Carlos Espinosa: La biblioteca de José Lezama Lima / Interviú a Antonio Martínez Vallejo
“Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”. Esa opinión de mi admirado Borges coincide con la de Marguerite Yourcenar de que una de las mejores maneras de conocer a una persona es observando sus libros. Se refiere, por supuesto, a aquellas personas que los leen, no a los que simplemente los tienen, que también las hay. Y en efecto, los libros proporcionan un retrato, a veces inesperado, de su dueño o su dueña.
Esto es particularmente cierto en el caso de los escritores. Sus bibliotecas son, en cierto modo, una autobiografía, pues ayudan a explicar su universo literario. Revelan casi todo, descubren cuáles fueron sus lecturas, sus amistades. A propósito de esto, copio unas declaraciones del novelista y guionista argentino Alan Pauls: “Mi biblioteca es mi comunidad: ahí están mis interlocutores más amigos y más radicales; ahí están los que me sostienen, me discuten, me forman, me seducen, me inspiran, me mejoran”. Hay tantas bibliotecas como autores. Al igual que las personas, cada una posee su personalidad, que es conformada por las obsesiones, fetichismos, antipatías, devociones y afinidades de quien la acumuló.
La vida de los escritores está hecha de lecturas. De ahí que conocer sus bibliotecas es tan maravilloso como importante. Significa adentrarnos en una zona muy personal e íntima, en el terreno vedado de sus bastidores. Es lo que ha hecho el español Jesús Marchamalo en un par de libros, Donde se guardan los libros y Los reinos de papel. Se ha acercado a un nutrido grupo de autores (Elvira Lindo, Mario Vargas Llosa, Antonio Colinas, Luis Mateo Diez, Fernando Savater, Soledad Puértolas, Javier Marías, Clara Janés y Antonio Gamoneda, entre otros) no a través de sus obras, sino de las de otros. Sabe que sus bibliotecas son el reflejo de sus propietarios y que, como bien ha expresado Jacques Bonnet en Bibliotecas llenas de fantasmas, quien sepa descifrarlas con sutileza “verá dibujarse el yo profundo estante por estante”. Esa inspección revelará el rastro de sus lecturas y con ellas, lo que son.
Aparte de los ejemplares, existe otra biblioteca invisible. Es la que integran los papales sueltos, los recortes de una revista dentro de un libro, las anotaciones hechas en los márgenes. El poeta colombiano León de Greiff dejaba constancia de cuándo empezaba a leer un libro, y además indicaba cuándo lo dejaba y cuándo lo retomaba. Todo eso constituye un fascinante universo intertextual. Para los investigadores, no solo es valioso conocer lo que leyeron los escritores, sino también cómo lo hicieron.
En Solo para fumadores, el peruano Julio Ramón Ribeyro narra que durante su estancia en París en los años 60 pasó hambre. Y confiesa: “Ocurrió que un día no pude comprar ya ni cigarrillos franceses, tuve que cometer un acto vil: vender mis libros. Eran apenas doscientos o algo así. Sus páginas anotadas, subrayadas o manchadas conservaban las huellas de mi aprendizaje literario y, en cierta forma mi itinerario espiritual”. Pensó que por los ejemplares dedicados de autores latinoamericanos y por las primeras ediciones de poetas surrealistas le darían una fortuna. Pero lo que le pagaron solo le alcanzó para adquirir dos paquetes de cigarrillos Lucky Strike.
Una experiencia traumática es la de las mudadas, tanto por el engorro que significa trasladar tantos libros como por el riesgo de las pérdidas y los daños que sufren. Otro problema es el de la superpoblación, que obliga a lo que el novelista Rodrigo Fresán llama las “purgas estalinistas”. Acerca de esto, el antes citado Jacques Bonnet escribe: “He llegado a tener un baño con paredes tapizadas de estanterías, lo que imposibilitaba el uso de la ducha y obligaba a bañarse con la ventana abierta para evitar la condensación”. Y agrega que “solo la pared de mi dormitorio en la que se encuentra la cabecera de la cama ha quedado libre debido a un viejo trauma: me enteré, hace muchos años, de las circunstancias en las que murió el compositor Charles-Valentin Alkan, apodado el ‘Berlioz del piano’: lo encontraron muerto el 30 de marzo de 1888, aplastado por su biblioteca”. Hay una anécdota del poeta y filólogo Dámaso Alonso que ilustra la pesadilla a la que puede conducir el poseer demasiados libros. Le preguntaron a qué dedicaba su día a día y dio esta respuesta: “Pues nada, hijo. Me levanto, desayuno, me visto y me pongo ahí en la puerta, con los brazos abiertos, para que no entre un libro más en esta casa”.
Las líneas anteriores vienen a cuento por el tema del cual se hablará a continuación. En un reciente viaje a La Habana que hizo este cronista, un buen amigo le dijo: “Hay una persona a la que tienes que conocer”. Esa persona se llama Antonio Martínez Vallejo y está realizando un serio y acucioso trabajo sobre la biblioteca del escritor cubano José Lezama Lima. Me encontré con él, charlamos y me contó largamente sobre su proyecto. De esa conversación son las páginas que siguen, de la que he eliminado las preguntas y he armado como un monólogo.
Un autodidacta en busca de una guía
Tengo una formación autodidacta. No he estudiado ninguna carrera de letras. Cursé una especialidad técnica, pero siempre he tenido interés en la literatura. Como autodidacta, estuve buscando una guía, pues no tenía idea de cómo orientar mis lecturas. Un día, en el prólogo a una antología de ensayos de Pedro Henríquez Ureña, leí que este le recomendaba a José Rodríguez Feo que buscara a un escritor cubano llamado José Lezama Lima, porque era una referencia importante. Ahí fue donde por primera vez supe de su existencia. Empecé a indagar y conseguí algunas de las obras suyas que se podían encontrar en los años 80. Comencé a leerlas y me fueron interesando, fundamentalmente porque debido a mi incultura significaban un reto para mí.
En Oppiano Licario se describe por primera vez el Curso Délfico, y esa referencia fue para mí la fuente principal. Me di entonces a la tarea de averiguar qué títulos lo conformaban. Toqué a algunas puertas, pero no me las abrieron. En 1987 di con tu libro Cercanía de Lezama Lima y leí el testimonio de Roberto Pérez León. Me pareció maravilloso, pues es el que más datos proporciona sobre la biblioteca de Lezama. Me enteré que él iba a presentar un libro en el lobby de la biblioteca central de la Universidad de La Habana y fui. Al terminar la presentación, lo abordé y le pregunté si tenía más información sobre la biblioteca de Lezama. Me dijo: Lo único que ahora te puedo decir es que en la Biblioteca Nacional existe un fichero con todos los libros que él tenía.
Hasta entonces, iba mucho a las bibliotecas. Pero luego de conocer el listado de Lezama, comencé armar mi propia biblioteca y ya no tuve necesidad de frecuentarlas. Vivo en mi mundo y creo en el estudio soterrado y con mucha humildad. Cuando fui por primera vez a la Biblioteca Nacional, descubrí que existe un Fondo Lezama que se puede consultar. Pedí el fichero, me lo dieron y empecé a copiarlo. Lo hacía de forma abreviada, anotando solo lo que más me interesó. Deseché aquellos títulos que me parecieron obvios, por ejemplo, los libros de los integrantes del Grupo Orígenes. Igual hice con otros autores. En esa época ya no necesitaba el estímulo de Lezama para leer a Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Octavio Paz… En cierta medida, fui armando mi biblioteca guiándome por esa lista, aunque al cabo de un tiempo ya empecé a guiarme solo. Más tarde, a finales de 1991 comencé a trabajar en una librería de uso y allí tuve la oportunidad de conseguir verdaderas maravillas.
En 2010, con motivo del centenario de Lezama, se publicaron varios trabajos sobre él. En general, cuando hablaban de sus fuentes repetían los mismos lugares comunes de siempre. Yo tenía la libreta con el fichero, sabía de títulos que él leyó y que nadie citaba. Y me pareció un egoísmo de mi parte poseer esa información y no compartirla. Empecé entonces a pasar en limpio el listado que había copiado solamente de forma muy sucinta. Nada más copiaba título, autor y editorial. Para las editoriales y las ciudades me inventé abreviaturas: Fondo de Cultura Económica era FCE, México era Mx., y así.
Descubrí entonces que existe otra fuente muy similar a la mía. Es un manuscrito que me ha sido muy útil, y que recoge el contenido de los diferentes libreros de la biblioteca de Lezama. Supe de ese manuscrito en 2015. Por otro lado, antes de eso había pedido el fichero consultado y me lo encontré muy diezmado. Faltaba por lo menos la mitad de los libros. Le comenté a los empleados que ese fichero es mayor e indagué dónde estaban las otras fichas. Esto es lo que se conserva, me contestaron. Con lo que yo tenía copiado y después de cruzar varias fuentes, me di cuenta que podía aportar a ese fichero un poco más de mil entradas.
Para demostrar que mi aporte no era producto del delirio de un investigador totalmente desconocido, dediqué todo el año 2016 a recuperar del fondo general los libros pertenecientes a la biblioteca de Lezama, que se hallaban mezclados con el resto de los títulos y que estaban accesibles a cualquier usuario. Hablé con la subdirectora de la Biblioteca. Me ofrecí para hacer ese trabajo, pero le dije que necesitaba la cooperación de ellos. En la sala general solo te permiten pedir tres libros y una vez que terminas con ellos, tres más. Le expliqué que con ese método me iba a demorar mucho y le pedí que hicieran una excepción conmigo. Al principio, la subdirectora estuvo un poco reticente. Pero después me entendió y aquello fluyó maravillosamente bien. Tengo una magnífica opinión de todos los empleados de la Biblioteca, y de no ser por ellos no hubiera podido realizar este trabajo. Hasta este momento, he recuperado unos 425 libros, algunos de ellos invalorables.
Las dedicatorias, un aspecto interesantísimo
En eso me pasé, como te dije, todo 2016. Antes trabajaba de una forma muy elemental, pero ahora, al poder consultar los libros del Fondo Lezama, que son unos 2.071, me di cuenta de que podía extraerles más información. Por ejemplo, están las dedicatorias, que constituyen un aspecto interesantísimo. Hasta ahora, tengo recopiladas más de 600. Están también las distintas maneras como Lezama firmaba los libros. No he logrado descifrar por qué lo hacía. Me he limitado a especificar con exactitud cómo firmó cada ejemplar: si lo hacía con las iniciales, si escribía el nombre completo, si lo abreviaba (a veces, en lugar de José ponía una J). O bien si lo firmaba dos veces.
Anoto ese tipo de detalles, pues a lo mejor después se puede saber si eso respondía a una razón concreta. Compilo los datos legitimadores: la localización, los cuños, la dedicatoria, la firma. Aparte, incluyo una numeración, un número de clasificación y un número de inventario, algo que fundamentalmente me ha servido a mí y que me ha sido muy útil para distinguir los títulos repetidos y saber quién es quién. También anoto si el libro tiene el cuño o la pegatina de la librería donde posiblemente Lezama lo compró. Recojo el precio, aunque no todos lo tienen. Incluso anoto si le hicieron rebaja, lo cual se ve porque tacharon un precio y pusieron otro. Eso puede dar una idea de cuánto gastaba Lezama en libros.
Al principio, yo pensaba que Lezama tenía un modo elemental de señalar: subrayado, marca vertical, alguna anotación. Pero después descubrí que, si bien esos ejemplos que mencioné constituyen el patrón fundamental, hay otras señalizaciones: punticos, cruces, asteriscos, llaves, rayitas aquí y rayitas allá… Inicialmente, pensé que se trataba de contaminaciones de lectores posteriores, pues esos libros, como te dije, cualquiera los podía consultar. Pero después he visto que se reiteran y llegué a la conclusión de que son otra gama de señalizaciones. Lezama también escribía comentarios, pero no muchos. Con mayor frecuencia escribe expresiones como “Ojo, “Mucho ojo”, “Muy bien” y cosas así. Lezama era un lector muy mesurado y cuando disentía, lo que más usualmente hacía era poner un signo de interrogación al margen. Recojo este tipo de huellas de lectura que él dejaba. Y señalo cada una de las páginas en donde lo hacía. Todo eso además lo fotografío. Tengo miles de fotos que respaldan mi investigación, pues todo lo encontrado no cabe en un libro de dimensiones publicables.
Este trabajo en su biblioteca me demuestra que Lezama tenía una curiosidad muy amplia. Leyó libros que yo dudo que muchos escritores del siglo XX y de lo que va del XXI hayan leído. A no ser escritores de la talla de Octavio Paz o Jorge Luis Borges. Lezama metió las narices en obras muy peculiares. Tenía un olfato tremendo para ir a los libros donde estaba la riqueza del idioma, la riqueza de las ideas. ¿Qué literatura abundaba más? Pues, en primer lugar, la literatura en español, por supuesto. Tenía todos los grandes clásicos de ambos lados del Atlántico y muchos más que él llamaría clásicos menores. Pero también hay mucha literatura francesa, de la cual creo que debió tener un buen conocimiento. Al parecer, el francés era su segunda lengua. Una parte considerable de esos libros los tenía en francés y, cuando le era posible, la correspondiente versión al español. Supongo que para el caso de que su francés le fallara, o bien de que no confiara en la traducción. Tenía también títulos en inglés. Por ejemplo, de Shakespeare, Emerson, Pound y los Estilos radicales, de Susan Sontag. Poseía también algunos libros en italiano. Hay, por ejemplo, un tomo de Giambattista Marino, un poeta a quien llamaban el Góngora italiano. En una carta, se lo pidió a Rodríguez Feo cuando este estaba de viaje por Europa.
He copiado los fragmentos subrayados por Lezama. A veces tuve que escribir como un condenado, pero lo hice porque son interesantísimos. Ese muestrario conforma una verdadera antología de la literatura universal. Y solo con eso se puede armar prácticamente todo un libro. Hay otro campo de la base de datos donde estoy volcando toda esta información, y es que si Lezama se refiere explícitamente a una obra yo copio esas palabras y las asumo como un comentario que él hace sobre esa obra. Como yo le comenté a un amigo, es como hacer una edición crítica al revés. Porque en lugar de poner el texto de Lezama con una nota bibliográfica al pie, yo hago al revés: pongo la referencia bibliográfica arriba y la cita de Lezama como una nota al pie. El día que se acometa la edición crítica de sus obras completas, una buena parte del trabajo, en el sentido de las referencias bibliográficas, estará adelantada con la presente investigación.
Yo trato de ser objetivo y dejo mi subjetividad al margen. Solamente intervengo de modo explícito cuando es necesario, cuando yo creo que el trabajo va a ganar agregando alguna precisión, algo que enriquezca y estimule la lectura. Por ejemplo, en la biblioteca de Lezama hay unos cuantos libros muy menores, en su mayoría de poetas primerizos. El único valor que pueden tener viene dado por las dedicatorias. Si Lezama los leyó, no dejó huellas de eso. Cuando coinciden varios libros de ese tipo, el interés de mi trabajo afloja un poco y se puede volver repetitivo. Es ahí cuando yo considero oportuno intervenir, aclarando algún detalle: si la Biblioteca Nacional lo restauró, o bien si hace falta que lo restauren, si perdió alguna página. Anotaciones así, para que quede testimonio de que esos libros no escaparon a mi atención.
No quiero ponerme fechas para terminar
Pienso que el resultado de este trabajo tendrá varios bloques. El primero va a recoger las fichas bibliográficas ordenadas alfabéticamente por el apellido del autor. El segundo serán las notas a cada uno de esos libros. Seguirá un tercer bloque en el que todavía no me he metido a fondo, y que va a incluir una ficha biográfica muy sucinta de cada uno de los autores. Hasta donde he llegado, el libro tiene más de mil páginas, y calculo que faltan unos cientos más.
Finalmente, habrá un cuarto bloque con anexos disímiles que me parecen necesarios. Desde un plano de la casa de Lezama, indicando donde estaban los libreros; una relación, lo más precisa posible, de las librerías que él frecuentaba; un listado de los ocho o diez libros que yo he excluido, explicando las razones por las que lo he hecho. Imagínate que en el fichero de la Biblioteca Nacional había volúmenes dedicados a otras personas —por ejemplo, un ejemplar de Suite para la espera, de Lorenzo García Vega dedicado a Alfonso Reyes— y hasta un Tratado sobre aguas residuales. De igual modo, voy a incluir una lista de libros que yo extraño que no estén, libros que era obvio que Lezama tenía. En algunos casos, es pura intuición mía, así que tengo que ver cómo los voy a justificar.
Tú me preguntaste por las dedicatorias que más me impresionaron. En esos anexos voy a incluir las de Lezama a otras personas; las de otros autores a él van en el segundo bloque, con el resto de las notas. algunas de ellas. En el caso de las primeras, no hablo de las que tú recogiste en Cercanía de Lezama Lima, sino de otras. En un evento celebrado en 2016 en el Centro Dulce María Loynaz y en el que participé, la persona que me invitó me pidió que no dejara de leer algunas dedicatorias. Allí hablé de tres. La primera es de cuando la madre de Lezama le regaló un ejemplar del Quijote, cuando él solo tenía nueve años. Le escribió una dedicatoria apropiada, por supuesto, para un niño de esa edad, y a la que el tío Alberto también agregó una suya. Para mí, ese Quijote es como la piedra fundacional de la futura biblioteca de Lezama.
La segunda dedicatoria a la cual me referí fue la de Alejo Carpentier para la edición cubana de El Siglo de las Luces. Su peculiaridad es que ahí se da a entender que Carpentier leyó Paradiso antes de 1966, supongo que en manuscrito. Es una dedicatoria preciosa, con pentagrama musical incluido, al parecer de un fragmento de un canto ñáñigo. En el evento, pude mostrar esa dedicatoria en una foto. La tercera que leí fue la de Dulce María Loynaz al regalarle Jardín. A propósito de ese libro, Ángel Gaztelu dejó el testimonio de que esa fue una de las últimas lecturas de Lezama. A través de esas tres dedicatorias, yo quise dar tres momentos de su vida: la niñez, la madurez y la etapa final.
¿Para cuándo espero concluir este trabajo? Eso lo estaba conversando hace unos días con Roberto Pérez León. No quiero ponerme fechas, porque cada vez que lo he hecho me doy cuenta de que no puedo. Este libro va a estar conformado, para ser conservador, por más de 3.500 fichas y yo voy por 2 mil y pico. Te hablo de la digitalización. Por revisar aún me quedan unos 500 libros. Yo pienso que la revisión y la digitalización me ocuparán buena parte de lo que queda de este año. Tal vez termine para septiembre u octubre.
Yo estoy haciendo lo indecible. Trabajo como un benedictino, tanto en la Biblioteca Nacional como en mi casa. Llevo ya siete años en esto y estoy loco por terminar. Pero no todo depende de mí, aparte de que es un trabajo para haber sido realizado por un equipo y lo estoy haciendo yo solo. Incluso las dos computadoras que tenía antes de iniciar esta investigación se me rompieron. Vine a tener una de nuevo en agosto de 2016. Luego vino el problema de en qué programa volcar toda esta información. Probé con varios, pero no soy experto en informática y tampoco conozco una persona que me diga: tienes que ir por aquí. Estuve varios meses halándome los pelos, con una computadora, pero sin poder hacer nada. Hasta que finalmente di con un programa que sí es muy bueno para esto. Empecé a digitalizar el 26 de diciembre de 2016, y desde entonces he pasado, con este nivel de exhaustividad, 2.800 entradas. Esto sin abandonar el trabajo de revisión de los libros en la Biblioteca Nacional.
Por otro lado, tengo además otras dificultades. Los libros que pude consultar en la Casa Museo de Lezama, los revisé de forma muy atropellada. Esas fichas, por tanto, no están realizadas con el rigor y la exhaustividad con que he hecho las otras. Más bien las notas, pues las fichas sí están completas. En la Casa Museo se me quedaron unos 300 libros por revisar. Allí hay títulos que son importantes y espero poderlos revisar y anotar. Es imprescindible para terminar mi trabajo.
Publicación original en Cubaencuentro.
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