Cirenaica Moreira: 4:48 Times New Roman 12
Me humillé, imploré como Vanessa Redgrave en aquel pasaje de la película Agatha recreado por Michael Apted. Juré mi amor con la vida de mi hija como garante; en garantía, también la descendencia de la escritora Agatha Christie y la de Vanessa Redgrave. Juré por los hijos de cada personaje que la actriz ha interpretado; los de Isadora. Y los de Julia, si los tuvo. Son películas que vi hace muchos años.
Luego juré por los hijos de Apted, por los de Karel Reisz, los de Fred Zinnemann y el resto de los directores con que Redgrave ha trabajado; por los huesos de los que murieron, pero fue en vano.
Es difícil mantener un equilibrio en el recuento cuando el caos campea por su respeto en la memoria.
Si lo pienso mejor, hace mucho dejó de importarme cierto estado de orden. Sólo dentro del caos logré escribir un par de cuartillas, publicarlas y ganarme algo de dinero: treinta CUC o cien dólares, según la geografía y las circunstancias. De cualquier modo, treinta CUC o cien dólares allá, o aquí, no alcanzan para nada.
Apuntalé dignamente mi vida con mi trabajo fotográfico.
Pero eso fue allá, en Cuba, y ya todos sabemos que a Cuba la mataron.
Acá, en Miami, hay otro caos. Otro orden explotándonos encima como bombas de racimo.
Lo regular en Miami es andar a la bola, en cueros, las puertas cerradas con siete llaves, y las llaves en la barriga de alguien.
En Key West me dijeron que el arte del cubano emigrado no interesa, porque es un arte que ha perdido sus raíces.
Ella, la que lo dijo, sabe que mintió. Tonta no es. Su galería está repleta de arte cubano que ha comprado al por mayor, entre baratijas, guantes, pelotas y bates de béisbol que dicen “Hecho en Cuba”; gangarrias de todo tipo rodeando la obra de mis colegas que no se han ido.
Quise responder a la ofensa con la misma templanza con que ella, la más martiana entre todos los martianos de Key West, que parecen ser muchos, la había proferido. También quise gritar, insultar, probablemente ya me había subido la presión y estaba sufriendo un infarto silencioso.
Pero no dije nada. Casi siempre hago eso: no digo nada. Y ya sé por qué lo hago, pero esa es una historia muy larga. Vivo tropezando en mi propia jungla con mis propias “raíces”, rizomas, bulbos y lianas.
Ya no quiero buscar trabajo. Me cansé de que me escaneen con la mirada o me pidan currículo, cuando digo que puedo limpiar una oficina, una casa, o fregar platos.
Me cansé de ser la “fina” del restaurante latino, el bicho raro que también en Miami parece extranjera, o sea: venida de Europa. Nunca me confundieron con una uruguaya o una guatemalteca, ni siquiera con una cubana.
Ya no quiero vaciar más una botella de agua Panna o Pellegrino en el vaso de un cliente, cuando no he preguntado si prefiere agua del grifo. No puedo hacer eso para luego arañar una propina porque la paga es mala. No sé y no quiero aprenderlo. Antes, me voy a bailar en un gogó.
Tampoco quiero cuidar niños que, en un par de años, de seguro, serán asesinos. He visto demasiadas noticias y recibido demasiadas patadas y amenazas en una noche; angelitos de cabellos rubios o “pasas”.
Me cansé de dormir entre las sábanas, las fundas y los cobertores sudados de las “nanis” que estuvieron antes que yo. Me cansé de que me dijeran “apaga el aire cuando vayas a acostarte”.
Yo, voy a lo mío. Lo mío son las fotos, los escenarios, la performance y las manualidades, escribir un texto de vez en cuando, como en Cuba. A mi aire. Como una reina proletaria.
En Cuba siempre hay un techo que reparar, un salidero, una gotera, un cubo de agua por cargar, hervir, almacenar, o una vecina que le grita a otra en la puerta de tu casa: “Me sale de la papaya”.
A fin de cuentas, pareciera todo por cuanto Carlos Marx y Federico Engels —¿y acaso Jenny von Westphalen?— redactaron El Manifiesto del Partido Comunista en 1848.
Quizás, al conjunto escultórico dedicado a Marx y Engels en Berlín le falte una tercera pieza.
Ahmel también se cansó y se fue a lo suyo, luego de que un cabrón le estafara la paga de dos meses de trabajo. Una muerte lenta, le dije. Comentan quienes nos conocen o encontramos en el camino que, al principio, de una u otra forma, siempre sucede. Estamos en el principio.
“Lo mejor es hacerlo todo al pecho” —dice Ahmel, apenas se levanta al día siguiente—. Son las ocho de la mañana. Ha puesto el despertador y no vamos a ninguna parte.
“No te vas a convertir en adicta —me dice luego—. ¿Sabes por qué? Porque no quieres convertirte en adicta”.
Parece un bocadillo de Taxi Driver, uno como ese con el que Robert de Niro intimida a su otro ÉL que no es él, sino un tipo punk frente al espejo. Me siento hipnotizada, pero ahora todo me sirve. Asiento.
Ya van para tres meses que tomo antidepresivos sin que mi familia lo sepa, si familia somos cuatro o cinco personas condenadas bajo apellidos que no elegimos; quienes entran y salen de mí entre el bombeo del amor y el ghosting, la invalidación, la triangulación, el refuerzo intermitente, el gaslighting y la ley del hielo.
Sin querer, Ahmel me hace notar que dentro de quince años tendré setenta —“sin querer” no es un desliz, puede que escriba desde “la incorrección” pero lo he escrito a conciencia.
Sin querer, me da un ataque, y otro y otro y otro. Me caigo. Me paralizo.
Ahmel tiene que llamar al 911, para resucitarme. Me llenan el pecho, las piernas y los tobillos, parece que también la espalda, de unos parches redondos, blancos y azules, con un lunar metálico en el centro, creo; no sé cómo se llaman.
Estoy conectada a unos cables y los cables a una maleta negra; parece pesada como la batería de un carro, pero los paramédicos son grandes y fuertes como bomberos. ¿Serán bomberos? ¿O lo uno y lo otro aquí es lo mismo? ¿En Cuba también?
Yo vine, entre otras razones, porque en Cuba el rescue nunca iba a llegar. Me iba a morir de un dolor de cabeza, esperándolos.
Los del rescue han llegado en un pestañazo que, sin embargo, me parece una eternidad. Se mantenían al habla con Ahmel al teléfono. Ya no siento las manos ni los pies.
“Mama —me dice el que se inclina sobre mí y habla español, un español chamuscado—, respira, mama, respira, abre los ojos, apriétame la mano. ¿Cuántos dedos ves aquí, mama? ¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? ¿En qué año naciste? ¿Qué día es hoy, mama? Respira, respira para que la sangre llegue a tus manos y a tus pies”.
Y se pone a respirar conmigo.
No hay más tiempo para perder. Enciendo la computadora, abro un nuevo documento Word; una página en blanco que llenaré en Times New Roman 12 a dos espacios:
Amore mío, Roxana Rojo,
Puede que toda mi enfermedad tenga un sólo nombre, un nombre de hombre o mujer, da igual. A veces podemos obviar los detalles.
Cuando llegué a Miami en enero de 2023 me fui a vivir a casa de Enrique Guzmán Karell; podía haber volado directo a Houston, a casa de mi tía, pero el desenlace habría sido el mismo que fue después. En Miami estaba todo lo que creía necesitar para comenzar una nueva vida.
Con Enrique y su familia viví cuatro meses, habrían pensado ellos que era yo demasiado lenta para vivir en el Norte. Seguro tenían razón. Trabajaba en tres y cuatro proyectos a la vez, suelo hacer eso, pero ninguno daba de comer de inmediato. Ellos me mantenían. Ahmel seguía sin visa en La Habana.
Entre los proyectos había uno para hacer fotos de bebé; eso aquí se paga muy bien. Hice una pequeña inversión con lo que la pandemia de Covid-19 y el Ordenamiento Económico en Cuba me habían dejado de ahorros. Tomé un grupo de fotos a un par de familias voluntarias y a sus bebés y luego me puse a editar para lanzar en las redes sociales la promoción de la empresa. Laurita Llópiz diseñó el logo para mí. No quiso cobrarlo.
Pero acá no se viene a soñar, amore, es el mensaje ambiguo y contradictorio que parece llegar de todas partes.
Los seis meses siguientes viví en casa de Gerardo Fernández Fe, de quien fui amante primero y novia después.
Ahora salgo. Termino tu carta al regreso.
“Los personajes no parecen tener un objetivo ni una dirección fija, ni tampoco hablan de alguna obligación con la que cumplir luego del encuentro; parecen ‘descolgados’ de las obligaciones cotidianas, parecen vagar de un lugar a otro sin radicarse nunca ni tener trabajo que hacer” —Jorge Dubatti, Nuestra Señora de las Nubes de Arístides Vargas: exilio, contario y status dramático múltiple de los recuerdos-relatos escenificados, Sección Palos y Piedras, Edición No. 16, Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini.
Ha pasado más de un año desde que llegué acá y aún no he fundado nada. También comentan quienes nos conocen o encontramos en el camino —el camino está repleto de inmigrantes desesperados—, que el primer y segundo años son decisivos, a mucho dar el tercero; que lo que uno no hizo en ese plazo ya no podrá hacerlo.
No sé. No sé nada de exilios. Todo lo que fundé quedó atrapado en La Habana bajo el peso insalvable de la dictadura.
No es difícil perder así el sueño, casi siempre sucede sobre las cuatro de la mañana: la hora en que los psicofármacos del día anterior perdieron efecto; la hora de los suicidas.
La hora de Sarah Kane.
En 4:48 Psicosis, la dramaturga inglesa Sarah Kane admite querer vivir. Sin embargo, su única salida es la muerte.
Las versiones del modo en que esto ocurrió, y las de su último internamiento, difieren en algunos artículos. Si hay alguna verdad sin discusión es que Sarah Kane se quitó la vida en Londres, el 20 de febrero de 1999; en la Gran Bretaña de la reina Lilibet. Tenía 28 años y dejaba inconclusa una obra poderosa, alucinada e incómoda; de las más celebradas, traducidas y representadas en la escena internacional actual.
Ir a lo de uno quizás sea estarse quieto, llegar al fondo del pozo y quedarse allá abajo un rato como Tōru Okada, en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo de Haruki Murakami.
¿Para qué querría el exilio convertirnos a todos en cuidadores de niños, ancianos y perros, en personal de limpieza, custodios, albañiles, meseros; unificarnos en lo que no somos, amputar nuestros oficios, desperdiciarnos?
Visto el número de migrantes que cada día somos más, cruzando fronteras, continentes, ¿podríamos hablar de una lobotomía planetaria, una trepanación global? ¿Para qué?
Faltaría todavía certificar de una vez que en cada gesto cotidiano habita una obra de arte y en cada sujeto un artista.
No existe una institución de acogida, un programa de asesoría y reinserción laboral, una “línea ayuda” o un “Hermanos al Rescate” para socorrernos también en tierra; sino un rumor, un largo y sordo murmullo sobre nuestros deberes y derechos a largo plazo.
Lo usual acá es la desmemoria. Una suerte de amnesia recorre el alma de los inmigrantes más viejos y de algunos recién llegados. Y no hay drama —tampoco humor— como en Nuestra Señora de las Nubes de Arístides Vargas. Negros, blancos, indios, mestizos. Todos pasando por purasangres; libertos por colonos, la empatía de los lobos.
Cuando el teatrista argentino Arístides Vargas se refiere a la fundación de su compañía teatral, Malayerba, en el exilio ecuatoriano, dice: “Al comienzo nos gustaba estar juntos pero no estrenábamos obras. Ensayábamos muchas horas, ocho horas diarias de entrenamiento, la primera obra nos tomó tres años hacerla. Estábamos creando lazos de exilio, que pasan fundamentalmente por lo afectivo. Afectuosamente nos sentíamos bien, y para nosotros eso era suficiente”.
Son las 4:48 de la mañana. Me levanto como Sarah Kane y me siento a escribir bajo la luz mínima de una lámpara, no sin antes sopesar los límites y el privilegio de la autoficción.
No tengo contemplado morir hoy.
Gracias, In-cubadora!!!