William Navarrete: Entrevista a Luis F. González-Cruz / ‘El fracaso de la invasión de bahía de Cochinos cambió otra vez el rumbo de mi vida’

Autores | DD.HH. | Memoria | 2 de enero de 2025
©Luis González-Cruz en Stonehege, 2003 / Cortesía

Conocí a Luis F. González-Cruz por puro milagro. Nada extraño, habida cuenta de que, como él mismo dice en esta entrevista, todavía no sabe cómo pudo sobrevivir a hechos que sucedieron con su nacimiento. 

Sabía de sus múltiples y valiosos libros e investigaciones, pero no tenía conocimiento de la existencia de la persona física. Y lejos estaba yo de imaginar que era vecino de mi madre, en el edificio en el que ambos viven en Miami Beach. Quiere esto decir que pasó algún tiempo antes de vincular al autor de aquellos libros de los que había oído hablar con la persona con quien me encontraba en el parqueo, en el lobby, bajando o subiendo las escaleras del edificio cuando estaban reemplazando el elevador.

No recuerdo exactamente por qué, en conversación con Olga Connor y Juan Cueto Roig, salieron a relucir los libros de Luis González-Cruz. Creo que algo tuvo que ver la propia obra del dramaturgo cubano Virgilio Piñera, de quien Luis fue amigo y de cuya pieza Una caja de zapatos vacía fue responsable de su primera puesta mundial. De modo que, atando cabos, establecí la relación entre la persona que ellos evocaban y el vecino de mi madre. El aboutissement (algo así como desenlace en francés, aunque menos lapidario que la palabra castellana) de estos azares concurrentes es esta entrevista. Entonces, dejemos que sea Luis F. González-Cruz quien nos cuente acerca de su vida, su obra y de otros acontecimientos de interés.

Me gustaría nos hablara de sus orígenes…

Nací con el cordón umbilical enredado en el cuello, de modo que hubiera podido estrangularme. El médico de turno me tiró sobre una cubeta al descubrir ―o creer― que estaba muerto, pero una de las enfermeras me tomó en sus manos, desenroscó el cordón y con un boca a boca me resucitó. 

Esto ocurrió en La Clínica de la Caridad, en Cárdenas, provincia de Matanzas, un 11 de diciembre de 1943. El día 14 le dieron de alta a mi madre, Alicia María de la Cruz Ramos, y regresó a la casa conmigo. Pocos momentos después de habernos acomodado en el auto de mi padre, Francisco Eleodoro González Estenoz, antes de arrancar, se oyó un aparatoso estruendo dentro del edificio de la clínica. Algo catastrófico había ocurrido: en el cuarto que mi madre y yo habíamos ocupado parte del techo se desplomó y la cuna donde yo había estado durmiendo minutos antes, quedó destruida y sepultada por los escombros.

Vivíamos en el poblado de Coliseo, donde mi padre, médico, y mi madre, maestra normalista, establecieron su residencia y ejercieron sus profesiones. Eran originarios de Agramonte, otro pueblo de la misma provincia, y se conocieron de pequeños en la primaria. No había casi diferencia de edad entre ellos. Antes que yo, en 1941, ya habían tenido una niña, mi hermana Alicia Georgina. 

Crecí y viví en Coliseo hasta 1953. Nos mudamos luego por mi salud a una nueva casa en Varadero, buscando el aire marino que podría aliviar mi bronquitis asmática severa. Mis padres eran apasionados lectores de la buena literatura y sus libros fueron cayendo en mis manos desde mi infancia, comenzando por aquellos que creían que se ajustaban mejor a mi edad. Mi primer poema rimado, compuesto cuando tenía seis años, fue algo así como un regalo mío a mi madre por su cumpleaños. Este fue el primer indicio, tal vez, de que buscaría como adulto el camino de las letras, aunque mi padre siempre insistió en que me dedicara a la medicina. Su empeño no fue del todo inútil porque llegué a obtener diplomas de técnico de Rayos X y técnico de Laboratorio de Salud Pública en el renombrado Instituto Finlay de La Habana.

¿Qué recuerdos tiene de Coliseo y de Cárdenas?

Los recuerdos que tengo de Coliseo y de Cárdenas los he recogido en mi primera novela Olorun’s Rainbow, publicada primero en inglés por First Books Library, en 2001 y, luego, en español bajo el título de El arco iris de Olorún (Ediciones Universal, 2005). Este material, que es casi autobiográfico, describe a varios personajes clave del pueblo y de la novela. Desde la tía que se ve engañada por el novio y trata de suicidarse, hasta la meretriz que hace que el pretendiente caiga en la red de la lujuria. 

Pero Coliseo era un pueblo tranquilo y pequeño. Tenía siete manzanas de largo y dos de ancho. Lo limitaban, al norte, un terraplén que corría paralelo a los rieles del ferrocarril y una estrecha llanura desde la cual se elevaban unos cerros. Al este, había una carretera asfaltada que llevaba a Cárdenas y, al sur, se extendía la Carretera Central, mientras que al otro lado de la vía había numerosos terrenos sembrados, el cementerio y la cadena montañosa de la cual formaba parte la Loma del Jacán, en cuya cima se hallaba una ermita con un Cristo (destacado lugar de peregrinación). Finalmente, al oeste, estaba flanqueado por un puente, parte de la Carretera Central que, al hacer un giro de 90°, pasaba sobre las vías del ferrocarril. No había gran posibilidad de expansión, aunque a duras penas Coliseo fue creciendo irregularmente desde que lo visité por última vez en 1998. 

Allí, de niño, tuve un caballo que me regaló mi abuelo materno. Con él disfrutaba de mis paseos por el campo los fines de semana hasta el día que un tren lo golpeó y lo mató, antes de que nos fuéramos a Varadero. En cuanto a Cárdenas, fue mi lugar de estudios a partir del quinto grado. 

¿Dónde cursó la primera escolaridad y lo que vino después?

La escuela primaria la cursé hasta el cuarto grado en la única escuela pública de Coliseo, donde enseñaba mamá. El resto, en Cárdenas, en cuyo instituto hice el bachillerato. En esa ciudad también trabajaba mi padre como radiólogo en dos hospitales por las tardes, después de ver como médico general, en las mañanas, a pacientes en su consultorio privado de Coliseo. Los estudios superiores los cursé en La Habana.

¿Qué recuerdos tiene del “golpe” y de la situación del país?

Mis recuerdos del golpe de Estado de 1952 son muy vagos. Tenía solo ocho años. A esa edad no se piensa en política. Nada cambió en cuanto a mis distracciones, lecturas o estudio. El otro “gran acontecimiento”, el 1° de enero de 1959, sí lo viví a plenitud y cambió el rumbo de mi vida y, por lo visto, el destino también de nuestra patria y el de otros países de América Latina. 

Durante los años del “batistato”, era muy joven para involucrarme en actividades contra la tiranía, pero estaba muy al tanto de lo que ocurría. Mi padre hacía llegar a los “rebeldes” cajas con múltiples productos médicos a través de ciertos mediadores cuyos nombres nunca supe. De modo que él contribuía de algún modo a apoyar a aquellos que suponíamos nos iban a liberar de la opresión del déspota. 

Solo en una ocasión me vi envuelto en un conflicto de carácter político y sucedió cuando un grupo de estudiantes “activistas” del Instituto inició una huelga e hizo una manifestación fuera del plantel. Llegó la policía y comenzó a disparar al aire para dispersar a los huelguistas y entre ellos estaba yo. Una bala cruzó muy cerca de mi cabeza hiriendo levemente el costado de mi cuello. El resultado de todo aquello fue que mis padres, muy preocupados por lo que pudiera ocurrirme, me hicieron cambiar de colegio, en contra de mi voluntad, y me enrolaron en la escuela particular La Progresiva para continuar mis estudios.

¿En qué circunstancias específicas le sorprende el 1° de enero de 1959?

El 1° de enero de 1959 volví al Instituto, donde terminé mi bachillerato. Lo que parecía una revolución salvadora pronto se reveló como un auténtico fraude y lo comprendí enseguida. A los 16 años y poco más después del advenimiento del “castrismo”, decidí probar fortuna y me fui a Estados Unidos, en 1960, acogido por un matrimonio americano que se ocupó de mí como si yo hubiera sido un hijo más. Los había conocido antes, de niño, en un viaje que hice a Florida invitado por los “Rotarios”. 

Entonces me hospedé en su casa. Mis nuevos tutores me matricularon de inmediato en lo que era entonces el Palm Beach Junior College y comencé a recibir clases que me llevarían a los estudios de “Pre-Médica”. Pero uno de mis compañeros, quien tenía un hermano vinculado con los grupos anticastristas de Estados Unidos, me mantenía al tanto de las acciones que se planeaban y, bien informado, decidí regresar a mi país justamente una semana antes de la invasión de Bahía de Cochinos. Quería acompañar a mis padres y hermana, y estar presente cuando nuestra Isla fuera liberada de su nueva tiranía. El fracaso de la invasión, aquella empresa “salvadora”, cambió otra vez el rumbo de mi vida.

¿Qué ocurrió después?

Tanto mi padre como yo nos vimos agobiados por las dificultades que se avizoraban. Por su influencia inicié los programas de Laboratorio Clínico y Rayos X en La Habana. Con mis diplomas en mano, en 1963, comencé a trabajar como profesor de Química en una de las escuelas de becados de Miramar patrocinadas por el Gobierno. Al mismo tiempo me empleó el Hospital Ortopédico como laboratorista. 

Por las noches, asistía a la Universidad de La Habana y tomaba clases en lo que se llamaba la “Carrera Profesoral de Química”. Alentado por una vieja profesora de esta asignatura que tuve en el Instituto y gracias a la cual obtuve mi primer empleo docente, decidí participar en una convocatoria que, gracias a un examen que se daría a los pocos aspirantes que había para la plaza de supervisor de Química de las escuelas del plan de becados, me daría una posición algo prestigiosa dentro del programa del cual era parte. 

Pero, la gran frustración llegó el día del ansiado examen. La pregunta inicial fue hacer un recuento e interpretación del discurso de Fidel Castro conocido como “Segunda Declaración de La Habana”. Yo no había ido a la plaza de la Revolución a escuchar al “líder”, no había leído esa “declaración”, ni me importaba en lo más mínimo. Devolví el papel en blanco. Ese día decidí que era imposible permanecer en aquel infierno e inicié las gestiones para emigrar. El proceso fue muy lento, pero mi estancia de unos pocos años en La Habana me permitió realizar algunos pequeños proyectos literarios y conocer a ciertas figuras que ayudaron a definir mi futuro.

¿En qué condiciones se produjo su salida para Madrid?

El 5 de mayo de 1965, volé de La Habana a Curazao, de allí a Lisboa y finalmente a Madrid, donde solicité de inmediato el permiso de entrada permanente a Estados Unidos. En España, donde nunca tuve intenciones de quedarme, estuve varios meses. Entre los documentos que entregué para obtener la visa estadounidense figuraba un contrato de trabajo del Magee Women’s Hospital, en Pittsburgh, estado de Pennsylvania, como laboratorista en su banco de sangre. El documento me había sido enviado por un médico cubano amigo de mi padre que trabajaba allí. En los primeros días de septiembre de ese año viajé a Pittsburgh, con escalas en Londres y Nueva York. En aquella ciudad del norte transcurrieron los próximos 29 años.

¿Cómo fueron sus tres décadas de vida académica? ¿A quiénes frecuentaba? ¿Qué enseñaba?

Un año después de mi llegada ingresé al Departamento de Lenguas y Literaturas Hispánicas de la Universidad de Pittsburgh (sede, por tres décadas, de la Revista Iberoamericana). Combinaba mis estudios con mis labores de instructor de Español del departamento. Sus profesores titulares, invitados por uno o más semestres, y los visitantes fueron inspiradores para mí. Entre estos, recuerdo a Emilio Carballido, Daniel Devoto, Julio Matas, Jorge Guillén, Octavio Paz, Manuel Puig, Raimundo Lida, Matías Montes Huidobro, Guillermo Cabrera Infante, etc. 

En 1968 terminé mi licenciatura, con una tesis dedicada mayormente a la obra de Virgilio Piñera, y en 1971 el doctorado con honores, tras completar una tesis sobre Pablo Neruda que poco después se convirtió en mi primer libro de crítica literaria. Lo digo no por falta de modestia, sino porque fue lo que motivó mi ascenso inmediato, en medio del “año académico”, en Penn State University (The Pennsylvania State University) donde desde hacía un año había sido contratado como instructor de español. 

En Penn State University ejercí la docencia 25 años. Impartí varias asignaturas, incluyendo literaturas comparadas. Recuerdo que enseñé en colaboración con una profesora de Inglés la obra de T. S. Eliot, Pablo Neruda, Walt Whitman, César Vallejo, Ezra Pound y Federico García Lorca. Pero también me especialicé e impartí civilizaciones precolombinas que por su aceptación tuve que recurrir al teatro de nuestro recinto, donde se podían acomodar más de 100 alumnos. 

Siempre escribí poesía. En 1975 publiqué mi primer poemario bilingüe: Tirando al blanco / Shooting Gallery. Pero la universidad daba muy poca importancia a las publicaciones de creación literaria. Se interesaba mucho más en artículos y libros académicos. Siendo fiel al refrán de moda en aquel mundo “Publish or perish” [“Publica o perece”], me consagré casi a las tareas que importaban para mi carrera. Numerosas revistas literarias de Estados Unidos y otros países fueron incluyendo a través de los años muchos de mis artículos. 

¿Qué libros publicaste en ese periodo?

El primero fue Pablo Neruda y el Memorial de Isla NegraIntegración de la visión poética (en Ediciones Universal, 1972). A este siguieron: Pablo Neruda, César Vallejo y Federico García Lorca. Microcosmos poéticos (Las Américas Publishing Company, 1975), Neruda. De Tentativa a la totalidad (Anaya-Las Américas, 1979) y Fervor del método. El universo creador de Eugenio d’Ors (Editorial Orígenes, 1989), que tuvo la fortuna de ser finalista en el concurso literario “Premios Letras de Oro” de 1987. También publiqué una edición crítica de Una caja de zapatos vacía, de Virgilio Piñera (Ediciones Universal, 1986).

Justamente sobre Virgilio Piñera y su amistad con él quería que nos hablara…

La amistad con Virgilio Piñera data de cuando yo vivía en un apartamento de la calle O, esquina a Humboldt. Lo conocí a los 19 años, en 1962, cuando yo comenzaba a escribir poesía y a interesarme en cuestiones literarias y teatrales. Pero me llevó a su casa un asunto inusitado. Acababa de graduarme de técnico de Laboratorio y trabajaba en el Hospital Ortopédico, dedicando buena parte de la mañana a hacer extracciones de sangre. Virgilio necesitaba a alguien que le administrara ciertas inyecciones (algunas intravenosas), dos veces por semana, y por recomendación de un amigo común, que trabajaba también en el hospital, fui yo quien comenzó a realizar esta labor y a hacerle las programadas visitas durante largo tiempo, en las que, después del requerido pinchazo, había dilatadas conversaciones sobre los temas que más le interesaban. 

Durante esas conversaciones se enteró de que yo escribía poesía, que había leído ya mucho y que la literatura me apasionaba. Leyó algunos de mis poemas y me alentó a que siguiera escribiendo. Nos veíamos con frecuencia y esta amistad se mantuvo, incluso después de mi partida, por correspondencia, hasta su muerte en 1979. Él tenía intenciones de publicar en las ediciones Erre un poemario mío, pero el plan se frustró con mi salida de la Isla.

Cuando completaba mis estudios para el doctorado ya había comenzado a escribir sobre la obra de Piñera. Había una profesora que fue a Cuba en 1969 invitada por el Gobierno, se puso en contacto a petición mía con el escritor. Virgilio le dio un sobre sellado que ella pudo traer porque no la revisaron a la salida de la Isla. Contenía correspondencia personal, breves escritos, su libro de poesía La vida entera y una copia (al papel carbón) de Una caja de zapatos vacía. Debía guardar este último tesoro y esperar, pues intentar su publicación en Estados Unidos hubiera podido perjudicar al dramaturgo. Y tampoco podría hacerlo sin contar con su autorización escrita. 

Una caja de zapatos vacía vio la luz varios años después de su muerte, cuando obtuve los derechos de autor correspondientes a través de su hermano Humberto. Transcribí con calma la copia que tenía, en ocasiones difícilmente legible, por lo gastado del papel carbón que Piñera usaba demasiadas veces. El manuscrito que me llegó tenía múltiples anotaciones, correcciones a mano para cambiar palabras o frases por otras, y hasta se añadió o eliminó algún texto. Ediciones Universal se ofreció para publicar cuanto antes mi edición crítica de la obra. 

En Cuba, el dramaturgo Rine Leal planeaba una publicación de las obras completas de Virgilio, y al aparecer mi edición de Una caja de zapatos vacía en Estados Unidos, en 1986, y enterarse, me escribió interesado, pidiéndome que le enviara un ejemplar. Así hice y durante nuestra correspondencia me informó que no incluiría Los siervos (obra de Piñera publicada en la revista Ciclón en 1955), pero no me daba explicaciones de los motivos. Esta pieza, dicho sea de paso, por su contenido anticomunista, había sido excluida antes, al publicarse en 1960 su primer Teatro completo. Hoy es claro que la diatriba política de Piñera en Los siervos era tan polémica que ni el Sr. Leal se atrevía a darla a conocer en el nuevo volumen que preparaba. 

¿Qué acogida tuvo Una caja de zapatos vacía?

A pesar de haber sido escrita 13 años después que Los siervos, la obra causó una gran conmoción, y no en La Habana, sino en Miami, tras su estreno mundial realizado por Teatro Avante en 1987, durante el Segundo Festival de Teatro Hispano. Los que vivimos aquel evento sin precedentes recordamos el Teatro de Bellas Artes abarrotado noche tras noche, y la polémica que se generó a partir de su puesta en escena cuando a una periodista izquierdista de The Miami Herald le pareció detestable porque hacía alusiones demasiado obvias al régimen castrista, incorporaba la irrupción de unos milicianos en la casa de Carlos, el protagonista, y dotaba de música algunas tiradas del segundo acto. Sus acusaciones tuvieron respuesta inmediata en el mismo periódico, que contaba entonces con un jefe de redacción imparcial, dispuesto a publicar críticas que no coincidieran con las de sus reporteros.

Día tras día, por más de una semana, aparecieron en aquellas páginas alegatos, defensas de la producción y aclaraciones (dos de ellas mías, por cierto) que trataban de situar políticamente a Piñera en el lugar que le correspondía. En Una caja de zapatos vacía, Carlos se adiestra en el sufrimiento y las torturas que tarde o temprano padecerá en la sociedad brutalizada donde vive para estar preparado y poder sobrevivir cuando le llegue el momento. Comentario semejante al de Dos viejos pánicos, donde el juego a morirse tiene el objetivo de ahuyentar la muerte, de meterse en ella para romperla desde dentro. 

No quiero dejar pasar esta oportunidad para aclarar un asunto que considero de suma importancia en el teatro de Piñera. El Premio de la Casa de las Américas por su obra Dos viejos pánicos, en 1968 en La Habana, fue el último reconocimiento “oficial” a su obra antes de su muerte en 1979. Esto fue por “equivocación”. Piñera había comentado con sus amigos, como era su costumbre, algunos pormenores de la pieza, pero el texto mismo nadie lo había visto. Cuando decidió que su obra debía concursar, le asignó un nuevo título y se tomó el trabajo de hacer cambios en sus personajes, que originalmente eran dos hombres. Los convirtió en hombre y mujer, y los llamó Tabo y Tota. Así evitaba que los jueces y los encargados de los manuscritos, pudieran identificarlo como el autor. En cartas suyas me confió que los protagonistas se habían llamado inicialmente, Rin y Ran, y que había titulado su pieza Los Rinranistas

Piñera presentó su obra de forma anónima. El jurado que la premió, aunque contaba con un cubano que era Vicente Revuelta, estaba mayormente compuesto por autores internacionales como Max Aub, Hiber Conteris, José Celso Martínez Correa y Manuel Galich. Cuando los organismos oficiales de la cultura revolucionaria advirtieron que Dos viejos pánicos era de Piñera, no pudieron hacer nada para alterar el curso de los acontecimientos. Vale apuntar que para el siguiente concurso cambiaron las reglas y no admitieron obras sin la identificación del autor.

¿Pudo conocer a otros autores cubanos de la época? ¿A personas del círculo de Piñera?

Conocí someramente por aquella época a José Rodríguez Feo, gran aliado de Piñera y a escritores que comenzaban a destacarse o ya establecidos: Rogelio Llopis, Severo Sarduy, Calvert Casey, Matías Montes Huidobro, José Triana, Antón Arrufat, Guillermo Cabrera Infante. Entablé cierta amistad con “el padre de la poesía de la ciencia-ficción”, Oscar Hurtado, cuyo libro, La ciudad muerta de Korad, de 1964, fue objeto de una reseña mía muchos años después. 

También leí las primeras ediciones de Catálogo de imprevistos (relatos) y de La crónica y el suceso (teatro), de Julio Matas, con quien mantuve contactos a partir de entonces hasta su muerte en 2015. Iba a cuanto espectáculo (dramático o musical) se presentaba en La Habana durante mi corta estancia de cuatro años en la capital, si esto no interfería con mis clases en la Universidad, siempre por la noche. Asistí a la puesta en escena de obras que quedaron por mucho tiempo en la memoria colectiva de los diletantes del teatro: Falsa alarma Aire frío (de Piñera), Gas en los poros (de Montes Huidobro), La soprano calva (de Ionesco, dirigida por Julio Matas), El perro del hortelano (de Lope de Vega, codirigida también por Matas), entre otras. 

Las publicaciones de los autores cubanos que realizaba Piñera en las ediciones Erre llegaban enseguida a mis manos y con ellas fue creciendo mi colección de libros que quedaron en Cuba cuando me marché definitivamente. Por ser algo tímido y poco gregario, aparte de que era muy joven y lo que había escrito hasta entonces no se había publicado, no pertenecí a ningún grupo artístico o intelectual. De modo que mi verdadera “vida literaria” comenzó mientras cursaba mis estudios en la Universidad de Pittsburgh y luego como profesor de la Penn State University.

Vinieron otras publicaciones…

En efecto, Cuban Theater in the United States. A Critical Anthology (Bilingual Press / Editorial Bilingüe, 1992), otra edición crítica de El día empieza a volar, del poeta cubano Moisés Wodnicki (Latin American Literary Review Press, 1996) y Three Masterpieces of Cuban Drama. Plays by Julio Matas, Carlos Felipe, and Virgilio Piñera (Green Integer, 2000). 

Los poemas que fui escribiendo por aquellos años se reunieron en una colección que titulé Disgregaciones para la editorial madrileña Catoblepas, en 1986. El último poemario, hasta hoy, es Sonsoneto, publicado por Alexandria Library, en 2016. 

Mis actividades en el mundo de las letras recibieron un temprano reconocimiento, totalmente inesperado para mí, cuando fui incluido en dos rigurosos y selectivos diccionarios publicados por Greenwood Press: Biographical Dictionary of Hispanic Writers in the United States (1989) Dictionary of Twentieth-Century Cuban Literature (1990). El adjetivo temprano que he utilizado no es fortuito puesto que esta “distinción” se adelantaba a la publicación de mis novelas y de Sonsoneto, tal vez la colección más representativa de mi quehacer poético. Mis cuentos han aparecido en revistas y ediciones, pero nunca los he reunido en un libro. Un caso curioso es el de mi relato “Lázaro volando”, uno de los premiados por la Revista Chicano-Riqueña en 1980 y publicado en antologías en 1982, 1993 y 2005 (sin haberlo yo siquiera autorizado).

Tengo entendido que participó también en la fundación de revistas…

En 1977 surgió la idea de fundar la revista literaria Consenso, que dirigí durante tres años y cuyo primer número estuvo dedicado a Jorge Guillén, con quien mantuve amistad el resto de su vida. Publicamos poemas suyos inéditos, hermosamente impresos, acompañados de copias de los manuscritos originales, en “puño y letra” del propio Guillén. A él, después de su estancia en Pittsburgh, lo vi solo una vez más, en París, en 1971. Y a partir de 1978 ejercí el cargo de miembro del consejo evaluador de proyectos presentados a la National Endowment for the Humanities, y al año siguiente comencé a realizar una labor similar con el National Research Council, ambas instituciones establecidas en Washington, D.C., con las cuales colaboré hasta mi jubilación en 1994.

¿Tiene alguna nostalgia de su época de docente en Pensilvania?

De todo lo que me rodeó durante mi larga estancia en Pensilvania, lo que más añoro y echo de menos es el contacto con mis estudiantes. Algunos de ellos, después de 30 años de haber dejado yo la enseñanza, todavía me escriben y hasta me visitan. La ciudad de Pittsburgh fue parte esencial de mi desarrollo cultural, pues tenía numerosas universidades y centros docentes que ofrecían, a diario casi, programas de todo tipo (música, teatro, conferencias, exhibiciones, etc.). Además, venían a la metrópolis las producciones importantes que se estrenaban en Nueva York y las grandes figuras de las artes. Por su “relativa” proximidad, lograba escaparme a Washington D.C. o a Nueva York de cuando en cuando para disfrutar de presentaciones especiales que me interesaban. 

¿Cómo fue su primer regreso a Cuba?

Desde mi salida de Cuba, en 1965, hasta que el gobierno castrista abrió, con grandes limitaciones, las puertas de la Isla en 1979 para que los exiliados pudiéramos volver a reunirnos con nuestros familiares, pasaron 14 años. 

Fui uno de los primeros en regresar para ver a mis padres, a mi hermana y al resto de mis seres queridos que habían quedado atrás. La única semana que se nos autorizaba a permanecer allí me resultó insuficiente. La carga emocional que tuvo aquel encuentro para “ellos” y para mí fue muy traumático, a tal punto, que tuve que regresar unos meses después para asegurarme mentalmente que todo lo que había visto y palpado durante el primer viaje de regreso era cierto y que continuaba existiendo. Me parecía que aquello lo había soñado. 

Recuerdo un simple evento que ocurrió en mi casa de Varadero durante aquella visita. Durante la primera comida que nos reunió a todos juntos en casa, se puso y se adornó la mesa en mi honor como en los buenos tiempos. Cuando desdoblé la servilleta que me habían puesto para ponérmela sobre las piernas, vi que estaba agujereada y muchos de los orificios habían sido remendados con hilos de diferentes colores. Deduje que, si la servilleta asignada al huésped estaba así, las demás debían estar peor. Lo vi como una señal del deterioro que todo y todos habían sufrido. Y no me pude contener. Sentí un nudo en el pecho e hice lo que hasta entonces no había hecho, ni siquiera en los momentos más emotivos de mi llegada: comencé a sollozar sin control y, volviéndome hacia mi hermana, sentada junto a mí, busqué refugio en ella y la abracé fuerte, buscando consuelo. 

Volví a la Isla 10 veces más hasta 1998. Después de la muerte de mis padres no volví. A mi hermana continué viéndola, ya no en Cuba, sino en España, pues con el nuevo siglo comenzó a viajar a Alcalá de Henares para pasar gran parte del tiempo con su hija (mi sobrina) que se hizo abogada en España y ejercía en aquella ciudad. Mi hermana visitaba a uno de sus dos hijos varones en la casa de Varadero cuando murió repentinamente, en 2022, a los 81 años de edad.

¿Ha tenido relaciones con el grupo de exiliados cubanos en Miami?

Tuve muy poco contacto con el núcleo del exilio antes o después del éxodo de Mariel. No fue hasta 1994 cuando comencé a relacionarme más con intelectuales y escritores. La excepción fue mi actividad teatral con el grupo Teatro Avante, patrocinador del Festival Internacional de Teatro Hispano de Miami, a partir de la puesta en escena que realizó en 1987 de Una caja de zapatos vacía, de Virgilio Piñera, puesto que tenía yo los derechos de autor de la obra. A partir de ese momento colaboré por muchos años, desde Pittsburgh primero y residiendo en Miami después, con el Festival como crítico teatral, miembro de su Componente Educativo y evaluador del evento, nombrado para esto por la Florida Endowment for the Humanities.  

¿De dónde viene su interés por el dios yoruba Olorún?

Esta pregunta me obliga a una breve autoexégesis, porque tiene que ver con lo que considero centro de toda mi obra. Pienso en las tres novelas que se conocen como “la trilogía de Olorún”. Sus títulos son El arco iris de Olorún. Anatomía de un cubano soñadorLas nalgas de Olorún. El gran Premio de F.B.; y Frente al espejo de Olorún. El fin del baile. Las tres fueron publicadas por Ediciones Universal, en Miami, en los años 2005, 2010 y 2013. 850 páginas si las juntamos. Siempre concebí la idea de una novela en tres partes. La trilogía quedó terminada, aunque en el presente trabajo en otra novela que de algún modo complementa las anteriores.

Olorún es el Dios supremo de los yorubas, dueño de la vida, el sol, la claridad. Te aclaro que se pronuncia “Olorun”, sin el acento que yo le añadí para que sonara más poético en mis títulos. Pero los temas de la santería y las religiones afrocubanas no son más que un telón de fondo en mis novelas que me permite divagar sobre el carácter y significado de Dios, de nuestro Dios, del Dios de todos, llámese como se llame. Los que se interesen realmente en el tema deben consultar los estudios y libros de especialistas tales como Rómulo Lachatañeré, Lydia Cabrera, Fernando Ortiz, Mercedes Cros Sandoval, Natalia Bolívar Aróstegui, y otros. 

¿Puede hablarnos de su trilogía?

En mi “trilogía”, el personaje de Bruna es verídico: una mujer negra, a quien mucho quería, vecina de mi familia en Coliseo. Fue ella quien me instruyó en los secretos de sus creencias. En un pasaje de mi segunda novela escribí que ella y yo, reunidos en una sola alma alcanzábamos la altura de los dioses mediante distintas revelaciones. Su dios y el mío, fundidos en uno, estaba presente en aquellos momentos de arrobamiento que tiene el protagonista Francisco, pero, según éste expresa, se imaginaba a ese Dios como un ente amorfo e irrepresentable, aunque poderoso. Cuando trataba de precisar su figura y visualizarlo, lo único que conseguía siempre era verlo de espaldas, con las nalgas al aire, tal como lo había pintado Miguel Ángel en el techo de la Capilla Sixtina. Francisco empeñó en encontrarlo para verlo de frente, de hombre a hombre (o sea, “de Divinidad a hombre”), estudiar su cara, y, guiado por su instinto, trazar un mapa que lo llevara hasta Él. 

Trato de probar que Olorún es el nombre original del Dios Supremo mediante un metódico estudio lingüístico que muestra cómo en las lenguas semitas de los fenicios, la de los cartaginenses y la de los judíos, el nombre fue cambiando de Olorún a Elorún, a Elohún, a Elohín, o sea, Elohim, el que al fin utilizaron los judíos antes de que se hicieran más comunes los de Jehová y Yavé que aparecen en la Biblia. En ningún momento he querido burlarme del dios de la cultura afrocubana, sino elevarlo a la categoría de dios único. El dios que yo presento es un dios humano y por eso se aburre, es caprichoso, se burla, hace acertijos. ¿Por qué? Pues porque Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, con sus virtudes y defectos, de modo que, tal como ocurre en la tercera novela, al mirarnos al espejo vemos a Dios y ese Dios tiene que ser una réplica del ser humano (de los seres humanos) que Él creó, aunque, claro, como apunta la novela, Él no se corrompió tanto como sus hijos a través de los tiempos. 

En El arco iris de Olorún, drama y comedia se funden mediante insólitos recursos literarios. Francisco, no siempre puede distinguir entre lo real y lo maravilloso. La negra santera Bruna lo ayuda a reafirmar sus orígenes afro-caribeños. Al final, encontramos una pieza teatral en la cual los personajes adquieren vida propia y reflexiono sobre el sentido de la vida, los estragos causados por la locura hereditaria, el inevitable destino del hombre y su posible desaparición de la faz de la tierra. La novela ocurre en Cuba, España y Estados Unidos. En un viaje de visita a la Isla, Francisco se apiada de un joven en apariencia desequilibrado, Mendel (tal vez hijo suyo), cuya madre asegura que es fruto de una tarde de locura sexual en el Instituto de Cárdenas cuando Francisco era su alumno adolescente.

Las nalgas de Olorún rompe del todo con los moldes del género de la novela. El ojo de una cámara, del espectador o del lector, penetra un mundo de desencantos, alegrías y sorpresas que configuran la conflictiva existencia del personaje central, quien pasa con frecuencia de lo sublime a lo ridículo. Trato de sugerir, con intención desacralizadora, que toda acción humana es parte de un perpetuo juego que el hombre se inventa para dar peso y sentido a la intrascendencia de su breve existir.

El tono humorístico prevalece en Frente al espejo de Olorún (que estuvo en la lista de libros más vendidos de The Miami Herald en 2013), la última parte de la trilogía, en la cual Francisco sufre vicisitudes que en su demencia atribuye al destino que le trazan sus dioses tutelares, aunque en definitiva lo forje él mismo con su conducta. El espíritu de Bruna y el Dios Supremo Olorún le tienden trampas o le ofrecen enigmáticas soluciones a sus problemas existenciales. El recorrido del personaje es símbolo de nuestro propio viaje que regresa siempre al punto de partida. Uno de los puntos culminantes en la novela es el diálogo de Francisco con Dios en el Templo del Diente en Kandy, Sri Lanka, donde por fin el protagonista ve la cara del Ser Supremo. 

En las dos últimas novelas existe algo que me ha interesado mucho como crítico y como creador: la “contaminación de los géneros literarios”. En ellas, aparte de la narración en primera persona, hay interrupciones que realiza otro personaje, el editor, para aclarar y aun corregir los defectos que encuentra en lo que ha escrito el “autor / protagonista”; varias obras dramáticas que nos permiten ver a los personajes vivos en un escenario; la mencionada cámara que filma, a manera de documental, algunos pasajes; acertijos; poemas que se integran a la trama; erratas consentidas; cartas; historias intercaladas y sueños que enriquecen la historia. 

Un viaje de dos meses en barco alrededor de Sudamérica es el núcleo de Las nalgas de Olorún. Otro semejante, de cuatro meses, alrededor del mundo, en lo que fuera el famoso buque Queen Elizabeth II, me permite narrar muchos fragmentos como si fueran parte del diario de viaje del protagonista. Simbólicamente, sugiero que lo que voy contando no es más que el mismo viaje de la vida en que todo acontece hasta llegar al punto de partida que, paradójicamente, es el sitio de un nuevo comienzo. Así lo aclara Bruna para concluir mi narración: “No hay final. El final es siempre el principio. Por ahora, Olorún está satisfecho”.

Las tres novelas (y también mi poemario Sonsoneto) tienen hermosísimas cubiertas cuyos dibujos fueron diseñados por el espléndido pintor cubano Mario Torroella, radicado en Boston. El cuadro de la portada de El arco iris de Olorún, un Cristo en la cruz con dos cabezas, una blanca y otra negra, fue adquirido por el comediante Guillermo Álvarez Guedes (quien detrás de su máscara escénica, que rayaba en lo procaz, ocultaba a un legítimo intelectual). El segundo quedó en manos del pintor y el tercero lo atesoro yo y cuelga en una de las paredes de mi casa.

Tuvieron muy acogida tengo entendido…

Debo aclararte, amigo William, que de tanto leer y de tanto aburrirme con lo que tenía que estudiar y reseñar, tuve muy en cuenta las faltas de otros para evitar, en la medida de lo posible, los errores que notaba en algunos escritores. Me propuse, así, al hacer yo mi propia obra creadora, entretener al lector, sobre todo, aunque de algún modo expusiera tesis o ideas de carácter serio o hasta filosófico. Un entendido lector me dijo una vez que una de mis novelas era sabrosa. Puesto que ya se había comentado que mi trilogía de Olorún era una obra de cómoda lectura, pensé, inevitablemente, que tal vez hubiera logrado que fuera como aquella desaparecida cerveza cubana, Cristal: “clara, ligera y sabrosa”, según anunciaba su lema.

¿Pueden encontrarse todavía algunas de sus obras más allá de en bibliotecas y archivos?

No se consiguen fácilmente en librerías, excepto la antología de teatro Three Masterpieces of Cuban Drama. Algunos todavía están disponibles en Amazon. Todas se conservan en la Cuban Heritage Collection de la Biblioteca Richter de la Universidad de Miami, a la que di los derechos de autor y, por tanto, podría autorizar que se reediten. Pienso, en particular, en mis novelas publicadas por ediciones Universal cuya librería desapareció hace pocos años. En la colección de la Universidad de Miami también se encuentran archivados todos mis artículos de crítica literaria, documentos personales, cartas universitarias y múltiples reseñas de mis obras. Mis libros, sin excepción, publicados a partir del año 2000, incluyendo la popular antología Three Masterpieces of Cuban Drama, han sido parte de la Feria del Libro de Miami —evento que se lleva a cabo anualmente— y presentados en ella.

Se jubiló en 1994. ¿Por qué tan joven?

Mi jubilación la decidí a una edad en que todavía podía correr por la playa y disfrutar de todo lo que me ofrecía mi relativa juventud de los 50 años. Pero hubo varios factores que me impulsaron a dejar las aulas de Penn State University. Necesitaba mi tiempo para escribir. Excepto por mi libro sobre Eugenio d’Ors, mis más “contundentes” publicaciones se han realizado durante mi retiro. Luego, mis deseos de vivir en un clima que se pareciera al de la Isla. Y por ardides que tramaron los dirigentes izquierdistas de mi departamento académico (aunque no me conste), quienes me usurparon un “galardón”: el rango de “Profesor Distinguido” al que había sido recomendado por el director de mi universidad. Los detalles sobran en esta entrevista y ya no me importan ni a mí mismo. Pero aprendí que el amiguismo, con frecuencia interesado, abre muchas puertas; a ellas jamás me acerqué o toqué y, por consiguiente, en esta ocasión se me cerraron. La adulación no fue nunca parte de mi naturaleza.

¿Ha pensado en regresar a Cuba?    

No tengo intenciones de volver a Cuba. Un viaje a cualquier lugar fuera de mi entorno hoy día me resultaría gravoso pues recibo tratamiento de diálisis tres veces por semana en un centro de la ciudad de Miami. Aunque existen muchos lugares que ofrecen este servicio, no creo que en cualquier sitio encuentre las condiciones de higiene y cuidado que hallo aquí. Un trasplante de riñón frustrado me ha obligado a vivir de este modo sin esperanzas de otra cirugía, que sería sumamente riesgosa por mi edad.

Publicación fuente ‘Cubanet’