Juan Abreu: Muerte de Arenas
El siete de diciembre de 1990, en un pequeño apartamento en Hell Kitchen, murió Reinaldo Arenas. Estaba enfermo de Sida y resistió (neumonías, herpes, infecciones micobacterianas, linfomas, síndrome consultivo del Sida, histoplasmosis, isosporosis, bronquitis, esofagitis, sarcoma de Kaposi) hasta concluir El color del verano, la gran novela de la Revolución Cubana, pieza fundamental de su pentagonía. Cinco novelas autobiográficas, en el sentido de que un gran escritor sólo escribe sobre sí mismo. Reinaldo resistió hasta terminar lo que, en mi opinión, es su obra maestra, y aún dictó, pues ya no podía escribir, su famosa autobiografía Antes que anochezca. Resistió heroicamente. Su caso es la mayor muestra de heroísmo en nombre de la literatura de un escritor cubano de cualquier época. Pero. Cuando la situación se hizo insoportable y su rostro se convirtió en una máscara tétrica (hay una foto de ese período, que aún me cuesta mirar), se tumbó en el viejo sofá y, entre sorbo y sorbo de whisky, se tragó un cóctel de pastillas.
En ese momento, lo acompañaba un buen amigo al que pidió que, en ningún caso, lo dejara despertar del sueño de alcohol y píldoras en el que se sumergía. Al rato, entró en un letargo y su respiración se hizo fatigosa. Sin embargo, su deteriorado cuerpo se negaba a detenerse. Entonces, la mano amorosa del amigo cogió una bolsa de plástico que tenía a mano por si fuera necesario, y le cubrió el rostro firmemente hasta que el escritor dejó de respirar. Quién tuviera un amigo así llegado el momento.
No sé si nevaba ese día en Manhattan, pero cuando pienso en la muerte de Arenas, cada vez que imagino ese momento en que se extingue su imaginación portentosa, veo que nieva sobre la ciudad. Será porque la nieve al caer es lo más triste del mundo.
Otro siete de diciembre, pero de 1896, en la finca San Pedro, en las afueras de La Habana, moría el mayor general Antonio Maceo. Lo mató un balazo que le cortó la carótida mientras cabalgaba al encuentro de las tropas españolas. Su fiel ayudante, Panchito Gómez Toro, se negó a abandonar el cuerpo abatido de su jefe y murió junto al Titán de Bronce, que así llamaban a Maceo por su imponente estampa y arrojo militar. Antonio Maceo encarna la gallardía masculina y el valor del gran macho dominante cubano que, machete en mano, carga contra el enemigo y afronta sin miedo la muerte.
Siempre me he preguntado si Arenas escogió el día de su muerte pensando en que coincidía con el día de la muerte del Titán de Bronce. ¿Una coincidencia inadvertida? No lo creo. Es prácticamente imposible que Arenas pasara por alto que iba a morir el mismo día en que lo hizo el gran macho alfa de la Historia de Cuba, emblema varonil de la dignidad tribal cubana. ¿Una burla? ¿El maricón mayor de la literatura cubana, cara a cara, cada siete de diciembre, con el macho por excelencia de la Historia de Cuba? Reinaldo era muy burlón. Me inclino a pensar que fue su última gran burla. No olvidemos que dijo que quería ser recordado como un espíritu burlón.
Reinaldo Arenas era un hombre ligado a su país de origen, y escribió en abundancia sobre la historia de la isla y sobre una supuesta idiosincrasia cubana. Hasta el final, se consideró atado a su lugar de nacimiento y al borde de la muerte dedicó su carta pública de despedida a ese tema. Llegó a decir que fuera de Cuba, en el exilio, era un fantasma. Yo lo conocí bien en el exilio y nunca me pareció un fantasma. Todo lo contrario. Pocas personas he conocido más vivas. En esto se equivocaba, donde fuimos siempre fantasmas fue allá. El lugar donde uno nace carece de importancia. El árbol de la infancia no es más que otro árbol que alguien tala tarde o temprano. Lo importante es el lugar donde uno muere, y lo larga y fructífera que haya sido su huida. Pero. Esta relación de Reinaldo con Cuba y su historia, su patriotismo, hace imposible que fuera casual que su suicidio coincidiera con el día en que murió Antonio Maceo.
En el mundo literario cubano posterior al triunfo de la Revolución castrista, Arenas fue el gran macho indiscutible. Ningún escritor cubano se enfrentó con la obstinación y la valentía de Arenas a las fuerzas enemigas de la libertad creadora, de la libertad a secas, a las fuerzas de la censura y, sobre todo, y esta es la mayor victoria a la que puede aspirar un escritor bajo una dictadura de izquierda (las peores), creó un opus único, extraordinario, mientras sufría el implacable asedio de esa dictadura. Ningún escritor cubano creó en Cuba, después de 1959, en un desigual combate con las fuerzas del oscurantismo reaccionario castrista, una obra de la magnitud la singularidad la originalidad y la riqueza de la obra de Arenas. Todos los demás, Lezama Lima, Cabrera Infante o Virgilio Piñera, por sólo mencionar a los más importantes, pactaron o colaboraron en algún momento con el régimen, o fueron aplastados sin pelea por la vulgaridad del castrismo. Sólo Arenas combatió, se negó a doblegarse y sufrió las consecuencias sin hacer concesiones a los encapuchados de siempre, como gustaba llamar a las fuerzas de la cultura oficial castrista. La policía cubana confiscaba sus manuscritos y él volvía a escribirlos. Una y otra vez. Y estamos hablando, en el caso de Otra vez el mar, de una novela de más de quinientas páginas.
No hay ningún escritor de la talla de Arenas en la literatura de los llamados hijos de la Revolución. No hay nada que pueda compararse al esplendor de la literatura de Arenas en lo que ¡durante más de medio siglo!, han producido los llamados hijos de la Revolución. Sin libertad no hay gran literatura. Los sumisos, los oportunistas y los cobardes sólo pueden hacer literatura sumisa, oportunista, y cobarde. La grandeza elude a los pusilánimes.
Agradezco muchas cosas a Arenas, pero la más importante, es que gracias a él nunca fui “revolucionario”, nunca creí las monsergas de la Revolución fidelista. Gracias a él asumí que mi papel como escritor era el de enemigo de aquella Revolución, el de enemigo de los redactores, racionalizadores, propagandistas, ilustradores y musicalizadores de los crímenes e injusticias de aquella Revolución. Nunca albergué esperanzas acerca del carácter de la Revolución, y nunca pensé que era posible “democratizar” el régimen desde dentro. No se democratiza una banda de mafiosos.
Ahora, mientras escribo, lejos de los escenarios que compartimos en la isla donde nacimos y a la que nunca regresaré, recuerdo que alguna vez fuimos jóvenes, y nos reuníamos entre la maleza de un parque cerca de La Habana a leer nuestras obras. En alguna ocasión, concluida la lectura, fantaseamos con el suicidio. Una vez termináramos de escribir nuestros libros, convocaríamos una conferencia de prensa y nos mataríamos de un disparo. Pensábamos que sería algo hermoso. Naturalmente, este suicidio tendría que llevarse a cabo una vez hubiéramos escapado de la isla. En la isla no había ni hay prensa libre a la que convocar y a las armas sólo tienen acceso los testaferros del régimen. Éramos jóvenes, muy jóvenes, aún no sabíamos que no hay nada hermoso en la muerte, que la muerte es la Gran Fealdad.
El próximo día siete de diciembre se cumplirán treinta años de la muerte de Reinaldo Arenas. Y a mí, que lo quería, para recordarlo nada me parece mejor que leer uno de sus poemas, escrito en 1975, mientras cumplía condena en la Prisión del Morro. Un poema que nos habla de su voluntad de vivir manifestándose y de su voluntad de combatir y vencer a sus enemigos más allá de la oscura tumba en la que ya nunca conseguirán encerrarlo:
Ahora me comen.
Ahora siento cómo suben y me tiran de las uñas.
Oigo su roer llegarme hasta los testículos.
Tierra, me echan tierra
Y piedra
Que me cubre.
Me aplastan y vituperan repitiendo no sé qué aberrante resolución que me atañe.
Me han sepultado
Han danzado sobre mí.
Han apisonado bien el suelo.
Se han ido, se han ido dejándome bien muerto y enterrado.
Este es mi momento.
Tomado de El Mundo
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