Atilio Caballero: Los vecinos de Birminghan

Autores | 7 de febrero de 2025
©D. Hockney, ‘Henry Geldzahler y Christopher Scott’, 1969.

La elegancia de una morada se mide por la calidad de sus fantasmas.
Edgardo Cozarinsky

Tomo otra foto, que se queda en mis manos por más tiempo que las anteriores; es una foto de cumpleaños, con muchos niños; casi todos llevan gorros, o sombreritos de cartón (supongo que de colores, la foto es en blanco y negro) atados bajo la mandíbula, y al parecer lo único que hace de este pedazo de cartón una imagen demorada frente a mis ojos es lo que evoca; la densidad del recuerdo, como una luciérnaga, como un brillo en la oscuridad. Porque algo parece brillar allí, aun cuando hubiese sido aquél un tiempo oscuro, difícil de explicar o razonar; nada que ver en esa imagen con la idea de infancia feliz, de tiempo ido y por tanto idealizado. No, todo era turbio entonces, agrio, descolorido –¿gris?–, amenazante, pero por un tiempo tuve la impresión de que ese entorno, como de tarde antes de la tormenta, ese fondo oscuro de la foto como cielo plomizo que presagia un aguacero, estuvo iluminado de la misma manera en que, poco antes de la Navidad, encendían en la sala de la casa el árbol con sus farolillos y estrellas y bolas de colores, con su resplandor de momentánea y falsa felicidad. Como si alguien se hubiese tomado el trabajo de extender una carpa transitoria entre el firmamento y la realidad. Pero ya se sabe: nunca toques a tu ídolo, o se te mancharán las manos de dorado, decía Flaubert; yo paso los dedos despreocupados sobre la imagen y pienso: nunca toques tu pasado, o se te mancharán las manos de mierda.

Es decir, justo en medio de aquel tedio que parecía endémico habían llegado esos hombres altos, muy blancos, rubios, algunos con sus mujeres altas, rubias y muy blancas, y habían ocupado la casa de al lado. Sin ser escandalosos, hablaban y reían en voz alta, despreocupados, entraban y salían como si siempre hubiesen estado allí. La misma casa que hasta poco antes había sido un lugar oscuro y sobre todo inexplicable luego de que mis vecinos se marcharan un día sin apenas despedirse, ahora sería una especie de club, un lugar muy inglés –aunque mucho más que un simple pub. La misma casa a la que, desde su abandono, yo había decidido no volver a entrar. Sobre todo al garaje, donde estaban alineados, en largos estantes contra las paredes, cientos de pomos de cerámica de antigua farmacia, esos pomos de porcelana blanca y coloreados con motivos pastorales que en su momento contuvieron polvos, sustancias, pócimas desconocidas, todos vacíos ahora, pero que su dueño cada tanto me dejaba manosear, destapar y oler, y yo, sin fijarme en el monograma labrado entre líneas azules, debía adivinar el nombre de aquella droga que alguna vez contuvo. Sólo el vapor lejano de algo muy tóxico podía quedar allí para entonces, disuelto cada vez más por el paso del tiempo y mis continuas destapadas, pero que seguramente, al combinarse aleatoriamente en mi nariz, reaccionaron de distintas maneras hasta cambiar mi percepción de las cosas. Esa puede ser una de las razones que explique por qué ahora, en ocasiones, me comporte de manera extraña para los demás, no sé, es algo que se me ocurre pensar como la causa posible de lo que ahora casi todos consideran una “anomalía”, un comportamiento que no se aviene para nada con la manera en que supuestamente uno debe comportarse y conducirse en este lugar y en este momento.

En fin…

Digo esto porque, a partir de entonces, o tal vez un poco después de aquella etapa de largas sesiones olfativas, comencé a darme cuenta de que casi todo lo que hacía solía parecerle raro a los demás. O, para ser preciso, no tanto lo que hacía como lo que decía. O más bien, la manera en que lo decía. Y eso no es nuevo, ya lo he dicho. Ni mi percepción del asunto ni la forma de expresarlo. Puede ser que en ese momento, coincidiendo con la llegada de ellos –los ingleses‒ ya todos esos vapores hubieran comenzado a reaccionar dentro de mí, confabulados, aunque yo no lo supiera. O que tal vez algo hubiese realmente allí. Y aunque pareciera extraño, y ahora sé que incluso peligroso, muy peligroso, decidí entonces integrar a mi vida cotidiana ese intempestivo desembarco de personas desconocidas.

Nada de esto se ve en la foto, por supuesto. No se ve “a simple vista”, como se dice, pero yo puedo intuirlo enseguida, nada más pasar mis ojos por encima de la imagen y enseguida aparece, por eso ha quedado como pegada a mis dedos sin poder apartar la vista de ella. No es algo que uno pudiera adivinar en la cara de esos niños tristes con la boca embarrada de merengue, debajo de aquellos gorros celtas que les cubren los ojos, que esperan ansiosos la próxima ronda de regalos y comida en esas fiestas infantiles y comunitarias que organizaban los anglosajones, envueltos en serpentina y música estridente, no: es lo que está detrás… Algo que en otro momento alguien llamó “puctum”, pero que ahora prefiero dejar al azar o la perspicacia del ojo que busca, como en esos juegos donde uno, como buen detective, debe hallar el objeto perdido o la llave del laberinto.

Me fijo, entonces, y allí está la ventana. Esa ventana. Y aunque parezca una ventana cualquiera, no lo es. Como si aquí nada fuese lo que parece ser. Bien mirado, era la abertura hacia un mundo seductor, desconocido, irreal incluso, una especie de claraboya que solo se abría hacia adentro, hacia ese interior donde podía esconderse lo más deseado, que era, a un tiempo, muchas cosas.

Todo era fascinante y atractivo allí. Olores desconocidos que enseguida se convertían en fragancias hacían pensar en la existencia de otro mundo, en parajes luminosos donde todo parecía estar en armonía; colores vivos y atractivos, brillantes, lo mismo combinados en las etiquetas de las cajas que en el simple papel para envolver. Y los sabores. Ah, los sabores…: lo que definitivamente me transportaba eran los sabores. El sabor del chocolate, de la fresa, del salmón ahumado, el champiñón, los dados de Camenbert, la salsa Perrins, del melocotón, de las nueces, del dátil en conserva o la simple aceituna. Que parecían decir: ésta es la realidad, la verdadera realidad, y hacían que la lengua exfoliada por la tanta azúcar turbinada de los desayunos, las meriendas y las comidas todas y la saliva pastosa de cada día, amargada por el exceso de cortezas duras y huevos hervidos se volviese más ligera, grácil incluso, bálsamo de un paladar agradecido que ya no volvería a conformarse con la desazón de una magra cuota mensual ni a creer en la retórica al uso como complemento dietético para tragar mejor y distraer la digestión. Sabores parecidos a aquellos en los que, años atrás, había podido relamerme al menos una vez cada doce meses, siempre en Diciembre, y que un buen día desaparecieron para no volver, como arrancados de la mesa familiar.

La embriaguez de aquellas experiencias olfativas y gustosas, puro deleite sibarita, no bastaba para amortiguar una necesidad superior. Sin pausa apenas entre una sensación y otra, al embeleso inicial de los sentidos seguía un crujir de estómago de lo más común, un retorcimiento de tripas que parecía decir: muy bien, hemos tenido nuestro momento de éxtasis; ahora toca pasar a la fase nutritiva, que es lo que realmente importa aquí, al fin y al cabo. A partir de ese momento me olvidaba de las tentaciones y toda mi sagacidad, un instinto casi animal podría decir, se ponía en función de encontrar la carne necesaria y deliciosa que brotaba de una lata mágica, de esas nunca vistas que se abrían con un mecanismo funcional y práctico, leve tirón de anilla metálica, nada del tajaso del cuchillo contra el aluminio, y que yo, sticky fingers lata adentro devoraba; o del celofán al vacío que atesoraba los quesos más variados, suculentos, apetitosos y reparadores, o del cartón encerado con malteada o chocolate –dizque tetrabrick. Una vez saciada esa necesidad primaria y fundamental, era preciso disponer todo tal y como lo había encontrado al llegar. Por si acaso: nunca me preocupé por pensar si alguno de aquellos rubios altos y bien alimentados se dedicara alguna vez a recontar los tesoros guardados en aquella cueva mágica: había tantos y tan variados que ese pequeño escamoteo no saltaría a la vista, pero aun así debía tomar algunas precauciones. La parte más difícil, y también enojosa, de aquellos banquetes secretos consistía en dejar todo limpio y sacar de allí las latas y cartones vacíos, los nylon arrugados, las sobras (pocas), para luego encontrar un lugar cercano donde dejar todo aquello sin levantar sospechas. Era una gran molestia tener que ocuparme de esas cosas cuando estaba a punto de reventar, pero era una molestia necesaria si quería conservar ese poder, único en esas circunstancias. Ese privilegio glotón. Nada de esto se ve en la foto, sin embargo, nada insinúa siquiera que algo así estuviese sucediendo en ese mismo momento. Lo que sí me trae la imagen, como esas postales que uno aprieta y emiten un sonido, son fragmentos de la música que acompañaba esos días, que llegó de repente, tan distinta, y que fue convirtiéndose en una banda sonora familiar, reconocible y disfrutable para mí. Sin ninguna explicación, comencé a sentir esa armonía como algo cercano, afín, una música en todo sentido diferente a la que por entonces se escuchaba en la radio o en la televisión nacional. La misma música maldita que poco después comenzaría a convertirse en un inconveniente, en una atracción apenas confesable. En un estigma. Al principio, en el mismo momento de su descubrimiento, yo no podía entender de qué hablaban aquellas canciones, por lo que era imposible que su “contenido” ejerciera sobre mí algún tipo de “desviación”. Sobre las tapas de los vinilos o en los pequeños casetes leía los nombres, que nada, tampoco, me decían – Jethro Tull, Elton John, Fleetwood Mac, Pink Floyd, Black Sabbath, Moody Blues, Led Zeppelin, Electric Light Orchestra, Free, Eric Clapton, Deep Purple, Yes, Bad Company, Bowie, Génesis, Queen, los Stones …‒, pura filarmónica británica, y esa sonoridad me fascinaba. También la manera de vestir de aquellos músicos que aparecían en las cubiertas, su actitud displicente, ajena a los aromas y los sabores que seguramente conocían desde siempre, y que yo en ese momento comenzaba a descubrir.

Creo que lo más difícil consistió en armonizar la agradable sensación por el descubrimiento de todas aquellas novedades, ricas en olores, sabores y ‒en lo que podría llamar‒ “alegría estética” (esas carátulas brillantes, ese sonido especial), con la grisura y la congoja ambiente. Esa que sí puedo ver ahora, que parece flotar en la parte superior de la foto, encima de nuestras cabezas con gorro. Todo allí parece estar suspendido en medio de la devastación, o en el remanente de un desastre apenas ocurrido del que esos sujetos atrapados en la imagen no encuentran la manera de salir. Ahora sé que había algo más, y es posible que también estuviese allí, en algún lugar de la imagen.

Todo al mismo tiempo que sentía el agradable cosquilleo que produce el hallazgo de un esplendor que no podía compartir. Las noticias hablaron primero de un esfuerzo decisivo, luego de una gran epopeya, y después de una urgente recuperación. Tres largos años que ahora, en la foto, parecían resumirse en un instante de pura distracción. Esa que está en los rostros. Una distracción que, sin embargo, no ocultaba el salto de una era a otra, el abandono forzado de la ingenuidad y el ingreso expedito, obligatorio, en el escenario de lo real. Era como vivir dos vidas paralelas, una oculta y la otra insoslayable, y en medio de ambas la desazón. Y alguna que otra fiesta de cumpleaños.

Los ingleses, sin embargo, parecían ajenos a todo. Seguramente estaban al tanto, pero no les interesaba. Cada día, al terminar el trabajo, se reunían en el club para beber y conversar hasta muy tarde. Desde la oscuridad del cuarto que compartía con mis hermanos, luchaba contra el sueño como única posibilidad de participar de esa otra vida que allí al lado, y solo separada por un muro, sucedía. No podía entender lo que hablaban pero escuchaba la música, los oía reír, discutir, cantar, lanzar dardos, gritar, y como rumor de fondo permanente el sonido del vidrio, el entrechocar de vasos y botellas. Y todo ese sonido, la distensión en el alboroto, me calmaba. Me calmaba totalmente. Me hacía olvidar, incluso, el ruido y los retumbos que también habitaban allí cuando la casa estaba vacía. Al final me dormía con ese estruendo tranquilo.

Al día siguiente, bien temprano, antes de que en casa despertaran, yo brincaba la tapia y recorría despacio ese territorio que aún parecía palpitar en la resaca, impregnado del mosto agrio de la cerveza, mucha cerveza, y del aroma del Bombay Sapphire, del Tanqueray o del Seagram´s en los vasos a medio beber y en los charcos del piso, esas ginebras al vapor que tanto les gustaban. Restos de comida en los platos también, algunos sin llegar a ser tocados; los discos apilados en una esquina, la diana de paño tricolor erizada de pequeños arpones como un alfiletero colgante. Recordaba las voces escuchadas poco antes e imaginaba, con la misma fuerza de actos vivos, las situaciones, los desplazamientos, los encuentros y los forcejeos, los jadeos en los rincones, los pies que se enredan en la escalera, trastabillando, los gruñidos y los pasos ejecutados al compás de aquella música extraña. Y mientras me movía por ese espacio silencioso, en la luz tenue del amanecer, sentía también cierta vibración, como si algo se deslizase, al mismo tiempo, entre las mesas y las sillas que yo bordeaba con cuidado, que volcaba un vaso al otro lado de la terraza, que despedía a su paso un olor muy parecido a esos que, tiempo atrás, yo había olfateado al meter mi nariz en aquellos pomos de cerámica blanca. Una especie de hálito molesto, tal vez, con lo que allí sucedía. ¿Con lo que allí ocurría hasta bien entrada la madrugada, o con lo que yo ahora hacía? No sé muy bien cómo explicar esto. Tampoco me atrevo a más: me espantan las “neblinas” poéticas. Pero era algo así.

Esto era la cotidianeidad. Y estaban las fiestas. Que siempre eran los fines de semana, las noches del viernes y el sábado. Algunos ingleses habían llegado al país con sus esposas, pero la mayoría eran hombres solos, por lo que a partir de cierto momento comenzaron a aparecer en los partys algunas muchachas del barrio, tímidamente primero, y luego con más confianza al paso de los meses, muy jóvenes todas y todas conocidas por mí, tenían más o menos mi misma edad, solo que ellas estaban ya del otro lado de la cerca. Desde mi territorio, entonces, yo aprovechaba, como siempre, el sueño de los otros para subir a la azotea y otear el panorama con tranquilidad, para darme cuenta de cómo las faldas de aquellas muchachas se hacían cada vez más cortas, sus tragos más largos, sus gestos más sueltos, sus manos más ágiles, su pelo más suelto. Era la alegría de vivir, que duraba toda la madrugada, y yo asistía a ella como observador.

Por eso eran los amaneceres de domingo el momento mejor para el banquete. Nadie aparecería por allí hasta bien entrada la mañana, o hasta el mediodía, y disponía de todo el tiempo que quisiera para pasearme por el patio y la terraza, protegido por la tapia alta de cualquier mirada exterior, respirar sus efluvios y luego entrar a la casa. Por aquella ventana. Una vez allí iba directo al cuarto de las provisiones.

Aunque sabía que nadie me escuchaba, aquella mañana avancé sigiloso por los mismos pasillos, no sé muy bien por qué: podría recorrerlos con los ojos cerrados. También, por una extraña precaución, me aseguré de que la puerta detrás de mí quedara abierta todo el tiempo que estuviese dentro de esa estancia. O mejor sería llamarlo desván: un lugar donde los ancestros hablan lenguas fervientes en el desorden de una penumbra resguardada. Pero esa mañana, el olor no era el mismo, nada parecido a esos Lipton que desbordaban su envoltura o aquellas strawberry escarlatas que de solo mirarlas te embriagaban con su fragancia de las Midland Occidentales: ese tufo de ahora se parecía más al que flotaba en el antiguo garaje, en los pomos de cerámica. Pero mucho más fuerte. La penumbra también parecía más densa. Y había demasiado silencio.

Caminé hacia atrás, salí de allí sin volver la espalda a la montaña de golosinas y no más puse un pie en el pasillo la puerta, frente a mi cara, se cerró de golpe. Corrí hasta la ventana, que había dejado entornada. Y que ahora parecía atrancada desde afuera, cegada para siempre. El olor se hacía más fuerte a cada segundo, con cada patada; no diré que era azufre. Un sonido de cristal que revienta contra algo sólido, pero no de algo que cae, sino lanzado con rabia contra el piso. Y por un instante creí que no podría volver a salir de allí.

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(*) Relato perteneciente al libro La maleta de B., Premio Alejo Carpentier de Cuento, La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2020.