal, 1988
[10] Cuando salí de La Habana. Cien años de música cubana por el mundo, Fundación Musicalia, 1998.
[11] La marcha de los jíbaros 1898-1997. Cien años de música puertorriqueña por el mundo, Editorial Plaza Mayor, 1998.
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Publicación fuente ‘AM:PM’, 2020.
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