Francisco Morán: Entrevista a Lourdes Gil / Heberto Padilla o ‘la encarnación del diálogo’
Heberto Padilla fue uno de los escritores cubanos mas controvertidos de los últimos tiempos. La polémica Otero-Cabrera Infante, el llamado “caso Padilla” –suscitado a continuación de la premiación y publicación de Fuera del juego–, así como la polémica desatada por su participación en el encuentro de Estocolmo (si bien esto último sucedió también con José Triana), hicieron de Padilla un escritor para el que cualquier cosa era posible, excepto –irónicamente– salirse del juego. ¿Qué marcas dejó todo esto en Heberto? ¿Conversaron alguna vez sobre todos y cada uno de estos asuntos? ¿Salió de todo esto alguna clase de auto-análisis y de análisis de los demás? Te lo pregunto porque la imagen de un Padilla enmascarado, camuflajeado, ha sido muy persistente, tanto dentro como fuera de Cuba. ¿Cómo se veía a sí mismo e –insisto– cómo veía a sus “jueces”? ¿Estaba arrepentido de algo?
Es una pregunta de muchas facetas. Sobre la polémica en El caimán barbudo, sí, nos enfrascamos bastante en el tema cuando reuníamos el material para la edición conmemorativa de Fuera del juego. A mí me interesaban dos aspectos claves de la época que mencionas. El primero lo basaba en lo que me habían contado Pepe y Chantal Triana hacía tiempo: que Heberto no tenía pensado presentar el manuscrito de Fuera del juego al concurso, y que la decisión de hacerlo tenía otro origen. Yo quería saber qué había sucedido realmente. El segundo aspecto se remitía al acto mismo de participar en el concurso. Me había parecido siempre un gesto de provocación calculada. Y aunque nadie pudo predecir los extremos de brutalidad represiva en que culminaría todo, un hombre inteligente como Heberto era capaz de comprender el riesgo e imaginar que las consecuencias no tardarían, ni serían benévolas.
Pero si lo que me había asegurado Pepe Triana era cierto, introducía entonces un elemento nuevo, invisible, que modificaba el sentido de lo que Heberto había hecho. Y que explicaba, al menos en parte, por qué no había estado preparado mentalmente para las repercusiones que tuvo y tiene todavía el desafío con que se impuso el libro en el certamen. Sobre todo si tomas en cuenta que Heberto, al hablarme de esto, admitía que, con el tiempo, había llegado a entender que “podía haber hecho las cosas de otro modo”, aunque –y aquí contesto otra de tus preguntas– no estaba arrepentido. Imaginarás las horas que dedicamos a ventilar todo esto.
Heberto y yo conversábamos mucho. Como quizás sepas, nos conocimos al día siguiente de su llegada a Nueva York, hace más de veinte años. Pero en Estocolmo el acoso y la vigilancia nos hizo gravitar instintivamente hacia una solidaridad. Desde ese momento nuestras relaciones entrarían en una nueva fase y se desarrollarían en torno a dos focos, como la elipse: la imantación –física, afectiva, intelectual– y la palabra. Por eso lo que más extraño tras su muerte son nuestras conversaciones y el contacto físico. Durante los primeros años juntos predominó lo pasional, como en cualquier unión amorosa; es la etapa en que lo romántico y lo erótico trazan su dibujo. Pero piensa que su enfermedad tenía, por fuerza, que transformar la relación, a medida que la salud de Heberto se deterioraba. La ecuación entre la pasión y la palabra perdió paulatinamente su equilibrio, y la exaltación fue suplantada por otros atributos del amor, como el cariño y la ternura. La comunicación verbal pasó a ocupar el sitio principal. Hablábamos de todo: de libros, política, filosofía, literatura. Había un trasfondo muy rico, muy abundante, en nuestras conversaciones.
La imagen “camuflajeada” de Heberto que mencionas es un tema muy complejo. El disfraz persiste tras su muerte porque se alimenta de diversas fuentes, no todas políticas. Es una simplificación adjudicar al gobierno cubano la sola responsabilidad de la deformación de su carácter y el menoscabo de su obra. En estos treinta y tres años se han sumado a la campaña otras voces, otros intereses. Pongo por ejemplo El color del verano de Arenas. Y tú, como yo, tienes que haber escuchado grandes desaciertos de las personas más disímiles. La desinformación en torno a Heberto ha calado tan hondo que la gente ya no se detiene a analizar lo que oye o lee sobre él, por muy contradictorio o ilógico que parezca. La prueba la tienes en las absurdas fabricaciones que publicó el Herald tras su muerte y que se difunden sin cuestionamiento. ¿Quién, que conociera de veras a Heberto, que nos haya tratado de cerca, podría creer que pasó tres meses en Texas antes de ir a Alabama, por ejemplo? Nuestros amigos se ríen porque les parece pueril, descabellado. Y sería motivo de risa bajo otras circunstancias, pero no cuando forma parte de un montaje que encubre eventos bochornosos y crueles, que fueron muy dolorosos para él. La verdad saldrá a relucir. Los cubanos hemos vivido tantos engaños a través de nuestra historia que los olfateamos con refinada habilidad.
En mi opinión, la campaña más insidiosa contra Heberto ha sido la que desvirtúa su pensamiento político. Reaccionamos ante las declaraciones de Abel Prieto en el ABC o a las de Retamar en Canarias, pero en ellas se ponen las cartas sobre la mesa. Sin embargo, un comentario hecho a la ligera y en apariencia inofensivo resulta mucho más pernicioso, como cuando Miguel Barnet llama a Heberto “un ser contradictorio”. Esa es precisamente la imagen que se ha proyectado y sobre la que no se reflexiona. El que lee a Heberto con detenimiento y rigor, o quienes tuvieron la oportunidad de hablar con él día a día, de escucharlo desarrollar ideas, recorrer zonas de la historia o la cultura, saben que su pensamiento filosófico, político o estético poseía la más absoluta coherencia. Podías estar en desacuerdo, pero no desechar su dialéctica ni sus conocimientos. Creo que el tiempo esclarecerá sus ideas.
Reina María Rodríguez había hecho numerosas gestiones para que se le permitiera visitar Cuba. ¿Era este el deseo de Heberto? Si así era, ¿a que crees que obedecía? ¿Era la nostalgia? Te pregunto esto a propósito de lo que, recientemente, el ministro de Cultura Abel Prieto expresara en Madrid: que “ya no era un enemigo de Cuba [Heberto Padilla], era un hombre enfermo y triste”. Esa escueta caracterización apunta a problemas medulares: uno es que, si bien ya no lo era, Padilla había sido “un enemigo de Cuba”. Lo otro es que muestra a un Heberto “enfermo y triste”, o sea, vencido. ¿Cuál es tu opinión acerca de todo esto? Y si no abuso de tu paciencia, ¿estás de acuerdo en que –siguiendo a Abel Prieto– Heberto no llegó a ir a Cuba porque “murió antes”, porque “faltó tiempo”?
Desde que nos conoció en Estocolmo, Reina María expresó su deseo de que fuéramos a Cuba. Hace siete años de esto, y en aquellos momentos se discutía la obra de Baquero, de Sarduy, de García Vega y de otros escritores exiliados en los congresos de literatura en La Habana. Reina estimaba que era el clima propicio, ya que la obra poética de Heberto posterior a Fuera del juego no se conocía (ni se conoce todavía) en Cuba. Nos pidió que visitáramos su azotea sin caracter oficial, para leer poesía. Pero Heberto sabía que su presencia en Cuba no podía ser anónima, y que sería utilizada como otra jugada política.
Por su parte, Abel Prieto –que ya entonces presidía la UNEAC– desde hacía dos o tres años le enviaba mensajes a Heberto a través de periodistas y escritores, cubanos y extranjeros, que salían y entraban de la isla. Quería invitarlo a la Unión de Escritores, a una especie de ceremonia de “restitución” que cerrara el caso Padilla. Heberto tomaba esos recados con gran ironía; conocía demasiado bien el circo que podía montarse a costa suya. Los mensajes cesaron a partir del V Pleno del Comité Central del Partido en marzo del [19]96, donde se condenó la relativa apertura cultural y académica y se renaudaron el control y la rigidez anteriores.
Hace un año Reina pasó por Nueva York y volvió a planetarnos la visita a su azotea. Heberto le dijo que iniciara las gestiones. Pero no lo hizo porque quisiera ir. Independientemente de Reina, por quien sentía una gran simpatía, Heberto estaba convencido de que en Cuba ya no había interés en que él regresara. Especialmente después de su prólogo a la edición conmemorativa de Fuera del juego, donde reiteraba muy claramente su posición, treinta años después del “caso”, y daba respuesta a ciertos comentarios de Abel Prieto. Con ese sentido del humor que nunca perdió, veía las gestiones del viaje como una comprobación. “No van a dar ningún permiso, ya verás,” me decía, “eso no lo decide Abel Prieto”.
Heberto no fue nunca “un enemigo de Cuba”. La frase es producto de la manipulación del lenguaje que intenta confundir al país con una ideología, como ya se ha dicho. Heberto era enemigo del régimen –que no es sinónimo de la nación–, pero jamas de un país que amaba y que nunca dejó de preocuparle. En cuanto a tu pregunta sobre la nostalgia, Heberto era el ser menos dado a la nostalgia que puedas imaginar. Creo que esto lo confirma su poesía. Asociar el termino “nostalgia” a Heberto es como endilgarle el de “triste”. Lo que demuestra Abel Prieto es que no lo conocía. Porque Abel Prieto no sólo cumple la función de “distribuidor” de la imagen deformada de Heberto, sino que posiblemente sea “consumidor” de la misma y hasta se la crea. Pero, ¿puede tacharse de “vencido” a un hombre que se sobrepone a la muerte en más de una ocasión, que continúa viajando, aún convalesciente, dicta conferencias, da lecturas de poesia, recibe premios, escribe y trabaja hasta el final?
Te recuerdo que Heberto viajo desde New Jersey a la Feria del Libro de Miami, un mes después de su ataque al corazón. Allí leyó y firmó ejemplares de su libro. Ese panel se filmó y podemos verlo cuando dice: “Parece que Dios ha querido que yo viva por algún propósito. Aún no sé cuál es, pero debe haber algo que me queda por hacer”. No son las palabras de un hombre triste o vencido.
La siguiente pregunta tiene que ver también con los comentarios de Abel Prieto, pero ello se debe a que involucra la significación misma de la obra de Heberto. Abel no duda en reclamar ese legado: “Pero lo esencial es que su poesía nos pertenece, hoy se puede leer en Cuba y el caso Padilla quedará como algo coyuntural”. El reclamo que nos que hace separa el caso político (lo considera “coyuntural”) del libro que originó ese caso. ¿Crees que es posible hacer eso? ¿Por qué?
La obra literaria de Heberto –Caso incluido–, ya que es intrínseco a la misma, forma parte de nuestra herencia cultural y de nuestra historia. Como son parte de la literatura cubana la obra de Baquero, de Sarduy, de Arenas. Que un escritor cubano muera fuera de Cuba no es nada nuevo en la historia del país —Heredia, Villaverde, Juana Borrero. El legado cultural nada tiene que ver con la ideología del momento, aunque esta se mantenga por más de cuarenta años. Tampoco está sujeto el patrimonio cultural de la nación a las declaraciones de un funcionario político. El primer gobierno de la República, mediatizada o no, no creyó necesario señalar que la obra de Heredia o la de Villaverde “nos pertenecían”. Desde el poder se puede condenar a un escritor, pero lo que no se puede es contener, dirigir o amordazar el curso natural de las expresiones culturales de un pueblo. Dudo mucho de que se publiquen ahora en Cuba La mala memoria o En mi jardin pastan los héroes, a pesar de que “nos pertenecen”.
Vas a disculpar mis idas y venidas, pero quisiera que esta entrevista sea lo más aclaratoria posible y contribuya –hasta donde sea posible– a comprender la complejidad, las debilidades y las desgarraduras del poeta mayúsculo que fue (que es) Heberto Padilla. Y no creo que sea justo ventilar aquí los criterios de la cultura official cubana sin tener en cuenta, al mismo tiempo, la relación de Padilla con –digámoslo así– cierto sector del exilio cubano. Esto nos lleva otra vez al encuentro de Estocolmo. ¿Es cierto que, a su regreso, Padilla fue objeto de ataques y hasta de amenazas por asistir a ese encuentro y firmar la declaración que pedía se levantara el embargo a Cuba? Si esto es cierto, ¿cómo reaccionó Heberto? ¿Hubo alguna respuesta suya en este sentido? Aparte de esto, ¿cómo fue su relación con la comunidad de escritores y de exiliados, en general, desde que salió de Cuba?
Si nos preguntaras a cada uno de los escritores exiliados que participamos en esa conferencia (Jesús Díaz, Pepe Triana, Manolo Díaz Martínez y yo), te contaríamos anécdotas personales de como fuimos atacados y amenazados individualmente. Todos recibimos llamadas, algunas anónimas. Y el ataque vino de ambas orillas, ya que la conferencia fue criticada tanto en La Habana como en Miami. A pesar de su significado histórico y de la trascendencia de los planteamientos, únicamente fue bien recibida en Europa. En Nueva York se organizó una charla donde participaríamos Pepe, Heberto y yo, y a la que asistirían más de cien personas irritadas y “en pie de guerra”. En La Gaceta de Cuba se publicaron varios artículos que desvirtuaron el significado del encuentro, pero no tengo noticia de que en La Habana se celebrara un debate como el de Nueva York. Tampoco en Miami.
Es cierto que Heberto fue el más perjudicado de todos y la conferencia le costó su trabajo en el Miami-Dade College. Pero su entorno difería del nuestro: era el único que vivía en Miami y eso lo hacía más accesible; el único con una columna semanal en el Herald, lo que le hacía entrar a un nivel más popular. Además, en 1994 muchos exiliados ignoraban quiénes eran Díaz Martínez y Jesús Díaz. Ya sabes que el vínculo entre el escritor y la comunidad exiliada es muy pobre, que la literatura no posee arraigo alguno en el pueblo, como lo tuvo en otro momento. Pero Heberto reaccionó con la naturalidad de siempre, como reaccionaba ante incidentes similares. No era el primer trabajo que perdía por razones políticas. Claro que le disgustaba, pero estaba acostumbrado a que le saliera el “poema peligroso” por alguna parte.
Heberto era incondicional para sus amigos y separaba la política de la amistad. Mantenía relaciones con gentes de muy diversas ideologías. La lista de los amigos escritores es larga y no podría mencionar a todos. Se comunicaba por teléfono con los que veía con menos frecuencia, como Franqui o Cabrera Infante, a quien llamó a Londres para felicitarlo cuando le otorgaron el Premio Cervantes. Cesar Leante nos visitó en Nueva York y nos escribíamos con Nivaria Tejera con regularidad. Heberto sentía un respeto y una admiración especial por Benítez Rojo, como escritor y como persona. Estuvimos unos días con él y su mujer en Amherst, en el [19]96, y nos veíamos cuando venía a Nueva York. El punto de reunión solía ser la casa de Miguel Ángel Sánchez en Long Island, donde se preparaban unas comidas que duraban buena parte del día y de la noche. Pasamos muchos fines de semana allí, y nos quedábamos a dormir. A veces estaban Hilda y Antonio, otras Jesús Díaz y sus hijos, González Echevarría, Norberto Fuentes, Alberto Batista. De la generación más joven, Heberto consideraba a Enrique Patterson el más brillante, pero fue más amigo de Pablo Medina y de Vicente Echerri.
¿Qué puedes decirme de su actividad literaria? ¿Escribía menos? ¿Algún libro en proyecto?
Sí, tenía varios proyectos empezados y dejó manuscritos de novelas, ensayos, sus memorias y poemas sueltos. Aunque guardábamos copias, algunos desaparecieron durante las tristes maniobras familiares de este verano. Ya en Alabama, Heberto me dijo que pensaba le habían destruido determinadas cosas. Pero lo más prudente es no ahondar en el tema por el momento, debido a los reclamos legales de la familia y a la caótica fragmentación de su patrimonio literario. Ya habrá tiempo de poner en orden lo que se logre salvar y darlo a conocer. Es deplorable que se hayan incumplido sus deseos y los arreglos que dejó al respecto. A juzgar por las cartas que me escribió este verano, y lo que me contó cuando llego a Auburn, Heberto ya sabía que podía ocurrir cualquier cosa.
Afortunadamente, antes de morir había firmado el contrato editorial para la publicación de un capítulo de sus memorias de exilio y podrá leerse muy pronto, en español y en inglés. Pero sí, escribió menos estos últimos años, aunque en realidad lo que la gente echó de menos fue su labor periodística, no su obra literaria. Heberto abandonó el periodismo desde antes de enfermarse y eso lo liberó enormemente, porque le robaba tiempo a lo que de veras quería escribir. Si analizas, verás que en los doce primeros años de su exilio su labor literaria consiste en La mala memoria, siete poemas en “Un puente, una casa de piedra” y uno o dos en Hombre junto al mar (que en inglés lleva el título de Legacies). Como sabemos, ese libro y la novela fueron escritos en Cuba, aunque se publicaran fuera.
¿Crees que la última hospitalización de Heberto antes de su muerte llegó a preocuparlo? ¿Lo notaste deprimido?
Hay que trasladarse más hacia atrás para llegar ahí, porque los cambios comenzaron antes. Cuando Heberto sufrió dos infartos seguidos en febrero de 1997 tuvo que jubilarse y llevar una vida más regimentada. Nuestra economía recibió un duro golpe, porque Heberto no contaba con ninguna pensión de retiro, sólo el Seguro Social. Acudió a algunos amigos para que lo situaran o recomendaran en algún trabajo, pero quizás porque lo vieron enfermo, o porque no se percataron nunca de la cruda realidad económica que teníamos, nada se materializó. Para contrarrestar las dificultades llevamos una vida muy activa, social e intelectualmente. Eso lo motivaba a viajar, ver gente, preparar charlas, lecturas de poesía, conferencias que, además, generaban una entrada.
Su ataque al corazón se produjo casi dos años después, y estuvo clínicamente muerto durante más de dos minutos. Incluso tuvo una de esas experiencias de la muerte que tanto sobrecoge a los que la sobreviven. En los días que siguieron hubo que someterlo a diversas técnicas de urgencia muy delicadas, que ya no recuerdo como se llamaban. Fue muy traumático, pues sobre mí recaía la responsabilidad de firmar las innumerables planillas otorgando el permiso de intervención, en el hospital, y más tarde en el centro de terapia de rehabilitación, pues no había nadie más presente para hacerlo. Su hermana Martha me brindó un extraordinario apoyo y llamaba desde Miami hasta dos veces al día. Pero fuera de tres amigos que estuvieron presentes y corrían a ayudarnos cuando lo necesitábamos, Heberto no tuvo a más nadie. Afortunadamente, mucho antes me había firmado un poder, autorizándome a decidir en su nombre cualquier cuestión médica o económica.
Pasó los seis primeros meses del [19]99 semi-inválido, con una peligrosa llaga en un talón, producida por la diabetes. Sobrellevó muy bien su estado, pero el tratamiento para la curación de la herida debía hacerse tres veces al día, con una visita semanal al hospital y tuve que dejar de trabajar para ocuparme de todo. La situación económica se torno aún más crítica y para Heberto era una preocupación constante. Le apenaba, además, que yo llevara el peso de todo. Por otra parte, el desinterés de su familia, que al principio él trato de soslayar, fue adquiriendo matices de guerra fría y se le hizo intolerable. Prefiero no adentrarme en la histeria colectiva que su divorcio desató y sólo aludo a ello por el sufrimiento innecesario que Heberto tuvo que soportar en sus últimos meses.
Su enfermedad nos hizo vivir momentos de gran tensión. Recuerdo, por ejemplo, lo sucedido a nuestro regreso de Los Ángeles en abril pasado, cuando le otorgaron el premio La palma espinada. A Heberto le sobrevino una súbita falta de aire y casi se desploma. La azafata trajo un tanque de oxígeno y el piloto tuvo que avisar al aeropuerto y desviar el aterrizaje a otra pista. Por fin lo sacaron en camilla del avión.
Vivíamos así, de susto en susto, pero tratábamos de llevar una vida normal. Fue una decisión que tomamos aún estando él en el hospital, ya que la otra alternativa consistía en sentarse en un sillón a esperar la muerte. El cardiólogo me había dicho, cuando le consulté sobre el riesgo de viajar a Miami para la Feria del Libro, que lo mismo podía morir al día siguiente que en diez años. El cirujano que lo examinó en Miami no nos aconsejó una operacion, pues el riesgo a su vida era mayor que las probabilidades de una mejoría. Fue un milagro que pudiera vivir dos años más, con la severa obstrucción de las arterias y la desoxigenación paulatina que sufría.
¿Cuál fue la última vez que estuviste junto a él? ¿Cuál era su estado de ánimo y de salud en aquellos momentos? ¿Alguna anécdota?
Heberto y yo no nos veíamos desde hacía dos meses. Fue un verano funesto, de muchos problemas, de intrigas familiares y de malentendidos. Pero en junio, aún no sabíamos lo que se tramaba. Ese mes paricipamos en el ciclo de conferencias sobre literatura cubana que organizó el Centro Cultural Cubano de Nueva York y lo disfrutamos mucho. Abarcaba cuatro viernes consecutivos y el programa incluía, además de a nosotros dos, a Benítez Rojo, Mayra Montero, González Echevarría, Arístides Falcón, Antonio Cao y varios amigos muy queridos. Ya en julio debíamos desplazarnos a Alabama a alquilar el apartamento, pues las clases comenzaban en agosto. El viaje se aplazó, mayormente por razones económicas. Su hermano Gilberto iba a prestarle el dinero para establecerse en Auburn, tal y como lo había hecho el verano anterior, cuando Heberto recibió la cátedra de profesor eminente creada por Elena Díaz-Verson de Amos y se trasladó a Columbus University, en Georgia. Pero a Gilberto se le presentó una operación de un día para otro y Heberto viajó a la Florida a verlo. Ya en Miami recibió una llamada con la noticia de que su hijo había tenido un accidente en Texas y su vida peligraba. Muy asustado, Heberto salió apresuradamente para allá.
Poco antes, yo había recibido otra llamada en la que se me comunicaba que no volvería a ver a Heberto nunca más. La persona que llamó me dijo que lo había “negociado con los orishas”. ¡Qué puedo decirte! En ese tono de telenovela de cuarta categoría debíamos movernos. En fin, Heberto me envió dos cartas desde Texas, explicándome que todo había sido un engaño. Lo del accidente era cierto, pero había encontrado a su hijo ileso. Se pasó junto a él los días que faltaban para el 20 de agosto, fecha en que comenzaría el curso en Auburn. Tengo que aclarar que nuestra comunicacion había quedado interrumpida desde Miami. Y quizás pueda sorprender a quienes no vivieron con nosotros los acontecimientos de estos últimos años, que no pudiéramos usar el teléfono. Era notorio para nuestras amistades que en las casas de los hijos de Heberto nos grababan las conversaciones y nos abrían las cartas. Pero nuestros intermediarios para esos trances residían en Miami, no en Texas. Heberto debía llamarme desde teléfonos públicos, y no siempre había una cabina cerca, ni disponía de automóvil. Incluso, después que murió me enteré por Tony Madrigal, el jefe de departamento en que trabajó Heberto en Auburn University, que también a él lo llamaba desde teléfonos públicos desde Texas.
Hasta que no estuvo en Auburn no hablamos con libertad. Entonces hilvanamos las intrigas, los engaños, las llamadas telefónicas. Lo que más lo perturbaba era que en el maletín con que llegó a Alabama no aparecían, ni sus libros, ni los manuscritos de sus novelas, ni las fotos de nosotros dos que siempre llevaba consigo. Me pidió más fotografías, copias de los manuscritos. Me cuesta hablar de todo esto. Fue espantoso. Lloramos, juramos que no permitiríamos que volviera a pasar. Acordamos mantener en secreto nuestras relaciones hasta que se calmaran las cosas. Puede parecerte muy melodrámatico todo esto, pero la oposición a nuestra relación fue más que una simple hostilidad. Tomó formas muy concretas y agresivas de hostigamiento.
Sé que murió tranquilo. No porque Pepe Escarpenter me contara que lo encontró con una expresión plácida, como si estuviera dormido; sin contracciones de dolor en el cuerpo. Lo sé porque sin imaginarnos que sería la última, sostuvimos una conversación muy tierna y muy cálida esa mañana a las once, hora de Alabama, las doce del día para mí. Y moriría poco después, según los cálculos del forense.
Si me lo permites, quisiera terminar esta entrevista con una nota más personal, más íntima. ¿Cuál es la imagen que te queda de Heberto? ¿Que es lo que más llegaste a admirar en él? ¿Qué era lo que no te gustaba o rechazabas de él? ¿Qué opinas acerca del significado de su obra poética?
Es pronto para que descifremos e interpretemos el significado de su obra poética, o
para contextualizarla en la historia de la poesía cubana. Puede tomar una generación. Los cubanos estamos inmersos en nuestra inmediatez, en nuestra miopía, en nuestras pesadillas. Más que a cualquier otro poeta cubano, a Heberto lo juzgamos desde la emotividad. Esto nos nubla la racionalidad, bloquea la objetividad y el rigor necesarios para una critica literaria justa.
El proceso de aceptación de su muerte ha sido muy largo; mis amigos me decían que estaba en estado de shock: “Tú todavía no te has dado cuenta”, me repetían. Y es que me faltó la comprobación visual del fin. Trato de recordar los momentos felices, la etapa de mayor ilusión, los ratos de intimidad, los sitios donde nos divertimos. La vida nos concedió un plazo muy corto, muy tardío, pero lo vivimos intensamente y hacia adentro, hacia el desarrollo de esa experiencia interior y profunda que te hace tocar lo trascendente. La exterioridad y la algarabía no nos interesaban, la repelíamos; era un terreno agotado para ambos, desde antes de estar juntos.
Admiro tantas cosas de Heberto. Era desprendido hasta la exageración, noble en sus afectos, sin las envidias que corroen a tantos escritores que conocemos. Tenía una infinita capacidad para perdonar y olvidar las torpezas de otros. Y Dios sabe bien que fueron muchas las injurias que recibió. También es digno de admiración como dejó la bebida cuando vino a vivir conmigo. Comenzó un tratamiento con el Dr. Lino Bernabé Fernández, que continuó después. Le tomó tiempo porque había mucho que procesar, pero lo logró.
En el orden intelectual no hace falta decir lo que es del dominio de todos; era sencillamente extraordinario. Conversar con él a diario era un placer insustituible. En eso me deja un vacío enorme; he perdido el “I and Thou” de Martin Buber, la encarnación del diálogo.
Publicación fuente ‘La Habana elegante’, No. 13, primavera, 2001
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