En algunos de mis recuerdos, Luis sonríe—la sonrisa llegaba fácil a su rostro; era el rasgo más visible de un optimismo que nunca le abandonó—y conversamos, en una oficina del Consejo Nacional de las Artes Plásticas, en La Habana, a inicios de los años noventa. En esa institución él se ocupaba de cuestiones económicas, y nuestros contactos iniciales sucedieron, si la memoria no me falla, a propósito del interés de los coleccionistas Peter e Irene Ludwig en el arte cubano de esa etapa. Para seguir leyendo…
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