Jorge Ignacio Pérez: Aldana, un Gorvachov de usar y tirar*
El nombre de Carlos Aldana, «ideólogo» del castrismo durante la caída del Muro de Berlín, está relacionado con el teatro y no solamente por la posible dotación histriónica del considerado «tercer hombre» de la cúpula del régimen en esa época, sino además por actuar como eje de la reunión de los estudiantes de Periodismo con Fidel Castro a partir de un estreno de «La opinión pública» en La Habana, donde al «Comandante» le dijeron en la cara hasta del mal que iba a morir.
Aldana falleció el pasado miércoles en la isla, según informó el medio independiente Café Fuerte, y su deceso no importó para nada a los medios oficiales, aun cuando a finales de la década de los 80 desempeñó un papel clave, el de hacernos creer que había una transición en marcha, o al menos una «Perestroika», algo que nunca ocurrió.
Según el citado medio, el hombre que en aquellos años fue jefe del Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR) murió en La Habana a los 82 años, afectado por neumonía y otras complicaciones derivadas del padecimiento de Parkinson.
«Orientación Revolucionaria» es una aberración al igual que decir que una persona es «ideólogo» en un país, pero eso ocurrió en Cuba, donde el realismo socialista se convirtió en un surrealismo tropical totalitario.
En 1987, los estudiantes de Periodismo de la Universidad de La Habana fuimos convocados extrañamente a ver una obra de teatro en una de las salas más importantes de la capital, la Hubert de Blanck, sede de Teatro Estudio, donde importantes directores como los hermanos Raquel y Vicente Revuelta y Berta Martínez hacían sus montajes.
Era raro que una «orientación del Partido» (Partido Comunista de Cuba, por su condición de único) nos llevara a Teatro Estudio.
El verdadero objetivo de la convocatoria se supo después. Fuimos meros conejillos de Indias. Se trató de un experimento de Fidel Castro que casi se le va de las manos.
Europa oriental comenzaba sus cambios definitivos y ya se estaba preparando la caída del Muro del Berlín, pero Castro no tenía bien claro hacia dónde dirigir sus pasos.
De lo que sí estaba convencido era de que no soltaría prenda.
Una obra teatral como «La opinión pública», escrita por el dramaturgo y poeta rumano Aurel Baranga y publicada en 1967, no debía pasar de largo sin precisamente la «opinión» de los estudiantes de Periodismo.
Sobre todo porque la acción se desarrollaba en la redacción de un periódico donde se decidían objetivos editoriales, algo que Castro, como debe suponerse, asumió con profundo celo.
La idea fue llevar a los estudiantes a un deliberado experimento para el que se prestó el entonces director del DOR.
El zorro Carlos Aldana, un personaje en quien de cierta manera depositamos -quizá por ilusión necesaria- el rol de un Mijail Gorvachov caribeño, fue el intermediario.
Al final de la función hubo un intenso debate sobre el papel de la prensa, mientras los enviados de Aldana tomaban notas que luego fueron enviadas a una de las antiguas mansiones del Vedado donde radicaba un siniestro aparato de espionaje denominado Oficina de Opinión del Pueblo (no me costa que este organismo llevara siglas).
Pocos días después del debate, Aldana envió un memorando a la Facultad de Periodismo en el que se nos invitaba a redactar cientos de preguntas sobre el presente, pasado y futuro del país, que debían enviarse a su oficina para él mismo dar las respuestas en persona.
Así fue como llegamos a la famosa Plaza de la Revolución, donde ya los servicios secretos del castrismo nos esperaban para revisarnos los bolsos: no se podía entrar cámaras fotográficas ni grabadoras, solo lápiz y papel.
Aunque la tensión generada por las fuerzas de seguridad nos indicaba algo, para nuestra sorpresa apareció el mismísimo Fidel Castro, quien supuestamente iba de oyente, pero todos sabíamos que su presencia nos impediría llevar a Aldana contra la pared. Y así fue.
A Castro no le gustaron las preguntas y mucho menos las improvisaciones de ciertos estudiantes que, por primera vez en la historia de la denominada Revolución, se enfrentaron cara a cara y le dijeron en sus propias narices y en pocas palabras que estaba equivocado.
Castro contra la pared
Se le cuestionó el culto a su personalidad en la prensa nacional, el desastroso movimiento de microbrigadas (construcciones) que emprendía la isla y, entre otros temas candentes, se le reprochó la tristemente célebre guerra de Angola, en la que murieron miles de cubanos sin que todavía se disponga de verdaderas cifras más allás de las oficiales.
Castro dio un puñetazo sobre la mesa y, teatralmente, se retiró del plenario, para luego volver.
En ese interín, nuestros profesores aprovecharon para pedirnos que bajáramos el tono sobre lo que los estudiantes de quinto año le habían dicho al comandante.
El resultado fue una cacería de brujas.
Aldana ordenó asambleas año por año en las que se pedía declaraciones de «principios revolucionarios», una especie de retractación a lo Galileo Galilei.
Los líderes de la «revuelta» no fueron expulsados de la Facultad, pero sí estigmatizados. Al graduarse, los de quinto año, cabecillas de un estado de cambio que no solo nos merecíamos los cubanos, sino que era lo más apropiado según el espejo de Europa oriental, fueron enviados a trabajar a estaciones de radio comarcales de todo el país, para dispersarlos.
Fue un castigo ejemplarizante que zanjaba un «doloroso» asunto y que, por fin, dejaba claro hacia dónde íbamos. Castro seguiría ahí, a su manera.
Dos años más tarde, la «Revolución» cancelaba definitivamente dos publicaciones soviéticas que nos habían acompañado durante muchos años, la científico-técnica Sputnik, y la costumbrista Novedades de Moscú.
El 4 de agosto de 1989, el periódico Granma publicó un artículo sin firma titulado «Una decisión inaplazable, consecuente con nuestros principios». En ese texto se pudo percibir el futuro de la isla: «En estas publicaciones se niega la historia anterior y se caotiza el presente. Escudándose en la imprescindible diversidad de opiniones, se divulgan fórmulas que propician la anarquía. El análisis de la forma de actuar y utilizar los principios rectores del marxismo-leninismo acorde con las nuevas condiciones históricas, introduce elementos que conducen a su negación. En sus páginas se descubre la apología de la democracia burguesa como forma suprema de participación popular, así como la fascinación con el modo de vida norteamericano», desgranó el editorial.
Un poco antes, en abril de ese mismo año, Gorvachov había sido recibido en Cuba con honores de Estado.
No obstante, el gran líder comunista al que se le debe el cambio histórico y geo-político más grande del siglo XX, no cumplía con las expectativas de Castro para «cuadrar la caja».
«Hemos visto cosas tristes en otros países socialistas, cosas muy tristes», afirmó el militar cubano en noviembre de 1989, en referencia a las reformas que se estaban aplicando en varios países aliados como la URSS, Alemania del este, Hungría o Polonia.
Durante la visita de Gorvachov a Cuba, Castro dijo que un proceso como la Perestroika no era posible en un país situado a 150 kilómetros de las costas de Estados Unidos y con diez millones de habitantes, frente a los 200 millones de la URSS.
«Cuba está más amenazada por el capitalismo que los demás países socialistas», zanjó Castro.
Cuba sin nostalgia
Hoy en día, uno de los líderes de la histórica reunión en la que los estudiantes emplazaron al dictador, Alexis Triana, quien se atrevió a tutearlo con total valentía, es un funcionario del Estado, un comisario cultural. Los demás estudiantes estamos desperdigados por el mundo.
La caída del Muro del Muro de Berlín fue una magnífica oportunidad para colgar los guantes del castrismo, entregar el país a unas eleciones libres, y, de haberlo hecho, hubiera quedado incluso con nostalgia en el recuerdo, como mismo la Alemania del este ha demostrado no poder desprenderse de su recuerdo desgarrador. Pero no, Castro prefirió seguir y la opción que tuvo a mano fue el turismo occidental. Han pasado casi 40 años.
El país está más destruido que nunca y enfrenta un éxodo masivo sin precedentes.
Aldana fue defenestrado en 1992. Murió sin una esquela oficial, aun cuando fue clave su papel en ese escenario de dudas que podía haber cambiado el destino de la isla caribeña.
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(*) Apuntes de un libro en preparación: «Teatro cubano de los 90: La Perestroika que nunca llegó».
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