Armando Valdés-Zamora: Diez años sin Juan Arcocha
–Au revoir Madame.
Estas fueron las palabras con las que el escritor Juan Arcocha se despidió del mundo la mañana soleada del 7 de mayo de 2010 en el hospital de la Salpêtrière en París. Me lo contó, al verme inmóvil ante la puerta de la sala donde había muerto Juan, la enfermera guadalupana que en una bolsa plástica me trajo el piyama, las pantuflas y los espejuelos de mi amigo, al tiempo que añadía a manera de despedida: “Ese señor fue elegante hasta el último momento”.
Juan me había puesto una trampa la semana anterior a su muerte. Acostumbrado a visitarlo con frecuencia al hospital, me había pedido que no lo hiciera la semana siguiente a mi última visita. El argumento era creíble, lo cambiarían de sala para hacerle unos análisis antes de mandarlo a casa por haberse recuperado. Y era cierto, lo de cambiarlo de sala, no el resto. Quise comprobarlo sin avisarle antes de despedirme por una semana de él: para mi asombro estaba en otro pabellón del hospital y sin conexión alguna a equipos médicos que midieran la evolución de su estado. Mentía Juan en lo de su mejoría. En realidad se las había arreglado (nunca sabré de qué manera) para que detuvieran los controles y la diálisis, y se precipitara de esta manera un final que sabía irremediable.
De pie, en medio del patio arboleado del hospital de la Salpêtrière iluminado por el sol sorpresivo de una mañana para otros esplendorosa, me sentí el hombre más solo del mundo.
Juan que se burlaba de las situaciones dramáticas y que creía con júbilo en la existencia de otras vidas, me hubiera soltado una sonora carcajada de verme, desamparado, garabateando un lamento por su desaparición. Busqué entonces el consuelo de un último recuerdo compartido y éramos felices en esa ignorada despedida. Él y yo habíamos pasado un buen momento de regocijo la última vez que nos vimos por la coincidencia de algo que nos unía en secreto: la celebración de la literatura.
Yo le llevé al hospital a Juan la portada del libro que reunía mis poemas escritos en París y que se publicaría en Madrid, además el contrato que enviaba desde La Habana la escritora y antigua alumna suya Mirta Yañez, para que se publicara por la editorial Letras Cubanas una redición de su novela Los baños de canela. Conservo para mí solo el original de su firma temblorosa sobre el contrato de edición, sin sospechar entonces, desde la inocencia forzada que nos reserva en esos casos la esperanza, que sería la última vez que nos veríamos en esta vida.
Parado yo junto a su cama, y en un momento en que recobraba su lucidez después de varios días inconsciente, Juan me hizo enumerar y contar los títulos de cada uno de sus libros publicados. “Diez novelas y uno de ensayo”, concluí. Su respuesta necesitaría mi confirmación: “No está mal, ¿verdad?” Semanas antes de enfermarse Juan había manifestado una satisfacción más rotunda al leer la nota de contraportada firmada por Abilio Estévez en la edición de Verbum de su última e intrigante novela Un tiburón vegetariano, que él dedicara a su gran amigo Guillermo Cabrera Infante.
En dicha nota, entre otros elogios, Abilio consideraba a Juan un moralista “a la manera de Piñera, que es quizá la manera heredada de Baudelaire”. Exultante a la sola mención de esa cita escrita además por un escritor al cual admiraba y que habíamos descubierto juntos, Juan desbordaba nuestros dos vasos de whisky con hielo (dos cubos él, tres yo) sin dejar de obviar su rol de Maestro: “Esa es una opinión de escritor, no de profesor”. Era una de sus maneras de ejercer su magisterio sobre mí; reprocharme lo que él llamaba tiempo perdido para la creación, mi insistencia por escribir artículos y ensayos universitarios.
De esta manera a veces hasta infantil celebrábamos ambos, todos los domingos a las 5 de la tarde, en esa isla resplandeciente de plantas tropicales, cuadros y obras de arte que era su apartamento, nuestras pretensiosas vanidades. Una manera de existir abrazados a la fe de tener que dejar, por escrito, el testimonio de nuestra presencia de cubanos desterrados en Francia.
Por cuenta propia
Un día que terminé uno de mis cursos me fui al hospital a saber cómo andaba Juan. Estaba dormido, inconsciente. Me iba a ir cuando un médico, al parecer el jefe del turno de esas horas, se me acercó para preguntarme si yo venía de parte de la embajada de Cuba. Mi sorpresa momentánea no podía ser mayor, pero me di cuenta que mi atuendo (llevaba traje y corbata) y los posibles signos reveladores de mi origen (el acento y el físico) unido a una probable búsqueda de la identidad de Juan, habían precipitado a este hombre curioso a indagar sobre la identidad de su paciente.
–Hemos podido saber que el Sr. Arcocha fue diplomático e intérprete de Jean Paul Sartre.
A Juan lo perseguían hasta el fastidio esas dos atribuciones que el azar puso en su camino y que difícilmente abordaba en conversaciones privadas. La de haber pertenecido al régimen cubano y ser el guía de Sartre y Simone de Beauvoir durante el primer viaje de ellos a Cuba.
En 1955 Arcocha se fue de Cuba para estudiar en la Sorbona en la cual se graduó de una licenciatura de literatura francesa que lo avalaba para ser profesor de francés en La Habana. Esta experiencia le dejó dos obsesiones que lo acompañarían el resto de su vida: la admiración por Francia (¿cómo vivir sin leer Le Monde los domingos? me contaba sonriente que se preguntaba en La Habana), así como su persistencia por hablar un francés perfecto.
Este capricho lo hacía implacable en sus juicios sobre el francés de los cubanos, otra de sus maléficas pasiones. Cuando le preguntaba, por ejemplo, cómo era el francés de Sarduy con quien en una época acostumbraba desayunar en el Quartier Latin, Juan saltaba de su sillón con el vaso de whisky en la mano derecha y el dedo índice de su mano izquierda apuntando hacia mí: “De regular a malo…más o menos como el tuyo”. Mi amigo no me perdonaba lo que consideraba mis errores fonéticos. Por esa razón durante varias semanas me impuso la tarea de leerle en su casa y en alta voz el discurso de defensa de mi tesis de doctorado sobre Lezama Lima en la Sorbona. Estuvo en el público el día de mi presentación. Al ir a saludarlo en una pausa le pregunté que le parecía como estaba quedando todo, a lo que Juan se precipitó a lanzar como respuesta: “Todo perfecto…menos tu francés…hemos perdido semanas de trabajo”.
Juan regresó a Cuba en 1958 y como muchos otros intelectuales se unió al entusiasmo por la revolución castrista. Su antigua amistad con un estudiante de la facultad de Derecho en la cual estudió nombrado Fidel Castro, hicieron el resto. Lo que más se conoce de su vida pública data de esos años: corresponsal del periódico Revolución en Moscú, intérprete de Sartre y Beauvoir, agregado de prensa en la embajada cubana de París (compartiendo allí labores con un tal Alejo Carpentier), y también un autor de éxito. En 1962 apareció el que fuera su único libro publicado en Cuba, la novela Los muertos andan solos que se adaptó a la radio y tuvo varias ediciones.
Por cuenta propia -que sería el título de su segunda novela sobre sus días moscovitas-, Juan corrió el enorme riesgo de exilarse en París en la época de revoluciones y con Cuba de moda en todos los salones intelectuales. No sin antes dar un último viaje a la isla para despedirse y advertir a las autoridades para la cuales trabajaba que, esta vez, no habría regreso; Juan tocó a muchas puertas que se le cerraron. Terminaría por conseguir un contrato en la sede de la ONU en Ginebra y lograría alquilar un estudio en esta ciudad suiza en el que acogió a Calvert Casey cuando éste decidió exilarse.
Su condición de poliglota –dominaba el inglés, el francés, el ruso y el italiano– le permitiría a Arcocha trabajar sucesivamente en múltiples organismos internacionales como la ONU, la UNESCO y la FAO y viajar por todo el mundo. “Escribí mis novelas en aviones, trenes, hoteles y estaciones de autobuses”, le gustaba contar sin disimular su orgullo.
Fue el encarcelamiento de su amigo el poeta Heberto Padilla, lo que provocó la ruptura definitiva en 1971 de Arcocha con el gobierno cubano.
A contracorriente y viceversa
Creo que a todos nos rodea alguna vez la misma pregunta: ¿cómo se conciben, ordenan y se escribe las historias literarias? Si a esta pregunta podemos responder describiendo innumerables conjeturas, lo cierto es que las jerarquías que estas historias imponen son casi siempre acatadas y repetidas. Esto siempre me viene a la mente al pensar en la obra de escritores como Juan Arcocha.
La primera causa del desconocimiento o del olvido entorno a sus libros parece, desgraciadamente, evidente. Como mismo Juan me contaba que se quedó sin amigos por razones ideológicas al decidir no trabajar más para el gobierno cubano, se cortaron también sus vínculos con ciertos círculos literarios y editoriales.
La segunda razón es la propia literatura de Arcocha. Sin pretensiones de inscribirse en grandes corrientes de moda en las épocas de sus escrituras (boom latinoamericano, realismo mágico, real maravilloso, neobarroco, etc) las novelas de Juan se caracterizan por abordar temas intimistas. En sus libros se juega con divertidas tramas psicológicas y esotéricas, sus personajes se desplazan por espacios europeos y paisajes urbanos, y se insiste en un tono festivo casi siempre expresado a través de diálogos que se superponen y de la mirada lúdica de un narrador en primera persona, sin que por esta razón se cuente algo testimonial o realista.
El tercer motivo fue la propia personalidad de Arcocha, su regocijo íntimo por vivir apartado de los salones y cocteles. Haberlo escuchado hablar con melancolía de sus viejos amigos de los años 60 –Guillermo Cabrera Infante, Calvert Casey, Heberto Padilla, Carlos Franqui, entre los exilados, y Pablo Armando Fernández, Humberto Arenal, Jaime Sarusky, entre quienes se quedaron a vivir en Cuba-,me lleva a conjeturar que al no poder compartir de nuevo la misma vivencia colectiva que lo rodeó al comenzar a escribir, Juan se refugió en las soledades que propicia el exilio hasta llegar a proclamarse satisfecho con su aislamiento.
A pesar de todo esto algunos libros de Juan publicados fuera de Cuba tuvieron cierto éxito en España, y su nombre circuló en algunos medios por ser autor de novelas de ficción políticas todas en diferentes momentos reeditadas. En La bala perdida (Plaza Janés,1973) se cuenta una intriga con matices policíacos en la embajada de Cuba en París al mismo tiempo que rinde homenaje a Proust en su centenario. Operación viceversa (Ediciones Erre, 1976) narra la tentativa insólita de la CIA de deshacer un plan soviético para asesinar a Fidel Castro, mientras que en la deliciosa Tatiana y los hombres abundantes (Argos Vergara, 1982) dedicada a Virgilio Piñera, una rusa ex amante de Stalin desembarca en La Habana convencida de poder civilizar, por el refinamiento de un salón de té, a los hombres cubanos y a la nueva clase política. “Si Flaubert dijo: Madame Bovary c’est moi, yo puedo decir la misma cosa de Tatiana: Tatiana soy yo”, me dijo un día Juan en una de mis visitas dominicales a su casa, y como tal lo reproduje en mi prólogo a la redición de 2007 de la editorial madrileña Verbum.
Hay que creer que en algún momento del porvenir aguarda la literatura de Juan Arcocha por lectores curiosos y estudios merecidos que pongan sus novelas en los estantes de sus catálogos.
Au revoir Monsieur
Me veo de nuevo caminando por el patio del hospital de la Salpêtrière con la bolsa que contiene las últimas pertenencias de Juan entre mis manos, cuando otra enfermera –cosa excepcional en París- me llama a gritos a mis espaldas. Me doy vuelta y la veo indicarme una ambulancia que pasa ante mí y se pierde de mi vista hacia un lugar que después supe era la morgue. “En esa ambulancia va su amigo el Sr. Arcocha”, alcancé a escuchar que me decía a medida que me acercaba a ella, y antes de darme media vuelta para, de alguna manera, despedirme de mi amigo Juan.
Al día siguiente era sábado y feriado; el 8 de mayo se celebra en Francia la firma del armisticio de la segunda guerra mundial. Aunque logré tomar cita para pasar por la morgue el lunes siguiente, me negué al final a ver los restos de Arcocha. Prefería recordarlo como cada domingo a las 5 de la tarde cuando al abrir la puerta repetía nuestra contraseña: “Caballero… adelante”, antes de pasar revista a los chismes entonces actuales que integrarán un día mis memorias, y brindar con dos vasos de whisky con hielo (dos cubos él, tres yo) levantados desde su terraza hacia el cielo de París.
Publicación original en ‘La balsa de la medusa’
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