Alex Fleites: Conversación con Willy Castellanos
Willy Castellanos (La Habana, 1959) es Licenciado en Historia del Arte por la Universidad de La Habana (1994). Su último ejercicio académico estuvo dedicado a la reaparición del desnudo en la fotografía cubana, en el período comprendido entre 1982 y 1993. Es también curador y artista plástico. Es fotógrafo autodidacta, aunque estuvo acompañado en su iniciación en la profesión por Chino López. En Cuba publicó, como freelance, fotos en las revistas Bohemia , Tablas y Cuba Internacional , entre otras.
En noviembre de 1994 emigró a Buenos Aires, donde residió siete años. Allí trabajó en la revista Pugliese (1999-2021) y colaboró con los diarios Clarín y La Nación .
Luego, en 2001, se instaló en Miami, donde vive y trabaja, aunque algunos de sus proyectos curatoriales y artísticos lo llevan a diversos países.
Junto a Adriana Herrera Téllez fundó en Florida el Colectivo Curatorial Aluna, que se ha dedicado básicamente, con exposiciones de distintos artistas, a promover el “diálogo no hegemónico sobre la relación entre arte y sociedad”.
Sus obras han sido expuestas en Argentina, México, República Dominicana, Perú y Estados Unidos. Su exposición individual Éxodo: documentos alternos , que tuvo lugar en el Centro en Cultura Español de Miami, ganó el premio de la Miami Arts Foundation en 2014 al mejor evento cultural realizado ese año en la ciudad. Actualmente participa en la Bienal de Cincinnati FotoFocus backstories, donde presenta la exposición individual Éxodo: documentos alternos (1994-2024), que podrá verse hasta finales de diciembre.
Conocía el trabajo de Willy sobre la crisis de los balseros de 1994. Sus fotos de aquella época, dramáticas y veraces, se limitaban a mostrar, desde una perspectiva comprometida y empática, el doloroso drama humano de quienes se lanzaban a lo desconocido con medios precarios, sin tener la menor idea de lo que significa enfrentarse a la Corriente del Golfo, ese torrente voluntarioso y colosal que Hemingway bautizó como “el inmenso río azul”.
Aquí nos comparte algo de ello, junto a otras obras que nos darán una visión de su abanico artístico y de sus inquietudes como habitante consciente de este planeta.
A modo de declaración o declaración de artista nos envió estas palabras:
“Una de las prácticas que más me motiva en mi trabajo ha sido el cuestionamiento del archivo, ese sistema de enunciados sobre el pasado que, como entendía Foucault, suele ser construido por el poder y asimilado colectivamente. Y la fotografía, por su propia naturaleza, por su proximidad al archivo, es quizás el medio ideal para cuestionarlo, y uno de los más adecuados para desarrollar una serie de prácticas artísticas capaces de generar nuevos relatos y archivos alternativos. Series como Éxodo: documentos alternos (2014) abordan la historia como una narrativa en plena construcción, considerando que el pasado es abierto y sus percepciones pueden ser desestabilizadas con el uso de imágenes que, a menudo y cada vez con mayor recurrencia, son fotográficas. En algunos casos, este potencial desestabilizador se encuentra en obras documentales directas. En otros, se basa en una diversidad de procedimientos intervencionistas en la fotografía. Ambas posibilidades artísticas pueden expandir el alcance y la naturaleza del medio y crear formas de infiltrarse en el archivo de la memoria y, por ende, de ver el presente y reimaginar la realidad”.
Damos paso a las fotografías y comentarios que Willy Castellanos desea compartir con nosotros.
La instalación multimedia Dry Feet/Wet Feet (Pies secos/ Pies mojados), 2014, debe su nombre a la política implementada durante la administración Clinton como solución a la crisis migratoria de los balseros de 1994. Esta ley permitía a los migrantes cubanos permanecer en Estados Unidos si tocaban tierra (pies secos), mientras que los interceptados en el mar eran devueltos a la isla (pies mojados). La obra utiliza una fotografía de gran formato impresa en tela y fragmentada para crear un inmenso mural del mar. Cada segmento termina en el suelo, donde se alternan contenedores de acrílico llenos de agua y arena (los elementos físicos que definieron esta política migratoria). La pieza tiene una dimensión multisensorial: cuando el espectador se acerca, escucha la grabación original de las voces de un grupo de balseros que salen de la isla desde las costas al este de La Habana.
La política de “pies secos, pies mojados” fue derogada el 11 de enero de 2017 por el presidente Barack Obama. La medida redujo temporalmente el flujo de inmigración cubana por esa vía. Sin embargo, la práctica de cruzar el estrecho de la Florida en embarcaciones rudimentarias ha continuado hasta hoy. En los últimos años, el número de cubanos que han entrado a Estados Unidos por la frontera mexicana ha superado significativamente las cifras registradas durante el éxodo del Mariel en 1980 o en los días de la llamada Crisis de los Balseros de 1994.
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En primer lugar, está El Mar. Una inmensa y compacta masa de limbo azul. Primero claro, luego celeste, a veces turquesa, o si no azul, tremendamente azul. Dentro de él, frescor y ligereza. Fuera, el sol punzante, la brisa y la incómoda sensación de sal en la piel. Para quienes nacimos en la ciudad portuaria de La Habana, y tal vez para muchos cubanos, el mar es una obsesión constante. Cada día caminamos hacia el mar o nos alejamos de él, paralelos a la costa, camino de la desembocadura del río Almendares o, simplemente, atravesando la bahía, ese “otro mar”, océano diminuto y bosque de grúas, refugio conveniente para viejas barcazas y enjambres de transeúntes y turistas. El mar nos rodea y nos define, su aroma contagioso penetra por los poros y los sentidos. El mar nos limita, nos envuelve; el mar nos encierra: es la Muralla Azul.
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Fotografiar con un teleobjetivo es escrutar la intimidad del otro, participar en una historia a la que ni siquiera se ha sido invitado. El fotografiado no percibe la presencia del fotógrafo, que habita una dimensión ficticia de la realidad, beneficiándose de una falsa proximidad puramente óptica. Si la imagen reconstruye la historia, ¿cuántas de estas “intrusiones” constituyen los documentos que tenemos hoy de todas las cosas? ¿Es la fotografía acaso un instrumento de colonización, una manera de apropiarse del espacio del otro convirtiéndolo en material de publicación, en simple dato para difundir?
Me pregunto si el acto de documentar la crudeza de la realidad no requiere una especie de silenciamiento de la pretensión estética de la fotografía. Pero al mismo tiempo, ante esta escena, reviso una miríada de imágenes: Géricault y su “Medusa”, Thor Heyerdahl y los Argonautas. Miro desde un prisma que superpone lo lejano y lo cercano, pero también un prisma que incluye el temblor ante la amenaza de la muerte, y la fascinación por la épica de quienes la enfrentan en situaciones límite.
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La aldea global ha situado sus polos de abundancia en el hemisferio norte, movilizando en esa dirección el flujo incesante de los menos favorecidos. Si el impulso utópico que desencadena el viaje apunta —como una brújula obstinada— hacia ese hemisferio, el desencanto y sus naufragios se convierten en “tierras de nadie”, fronteras que hay que cruzar. Así, la isla de Tomás Moro parece todavía estar a la deriva, en algún punto impreciso del mar de la resignación.
Pero las imágenes, las fotografías, ¿en qué latitud se mueven? ¿Hacia los epicentros del poder y sus relatos o hacia el sur, en las fronteras de la distopía y sus rebeliones? ¿Acaso en los márgenes de esas pequeñas historias (como la de esta foto) que se tejen a escondidas y se insertan como cuñas en el archivo anónimo de la vida cotidiana?
Documentos, testimonios, evidencias… ¿qué nociones intervienen en la construcción de ese concepto inamovible que llamamos “Historia”? ¿Quién escribe los grandes relatos de la experiencia humana y qué episodios se incluyen en esa narrativa del conocimiento destinado al consumo y la difusión?
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No puedo reconstruir una historia creíble sobre esta fotografía, salvo a partir de mis ficciones. Carece de información, quizá de elementos o situaciones más precisas. Carece de marcas contextuales y otros datos necesarios para reconstruir el paradigma de la fotografía; o, mejor dicho, para escenificar el acontecimiento a partir de una lógica documental. Es una de esas imágenes que necesitan (como muletas) de otras imágenes contiguas para significar, o quizá de un texto, como el que estoy escribiendo ahora.
Tal vez esta fotografía nunca sea publicada en la prensa, pero aun así me fascina. Me cautiva la mirada serena de la muchacha, su audacia frente a la cámara y al intruso que la sostiene. ¿Viajaría ella en ese barco, temeraria, inflada de ilusiones? Pienso ahora, después de tantos años, que se quedó en la isla, que esa tarde sólo acompañó a su familia para despedirse. En cualquier caso, esta fotografía es el documento de mis ficciones: el cuaderno abierto de una historia inacabada donde ninguna posibilidad es definitiva; una historia perdida en el limbo de la memoria y la realidad.
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Tomé esta fotografía en la costa de La Habana, durante la Crisis de los Balseros de 1994. En la escena, un joven balsero ofrece sus sandalias a un amigo antes de embarcarse hacia el norte. Tal vez el joven pensó que no las necesitaría en alta mar, y que una vez en Estados Unidos podría comprar unas nuevas de mejor calidad. Esta es mi interpretación de la escena, aunque no puedo decir con certeza que mi historia sea cierta. Después de unos minutos, el grupo se dispersó y no pude obtener más información que la que se percibe en este momento al mirar esta fotografía. En mi versión de la historia, estas sandalias son una expresión de hermandad y una herencia.
Esta fotografía ha sido poco difundida. Es una carpeta silenciosa que “vaga fuera” del archivo, o dentro de un archivo “muerto” (el conjunto de fotos que tomé ese día). Esta historia no contribuye al conocimiento que tenemos sobre el calzado, ni a la reconstrucción de una noción de historia asociada a él.
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Pienso a menudo en Las babas del diablo , el cuento de Cortázar, cuando miro las fotos de aquella noche oscura de 1994. Fotografié “a ciegas”, guiada por el brillo del flash que iluminaba la costa durante fracciones de segundo. Tras el velo profundo de la noche, oía el crujido de la madera y el sonido del mar en el frenesí de la multitud.
Sólo días después, cuando imprimí los negativos, pude visualizar la verdadera dimensión del caos. La imagen me conmovió, y mi sorpresa fue mayor cuando descubrí, entre tantas, el perfil de un amigo de la infancia, desaparecido del barrio desde hacía meses. ¿Había desistido del viaje –como me dijo después– o era simplemente otro de los tantos polizones que intentaron subir al barco?
Azar, contingencia, causalidad… ¿Qué claves moderan la eventualidad de las fotografías? ¿Quién es el propietario eventual de las imágenes? ¿El operador que sorprende —por casualidad— el momento, o los sujetos que escenifican en ese instante un drama que los marcará para el resto de sus vidas?
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Un querido amigo escribió que estas fotografías eran una premonición de mi propia partida. “¿Por qué no te subiste a una balsa en aquellos días?”, me preguntó hace poco. Supongo que elegí quedarme y retratar la experiencia del éxodo de mi propio pueblo en estas imágenes que, en cierto modo, son ilegibles o transmiten la opacidad de sus propias circunstancias.
¿Qué hace este joven flotando a la deriva, como si acompañara a sus amigos en la balsa en un pasatiempo de verano? Esta escena, que parece absurda, es indescifrable. Leo una cita de Feuerbach que se anticipa a Benjamin: “Para la época actual, que prefiere el signo a la cosa significada, la copia al original, la moda a la realidad, la apariencia a la esencia, sólo la ilusión es sagrada, la verdad profana”.
Quizás el acto de convertir en “sólo una imagen” una experiencia humana indecible e intransmisible sea una forma de profanarla. Y sin embargo, de todo lo absurdo que atraviesa esta foto y el acto de tomarla, hay un remanente por el cual sigo creyendo que es necesaria.
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En la lengua de los hopi —el pueblo ancestral que habitó la zona central de Estados Unidos— “Koyaanisqatsi” es una palabra que significa “vida fuera de equilibrio”. En 1982, el cineasta Godfrey Reggio la utilizó como título de la primera película de una trilogía experimental que documentaba la pérdida de equilibrio en este “mundo en el que vivimos”, como él mismo lo expresó. Regreso a “Koyaanisqatsi” —una serie compuesta por fotografías, instalaciones y objetos— retoma el espíritu y la documentación de este paroxismo urbano a través de otro proceso de investigación visual (la cámara de negativos 4×5), en una serie realizada en la ciudad de Miami, en diversas instalaciones de recolección y reciclaje de chatarra. Las tradicionales cámaras de “gran formato” —un medio prácticamente obsoleto— imponen, desde el mismo proceso de registro, una oportuna lentitud de la mirada y la acción, al tiempo que garantizan una nitidez de detalle superior al medio digital, con sus rápidas velocidades de registro. ¿Y por qué basureros? Porque nunca antes, en toda la historia de la civilización humana, los residuos han constituido una amenaza tan grande como la que enfrentamos en este momento.
He documentado, en visitas espaciadas a lo largo de un año, el testimonio de la cultura de lo obsoleto y la velocidad con la que usamos, acumulamos y descartamos objetos, en una dirección diametralmente opuesta a la preservación del medio ambiente. Fotografiando vertederos, he registrado también la belleza formal de la basura. He rescatado objetos encontrados y los he ayudado ―reciclados― a darles una nueva vida, como un gesto de la imaginación. Y me he planteado la pregunta que extiendo con una clara conciencia de que el tiempo de resistencia al paroxismo se acorta cada día: ¿Cómo podemos oponernos a la obsolescencia programada, al exceso acumulativo, a la velocidad frenética de la vida? He regresado de estos vertederos con otra claridad sobre la urgencia de una vida común más lenta, menos voraz y destructiva, más llena de humor y de imaginación. Y, sobre todo, capaz de construir una cultura sostenible para nuestra propia especie y para todas las demás también. Es la única manera de cambiar el tiempo que se avecina, ese tiempo donde, según el Jefe Seattle, comenzaría “el fin de la vida y el comienzo de la supervivencia”.
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En febrero de 2020, justo antes de que estallara la alarma mundial por la pandemia de COVID-19, decidí visitar la localidad de Agbogbloshie, situada en Accra, la capital de Ghana. En los reportes de la prensa internacional, el lugar tenía la reputación de ser el “mayor vertedero de basura electrónica existente”, uno de esos espacios donde terminan los desechos del mundo producto de nuestra cultura de la obsolescencia acelerada.
En la ciudad de Miami, Estados Unidos, había fotografiado —con una cámara de negativos de gran formato— las enormes montañas de basura metálica que se acumulan en las orillas del río, en esos centros donde se reciclan metales de todo tipo. La observación de los vertederos de basura nos permite una visión axial de las sociedades actuales y sus dinámicas, y con ese registro pretendía reunir un archivo inicial para abrir un debate, en los circuitos del arte, sobre “la velocidad con la que usamos, acumulamos y desechamos objetos en una dirección diametralmente opuesta a la preservación del medio ambiente”.
Pero en África —el continente donde la humanidad dio sus primeros pasos— mi aproximación fotográfica cambió sustancialmente al encontrarme con una realidad mucho más compleja y esencialmente dramática: un escenario marcado por la intersección de problemas abrumadores como la sobreacumulación de residuos, el daño ambiental que provoca su procesamiento, las pésimas condiciones de vida que enfrentan los lugareños y la necesidad de concebir fuentes estables de trabajo que garanticen la decencia y el sustento familiar, entre muchos otros aspectos. Así que dejé de lado las metáforas del paisaje para centrarme en la documentación social directa, capaz de contener mi interrelación con el territorio y sus problemas, así como los vínculos que establecí en aquellos días con sus singulares habitantes. En nuestro primer día en el vertedero de Agbogbloshie, el medidor portátil de contaminación atmosférica alcanzó 375 en la escala del Índice de Calidad del Aire (ICA) europeo, una lectura que es más de tres veces superior a los niveles de contaminación que los humanos u otras especies pueden tolerar.
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Impresión / Atardecer con manglares contiene seis fotografías tomadas en el mismo lugar y desde la misma posición, durante el tiempo necesario para registrar los cambios de luz al anochecer, en la quietud de una laguna de los Everglades del sur de Florida. Con ligeras variaciones en el diafragma, la cámara sobre un trípode, logré sincronizar —como lo hacían los impresionistas— el ciclo del sol en las luces del atardecer.
Publicación fuente ‘OnCuba’
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