Luis Alemany: Entrevista a Juan Abreu / ‘Mis amigos en España eran de izquierdas. Yo les decía: vengo del futuro y lo siento, no traigo buenas noticias’

Autores | 28 de abril de 2025
©Portada del libro en Ladera Norte

El carnaval de La Habana «era como internarse en las tripas, en los sistemas reproductivo y digestivo de la ciudad. Sus ácidos jugos, su cremosa mierda. Las muchedumbres divididas en dos bandos reconocibles. Los pepillos y los guaposos o matones. Los pepillos vestidos a la moda, pantalones campana, melenas, vaqueros ajustadísimos; los guaposos con sus camisetillas, sus collares religiosos, sus cortes de pelo de patillas afiladas y rasantes y sus pantalones tipo batahola, es decir, tan anchos que parecían figuras del teatro japonés de cintura para abajo. La música atronaba. Las comparsas arrollaban entre ríos de sudor. Las pipas de cerveza no daban abasto, el suelo apestaba a orines, eyaculaciones, ron y sangre. A cada rato estallaba una pelea».

El autor del párrafo anterior tenía que ser, además de escritor, un pintor como Juan Abreu (La Habana, 1952). Abreu incluyó esa viñeta tan Francis Bacon en Debajo de la mesa (nueva edición en Ladera Norte), un libro de memorias hecho de textos cortos que empieza con una escena estrictamente familiar: una mujer, la madre del autor, sale a defender a su hijo de seis años de los desprecios de una vecina con delirios de grandeza. «Esa hija de puta» es su frase, pero Abreu le atribuye el rostro de una diosa griega. En cambio, el último cuadro de Debajo de la mesa es un hecho histórico, no íntimo: el éxodo del puerto Mariel, el breve periodo de 1980 en el que la dictadura de Fidel Castro abrió sus fronteras y permitió que 125.000 cubanos se embarcaran hacia Florida. Abreu aprovechó esa grieta, viajó en un barco camaronero y se fue de Cuba para no volver.

«El rumor de que están vaciando las cárceles y los manicomios parece ser cierto: en la cubierta hay tipos de aspecto patibulario y enfermos que no saben dónde se encuentra ni por qué. Uno de ellos, con la cabeza rapada, llena de cicatrices, repite una cantinela ininteligible mientras un hilo de baba le cae sobre el pecho», se lee en la última página de Debajo de la mesa. ¿De verdad que no hay una pintura que retrate esa narración?

«En realidad, yo empecé a escribir antes que a pintar», cuenta Abreu, vecino de Barcelona desde 1990, hombre de modales y voz amable que desmienten su prosa expresionista. «La pintura fue siempre una alternativa. Cuando estuve en Miami era mucho más fácil vivir de la pintura que vivir que de la literatura, así que me dediqué a pintar por supervivencia. No me fue mal, tenía galerías en Miami, en Nueva York y en San Francisco. Pero siempre la escritura estuvo ahí, esperando. En España me pasó lo contrario, me fue más sencillo escribir, que encontrar una galería. El mundo de la pintura en Cataluña, sobre todo, era muy cerrado… Escribir es un poco como más íntimo. La manera de ver el mundo y de expresarlo está mucho más ligada a la experiencia personal. Yo creo que la pintura es un poquito más abstracta, menos apegada a la vida. Yo creo que escribo mejor que pinto. Creo».

La memorias de Juan Abreu se pueden leer en varias capas. A veces, se parecen a una película de Coppola al estilo de La ley de la calle. Bandas juveniles, profesores, madres, padres, primos, policías, vecinas, amigos, peleas, violencia y amor. El mundo habanero que aparece retratado es brutal, pero también aparece atravesado por un sentido ético muy fuerte. «Yo tuve una infancia muy feliz a pesar de las carencias y de la brutalidad. No me daba cuenta de que fuese tan brutal pero era un mundo un poco duro, es verdad. Había que pelear. Me acuerdo de que mi hermano mayor una vez tuvo una pelea y regresó a casa un poco magullado. Y mi padre le preguntó: ¿Y el otro cómo quedó? Resultó que mi hermano había perdido la pelea y entonces mi padre lo mandó a volverse a pegar con el mismo chico. Pero era un mundo donde había unas coordenadas muy concretas y muy claras y que yo agradezco haber tenido. Mi madre me enseñó lo que era, por ejemplo, la decencia. Tenía una frase muy famosa que yo repito muchas veces: lo único que no se puede uno permitir en la vida es ser un comemierda. No le puedes levantar nunca la mano a una mujer, tienes que ser respetuoso con los mayores. Tienes que ser una persona decente. Eran instrucciones muy simples pero a mí me han servido para no envilecerme demasiado».

La madre de Abreu, la del rostro de diosa, era una mujer casi analfabeta pero dueña de una inmensa dignidad personal. Su padre era un hombre «enconado con el mundo», peleón, colérico pero dotado de un sentido del humor negro en el que Abreu se reconoce y del que se enorgullece. Eran pobres pero vivían en un mundo de ciertos valores de clase media. El bodeguero fiaba y la familia pagaba su cuenta al final de la semana. El padre arreaba a sus hijos cuando hacían una barbaridad, pero también era cariñoso. La escuela era el centro de la vida del barrio y los maestros eran las personas más destacadas que conocían.

Hasta que llegaron «ellos» y «los liberaron». «Yo tenía ocho años cuando la Revolución y el mundo que había antes, el de la gente que trabajaba y salía adelante, tardó un poco en desaparecer. Por eso lo recuerdo. Mis padres eran cristianos, no simpatizaron con el cambio, o no más allá del primer momento de entusiasmo, pero hicieron lo que todos los padres: pedirnos a los hijos que no nos metiéramos en problemas».

Esa es la otra capa de lectura de Debajo de la mesa, la de la crónica política. «El primer recuerdo que tengo de pasar hambre no es hasta que nos liberaron», dice Abreu, y todo el humor negro que dice haber heredado de su padre reside en la palabra «liberar».

«Es la palabra que utilizaban ellos. En cuanto tomó el control esta gente, desaparecieron los maestros maravilloso que teníamos, desaparecieron los jugos que nos ponían a los niños y cerraron el comedor. Llegaron a dar clase unos muchachos que habían hecho unos cursos de magisterio a toda prisa y que eran bastante incapaces. Todo lo que era educación se volvió ideología», dice Abreu.

En sus palabras sobre la Revolución también es importante el sujeto. «Ellos», «esta gente». ¿Eran los libertadores personas ajenas al barrio de Debajo de la mesa? «No. Me gustaría decir que sí pero no. El mismo amigo con el que estuve en mil correrías de niño me vigilaba vestido de uniforme cuando lo del Mariel. El fanatismo pudo con la humanidad».

— ¿Y cuando llegó a España, le costaba contar estas cosas?

— Mis amigos eran todos de izquierdas. Yo les decía: vengo del futuro y lamento decirles que no traigo buenas noticias.

Publicación fuente ‘El mundo’