Michael H. Miranda: Narrar la utopía caribeña / Pedro Juan Gutiérrez y su ‘Trilogía sucia de La Habana’ ante los paradigmas de la narrativa revolucionaria
De alguna manera siempre ha estado en el aire. Siempre está, siempre regresa en debates de mayor o menor extemporaneidad: Maneras de representar(se) Cuba, de mirarla, reflejarla, incluso interpretarla en la literatura. Casi siempre en dualidades, duplicidades cansinas: Zequeira y Rubalcaba; Martí y Casal; Lezama y Carpentier; Piñera y Vitier; Cabrera Infante y Arenas. “Maltrecho zoológico cubano”, le ha llamado Carlos A. Aguilera. “Literatura muerta que sublima y sublima constantemente lo mismo, que se estanca en malas ficciones, que no piensa” (Aguilera, 2002: 1). Aguilera –como Antonio José Ponte, Rolando Sánchez Mejías y Néstor Díaz de Villegas, entre otros–, encarna una zona replicante del ensayismo cubano actual que devela fracturas en el discurso utópico de un cuerpo cultural dogmatizado, casi escolar: cultura dirigida, cuerpo mal digerido.
De esa zona han salido maneras otras de hacer cirugía con/contra una summa enferma de un centro tiránico: la patria/Isla que se repite, que reverbera hasta el fondo y el hartazgo. Es un ruido contra el Estado, desde luego, pero también contra los lugares comunes que éste genera, contra las invocaciones del nacionalismo que está en la base misma del proceso social iniciado en 1959. No es para nada necesario que las narrativas/ficciones que ese Estado permita sean nacionalistas: “De ahí, que a todas las ficciones de estado falte risa” (sic), aduce Aguilera. De esto, que quizá esté ya superado en otras literaturas, se está hablando en Cuba y sobre Cuba ahora mismo. “Inflación simbólica” y “repertorio saturado”, al decir de Walfrido Dorta:
A esta circulación, se le une una obstinada voluntad zombi de no autointerrogarse. Se construye así una literatura muy poco atrevida conceptualmente (…). Lo que resulta en unos discursos renuentes a los enfriamientos procesuales. Una literatura holgazana que se aprovecha indiscriminadamente de un capital simbólico, “lo cubano”; que descuida en muchas ocasiones la escritura misma de esas obsesiones, y permanece en la superficie ideológica (denuncia, realismo sucio, literatura de la pobreza, “estar en contra de”, nostalgia, quejas, Arcadias…) como casi único anclaje. De manera que se presupone una legitimidad derivada de lo temático: si hablamos acerca de, entonces valemos algo. Esto obviamente ha sido aupado también por editoriales, premios, instituciones, agentes diversos. (Dorta, 2012)
En este ensayo estudiaremos primero cómo la narrativa de Pedro Juan Gutiérrez y su Trilogía sucia de La Habana ha encontrado un no-lugar, un punto de no reconocimiento tanto en la élite intelectual dentro de la Isla como en los centros legitimadores del exilio cubano. Luego repasaremos los síntomas más importantes de esa narrativa enfrentada tanto a las maniobras de lo político como al peso de lo histórico en la novelística cubana de las últimas décadas, en el sentido de que esta obra, al reunir elementos que son comunes a otras importantes voces del momento, tipifica muy bien el perfil de la narrativa cubana de los años noventas, los años más crudos de la crisis económica en la Isla, posteriores a la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética.
Dos polos, dos cánones
Si ha de verse de forma binaria, tendríamos una ciudad letrada dentro de la Isla que responde al diktak de una política cultural que reclama para sí los usos de esa criticada centralidad. Esa “clase intelectual” tiene su reverso, que es una anomalía para el discurso totalizante de papá Estado: la “oscura cabeza negadora” de aquel poema de Lezama Lima, “Rapsodia para el mulo”, que le vino tan bien al quisquilloso perfil de Virgilio Piñera, tan inspirador para un Reynaldo Arenas, es justamente esa mirada cuestionadora que hoy se ha situado fuera de la Isla y cuyos vértices están en Miami, Madrid, México, New York, Barcelona, París. Es ese reverso interrogador el que le niega derecho de ciudad a una novelística que, tras nacer en los años noventas, los peores de la crisis económica, tampoco ha sido asumida ni asimilada por la élite intelectual dentro de la Isla.
Está claro que ambos polos dictan su canon. Una no tolera lo sucio, va contra su idea de cultura; otra no tolera la Patria, no viene bien con su idea de lo literario. Y todo canon margina, elude, esconde voces en el cuarto de desahogo, cuerpos de lo impuro bajo la alfombra. Estos polos consideran que hay muy poco salvable de la literatura cubana producida bajo los efectos de la crisis de los noventas. A lo sumo conceden que, como fenómeno, las obras enmarcadas en ese trance pusieron en solfa un manojo de temas que antes eran tabúes: las lacras de una sociedad que se imaginó y se quiso perfecta desde sus mismos inicios. Cuentos y novelas sobre balseros, emigrantes que regresan, prostitutas, proxenetas, tahúres, homosexuales, funcionarios corruptos, delincuentes que roban para sobrevivir, una galería demasiado extraña dentro de una literatura que hasta ese momento hablaba del sujeto revolucionario como héroe y de sus antagonistas como escorias de la sociedad que debía expulsarlos para proceder a parir la utopía de un “hombre nuevo”.
Eran los mandatos de una temporalidad excluyente. Ese sujeto revolucionario había sido delineado hasta la náusea por cierta teoría política y había encontrado eco en los discursos de los líderes de la nueva sociedad. Era un sujeto sin voz: su voz era usurpada por la colectividad, que a su vez dejaba que el líder decidiera como encargado que era de conducir al mundo hacia un nuevo estadio de la conciencia política. Marcuse nos lo describe como toda una clase o grupo que “se halla en la necesidad vital y es capaz de arriesgar lo que tienen y lo que pueden alcanzar dentro del sistema establecido con el objetivo de reemplazar este sistema” (Marcuse, 1969: 184) y que una vez que obtiene el poder borra todo vestigio de un pasado que considera ominoso. En el caso especifico de la realidad cubana, ese sujeto debe ser pensado como el macho que bajó de las montañas pletórico de juventud y crueldad –Castro tenía apenas 32 años cuando le ganó la partida al dictador Batista–, libró una guerra a muerte, no le tembló el pulso para fusilar adversarios y se adueñó del poder por más de medio siglo.
Ese fue el sujeto que habitó en la novelística cubana durante treinta largos años, el que estableció la dictadura del realismo socialista en una país que de pronto dejaba de tener a Lezama como poeta insignia, el que encarnó la denominada “literatura de la violencia”, libros que enfocaron el conflicto armado muchas veces desde una perspectiva frívola, maniquea, de buenos muy buenos y malos muy malos, y que solo se permitió el desliz de la duda en una novela olvidada, mas no olvidable, Las iniciales de la tierra (1987), de Jesús Díaz. Su autor, que fue funcionario de cultura del gobierno de Fidel Castro, debió esperar más de doce años para ver publicada su novela, que había presentado al concurso Casa de las Américas en 1974. Su trama aborda el conflicto de un cubano, Carlos Pérez Cifredo, enfrentado ante la necesidad de contar su vida que será sometida al juicio severo de sus compañeros, quienes deben decidir si reúne méritos suficientes como trabajador revolucionario para ser elegido obrero ejemplar y militante del Partido Comunista. El personaje termina cuestionando para sus adentros los métodos de legitimación/apropiación que impone el aparato ideológico estatal, pero calla en la escena final cuando la asamblea debe decidir si posee las condiciones para ser admitido.
En tal arquitectura de la novela puesta en función de la utopía social, no cabía tampoco una figura como la de Reynaldo Arenas, otro expulsado de la particular ciudad letrada cubana por su condición de homosexual rebelde, perseguido, humillado y obligado a exiliarse, pero también por su perfil de escritor demasiado imaginativo en una coyuntura en la que las escrituras están desbordadas de compromiso en la construcción de una sociedad nueva. Había demasiado cuerpo en Arenas para integrarlo a un esquema novelístico que se olvidó del cuerpo para privilegiar la idea revolucionaria, aunque también Arenas los dejaba en evidencia por la magnitud de su torrente fabulativo.
Para precisar esto último en relación con cierto forcejeo dualista entre realismo e imaginación, el ensayista Alberto Garrandés ha apuntado que:
A fines de los 60 la política cultural cubana se encargó, indirectamente, de dirimir (intervenir en) la querella de la prosa realista con la prosa imaginativa (…) y tuvo lugar una especie de coartación dualista en favor de realismo social. Un realismo utopista, complaciente y que tenía la misión de redramatizar la historia y desdramatizar la inmediatez, envuelta entonces en un epos denso y suficiente. La narrativa de imaginación no desapareció, pero sí empezó a avanzar por un sendero accidentado, periférico, situado en las afueras del campo cultural deseable. (Garrandés, 2005: 182)
Llevaría las de perder un fabulador que evadía los cánones de una liturgia social, como Arenas, pero no solo por su opción narrativa. Sencillamente, no había, no hay reunión posible entre el macho revolucionario y la “loca de carroza” marcada por el voraz apetito sexual y por tanto sometida a una voluntad fálica reveladora de su debilidad/fragilidad, ser nocturno y distendido que debió quedar recluido en un pasado prerrevolucionario, como aquellos personajes, gozadores en otro sentido, de la noche habanera de Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, o del documental PM, que fue el detonante para la puesta en activación de los mecanismos de censura del Estado revolucionario.
Los ubicuos confines de lo político
Llegados los años noventas y tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración de la Unión Soviética en 1991, se desencadena la crisis económica conocida como Período Especial y la posibilidad de la ruina total, no solo de las ciudades cubanas, La Habana en primerísimo término, sino de la sociedad y del proceso político en su conjunto. Una voz imprescindible dentro de la novelística que narró ese momento singular de la historia cubana es la de Pedro Juan Gutiérrez, cuya obra narrativa resulta que viene a instalarse en un incómodo no-ser, en un in between que lo deja fuera de la literatura cubana tanto por la clase intelectual dentro de la Isla como por las voces autorizadas radicadas fuera. Expulsado de la ciudad letrada insular y ninguneado por la disidencia de aquella, Gutiérrez ha sido acusado de pésimo escritor, de no hacer literatura, de haberlo apostado todo a las estratagemas del mercado exterior, en el que sus libros son consumidos como “porno-políticos”. “Cabe preguntarse si pueden realmente los lectores de la Trilogía sucia oler esa mierda, o esta se ha convertido ya en otra mercancía”, se interroga uno de ellos (Díaz, 2009).
Pueden rastrearse las más importantes revistas literarias habaneras y algunas del exilio, como Encuentro de la Cultura Cubana, de Madrid, y los principales libros de ensayos y crítica publicados en el momento de salida al mercado de los dos primeros libros de Gutiérrez: no hay huella de atención crítica alguna. Uno de los más notorios fue el volumen Presunciones, del mencionado ensayista cubano Alberto Garrandés, quien hace un repaso de las principales voces narrativas cubanas de la actualidad y los nombres de Gutiérrez y Zoe Valdés brillan por su ausencia, incluso en el capítulo dedicado al tratamiento del tema erótico en la narrativa del período.
Lo que tenemos en realidad es que ningún otro escritor de ficciones antes de Gutiérrez había logrado hasta ese momento mostrar tal metamorfosis del sujeto revolucionario de la manera que lo logra el autor en su Trilogía sucia de La Habana. Si trazamos una línea diacrónica del último medio siglo en la novela cubana y prestamos especial atención a la evolución –o involución– de ese sujeto en las obras de los principales exponentes internacionales (el Alejo Carpentier de La consagración de la primavera, el mencionado Jesús Díaz, José Soler Puig, Reinaldo Arenas, Lisandro Otero, Abilio Estévez y Leonardo Padura), percibimos que Gutiérrez alcanza a delinear un sujeto novelístico emergente, diferente, uno que singulariza y distingue al macho revolucionario por encima de cualquier sistema político o ideología, aunque el personaje creado por Gutiérrez está claro que es prisionero de unas circunstancias agobiantes que son resultado de las pésimas gestiones económicas del gobierno de la Isla.
Su indagación la lleva por otros cauces, los del desmontaje del prototipo de hombre nuevo que quiso lanzar desde La Habana la Revolución como adalid de la utopía universal. El personaje de Pedro Juan se halla continuamente ante la disyuntiva de comer o morir y a duras penas se reconoce atrapado en los confines de lo político dentro de una sociedad altamente politizada. Su meta no es escapar, pues a su manera parece estar de regreso de todo, sino encarar ese día a día como si el naufragio de aquella utopía, traducido en un mosaico de lo menos amable que puede generar el ser humano, esto es, suciedad, pestilencia, muerte, destrucción, ausencia total de valores y de solidaridad, corrupción, incluso canibalismo, ensombreciera a todos los confines del planeta y a todos los integrantes de la especie humana.
Otro aspecto divergente de la narrativa de Gutiérrez en relación con las anteriores es su visión de la ciudad, tan atada a una versión bastante generalizada del poscomunismo cuando, según señala Iván de la Nuez, “la publicidad y el turismo han convertido a Cuba en un país casi virtual” donde la palabra escenografía ocupa el sitio de la palabra paisaje dentro de la cual aparece, como un elemento más, la población. (De la Nuez, 2001: 14) Como ha visto Duanel Díaz,
[…] lo realmente interesante del trópico cubano post-1989 no es el paisaje y el sol (…), sino la posibilidad de una antropología del poscomunismo. Ciertamente, Cuba es de nuevo el burdel del Caribe, y el turismo sexual hace parte importante de los visitantes que recibe la isla, pero hay muchas más cosas en juego, o en venta. No ya porque, como señalara Castro, las prostitutas cubanas sean las más cultas del mundo, sino porque evidentemente La Habana representa algo más que cuerpo. La ciudad, como se afirma en alguno de los catálogos fotográficos que proliferan en los noventa, es “un estado de alma”; una metáfora. (Díaz, 2009)
Ciertamente La Habana leída en Gutiérrez está enfilada a la destrucción colectiva, ocurren constantes derrumbes, está plagada de calurosas cuarterías sin un mínimo de condiciones para ser habitadas. La ciudad se ha “tugurizado”, al decir de Antonio José Ponte; no ha parado de crecer demográficamente como resultado del incesante flujo migratorio interno en la Isla, por lo que no ha podido poner fin a su no menos impetuoso descenso a la condición de ruina habitada. Una ciudad esforzada en un work in progress en reversa, atareada en un desmontaje acelerado que se opone al absoluto de las declaradas sobrevivencias políticas de quienes hoy detentan el poder, ha continuado ejerciendo un poderoso atractivo, cual campo imantado, para el turismo de revoluciones. Muchos han visto en ella no sin ironía un gigantesco parque temático de la guerra fría que adapta sus reglas de acuerdo a los intereses de cada visitante: arte, sexo, ideología, historia, arquitectura, sociología, religión, escatología, todo dispuesto como retablo dentro de un escenario en el que las ruinas representan mucho más que un simple telón de fondo.
Aparentemente, en las historias de la Trilogía sucia, no hay nada que hacer ante el avance de tanta destrucción. Todo aparece como previsto en un guión macabro, todos desempeñan sus roles agónicos en un plexo de deshumanización y en medio de un paisaje de escombros, suciedad, calor, hambre, sed, desechos, malos olores, cuyos efectos apenas encuentran mitigación en tanto alcohol y cannabis que consumen los personajes: sólo el sexo redime, parece estar inscrito en tantas páginas. Este “no hacer nada” como un paliativo ante las ruinas es otro elemento distintivo en el discurso narrativo de Gutiérrez. Si décadas atrás el héroe revolucionario reclamaba para sí la posibilidad de cambiar el mundo usando para ello las herramientas tanto de la ideología como de la industria de la guerra –los guerrilleros que el Che Guevara planteó y planeó convertir en “selectivas y frías máquinas de matar”–, el personaje Pedro Juan ahora es la doble moral, la hipocresía y el egoísmo mismos, todo en un solo cuerpo que sólo sabe tener sexo indiscriminadamente, propinar golpes bajos para procurarse alguna sobrevivencia; huir de la policía, que sabe representa el poder, pero es igualmente corrupta y no escapa a los tentáculos de tanta destrucción, y languidecer en un ambiente de vulgaridad, individualismo y ausencia total de escrúpulos. En apenas pocas palabras: vencido por el poder y por las circunstancias, sin ningún asidero ante el –y dentro del– discurso político dominante.
No deja de resultar curioso que una de las principales vías de escape que han tenido los cubanos, por igual mujeres que hombres, sobre todo a lo largo de las últimas dos décadas han sido los matrimonios, noviazgos o la simple amistad con algún extranjero que provea la posibilidad de emigrar. Esto, que sigue siendo una práctica cotidiana en la Isla, es invertido en la obra y se apunta a este “no hacer nada” del personaje. “Ese no es el camino, ya lo probé y no funcionó”, parece aseverar Pedro Juan.
Hay una excepcionalidad en esta interacción del personaje con lo externo, visto esto último como otro callejón sin salida, que ha signado cierta narrativa cubana contemporánea con la de Gutiérrez. Según precisa la estudiosa Josefina Ludmer,
[m]ucha de la literatura cubana de los últimos años gira alrededor de un relato que relaciona los que están en Cuba (…) con los que llegan del exterior de la nación y se van, y con los que se fueron para no volver. Los sujetos de adentro de la nación (que son el centro de la narración, que hablan o son narrados por un narrador interno-externo) habrían perdido, por así decirlo, la sociedad o mantendrían una relación externa-interna con ella. (Ludmer, 2004: 363-364)
Para Ludmer, el exterior se manifiesta como lo deseado, desde lo cultural o lo lingüístico, y los relatos se limitan a narrar “los movimientos de esos sujetos diaspóricos, sus acciones y relaciones, sus políticas y destinos, o el destino de sus políticas”. Gutiérrez evade lo que esta práctica puede tener de lugar común en una narrativa tan marcada por las fugas de Odiseos tropicales. En Trilogía sucia hay varios personajes que, o bien manifiestan ese deseo de escapar –el viaje entendido únicamente como escapatoria y huida–, o bien regresan para dejar un registro de cómo es el afuera. Solo el personaje protagónico se sitúa al margen, perdida ya toda voluntad de exploración y cambio, y esa visión desencantada tiñe todos los relatos sobre lo exterior. Nótese que ninguno de los extranjeros con los que el personaje traba relación le muestra alguna salida hacia un mundo distinto donde los viejos valores han sobrevivido: la brasileña es “de usar y tirar”, solo desea ganar dinero escribiendo guiones de telenovelas y para colmo también está siendo acosada sexualmente por una de su mismo sexo; el alumno de percusión muere de SIDA; el mexicano, tras mostrar su doble faz, quiere pasar por alguna suerte de “purista” ideológico –cuando en realidad es un vulgar “turista de ideologías”– y acaba acusando al cubano de ladrón y contrarrevolucionario, y la amiga del alumno de tumbadora sólo desea experimentar “la gozadera cubana” como material para una tesis de doctorado.
Antes de la aparición de los libros de Gutiérrez, no era extraño encontrar en la narrativa cubana la sempiterna huella de lo histórico, lo épico revolucionario a tutiplén. Fue el sello de los años que van de los sesentas a los ochentas: los años de la Sierra Maestra, los días del triunfo revolucionario, la invasión de Bahía de Cochinos, la campaña de alfabetización, la Crisis de los Misiles, la limpia del Escambray contra los guerrilleros opuestos a Castro, las zafras del pueblo, las jornadas de trabajo voluntario, hasta el crack de la ilusión y la supuesta excepcionalidad cubana con la fuga masiva de cubanos descontentos por el puerto de Mariel hacia Miami. La Historia, así en/con mayúsculas continuamente redramatizada, vista y narrada como principio y como telos: catecismo de la revolución, cada cubano debía su existencia a los hechos triunfales de esa historia común que desde siempre quiso ganar mayor presencia en la literatura realista, en detrimento no sólo de lo imaginativo, sino también de lo inmediato. Era entendida la Historia como un elemento sustitutivo de lo cultural, y ambos eran convertidos en punta de lanza del Estado en su intención reformadora de la ciudadanía. “Solo la cultura puede salvarnos” o “La cultura es lo primero que hay que salvar”, decían los carteles gigantescos con fotos de José Martí y Fidel Castro en las calles, ciudades y carreteras de todo el país en medio de la crisis de los noventas, aunque fuera muy difícil obtener una libra de arroz y frijoles en el mercado negro.
En Gutiérrez, sin embargo, es notoria por sintomática la ausencia total de referencias culturales, históricas y de instrucción entre el protagonista y los personajes que lo rodean. La Historia es un peso del pasado, pero la sobrevivencia lo cubre y ocupa todo: el presente, lo inmediato vuelve a ser dramatizado. No hay espacio, ni tiempo, mucho menos dinero y energías para dedicarlos al espíritu. Las evasiones, llámense alcohol, sexo, tabaco o marihuana, hacen su trabajo de distracción y escape, mientras los estribillos de un par de canciones de salsa se repiten a lo largo de las trilogía. El pueblo revolucionario, aquel factor insoslayable en la narrativa anterior, se trastoca aquí en vulgo desdeñado, en populacho impotente y aplastado por la retórica de los acontecimientos. La sola mención del título de un libro, un poemario de Nicanor Parra, remite a un pasado del cual el protagonista no desea dejar memoria. La lectura de poesía, cual desliz de una vida anterior, no tiene cabida en el aquí y ahora de su existencia siempre tan en los bordes.
En otro sentido, el personaje del poeta José Lezama Lima, quien vivió en una casa cerca de los solares en los que el autor ubica sus historias, aunque murió casi dos décadas antes de los hechos narrados por Gutiérrez, emerge completamente degradado al ser descrito como “un viejo gordo y fofo”, “[t]rescientas libras de manteca”, “patético” y “vieja puta”, y aparecer solicitando, prácticamente implorando, los favores sexuales de un joven por dinero, quien además lo desprecia y maltrata. Este es otro punto en el cual el autor confiere a su personaje una existencia en las antípodas del tratamiento que hasta ahora habían recibido intelectuales y escritores como Lezama, Carpentier y Piñera en la mayoría de las otras novelas –véase por ejemplo la novela Las palabras perdidas (1992), de Jesús Díaz–, en las cuales hay casi siempre admiración, se narran encuentros y se suelen detallar los aspectos positivos de sus personalidades ciertamente contradictorias. Ahora el personaje de Pedro Juan toma distancia de esa visión edulcorada y mitificadora para escarbar en el lado oculto, las supuestas obsesiones carnales de quienes fueron seres terrenales, pero que han sufrido un proceso de quasi canonización impulsada por las autoridades culturales.
Hay mucho de autobiográfico en su Trilogía sucia. El protagonista tiene el mismo nombre que el autor, confiesa varias veces que fue periodista, tiene su misma edad o al menos es su contemporáneo, y vive en el mismo sitio, un solar de Centro Habana cerca del malecón. No obstante, en varias entrevistas y artículos el autor ha recalcado el carácter enteramente ficcional de su libro, aparentemente no desea ir más allá de la narración/relatoría de hechos que le ocurren al personaje en las tres obras que integran el volumen. Reclama la apoliticidad para sus obras y para sí mismo en un contexto donde lo político tiene una presencia constante, pero que a la vez criminaliza las posiciones contestatarias. En ese sentido, Gutiérrez establece una política, apuesta por no asumir sus obras como lo que son, el canto del cisne negro de la utopía revolucionaria insular. No desea conferirles el peso de las reclamaciones equivocadas, tan abundantes al establecerse nexos entre literatura y política o sociedad. Su propósito y su deseo pasa por no contaminar sus obras con comentarios que pueden resultarle ajenos a su peculiar operatoria literaria. Que mis obras hablen por mí, parece decir, aunque el autor sabe que ha mostrado, parafraseando la cita de Graham Greene que incluye en su libro, “el verdadero decorado” de la revolución cubana.
Conclusiones
La obra narrativa de Pedro Juan Gutiérrez, específicamente la que hemos leído en su Trilogía sucia de La Habana, ha sido escrita a contrapelo de los dictados del canon literario cubano posterior a 1959. Su asimilación por parte de la crítica fue muy lenta en los inicios, aunque ya hoy ha terminado aceptándose como lo que es: una obra importante que muestra sin afeites la cruda realidad de un país en el que los valores tradicionales han entrado en una profunda crisis, lo mismo que su economía.
Es así que prácticamente en el umbral del siglo XXI, el tan llevado y traído “hombre nuevo” ha quedado reducido a un ser que ya no se reconoce a sí mismo, vencido por el peso de tanta Historia, su cuerpo es acaso lo único que podría salvarlo en la jungla del sexo rentado y su casa es una guarida en una calurosa cuartería de Centro Habana, lo que refuerza el criterio del fracaso de la experiencia comunista en la Isla caribeña, ese paraje que medio siglo después sigue siendo presa de estereotipos persistentes: mulatas, ron, tabaco, tambores, sol y playa.
Si algún libro se necesitaba para corroborarlo desde la literatura, Gutiérrez lo ha escrito y en poco más de trescientas páginas deshace un mito de medio siglo.
En College Station, Texas, invierno de 2012
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Bibliografía
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De la Nuez, Iván (2001). Cuba y el día después. Doce ensayistas nacidos con la revolución imaginan el futuro. Barcelona: Editorial Mondadori.
Díaz, Duanel (2009). “Visión sobre los escombros II” en revista digital Inactual.
Dorta, Walfrido (2012). “Olvidar a Cuba: contra el lugar común”, en Diario de Cuba.
Garrandés, Alberto (2005). Presunciones. La Habana: Editorial Letras Cubanas.
Gutiérrez, Pedro Juan (1998). Trilogía sucia de La Habana. Barcelona: Editorial Anagrama.
Ludmer, Josefina (2004). “Ficciones cubanas de los últimos años: el problema de la literatura política”, en Anke Birkenmaier y Roberto González Echevarría (coordinadores): Cuba: Un siglo de literatura (1902-2002). Madrid: Editorial Colibrí, Colección Literatura.
Moreno, Fernando (coordinador) (2011). Roberto Bolaño. La experiencia del abismo. Santiago de Chile: Ediciones Lastarria.
Marcuse, Herbert (1969). “Sujeto revolucionario y autogobierno” en Youkali, consultado en formato pdf.
Ponte, Antonio José (1997). Asiento en las ruinas. La Habana: Editorial Letras Cubanas.
Rama, Ángel (1984). La ciudad letrada. Montevideo: Comisión Uruguaya pro Fundación Internacional Ángel Rama.
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