Daniel Céspedes Góngora: Ante una nueva jerarquía de las pasiones

Autores | 31 de marzo de 2025
©Universitá de Torino

Y cuando pienso en el martirio que es el trabajo de la creación para todo gran artista, y en la admirable cantidad de imágenes nuevas que la literatura inglesa debe a Virginia Woolf, no puedo por menos de recordar a Santa Lucía de Siracusa, que donó a los ciegos de su isla natal sus dos admirables ojos.
Marguerite Yourcenar

¿Cómo pudiera influir una enfermedad en la actividad no solo lectora sino creativa de un escritor? ¿Cómo la personalidad biográfica repercute en la literaria? A pedido de T.S. Eliot, Virginia Woolf tenía que referirse a estos asuntos. Le tocaban de cerca. Así escribió para la revista New Criterium «De la enfermedad»[1], ensayo escrito en noviembre de 1925. El mismo año que dicen Woolf le responde con La señora Dalloway al Ulises de James Joyce.

Sujeto en soledad y de la soledad, todo escritor es también un ser del y para el silencio. La convivencia con una enfermedad lo ratifica. Por eso David Le Breton dice que todo «anuncio de la enfermedad supone una quiebra de la seguridad ontológica que acompaña, de entrada, al hombre a lo largo de su vida. Origina un vuelco total en la persona, una fractura del sentimiento de identidad personal»[2]. Como anillo al dedo, el tema implica a Woolf, aunque al mismo tiempo la complica por sus constantes deterioros de salud. «Lamento haberme retrasado —añade—, pero he trabajado con dificultades», le escribe a Elliot. «De la enfermedad» no puede ser más autobiográfico y motivador para la profesión: «resulta en verdad extraño que la enfermedad no haya ocupado su lugar con el amor, la batalla y los celos entre los principales temas literarios».

En enero de 1926 apareció la primera versión impresa del texto y luego de la muerte de Virginia, su esposo Leonard Woolf lo reimprimió en 1947. Hubo retoques del ensayo por la propia escritora. Pero, en esencia, dejó lo fundamental. Lo que supuso que no hiciera concesiones para agradar al lector. Sin llegar a ser fría e indiferente, sí fue sincera y ratos dura, así escribe por ejemplo:

Existe, confesémoslo (y la enfermedad es el gran confesionario), una franqueza infantil en la enfermedad; se dicen cosas, se sueltan verdades que la cautelosa respetabilidad de la salud oculta. Acerca de la compasión, por ejemplo: podemos prescindir de ella. Esa ilusión de un mundo tan uniforme que repite todos los gemidos, de seres humanos tan unidos por las necesidades y los temores comunes que el tirón de una muñeca tira de las demás, en el que por extraña que sea la experiencia propia, otras personas ya la han tenido, donde, por muy lejos que llegues en tu propia mente, alguien ha estado allí antes que tú —es completamente ilusoria.

Virginia reconoce que, bajo los efectos de una enfermedad, la observación del mundo cambia. Se empieza a mirar lo que se solía ver (o que se ve por primera vez) desde otro punto de vista. Aunque téngase en cuenta que la propia mirada es siempre más importante para Woolf que lo mirado. Es así cómo el enfermo puede percatarse de cuanta atención y apego innecesarios recargan la existencia. Aquí la futura autora de Una habitación propia deja a un lado el egoísmo del enfermo para mostrar una inquietud general. Pues, ¿de qué valen los adelantos civilizatorios si nos distancian como especie? ¿Una socialización importa más que cuanto representa la existencia de una flor en su ecosistema? Virginia Woolf muestra una preocupación por lo que está por venir: «Se emplean recursos incalculables para algún objetivo que nada tiene que ver con el placer ni el beneficio de los seres humanos». A veces, es el enfermo, quien ve las cosas como son y puede, no obstante, apreciar mejor las bondades del mundo. Mas no por ello pidió consuelo o la compasión del lector. Creía, a diferencia de Stevenson, en lo inestable de la felicidad. Le sacaba partido a esa dudosa felicidad que se da fácilmente. Aun cuando la enfermedad era su consorte casi cotidiana, desechó la idea de biografiarla. No es casual que Marguerite Yourcenar, al visitarla en 1937, escribiera:

Y mientras Virginia Woolf, dirigiendo la conversación hacia el estado presente del mundo, me comunicaba sus inquietudes y sus tormentos, que son también los nuestros, y en los que la literatura solo ocupaba un lugar muy pequeño, yo pensaba para mí que nada está completamente perdido mientras existan admirables obreros que continúen pacientemente, para alegría nuestra, su tapicería llena de flores y de pájaros, sin jamás mezclar indiscretamente en su obra la muestra de su cansancio, ni el secreto de los jugos, a menudo dolorosos, con que tiñeron sus bellas lanas [3].

Partidaria de que los mejores libros para sobrellevar una enfermedad son los de los poetas, llega a cuestionar la efectividad de algunos y hasta sostiene que determinadas prosas, como la literatura epistolar, puede leerse como una suerte de poema vivificante. Pero pide precaución: la enfermedad pudiera aflojarnos el juicio entrenado y, lo que nos parecía regular, tal vez figure de pronto como bueno. La mediocridad no puede tener cabida ni en la enfermedad, piensa Woolf. Aunque con la enfermedad, el lector se llega a preocupar ya poco por lo que otros (los críticos sobre todo) han dicho por ejemplo de Shakespeare. Y así, uno, se le acerca a él y otros clásicos de otro modo, olvidándose incluso de las opiniones repetidas:

En su regia sublimidad, la enfermedad prescinde de todo eso y nos deja a solas con Shakespeare. Pues con su arrogante poder y nuestra arrogancia insolente, las barreras se caen, los nudos se alisan, el cerebro suena y resuena con Lear o Macbeth, e incluso el mismo Coleridge chilla como un ratón lejano.

La enfermedad puede avivar nuestro intelecto y derribar muchos temores. Afrontamos las lecturas más temidas: «no solo necesitamos un lenguaje nuevo más primitivo, más sensual, más obsceno, sino una nueva jerarquía de las pasiones: hay que deponer el amor a favor de cuarenta grados de fiebre».

Y, claro, como es habitual en una autora de la proyección poliédrica de Virginia Woolf, «De la enfermedad», es mucho más de lo que prescribe su título.


[1] Virginia Woolf: De la enfermedad, traducción y notas de Angela Pérez, Centellas, José J. de Olañeta, Editor, Madrid, 2014.

[2] David Le Breton: El silencio, traducción de Agustín Temes, Ediciones sequitur, Madrid 2006, p.188.

[3] Marguerite Yourcenar: Peregrina y extranjera, traducción de ePub de Emma Calatayud, España, 1989.