Daniel Céspedes Góngora: Pícaros, amantes y cinéfilos
Tomando en consideración 8½ (1963), uno de los ejemplos más paradigmáticos de todos los tiempos del cine dentro del cine, hay desde antes, durante y después constantes en la obra de Federico Fellini: la atmósfera circense y la euforia teatral, lo popular y nacionalista, la cultura italiana y foránea. En su filmografía sobresalen personajes principales y secundarios, de caminos largos, e incluso fugaces, que tienen intereses comunes. Muchos de ellos (Luces de variedad, 1950; Los inútiles, 1953; Amarcord, 1973…) van a la sala oscura y se rinden ante Gary Cooper.
Como el héroe por antonomasia del cine estadounidense que vemos morir joven en Alas (William A. Wellman, 1927) y luego reaparecer cual ave fénix en cualquier género de las producciones hollywoodenses, el director italiano preparó el camino de esos personajes inconformes, complementarios y la mar de creativos en ocurrencias cotidianas y aventuras amorosas. Aunque prefirió el dúo del gordo y el flaco a cualquier galán norteamericano, fue sincero con su recuerdo de niño: «Imaginaba a Gary Cooper en una película en mi mente. Supongo que, ya a aquella temprana edad, sin saberlo, lo que hacía era distribuir papeles, realizaba el casting».[1] Presumo vio a Cooper en Casanova Brown (Sam Wood, 1944), película tan mal dirigida como lamentable por la asociación a duras penas con el ardor del gran libertino.
Entone con la historia o la sobrepase, su fiero Casanova (1976), interpretado por Donald Sutherland, viene ya formándose mucho antes, pero se advierte en otras variaciones haciendo de las suyas desde el Checco Dal Monte (Peppino De Filippo) de Luces de variedad hasta el último de sus protagonistas en La voz de la luna (1990), considerando al Fausto (Franco Fabrizi) de Los inútiles, al Marcello (Marcello Mastroianni) de La dolce vita (1960) y el personaje masculino ya crepuscular de La ciudad de la mujeres (1980). Mas Fellini no victima a sus mujeres, relegándolas a secas a los papeles de madres o meretrices, mironas y conformistas entre los machos mediterráneos, casos de la admiradora Wanda Giardino (Brunella Bovo) de El jaque blanco (1952), la noble y animosa Gelsomina de La strada (1954); la prostituta homónima de Las noches de Cabiria (1957); la monja enana, la única capaz de hacer bajar de un árbol al tío loco; la codiciada Ninola/»Gradisca» de Amarcord; la grotesca Saraghina y la idealizada Claudia de 8½; la giganta melancólica y lujuriosa de Casanova; la ninfómana Marisa de La voz de la luna… A propósito de Wanda, luego de haber estado con los actores y el equipo de filmación de una película, regresa pura e inocente al hotel donde se había hospedado con su marido. Ella, en su arrepentimiento, expone algo que luego, con modificaciones, Fellini pondrá en boca sobre todo de sus personajes masculinos: «Sí, mi verdadera vida es el sueño. Pero a veces el sueño, es un abismo fatal».
En honor a como las trata el cineasta, de ellas parten un sinnúmero de iniciativas para que la poesía, la música y el sexo —caras obsesiones fellinianas— cobren la repercusión emanada de esos guiones sutiles por irónicos, ambivalentes, subversivos. ¿Acaso no es la Liliana «Lilly»Antonelli de Carla Del Poggio un desafío a esas mujeres quietas y frustradas de la nación italiana? Ella rivaliza, entre otras, con la Eve Harrington de Anne Baxter en Eva al desnudo (Joseph L. Mankiewicz, 1950) o la Christabel Caine Carey de la Joan Fontaine de Nacida para el mal (Nicholas Ray, 1950), anticipa de alguna manera a Rachel (Beatriz Valdés) de La bella del Alhambra (Enrique Pineda Barnet, 1989). La idolatrada Silvia (Anita Ekberg)[2] del baño nocturno en la Fontana de Trevi es el sueño incumplido de la calculadora Melina. ¿Y qué decir de lo que representa el personaje de Gelsomina en La strada (1954)? Al fin y cabo, película por y para su lucimiento. Qué importan los motivos ante los extraordinarios logros de su interpretación. Confiesa Fellini:
Hacía mucho que quería hacer una película para Giulietta: me parece una actriz singularmente dotada para expresar con inmediatez los estupores, los sustos, los frenéticos regocijos y los cómicos oscurecimientos de un payaso. Bien, Giulietta es precisamente una actriz payaso, una auténtica payasa. Esta definición, para mí gloriosa, es acogida con fastidio por los actores, que quizá sospechan que encierra algo reductivo, poco digno, tosco. Se equivocan: en mi opinión, el talento payasil de un actor es su dote más preciosa, la marca de una aristocrática vocación por el arte escénico.[3]
Teniendo en cuenta la mira temática del presente texto, quizás hubiera sido oportuno “restringir” al pie de página la opinión de Fellini. Mas me pareció no solo una descortesía, sino un desacierto estructural, amén de que la cita ilustra por contraste el camino transitado por los personajes masculinos de marras. Quien fuera visto por su obra como un machista directo algunas veces; otras, reservado, declararía a lo Jules Michelet de La bruja:
Hay un racismo terrible en el hombre hacia la mujer. Pero también es una confusión de parte de la mujer. La igualdad entre el hombre y la mujer es un insulto biológico. Yo no sé cómo comenzó este atropello del hombre contra la mujer, cómo se llegó a la derrota de la mujer; pero debo decir que incluso los mejores de nosotros o somos erotómanos o somos estetas cansados. Yo no sé qué es una mujer. Yo siempre me veo en ellas, en el sentido de que proyecto sobre las mujeres mis carencias. La mujer representa lo que no tenemos, pero como no sabemos qué es lo que no tenemos, proyectamos sobre ella nuestra oscuridad.[4]
¿Son antihéroes los protagonistas rebeldes, zánganos, perdedores y aprovechados, hijos de papá, pijos, si bien a ratos desertores de sus casas? Agresivos y críticos, sus personajes centrales sugieren también por antítesis. ¿Caricaturescos? También, pero «caricaturesco a lo visionario», como tuvo a bien registrar Italo Calvino, quien asimismo señala con mucho acierto:
Aunque Fellini puede avanzar mucho por el camino de la repugnancia visual, se detiene ante la repugnancia moral, reintroduce lo monstruoso en lo humano, en la indulgente complicidad carnal. Tanto la provincia pija como la Roma cinematográfica son círculos infernales, pero son también y al mismo tiempo Países de la Cucaña para disfrutar. Por ello, Fellini consigue molestar a fondo: porque nos obliga a aceptar que aquello que más quisiéramos mantener alejado nos es intrínsecamente cercano.[5]
A propósito de los niños en el cine de Fellini, merece traerse a colación la reprimenda de Fausto con un cinto por su propio padre en Los inútiles. Aquí se asocian las travesuras infligidas al pícaro espigado con quien no ha dejado de comportarse como niño o adolescente, como el tío loco de Amarcord, el hombre/niño hijo de la jefa de condominio de la Roma de Fellini (1972). Y es que al amante se le castiga por contumaz y no haber madurado como se espera, pues es esposo y tiene familia que cuidar. El montaje paralelo, en que por un lado a Fausto se le fustiga, mientras que en otra habitación la niña —hermana de aquél— ríe, es reveladora del escarmiento momentáneo, al paso que manifiesta el chico travieso que, para todos, es Fausto. Entra Sandra, su esposa, para evitar siga la golpiza. Lo interesante es que es la primera vez que el Casanova se preocupa de corazón por su mujer e hijo. ¿De qué le ha valido entonces esa actitud sincera? ¿Será fiel y “cumplidor” en lo adelante? La voz en off del narrador cuenta: «La historia de Fausto y Sandra termina por ahora aquí, como la de Leopoldo, Alberto, Ricardo y del resto de nosotros, puedes imaginar lo que después pasó». Solo Moraldo se va del pueblo en un tren —recurrencia en el paisaje de las películas de Fellini—. Lo despide Guido, un niño a quien conoció de madrugada y por el que siente una simpatía retribuida. ¿Nostalgia por la niñez física ya irrecuperable? Moraldo, en compañía y en soledad, es un espíritu muy dispar del grupo. Se estructura muy rápido una sucesión de imágenes de cada uno de los amigos que duermen. Es cuanto supone Moraldo. La cámara se queda con Guido, quien travesea por uno de los rieles de regreso al pueblo.
El mando disciplinario de «orden y silencio» para los niños de Roma se subvierte cuando, por error o broma de autoría anónima, se cuela en el proyector de la escuela católica una fotografía de una mujer retratada de espalda con hilo dental. «¡Quienquiera que mire se irá al infierno! ¡No abran los ojos!» ordena el profesor estupefacto. El contacto visual con la imagen son los pininos para estos impúberes cinéfilos. Aunque no se aprecie nexo narrativo entre lo que sucederá a continuación, se me antoja suponer a uno de los anteriores niños —¡los hijos de la loba!— yendo con su familia al cine, tal vez por primera vez, para experimentar una película silente desacreditadora de la moralina imperante. «Espero que no le molesten los niños porque aquí viven muchos» se le expone al joven periodista de provincias que llega a la capital. La Roma de Fellini pudiera catalogarse el Bildungsroman en partes desiguales y hasta con ausencias evidentes de quien personificará poco a poco y sin tapujos al pícaro/amante/cinéfilo que rememora. Solo que esta vez, será ofuscado por una cadena de escenas y personajes fugaces, contrapuestos con la ciudad surtida de excesos, fragmentaria y a menudo inaguantable.
Roma tiene dos momentos preponderantes en tonos y sutilezas. Uno es la ocurrente pasarela donde los modelos se muestran con sus atuendos eclesiásticos. Qué picardía la del director en cinematografiar los cuerpos arropados para Dios. El otro es uno de los más iluminadores de la cinematografía de Fellini. Un equipo examina la catacumbas de la metrópoli y encuentra una casa antiquísima. Pronto se revelan esculturas y sobre todo unas preciosas pinturas murales. En éstas se distingue la mirada pícara de algunos de los retratados, la cual pareciera venir a menos de cara al asombro de la perturbación de nuevos visitantes. Hombres y mujeres abrazados, con miradas fellinescas, parecieran desanimarse por los recién llegados. El presente penetra el pasado sin comprender a lo que se enfrentan. El éxtasis, el síndrome de Stendhal, impiden tratar bien el hallazgo que, por un golpe del exterior invasivo, comienza a esfumarse cual rollo que se calcina. Esos afectos de la antigüedad en imágenes, que equivalen a fotogramas sobre el amor y otros júbilos de la vida, son una estocada al puritanismo de la vida moderna. Al saberse no merecidos en rigor por el presente, se desvanecen como si nunca hubieran existido. Es un suceso opuesto al final de su versión libre del Satiricón (1969). He aquí un inconveniente para la supervivencia, una lección ético-existencial de la cultura.
¿Vuelven a estar presentes aquí como en sus otras películas sus divisiones de la humanidad entre payasos blancos y payasos de nariz roja de la serie “augusto”? No se dude: «el payaso blanco y el augusto son la maestra y el niño, la madre y el hijo travieso. Finalmente, podríamos decir el ángel con la espada resplandeciente y el pecador». Haga el lector su lista con arreglo a cada psicología y proceder de los personajes. Mas no se extrañe de descubrir en una trama el salto de condición o la unión de las dos. Fellini se consideró de ambas categorías. Asunto erróneo fuera que el personaje niegue su propia naturaleza e intente por tanto alcanzar la otra categoría como Fernando Rivoli, “el Jeque Blanco” (Alberto Sordi), Fausto, Casanova, el Ivo Salvini (Roberto Benigni) de La voz de la luna, que con posterioridad estará en La vida es bella (1998). Ellos, según la concepción del director, son siempre payasos de nariz roja. ¿Zampano? Él no, pues es un derrotado miserable que a pese a ello, posee el desaire del líder tiránico, el cual pertenece al bando de los payasos blancos.
¿Buscan sus personajes la felicidad? En efecto, pero a qué precio. La felicidad, mediada por la memoria, lo onírico y la imaginación, tiene que enfrentarse a lo políticamente correcto, las convenciones socioculturales, las fobias frente a lo diferente, los terrenos conquistados por la malquerencia ¿del mundo? No, de los seres humanos y, no obstante su comodidad en la farsa de desnudamiento, exhibe Fellini una actitud optimista pero socarrona en el decir y accionar de sus pícaros cinéfilos, sus casanovas pertinaces. Destaquemos, sin embargo, que sus amantes son pícaros y viceversa, pero en raras ocasiones tienen tiempo para la cinefilia, casos de los protagonistas de Almas sin conciencia (1955). Lo que no quiere decir que menosprecien el arte como el Encolpio de su Satiricón, un personaje para la mirada cinéfila de todos, pues deja de ser pícaro a medida que no consigue corresponder en grande a las mujeres fellinianas. Por su parte, el Casanova tanto histórico como el felliniano es un ilustrado. A su Fausto no le interesa la sala oscura sino ligar y, para colmo, roba una escultura angelical. «Quien no ama el arte, no ama la vida», le dice Sergio, el cómico jefe (Achille Majeroni) a Leopoldo (Leopoldo Trieste) cuando éste le ha leído algunos actos de una obra de teatro sin publicar.
Ante la obra cinematográfica de Federico Fellini, razones y pasiones se argumentan por sí solas como un gran mosaico cultural. Atendiendo al director de sus guiones, el espectador es tentado a andar ese mundo alucinante y esperpéntico, angustioso y orgiástico. Roma y otras regiones italianas dejan de ser menos misteriosas y acaso laberínticas. En el fondo, son ciudades matronas y lascivas como su propia filmografía. Se universalizan por la magia de un universo personal reconocible. El estilo de espectáculos episódicos deviene estética, expresión vivaz, memorias e invención. Admitámoslo: Fellini está en muchos de sus personajes femeninos, pero su más expresivo alter ego encuéntrese en el pícaro amante del cine.
[1] Charlotte Chandler: Yo, Fellini. Prólogo de Billy Wilder, Editorial Seix Barral, S.A., Barcelona, 1995, p.96.
[2] En comparación con Casanova se ha escrito:
La escena mitológica de La dolce vita ha sufrido un proceso de degradación horrendo: la hermosísima Anita/Venus se ha convertido en la siniestra muñeca Rosalba, la pasión admirativa de Marcello se ha transformado en la enferma obsesión de Casanova, el decorado mítico de Trevi ha cambiado por el luctuoso salón del castillo de Wuttemberg. Se ha cerrado un ciclo. En los films posteriores la mujer liberadora, la mujer ideal, será un espejismo o un autoengaño del macho que no puede resignarse a perder ese ideal, ese punto de referencia. (Cfr.: Carlos Colón Perales: Fellini o lo fingido verdadero, Ediciones Alfar, S.A., Sevilla, pp.134-135).
[3] Federico Fellini: Hacer una película. Con Autobiografía de un espectador de Italo Calvino, Ediciones Paidós, Barcelona, 1999, p.96.
[4] Costanzo Costantini: Fellini: Les cuento de mí: Conversaciones con Costanzo Costantini, LIBROS PERFIL S.A., Buenos Aires, 1999, p.109.
[5] Italo Calvino: «Autobiografía de un espectador», en Federico Fellini: Ed. cit.,p.30.
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