Alfredo Alonso Estenoz: Tema homosexual en la literatura cubana de los 80 y los 90: ¿renovación o retroceso?* 

Autores | Memoria | 21 de noviembre de 2024
©Portada del libro de Hernández Catá en StockCero

La crítica que ha estudiado la literatura de tema homosexual escrita en Cuba después de 1959, suele tomar como punto de partida –y como referencia mas importante– el relato de Senel Paz El lobo, el bosque y el hombre nuevo y la película a la que este dio origen. La elección se justifica si tenemos en cuenta que, de cierta manera, ambas obras sintetizan el debate sobre la situación de los homosexuales en la Revolución Cubana. Dicho debate se centra en la pregunta de si estos tienen derecho a ejercer libremente su sexualidad dentro de una sociedad de nuevo tipo, o si su condición contradice los principios en los que esta busca asentarse. Por otro lado, tanto el cuento como la película han sido las únicas obras sobre el tema que han trascendido las fronteras nacionales, en parte por la publicidad que representó el premio literario para la primera, y el hecho fílmico en sí –también con su premio correspondiente– para la otra. En parte, también, por la atención que despertó la puesta en escena de un tema silenciado durante años en el debate oficial cubano.2 

Pero antes del relato de Paz se escribieron y publicaron varios textos sobre la homosexualidad, que fueron los que en realidad rompieron la barrera inicial del silencio y fueron preparando al lector de la isla para una recepción más abierta de las cuestiones expuestas en El lobo…. La crítica cubana coincide en que 1988 fue el año del resurgimiento de ese tema entre los cubanos. En esa fecha se publican dos textos claves: ¿Por qué llora Leslie Caron?, cuento de Roberto Urías3, y Vestido de novia, poema de Norge Espinosa.4 Espinosa había obtenido ese año el importante premio de la revista El Caimán Barbudo con un libro en el que se incluía ese texto. Por primera vez desde 1959 se publicaban (debido a la ausencia de un ciclo normal de publicación, no podemos afirmar que se escribían) textos que situaban a un sujeto homosexual como centro del conflicto; vale decir, no era un personaje más ni su identidad aparecía oculta o camuflada. Pero también era visto con una carga de positividad hasta entonces ausente. La mirada se emitía desde este tipo de personaje, o al menos desde una voz narrativa o lírica identificada plenamente con él, a diferencia de los años 60, en los que el control del relato estaba en manos de un narrador heterosexual, que también ostentaba el poder político. Ese narrador podía reconocer y padecer la angustia del otro, pero no defenderla corriendo todos los riesgos. 

En el texto de Urías, el narrador protagonista no sólo es homosexual sino que se trata de una loca. Para colmo, una loca no integrada socialmente, «una bella parásita» –así se autodefine–: no trabaja, dejó los estudios, la familia la mantiene. Su angustia reside en que no sabe qué hacer con su vida: no porque se halle indeciso en cuanto a su identidad, sino porque la adversidad del medio social le impide toda acción. El personaje cuestiona un sistema de vida (heterosexual, aprobado socialmente) que puede ser más corrupto que el que a él le achacan por su condición. La pasividad del personaje es total: se encuentra inmóvil en el centro del relato, refiriendo únicamente su conflicto. No puede tomar ninguna decisión: sólo lamentarse, pues las condiciones sociales le impiden dirigirse hacia un lugar o hacia otro. 

El poema de Espinosa, por su parte, aborda el conflicto de un adolescente  afeminado. Se trata del clásico muchacho raro, que se sabe diferente ante un contexto de posturas definidas. Tampoco el protagonista sabe hacia dónde dirigirse, y el poema se estructura sobre la base de continuas preguntas sin respuesta: «con qué espejos / con qué ojos / va a mirarse este muchacho de manos azules». El texto concluye con las mismas interrogantes que le dan inicio, con lo que se evidencia condición de círculo cerrado, inquebrantable. A diferencia de la inmovilidad de Leslie Caron, este adolescente huye, pero ambas actitudes están dictadas por incongruencias similares. 

Espinosa introduce uno de los tópicos con respecto a la diferencia (no sólo sexual): el del sujeto que no se corresponde con el ideal de masculinidad estimulado por la Revolución. Lo débil, lo indeciso, lo indefinido (y de acuerdo con criterios convencionales acerca de acerca del homosexual, este se halla indefinido entre un sexo y otro) habían quedado fuera. Dialoga, así, con un enfoque frecuente en la llamada narrativa de la violencia, que proliferó a fines de los años 60: el sujeto que por sus características físicas (entiéndase también, sexuales) es incapaz de insertarse en la dinámica viril e imparable del proceso revolucionario. La voluntad a toda prueba, signo fundamental de la masculinidad reinante, dejaba fuera toda contemplación de procesos vitales que dieran paso a la duda o que hubieran dejado huellas traumáticas en la persona. De este modo, Espinosa alude, en uno de los versos más evidentes del poema, al lado edípico de su personaje: «si tiene sólo una mitad de sí   la otra mitad pertenece a la madre». Resulta curioso que, pocos años, después Diego, protagonista de El lobo… le reproche a David su sanidad en los siguientes términos: «A ustedes [los revolucionarios] la vida les es fácil: no padecen complejos de Edipo, no les atormenta la belleza, no tuvieron un gato querido que vuestro padre les descuartizó ante los ojos para que se hicieran hombres» (36). 

La reivindicación de lo raro hecha por Espinosa haya eco en otro texto de obligada referencia en aquellos años: el poema Desnudo frente a la ventana (1990), de Abilio Estévez. El hablante del poema enfatiza la diferencia frente a un código de conducta viril cuyo signo más notorio es lo militar. Escribe Estévez: 

En ti todo es grato. No están en cambio, el miedo y la vergüenza. Ni aquella tarde en que pude mirarme en el espejo y descubrir la diferencia entre mi brazo y el brazo de mi padre, entre su paso militar y el mío leve, paso que no se escuchaba.5 

La vinculación entre sexo y conducta militar, decíamos, fue continua en la narrativa de la violencia, que refería las luchas pre y posrevolucionarias: la clandestinidad, la Sierra Maestra, la formación de las milicias populares, Playa Girón, el enfrentamiento a las bandas que se alzaron contra la Revolución. Parecería que el espacio y los acontecimientos recogidos en esa narrativa no dan lugar a cuestiones sexuales, pero, al contrario, estos devienen un escenario de conflictos que en muchos casos se verifican por medio de lo sexual. 

Víctor Fowler ha notado cómo en uno de los libros principales de entonces, Condenados de Condado, de Norberto Fuentes6, esas relaciones llegan al extremo. El signo más visible lo constituye la feminización de los perdedores (los alzados) frente a la entereza, moral y sexual, de los vencedores (los milicianos, el ejército). También, al asociar valentía a masculinidad, y a lo que se conoce como firmeza ideológica (esto es, ser fiel a la Revolución a pesar de todas las tentaciones y los argumentos que se interpongan), se sexualiza la conducta y se excluyen los posibles intercambios entre las diversas manifestaciones de valor. 

En el relato «La yegua», por ejemplo, la creencia en que existe un único código de valor lleva al desenlace trágico de la historia. El protagonista es un topógrafo, de quien el narrador dice: «él se había batido con nosotros a lo macho y había visto a los ñámpitis con la cabeza desflorada y los pedazos de cerebro regados afuera como si fueran rebanadas de cebolla, y bueno, nosotros creíamos que era bragao igual que nosotros» (38, cursivas mías). Esa noche, los hombres deben dormir todos en un bohío pequeño, y de repente al capitán le tocan la portañuela del pantalón. El comandante justifica el hecho diciendo que era muy pequeño el espacio y que allí todos eran «bragaos», al tiempo que pregunta que cómo iban a pensar mal del topógrafo. Se duermen todos, hay un segundo roce, y el capitán se levanta gritando: «¡por estas tres barras yo tengo Buick grande, pistola de veinte tiros, casa en el Nuevo Vedado, mujer rubia que nunca huele a potrero!» (38-39), y acusa directamente al topógrafo, quien termina suicidándose. La ambigüedad del texto reside en que nunca llegamos a saber si el topógrafo fue realmente el autor de aquellos roces. El único dato que tenemos es que, mientras el comandante explicaba las operaciones del día siguiente, la nariz de aquel se había ensanchado sospechosamente para el narrador, quien interpretó ese gesto como una manifestación de que el topógrafo no sólo era homosexual –su nariz se había ensanchado igual que la de las yeguas excitadas– sino de que en aquel momento estaba desorbitado. El narrador cae en el criterio infundado de que el deseo homosexual es incontrolable, como si el topógrafo no fuera lo suficientemente juicioso para saber que aquella actitud allí podría costarle caro. Por otra parte, es ilustrativa la enumeración, hecha por el capitán, de los atributos de la masculinidad, enumeración en la cual la mujer ocupa un lugar más dentro de las posesiones que garantizan su estatus social y su integridad como hombre. 

En el camino de ascenso hacia la expresión abierta de una sensibilidad homosexual aparece una serie de relatos que buscan despertar la simpatía hacia su protagonista. Este es el caso de El cazador, de Leonardo Padura Fuentes7, publicado casi simultáneamente con el relato de Senel Paz. El cuento encarna también una mirada heterosexual (así al menos se nos presenta el narrador) hacia la homosexualidad, una de las tendencias de la entonces emergente producción de literatura con esa temática. En esta tendencia, el objetivo era llamar la atención sobre el hecho simple e incuestionable de que los homosexuales son personas iguales a todas, que su condición sexual no representa una perversión ni los hace inferiores. O sea, trata de situar sus sentimientos humanos por encima de su condición sexual. La elementalidad de este punto de vista puede resultar alarmante, pero constituyó un primer momento en el rescate de esa sensibilidad en la literatura cubana. 

Al protagonista de El cazador se le ve al inicio del relato maquillándose ante el espejo, deseando tener lo que no le concedieron (ser biológicamente una mujer), pero luego se quita violentamente el maquillaje. Sus gestos, al vestirse, son más bien masculinos. Porque no estamos ante una loca o un travesti (como sugiere el inicio del texto), sino ante un homosexual medido, que busca relaciones estables en las que el afecto sea lo primero. No le interesan los contactos efímeros, con los que suele asociarse también el mundo homosexual. Su caza (es una persona que sale a buscar a alguien con quien pasar la noche pero también, si es posible, estabilizarse) se ve frustrada porque el medio es predominantemente heterosexual, ajeno a las relaciones que él busca. Su ideal, Anselmo, un hombre cariñoso con quien ha tenido anteriormente una relación, se ha casado con una mujer. 

Los estereotipos e incongruencias abundan. Por una parte, la dicotomía hombre/mujer: ser homosexual significa no estar de acuerdo con su condición biológica de hombre, y sufrir por ello. Si el hombre activo busca en el homosexual pasivo (como están definidos los personajes del relato) una satisfacción típicamente masculina, entonces la mujer puede desplazar al homosexual sencillamente porque en ella los atributos de la feminidad son naturales, y ofrece además la oportunidad de construir una familia con hijos. El cuento concluye con la depresión total del personaje y la sugerencia de un suicidio. 

Esa salida –y otras semejantes, que representan una derrota–, es común en esta tendencia de la literatura cubana de tema homosexual. O sea, la condición del homosexual, su incongruencia con el contexto, lo lleva a soluciones drásticas, como también ocurre con el suicidio de la lesbiana del relato Alguien tiene que llorar, de Marilyn Bobes.8 O con la protagonista de Mi prima Amanda, de Francisco López Sacha9, quien termina recluida y olvidada en medio de una casa decadente en la que organizó fiestas para que las adolescentes dieran rienda suelta a sus deseos. 

Como hemos visto, en los ejemplos citados los finales son semejantes. La inmovilidad de Leslie Caron, la huida y el círculo vicioso del adolescente de manos azules son también, a la larga, exclusiones, como lo es la final salida de Diego del país, donde, a pesar de su patriotismo y su lezamianismo, no puede quedarse. (No sabemos qué haría David frente a un nuevo Diego, porque él especifica que no se prometió sino que se dijo que lo iba a defender.) 

La abundancia de denuncias contra la discriminación (social, familiar, personal) de los homosexuales está condicionada por la postura de la Revolución Cubana hacia ellos: su exclusión y su represión durante varias décadas.Cualquiera que haya sido la situación concreta vivida –situación abordada ya por varios autores–,10 la actitud de la Revolución se basó en la creencia de que la homosexualidad era una «patología social», tenía un «carácter antisocial»11, y que iba en contra de los principios de la nueva sociedad –significativamente, la creación del hombre nuevo–, dentro de la cual se pretendía estimular una sexualidad nueva, no burguesa, no corrupta, no mercantilizada. Sin embargo, al revisar los principios en los que esa sexualidad se basaba, una «sanidad» a toda costa de las prácticas sexuales,   –sanidad que, por supuesto, excluía cualquier manifestación considerada aberrante, como la homosexualidad–, hallamos que no existe diferencia entre esos principios y los estudiados por Foucault como normativos de la sexualidad burguesa de los siglos xvii y xix.12 Estos preceptos, como sabemos, excluían toda práctica que situara lo placentero en primer término, puesto que la energía sexual debía ser puesta en función de la productividad laboral y de la procreación. Aunque no formulada explícitamente, existía la idea de que el hombre debía sacrificar los deseos eróticos en aras del proyecto social en construcción. 

En resumen, la visión del homosexual por parte de la Revolución Cubana no hizo otra cosa que confirmar la idea de Foucault de que «nada de lo que él [el homosexual] es in toto escapa a su sexualidad. Está presente en todo su ser: subyacente en todas las conductas puesto que constituye su principio insidioso e indefinidamente activo».13 El homosexual cubano no podía ser revolucionario, ni valiente, ni sacrificado –y su calidad artística podía ponerse en duda–, pues toda su actividad estaba condicionada por las características de su deseo. 

Escribir, pues, sobre la homosexualidad en Cuba significaba usar ese tema como pretexto de una discusión política. Víctor Fowler ha afirmado que este ha sido uno de los campos presentes en el tratamiento del  tema en el período que nos ocupa, campos definidos por él de la siguiente manera: 

[…]uno en el cual el homosexual, inscrito en situaciones que operan como metáforas de la macro-historia, sirve como vehículo para discutir aspectos del proyecto revolucionario, y otro en donde asistimos a una problemática inter-grupal, a un drama íntimo focalizado en la salida al espacio público o en el autorreconocimiento de la identidad. 14 

El primero de ellos es el predominante en la primera literatura de tema homosexual escrita en Cuba después de la Revolución, y está sintetizado, como decíamos, en el relato de Paz. Diego, al ofrecer su clasificación de los homosexuales, cae en la misma trampa tendida por los criterios oficiales acerca de la sexualidad: medirla en función de la dualidad Deber/Deseo. A riesgo de repetir un párrafo citado con frecuencia, copiaré las conocidas líneas del cuento: 

Esta escala [homosexuales, maricones y locas] la determina la disposición del sujeto hacia el deber social o la mariconería. Cuando la balanza se inclina al deber social, estás en presencia de un homosexual […] Los maricones no merecen explicación aparte, como todo lo que queda a medio camino entre una cosa y la otra: lo comprenderás cuando te defina a las locas […] Tienen todo el tiempo un falo incrustado en el cerebro y sólo actúan por y para él. La perdedera de tiempo es su característica fundamental. Si el tiempo que invierten en flirtear en parques y baños públicos lo dedicaran al trabajo socialmente útil, ya estaríamos llegando a eso que ustedes llaman comunismo y nosotros paraíso.15 

Es curioso que esa misma dicotomía Deber/Deseo fuera la que padeció Virgilio Piñera durante las décadas del 30 y del 40, según nos informa su poema La gran puta, escrito a principios de los 60 pero publicado sólo a fines de 1999. La diferencia reside en que para Piñera el deber es íntimo (la escritura), mientras que para Diego está impuesto desde afuera, o sea, nace de la compulsión por entregarse a una causa determinada: en el caso de Diego, lo cubano y su propagación. 

Diego busca acabar con prejuicios comunes hacia los homosexuales, sobre todo el que sirvió de apoyo a la política hacia ellos: la «errónea y ofensiva» creencia «de que somos sobornables y traidores por naturaleza» (33). Tal creencia estaría justificada por el prejuicio, ya mencionado, de que el deseo homosexual es irresistible, y de que el hombre nuevo debía mantener una firmeza de voluntad cuya prueba mayor es el sexo. Si uno es inamovible en lo ideológico, también debe serlo sexualmente. Pero Diego niega que esa característica pertenezca únicamente del mundo homosexual: en su escala sitúa equivalencias con los machos y las mujeres. Entre los primeros la posición más baja la ocupan los que denomina picha-dulce (que pueden ir a echar una carta al correo, por ejemplo, y por el camino meterle mano a cualquiera, «hasta a una de nosotras, sin menoscabo de su virilidad, sólo porque no pueden contenerse»); y, entre las mujeres, las «que se entregan por el único placer, como acertadamente dice el vulgo, de ver la leche correr» (33). 

El uso del tema para discutir cuestiones políticas halla su paroxismo en el relato Locus solus o el retrato de Dorian Gay, de Jorge Ángel Pérez,16 donde un homosexual, una loca, más específicamente, tiene fantasías eróticas con José Martí. Todas las noches, frente a una foto de este, imagina que el Héroe Nacional cubano llega, él le sirve una copa de ginebra, lo deja hablar durante tiempo indefinido de las penas que lo acosan (la principal: el destino de Cuba), y termina haciendo el amor desaforadamente con él, lo que implica no sólo el acto como tal, sino hacerlo, dice en narrador-protagonista, con el «fundamento de la poesía y de la nación». El relato pretende, por un lado, desacralizar la figura de Martí (tema tabú en Cuba, incluso para la ficción) y, por otro, al atreverse con el símbolo supremo de la nación y de la cubanía, legitimar totalmente al homosexual como parte integrante y activa de la nación.17 El narrador se pregunta qué lugar ocuparía este en la sociedad que Martí quería «con todo y para el bien de todos», al tiempo que cuestiona la creencia en que, por haberse sentado en la misma mesa la fresa y el chocolate, ya no existen en Cuba prejuicios contra la homosexualidad. 

Estereotipos, contradicciones, politización, exclusiones finales. Habría que esperar a la publicación, en 1998, del libro de relatos Cuentos frígidos. Maneras de obrar en 1830, de Pedro de Jesús López,18 para que apareciera un sujeto homosexual que se expresara libremente, cuyo conflicto central no fuera su homosexualidad y que no desapareciera al final del relato. Al contrario, estos personajes, este narrador, se quedan bien plantados al final de los relatos. 

Los narradores de Pedro de Jesús, en su mayor parte en primera persona, relatan desde una subjetividad gay que se expresa en su totalidad. La diferencia con los textos anteriores y con otros publicados en los 90, es que la homosexualidad de los personajes no constituye su conflicto central ni el dilema se estructura alrededor de su condición. Importan más la soledad de los personajes, la incongruencia entre las ideales y la realidad, la trivialidad y lo efímero de los encuentros, la búsqueda de compañía, los peligros que puede entrañar el deseo incontrolado. La imposibilidad de establecer una identidad sexual fija es otro de los temas del libro, pues los personajes intercambian roles, desafían estereotipos. 

Así, en el relato Maneras de obrar en 1830 asistimos a un juego de identidades que desborda el terreno de lo sexual. El narrador es un escritor que recibe una carta de una mujer –también escritora– interesada en una valoración de un cuento suyo que le anexa. La carta no revela la verdadera identidad de la remitente, pero esta aclara que la puede llamar Madame Renan, Julien Sorel o simplemente Matilde. El cuento intercalado, por su parte, narra la historia de una muchacha bisexual, cuyo deseo frustrado por una amiga la lleva a asumir la mentira como conducta, llegando a simular incluso un fundamentalismo lesbiano que en el fondo no comparte. El narrador no duda de que aquel relato intercalado es autobiográfico, pero, cuando conoce a Matilde, esta resulta ser un mulato fornido, quien además es bailarín y travesti. Este sólo buscaba acceder sexualmente al escritor- narrador, quien decide «quedar bien con mi cuerpo y con la literatura»: o sea, acostarse con él y escribir el cuento, del que nadie dudaría su carácter ficticio. 

En Pedro de Jesús, tampoco hay una defensa a ultranza de la sensibilidad gay ni esta aparece de algún modo ideologizada. La homosexualidad es el escenario natural donde ocurre una serie de historias que, aunque con un fuerte componente (homo)sexual, tratan una diversidad de cuestiones. Además, la ausencia de motivaciones y reclamos políticos marca también un punto de giro. 

Otro caso significativo lo constituye la narrativa de Ena Lucía Portela, quien, antes de aparecer su libro de relatos Una extraña entre las piedras19, ya era conocida por algunos relatos de tema homosexual publicados en revistas. Me centraré en el cuento que da título al volumen: refiere las peripecias de una cubana recientemente emigrada Nueva York que se inserta en una comunidad lesbiana. Una de las peculiaridades consiste en que por primera vez se asume la homosexualidad desde una perspectiva consciente de género, perspectiva en la que se juega con la terminología de crítica contemporánea. Sombra, su pareja, es una «feminista radical» con un «extraordinario, yo diría que hasta susceptible, sentido de la dignidad gay», pero, al mismo tiempo, «una de esas mentalidades totalitarias que temen a la risa, las parodias, la ironía, la retórica negra y los juegos de palabras», todo lo que, según la narradora, conforma la «sustancia pulp» (94). Ésta no significa aquí la literatura de folletín, ni tampoco lo trivial, sino un equivalente de lo posmoderno, donde las identidades fijas e inamovibles son cuestionadas. Sombra encarna esa identidad férrea, moderna, mientras que Nepomorrosa, la siguiente relación de la narradora, encarna lo pulp, lo queer, palabra esta ultima que, aunque ausente en el relato, resulta particularmente enfática. Hacia el final del texto se admite que «la sustancia pulp, en efecto, había venido a complicar los múltiples sentidos de la mirada gay, de manera tal que a veces ni siquiera podíamos reconocernos. Se había perdido la pureza y no era raro que la gente straight quisiera, como quien dice, ‘probar'» . 

En el texto, al igual que en el libro de Pedro De Jesús, la aceptación de la identidad homosexual no constituye en sí un dilema. Los conflictos se generan en otra zona: el cuestionamiento de una identidad que suele erigirse por oposición a otra. Lo que importa es cómo ese mundo también genera enfrentamientos que tienden a reproducir los patrones de dominación, falta de intercambio, estereotipos. Por otra parte, a la narradora tampoco le interesa asociar sexualidad y política. Declara que «no tenía problemas políticos ni económicos demasiado serios; en realidad no tenía problemas, […] emigraba como los pájaros, por razones de clima» (99). En ambos autores se observa una voluntad explícita de suprimir las condicionantes políticas ligadas al sexo. Mostrar un tipo de sexualidad pasa a un segundo plano, mientras que al primero saltan la escritura y las complejidades composicionales y discursivas. 

Pedro de Jesús y Ena Lucía Portela representan la continuidad con (y el rescate de) una manera de representar al sujeto homosexual ajena a consideraciones circunstanciales y a reivindicaciones que pueden leerse como un primer momento en el surgimiento (o en la expresión) de una sensibilidad homosexual. En este sentido, rescatan para nosotros lo mejor de esa tradición, en la que se insertan obras como El ángel de Sodoma, de Alfonso Hernández Catá, Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro, Paradiso, de Lezama Lima, o la narrativa de Severo Sarduy y la de Reinaldo Arenas. En esa tradición, la homosexualidad no constituye una vía para discutir cuestiones de otro tipo. 

La eclosión de literatura homosexual en Cuba, antes de estos dos narradores, tiene acaso un valor más histórico que estético, en el sentido de traer de nuevo a la palestra pública un tema silenciado. Pero en el esfuerzo por reanimar la presencia de ese tipo de sujeto entre nosotros, la reducción y la simplificación con que en muchos casos fueron tratados no sólo atenta contra la representación del sujeto homosexual sino contra el hecho estético mismo, al reducir la intensidad y la complejidad de los textos. 

Notas 

(*) Leído en el congreso LASA 2000 (Miami, 16-19 de marzo), en el panel Queering Culture: Re-reading Latin American Identity
2. Sobre el alcance de la película a toda la sociedad cubana, debe señalarse que aún no se ha exhibido en la televisión de la isla, espacio que en Cuba representa el signo mayor de legitimación, tanto de las instituciones como de las personas. 
3. Roberto Urías: ¿Por qué llora Leslie Caron?Letras Cubanas, julio-septiembre de 1988. 
4. Norge Espinosa: Vestido de novia, Rolando Sánchez Mejías (comp.): Mapa imaginario. 26 nuevos poetas cubanos, La Habana, Embajada de Francia e Instituto Cubano del Libro, 1995. 
5. Abilio Estévez: Desnudo frente a la ventanaCasa de las Américas, No. 181, julio-agosto de 1990, p. 74. 
6. Norberto Fuentes: Condenados de Condado, La Habana, Casa de las Américas, 1968. 
7. Leonardo Padura: El cazadorLa Puerta de Alcalá y otras cacerías, Madrid, Olalla Ediciones, 1998. 
8. Marilyn Bobes: Alguien tiene que llorar, La Habana, Casa de las Américas, 1995. 
9. Francisco López Sacha: Mi prima AmandaLa Gaceta de Cuba, La Habana, No. 3, 1992. 
10. Un buen ejemplo de ello es el libro de Ian Lumsden Machos, Maricones, and Gays. Cuba and Homosexuality, Filadelfia, Temple University Press, 1996. 
11. Declaración del Primer Congreso de Educación y CulturaCasa de las Américas, No. 65-66, marzo-junio de 1971. 
12. Michel Foucault: Historia de la sexualidad. La voluntad de saber, México, D.F., Siglo xxi, 1985. 
13. Michel Foucault: Op. cit., p. 56. 
14. Víctor Fowler: La maldición. Una historia del placer como conquista, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1998, p. 144. 
15. Senel Paz: El lobo, el bosque y el hombre nuevoUnión, La Habana, a. IV, No. 12, 1991, pp. 32-33. 
16. Jorge Ángel Pérez: Locus solus o el retrato de Dorian Gay, Claribel Terre (ed.): Perverso cubano, Buenos Aires, Ediciones La Bohemia, pp. 173-180. 
17. No se me oculta, por otra parte, que en la elección de Martí subyace también un deseo explícito de escandalizar. 
18. Pedro De Jesús: Cuentos frígidos. Maneras de obrar en 1830, Madrid, Olalla Ediciones, 1998. 
19. Ena Lucía Portela: Una extraña entre las piedras, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1999. 

Publicación fuente ‘La Habana Elegante’, no. 11, otoño de 2000