Yania Suárez: Recuperar a Landrián: restaurarlo completo
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La recuperación del cineasta Nicolás Guillén Landrián ha entrañado un combate de trayectoria incierta. Nos confunde el hecho de que el enemigo, el ICAIC, se haya puesto a la cabeza de la empresa, prometiendo llevarla a buen término, lo cual ha sido posible por la tendencia a pensar que el rescate histórico del artista pasa por su reingreso en el ICAIC.
Pese a que, técnicamente y hasta donde hemos podido averiguar, los documentales de Landrián primero fueron rescatados en París, donde (además de una pequeña exhibición de Coffea Arábiga en 1990) la pareja de Zoé Valdés y Ricardo Vega comienza a mostrarlos desde 1999 y los envía al artista en Miami, la tarea de su redescubrimiento pasa inmediatamente a Cuba.
Es así que, a partir del año 2001, la Muestra de Nuevos Realizadores del ICAIC va insertando documentales suyos en su programación, hasta que en 2002 y 2003 le dedica sendos espacios de homenaje.
Deslumbrados con la calidad de las obras recién liberadas, el entusiasmo de los jóvenes fue sincero: se consiguieron malas copias, se redactaron tesis, se estudió su estilo. Pero no se evitó que el esfuerzo por recobrar al cineasta tuviera al ICAIC como contendiente y destino, como tribunal y espacio de reconquista, lo cual lo ha convertido en el indirecto líder de la empresa.
Se puede decir que Nicolás Guillén Landrián es el último de los artistas y escritores que la Revolución se aventura a recobrar, después de haberlos castigado en vida. El ilustre linaje es conocido: lo encabezan José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Servando Cabrera, Antonia Eiriz.
Se trata de un proceso de rectificación del Estado cuyo éxito le conviene mucho, porque le devuelve los escrúpulos. Sobre todo, propone que la esencia justa de la Revolución es comprobable al cabo, y que han sido simples hombres defectuosos quienes han cometido los errores que hoy se arreglan.
Sujetos al tiempo y al escarnio, están los funcionarios falibles que llevaron demasiado lejos su celo en el cuidado de la Revolución. Eternamente, está ella, que sabe encontrar el camino de la verdad, a fin de cuentas.
La falacia de esta pantomima consiste en que, esencialmente, las reglas de admisión política siguen existiendo para el Estado y sus instituciones. Es apenas el contenido el que varía con el tiempo, como parte de un camino meramente de adaptación: si antes era peligroso escuchar a los Beatles, hoy se les celebra; si antes los homosexuales iban a campos de trabajo, hoy se les protege.
Una ley permanece, en cambio, inviolable: no se puede desconocer el poder del Partido, del líder supremo o del cónclave oscuro que gobierna. Es decir, de la “Revolución”.
Bien mirado, es la única ley que nos rige. Con los años, ha ocurrido un simple proceso de depuración que ha sincerado esta norma, disgregando sus extensiones innecesarias. Se ha entendido que comportamientos ancilares como la sexualidad, creencias religiosas o la pintura abstracta, no interactúan con el mandato de ese código de ingreso, no lo amenazan. Apenas se ha ampliado el derecho de admisión a la Revolución. Pero sigue existiendo. A él responden también los difuntos.
Este código de entrada fue pronunciado en Palabras a los intelectuales (1961), cuando Fidel Castro explicó que el individuo podrá no ser revolucionario, pero no podrá ser contrarrevolucionario.
Para ser readmitido, entonces, el antiguo castigado (a quien se expulsó de la vida pública, a quien se estropeó su vida privada y, en algunos casos, hasta detuvo su encomiable obra), debe presentar credenciales creíbles de que no incurrió en el delito de ser abiertamente contrarrevolucionario. En casi todos los casos, se trataría no solo de una reparación del Estado de los antiguos errores de sus funcionarios, sino también de una rectificación post mortem de la víctima.
Guillermo Rosales o Gastón Baquero son vetados por esta causa de la celebración institucional: hay demasiada evidencia de su oposición al régimen. Mientras que, a Antonia Eiriz, por ejemplo, se le permite la entrada, a pesar de que los hechos de su vida (abandono de su bello arte, retiro al exilio) y hasta de su obra misma (El dueño de los caballitos, La muerte en pelota) sugieren un antagonismo profundo hacia el poder. Pero esta artista fue reservada en sus declaraciones públicas y hoy puede regresar sin problemas de Miami al Museo de Bellas Artes de La Habana.
Para alistar al artista que retorna, se requiere entonces un grado de opacidad biográfica, sobre todo en la etapa de su ostracismo o exilio, en la cual deben participar los custodios de su historia.
El resultado sicológico de esta transformación del creador también se difumina. Incluso, si es teóricamente posible su retorno a la condición revolucionaria (como trató de hacer a toda costa Cintio Vitier con Lezama Lima), esta se considera la consecuencia óptima.
Pero no solo una ley inviolable impone la Revolución para el reingreso, sino también un estilo: este se compone de escaramuzas verbales, fragmentaciones astutas, vaguedades historiográficas, destinadas a suavizar cualquier aspereza del difunto. Cuando creemos que estamos ejecutando una pirueta discursiva para afirmar ante la institución la herejía de un candidato, es la Revolución la que guía nuestra mano.
Guillén Landrián no solo es el último de los grandes reincorporados, sino que también ha sido el más difícil de adaptar: su castigo fue demasiado cruel, su obra cinematográfica (a diferencia de la mayoría) sí lidió directamente con temas de la política de la época, sus censores detectaron demasiado una violación de la regla áurea que nos rige. Fue demasiado rebelde y demasiado disidente. El esfuerzo por suavizar estas evidencias ha sido intenso.
Veinte años de tanteo, de prudentes afirmaciones, casi nos devuelven hoy a un Landrián piadosísimo (¿quién más devoto que Job, castigado y con fe?) y distraído en su día.
En 2022, el Festival de Cine de La Habana llegó por fin a homenajearlo, con paneles que dilucidaban su vida y obra, con cinco de sus documentales restaurados y la promesa de otros cinco más, y con la proyección del documental biográfico llamado Landrián que, si bien se habría salido del plan al mostrar algunos hechos de su vida políticamente dudosos, estuvo sometido igualmente a la vigilancia del ICAIC, obligado a omisiones y ardides.
Pero la cumbre del reingreso institucional es la televisión, el medio de propaganda controlado directamente por el Partido Comunista. Allí por fin se recibe al nuevo Nicolás Guillén Landrián convertido en aliado.
En un material llamado ¿Quién era Nicolás Guillén Landrián? de la televisión de Camagüey, se oye decir a quien fuera presidente de la Muestra de Nuevos Realizadores del ICAIC a partir de 2001:
“Nicolás Guillén Landrián no creo que haya sido un descreído total, no lo creo. Al contrario, yo creo que estaba, al igual que Sara Gómez, al igual que Tomás Gutiérrez Alea, dentro del campo revolucionario que pensaba que se podía lograr todo eso casi que de inmediato. Es algo que con el tiempo se ha demostrado, que los cambio socio-políticos exigen un largo plazo”.
Y luego explica su ausencia de los catálogos del cine cubano:
“La historia del cine cubano está llena de fantasmas. Hay cineastas que de repente desaparecen de ese mapa y yo no diría que hay ahí un deseo de excluir de forma explícita. Es que, por lo general, la historia del cine cubano se ha contado a partir de las grandes películas y se pierden de vista los matices”.
Así, el Nicolás Guillén Landrián que prima hoy en antologías y mesas redondas es un personaje estrafalario, demasiado irregular en cualquier contexto, incomprendido por funcionarios celosos, alienado como la poesía.
En el mejor de los casos, se reclama su derecho a dudar, para que ese derecho pertenezca también a sus defensores, pero no se revindica su voluntad rebelde casi temeraria, su tragedia cuyo tema debió consistir en el único que vale la pena representar: la tragedia del ser; aquella que propone un examen más ordenado de los hechos de su vida y una investigación más porfiada.
Hechos
Apenas hay registros biográficos de Nicolás Guillén Landrián. Hasta ahora, la información sobre sus hechos se extrae de la famosa entrevista que, meses antes de su muerte, el joven estudiante de cine, Manuel Zayas, le hiciera por intermedio de los periodistas Alejandro Ríos y Lara Petusky.
Luego, están los testimonios de algunos de sus allegados, en especial de su viuda, los cuales han servido a varios documentales. También están algunas cartas que el cineasta enviara a Zayas en su momento. No mucho más. La documentación de su presente, sobre todo de los últimos 15 años en Cuba, parece no existir.
Sin embargo, revolviéndolo todo, algo ha aparecido. En olvidados rincones de la red, en gastados periódicos, en anaqueles de alguna biblioteca de Miami, perduran huellas de Landrián en su momento. Son pisadas que revelan una trayectoria bastante discordante a esa que se nos ha señalado y que permiten una reconstrucción verosímil de sus actos en Cuba. Quizás no haya llegado a todas las pistas de Landrián, pero he agotado cada rastro que estuvo a mi alcance.
Entre las fuentes encontradas, lugar principal tiene el libro The Politics of Psychiatry in Revolutionary Cuba, un estudio sobre el maltrato siquiátrico con motivaciones políticas en Cuba que, entre otros, presenta el caso de realizador de cine Nicolás Guillén Landrián.
Según los estudiosos a cargo de esta investigación, Charles Brown y Armando Lago, para elaborar la crónica del cineasta se basaron en una entrevista a la víctima, realizada en 1990, en un documento que ellos llaman “affidavit” (declaración jurada), firmado por el propio Landrián, en un informe de America’s Watch y en material de prensa. Hemos podido acceder al informe y al material de prensa. También existen personas que llamaron a Landrián “Nicolasito” a las cuales nos hemos acercado.
Sabemos que, después de haber participado en la lucha contra Batista, Nicolás Guillén Landrián colisiona con el poder desde muy temprano.
En 1961, según su viuda, ya se encuentra amonestado públicamente, expulsado del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP), donde trabajaba, y con la prohibición de portar armas.
Las causas de este primer correctivo no están muy claras, pero se relacionarían con algún comportamiento irregular que molestó a las autoridades, aunque no tuvo más consecuencias que las administrativas.
De 1962 a 1966, trabaja en el ICAIC y llega a dirigir una parte importante de su documentalística, obra que fue calificada por Fidel Castro de “afrancesada”, pero que aportaba una delicadeza y una distancia al cine cubano infrecuente y también deseable. Este primer período termina abruptamente con su primera cárcel en 1966.
El cineasta refiere a los investigadores Charles Brown y Armando Lago que este encierro inaugural se debió a una acusación de intento de salida ilegal del país.
En el documental de Ernesto Daranas, hasta ahora el más completo y reciente sobre su vida, se habla de una fiesta que organizara Landrián en la Embajada Británica, por la cual se le habría acusado de “actitud licenciosa”, de “contacto no autorizado con miembros de Panteras Negras”, de “consumo de estupefacientes”, y se le condena a dos años de encierro en una granja de trabajo en Isla de Pinos (Daranas, 2022).
A Manuel Zayas en 2002, Landrián le dice: “A mí me meten preso por razones ideológicas. Me mandan para Isla de Pinos”.
Lo cierto es que, en la granja de pollos donde lo obligan a trabajar, experimenta algo que tiene la apariencia de un episodio sicótico, pues refiere que oyó a las gallinas llamarlo por su nombre y por tanto le prendió fuego a la granja. De allí lo sacan para aplicarle electroshocks y obtiene el diagnóstico de esquizofrénico-paranoico.
Tenemos a ese hombre golpeado que regresa al cine. Como una concesión, a este sobrino del poeta Nicolás Guillén, se le permite nuevamente estar detrás de una cámara, pero no sin condiciones.
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