Eliseo Diego: De cómo Portocarrero tomó La Habana

Desde un principio fue preciso poner un límite a la intemperie del universo: la tiniebla, demasiado vasta, abruma por informe a la pequeña criatura que recién descubrió el fuego. De manera que se construyen murallas; adentro, las chozas, luego casas, después palacios y templos van haciéndose, protegiéndose. Quedan estrechos pasadizos desguarnecidos; pero, después de todo, no se puede vivir sin un poco de intemperie. Ahí enfrente está por fin Ur la Magnífica –Ur de los Caldeos. La urbs por excelencia. El recinto bien amurallado donde es posible estar a salvo, o, simplemente, a gusto. Años, siglos, milenios, y ya las ciudades se vuelven ellas informes. Pero en el centro queda aún el abrigado recinto que es su corazón: siempre diferente y siempre el mismo. Las diferencias son frágiles, efímeras, porque están vivas: la identidad, perenne, porque es la roca en que se asienta el ser del hombre. ¿Cómo atrapar los colores, los murmullos, los aromas, de forma tal que vivan; de forma tal que permitan entrever la arcaica piedra del origen?
Para el curioso asedio que no destruye, sino pone a salvo, es la pintura el único arte dueño de las máquinas y demás artificios necesarios. ¿No es cada cuadro como una ciudad amurallada contra el caos de la infinitud amorfa? No bastan, sin embargo, las maniobras del ingenio para tomar al asalto de forma y color las verdaderas ciudades de este mundo. En vez de casco, tremolante o no, el Estratega llevará el Cucurucho de los Brujos.
Aquí están los cientos y más ciudades —desconfiemos de las cifras del catálogo— que sitió y ganó el Prodigioso Mágico Don René Portocarrero. ¿Son acaso todas ellas una sola? Aun cuando se atreviese con la sede de la Serenísima República Veneciana, ¿no emergerían aquí y allá ciertos balcones que muy bien nos sabemos, ciertas torres, ciertas vidrieras salpicando —hechizados surtidores— todo el espacio de risueños, misteriosos destellos? Porque al Gran Mago lo embrujó desde antes de antes la singularísima Habana, y ahora ella responde complaciente a sus conjuros entregándole uno a uno sus recodos, sus susurros, los matices de sus más secretos aromas.

¿Cómo es posible, entonces, que haya cientos de Habanas distintas? Será que la pupila, en un esfuerzo de atención máxima, caló hasta aquella piedra primigenia donde están fundadas las ciudades todas, y así, con solo mirar a una, van huyendo sobre su imagen, como en una danza de reflejos de llamas, los rostros de cuantas han sido, Betelgeuse.
Pues también son los cuadros ventanas abiertas a un espacio tan remoto como contiguo al nuestro. Está escrito por quien nos fundó la Tierra que somos: “Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche”. Vamos entonces a asomarnos a cada una de estas ventanas, pero con atención y prudencia. Porque aun cuando reconozcamos de inmediato los contornos de la dicha que llamamos Habana, ¿quién quita que el Prodigioso Mágico no haya abierto, precisamente allí, el postigo que da al vértigo del abismo nocturno?
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(*) Palabras en el catálogo a la exposición Paisajes de La Habana. Galería L, Universidad de La Habana, octubre, 1978. Incluido en Todo sobre Portocarrero. Compilación de textos críticos, 1936‒2010. Fundación Arte Cubano (Sevilla, 2014). Compilación de Ramón Vázquez Díaz, Axel Li y José Veigas.
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