Norge Espinosa Mendoza: Celia en Cuba / Cuba en Celia: un libro como acto de justicia

Autores | Memoria | Música | 25 de abril de 2025
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Soy parte de esa generación que escuchaba su nombre sotto voce, sin comprender a ciencia cierta el por qué de ese tabú que, a manera de conjuro malévolo, se empeñaba en acallarla. Y en invisibilizarla, porque también tardamos en reconocer su rostro, en reconocerla en alguna imagen de una vieja revista Bohemia, más allá de las notas al pie que insistían en recriminarle su salida de Cuba a inicios de los 60. Y pese a todo, su mito permanecía. Cuando por fin pude encontrar sus grabaciones, cuando la clarinada que es su canto al interpretar Tu voz me entró por los oídos y me llegó al corazón y al cerebro como solo lo hacen ciertos cantos de guerra, algo despertó definitivamente. Y en Londres, a solo unos días de la muerte de Compay Segundo, pude ver las imágenes de la despedida que le hicieran a ella en Nueva York, al fallecer en el 2003. Fue ahí cuando entendí que Celia Cruz era algo más que La Guarachera de Cuba. Que lo que había intuido acerca de su persona y su talento era solo una parte de sus logros y su leyenda. Que esa mujer negra, nacida en un barrio humilde de La Habana, que persistió en cantar sones y guarachas y boleros en español pese a haberse radicado en los Estados Unidos, nos identificaba de un modo muchísimo más grande. Que ella nos pertenecía y que nosotros le pertenecíamos a ella. Y me alegra infinitamente que el libro de Rosa Marquetti que acabo de leer confirme todo ello, y se abra ante nosotros como un acto de justicia.

Celia en Cuba (1925-1962), edición del sello Desmemoriados, España, 2022; es un nuevo título en esa lista de volúmenes que ha ido poco a poco rediseñando la manera en que recuperamos a figuras esenciales. Para mí, ese gesto tuvo en Rita Montaner: testimonio de una época (Premio Casa de las Américas, 1997) de Ramón Fajardo Estrada, un punto de arrancada. No es que antes de ese libro faltasen otros empeñados en resucitar, desde el testimonio y la biografía, a personalidades que por años habían sido opacadas según los dictados de un mando que los anulaba por su falta de participación en el proceso encabezado por Fidel Castro desde 1959; pero sí es con ese estudio sobre Rita y su tiempo que tales empeños comienzan a despojarse de una retórica y de una aproximación encartonada a los logros y contraluces de esos artistas sin los cuales, definitivamente, la cultura cubana no sería la misma. 

Félix B. Caignet, Bola de Nieve, María de los Ángeles Santana, Ernesto Lecuona, el teatro de arte de los años 40 y 50, los Hermanos Camejo y Pepe Carril… han regresado poco a poco a una dimensión más nítida, que los presenta como retrato abarcador y además, traen consigo nombres, acontecimientos, compañías y agrupaciones hoy semiolvidadas, con las cuales esas figuras interactuaron, para foguearse y ganar aplausos incluso más allá de nuestra tierra. Rosa Marquetti ha aportado ya páginas valiosas en ese sentido, y su blog Desmemoriados, y sus libros sobre Chano Pozo y el Niño Rivera adelantaban este empeño mucho más ambicioso, en cuyos capítulos impera como protagonista absoluta la cantante más admirada, discutida y reverenciada de la música popular cubana: Celia Caridad Cruz y Alfonso.

Aprovechando al máximo los fondos de la Celia Cruz Foundation, acudiendo a fuentes imprescindibles como la Discografía de la Música Cubana organizada por Cristóbal Díaz Ayala, a periódicos y revistas cubanos y extranjeros, al diálogo directo con amigos y colegas de la cantante, Rosa Marquetti ha terminado por entregarnos un retrato limpio y cuidado de esa gran mujer, de la voz que restallaba en el aire junto a la Sonora Matancera, en los años de su surgimiento y ascenso, hasta su salida de Cuba y su relocalización en Nueva York. Ahí, lo sabemos, se unió a los magnates de la salsa, subió escaños aún más exigentes y luminosos y se transformó de La Guarachera de Cuba en la indiscutible Reina de la Salsa, tal y como queda confirmado en los premios Grammys que recibió y en otros tantos lauros y reconocimientos.

Marquetti hace énfasis en la dedicación, el rigor, el sentido que como profesional dio aquella joven de voz privilegiada a su trayectoria, alejada de poses de diva, desde que se puso de pie ante los micrófonos. Tomando como eje de su reconstrucción, entre otros textos esenciales, numerosos pasajes de Celia. Mi vida. Una autobiografía, coescrita por Ana Cristina Reymundo y la propia Celia Cruz, editado en el 2004, la autora de este tomo amplía el paisaje, aporta datos y nuevas interrogantes, sin perder el pulso a lo largo de las más de 400 páginas, para que al final emerja la silueta de quien inmortalizó Yerbero modernoBurundanga o Luna sobre Matanzas, y dejó registros de cantos de inspiración afro que son parte del poderoso acervo que es nuestra música. Desde los días de los concursos de aficionados, esa muchacha espigada que comenzó cantando tangos se abrió paso sin más arma que su garganta, y triunfando en la emisora Mil Diez o Radio Progreso o Radio Cadena Habana, se rodeó de una popularidad que sigue siendo, incluso tras los años de silencio alrededor de su nombre, el núcleo de respeto que aún la abraza.

Han pasado ya casi 20 años desde su muerte, y mediante homenajes, documentales, memorias y otros tributos, el nombre de Celia Cruz no se ha desvanecido. Rosa Marquetti extiende su interés a otras cantantes que, como ella, tuvieron que enfrentarse a prejuicios de todo tipo, y de ahí proviene el saludo a Angelita Bequé, Paulina Álvarez, Rita Montaner, Celeste Mendoza, Xiomara Alfaro, que son parte esencial de ese camino y ese legado. Con paso puntual, cifrando año por año en los que propone el título, la investigadora describe los pasos de Celia en centros nocturnos, teatros, películas, programas de televisión, discos y ceremonias donde se le vio brillar. Aclara, de paso, algunas leyendas dudosas, como la relación de la cantante con la santería, y refiere anécdotas como las que ocurrieron cuando al fin, tras la salida de Myrta Silva de la Sonora Matancera, Rogelio Martínez apuesta por aquella joven “no tan bonita de cara”, pero en la cual el director del decano de los conjuntos reconoció una carta de triunfo. Y vaya si no se equivocó.

El mundo de Celia Cruz en esos años es el de Tropicana, Montmartre, Sans Souci, CMQ Televisión, Radio Progreso, el Teatro Blanquita (hoy Karl Marx), el Martí, el Nacional (hoy Alicia Alonso), el surgimiento de hoteles manejados por la mafia norteamericana, y varios estallidos políticos que ella, inmersa en la vorágine de tantas actuaciones y contratos, acaso no advirtió del todo. Rosa Marquetti la ubica también en ese panorama convulso, en el que la cantante pone todo su empeño en construir con sus ingresos una casa para su madre, a la que adoraba, mientras se sucedían “generales y doctores”. El haber integrado la nómina de la Mil Diez, sin embargo, le traerá recelos y consecuencias que retardarán su llegada triunfal a los escenarios norteamericanos, debido a las tendencias de izquierda que albergó esa emisora. La política, a manera de contrapunto, cantaba siempre en otra pista sonora, distinta a la de Celia, y ese desencuentro acabaría convirtiéndose en el silencio que la nubló ante nosotros. De una actuación en la finca de Batista, nos recuerda la investigadora, provino la ayuda necesaria para que esa casita familiar se concluyera. Y del fervor de los primeros días, en los que tantas figuras y artistas se unieron para saludar al gobierno revolucionario, proviene la grabación de Guajiro, llegó tu día, que no hace mucho fue desenterrada y desencadenó otra polémica, en buen grado, completamente innecesaria. El libro coloca en una nítida línea todos esos hechos, y nos permite entender a Celia Cruz (y no solo a ella, tanto de un bando como de otro) desde lo que debe ser el gesto del investigador: exponer limpiamente la verdad, reconstruir la memoria sin irse a extremos, y proyectar, desde ahí, nuevas preguntas hacia el presente.

Con la misma transparencia y rigor con la cual reconstruye de modo casi puntilloso el devenir de Celia Cruz en el ámbito musical de su tiempo, Rosa Marquetti también aborda las causas y las circunstancias de su salida de Cuba. Y ofrece los detalles de la ruptura definitiva, cuando se le niega a la intérprete la posibilidad de regresar a su tierra para acudir al entierro de Ollita, su madre. Su popularidad era tan grande que se volvió contra ella misma, a manera de castigo ejemplar que se quiso dar a quienes “se quedaban”, “desertaban” o simplemente elegían una vida más allá de la frontera política que demarcó los bordes de la Isla. Que la fama de Celia no dejara de crecer, hizo más ardua la censura contra su nombre. En la Discoteca del Ayer, de Radio Progreso, oíamos los danzones, sones, mambos y boleros de las orquestas y cantantes libres de esa sospecha. Podía haber una historia de la música popular cubana sin aquellos cantantes, parecían decirnos. Y sin embargo, no es así, porque sin ellos los vacíos son demasiado evidentes, y no podrían explicarse otros procesos de continuidad en los que, quiérase o no, dejaron una huella indeleble. No sé si, como afirma rotundamente la autora, Celia Cruz haya sido víctima de la censura más férrea impuesta a creador artístico alguno: pienso en la que pesa aún sobre Reinaldo Arenas, Cabrera Infante, entre otros. Lo cierto, y eso es lo que importa, es que esa censura no pudo borrarla del todo. La cultura, si algo es, no es silencio. Y para ser, debe entenderse como una galería plural de acuerdos, disensos y consensos que, como el país mismo, entienda esas voces como piezas de una discusión mayor.

Estoy seguro de que este libro tendrá más de una edición, y que a raíz de su llegada a muchas manos, podrá ampliar aún más su caudal de datos y referencias, y librarse de las pocas erratas que advertí en la lectura. Todavía quedan misterios y claves por apuntar, que ojalá se esclarezcan en las próximas revisiones. Cómo ganó Celia su epíteto de La Guarachera de Cuba, por ejemplo. Cuáles fueron esos comentarios no siempre halagüeños que la gran Rita Montaner alguna vez disparó contra Celia, y sobre los que ella pasó con entera dignidad para estar presente en el último homenaje a la dueña de El manisero. Adónde fueron a parar esas escenas de Piel canela, la película protagonizada por Sarita Montiel, que tuvo una primera versión donde Celia cantaba junto a la Sonora y que luego desaparecieron del metraje, como nos cuentan acá. Por cierto, agradezco, entre tantas cosas, que este libro me haya hecho ver la secuencia de Affair in Havana (1957), donde Celia Cruz demuestra por qué obtuvo, tantas veces, el premio a la mejor intérprete de ritmos afro, al tiempo que deslumbra en la pantalla, a pesar de los descalabros del filme. De esos regalos también sale cargado el lector cuando culmina este volumen, a sabiendas de que aún queda otra gran parte de la vida de Celia por ser contada. Esa, que le prodigó el aplauso de otros públicos internacionales, y que quedó demostrada con la presencia de tantas y tantos en las calles neoyorquinas que se agolparon para darle un adiós sincero a la mujer que, sin dejar de ser un ejemplo de autenticidad e identidad, lo consiguió casi todo. 

Otro aplauso atronador que tengo en la memoria es el que se oyó en la sala oscura  durante el estreno, en una edición del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, del documental Yo soy… del son a la salsa, dirigido por Rigoberto López, en 1996. Tito Gómez presenta a una muchachita flaca, como dice él, y de pronto el rostro y la voz de Celia Cruz aparecieron en la pantalla. Fue la primera vez, en mucho tiempo, en que se le concedió esa manera del regreso. Alberto Pedro había escrito ya su obra Delirio habanero, en la que Celia y Benny Moré son los protagonistas. La estrenó Teatro Mío ese año, y luego, mediante el excelente montaje de Raúl Martín con Teatro de la Luna, fue redescubierta por otra generación. Aquí y allá, ella no ha dejado de reaparecer. Basta tener el oído aguzado y los ojos abiertos. También perduran olvidos injustificables: la Egrem lanza una recopilación de grandes cantantes cubanas, llamada Únicas, y ahí no están ni Celia, ni Olga Guillot… ni Rita Montaner: La Única por excelencia. 

En una noche de verano, en casa de Sigfredo Ariel, me encontré a un hombre negro, flaco y bastante mayor, con “gestos refinados”, como remarcaba la propia Rita al entonar Ay, qué sospecha tengo. De pronto Sigfredo le lanza una pregunta: “Y Celia, ¿cómo está?”. “Divina, hablé con ella esta misma tarde”, le respondió aquel señor, que no era otro que el hermano de la cantante. En las largas horas de Iowa, bajo el crudo invierno, la oía gracias a la colección de discos de mi querido Daniel Balderston. Creo que ahí empecé a entenderla, a quererla, a reconocerme en ella, a saberla imprescindible. Los caminos del arte tienen sus secretos, pero si se persiste, siempre nos llevarán de vuelta a aquello que somos, para que podamos reconocernos.

Celia en Cuba (1925-1962) le dice a su autora que también es el momento de persistir y no detenerse. Hay que agradecerle por este acto de justicia, más que libro, que insiste en devolvernos a una Celia Cruz de cuerpo entero, Ojalá ella misma o quienes reciban el aliento desde estas páginas nos regalen un tomo que ayude a completar todo lo demás que vivió nuestra mejor cantante. No estoy recomendando solamente la lectura de un libro excelente, magníficamente ilustrado y cuidado en sus anexos, sino algo más. Estoy recomendando que este volumen llegue a todas las personas posibles, que pase de mano en mano, como seguramente ocurrirá con mi ejemplar, que ya vino a mí desde la mano de un amigo entrañable. Ya es hora de culminar exorcismos, de romper los últimos conjuros insidiosos, de entender la cultura cubana como una progresión no carente de conflictos, pero firme en su médula y en todas sus partes. En la madrugada de la Isla, se oye su voz, que “se adentró en mi ser y la tengo presa”, como dice la letra de ese bolero de Ramón Cabrera. Su voz, “que es trinar de sinsontes en la enramada”. La de esa mujer que pudo decir, sin falso orgullo, que ella es “de Cuba la voz”, sin que ninguna rival logre aún arrebatarle ese privilegio. Con libros y homenajes como estos, que sobrepasan lo tardío y nos enriquecen, vuelve a emerger, sobre las aguas turbias de cualquier injusticia u olvido, el mapa espiritual de la Nación.

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