Vicente Echerri: Germán Puig o de la encantadora persuasión
En días atrás, mientras paseaba por Florencia con un amigo italiano que hacía pasar fácilmente por mi nieto, me preguntaba qué podía explicar esa «amistad» con alguien que estaba exactamente en las antípodas de mi mundo: ni afinidades literarias (el individuo no lee), ni artísticas (no estaba dispuesto a pagar para entrar en los extraordinarios museos de esa ciudad), ni musicales (gusta del rap), ni maneras de comportarse ni de vestir (va a lo hip-hop y empuña torpemente los cubiertos). Ni que decir que no mediaba entre nosotros ninguna otra «relación» que no fuera fraterna e inocente. ¿Qué, pues, justificaba mis andanzas con alguien tan distinto a mi persona? Solo la encantadora persuasión de Germán Puig, que falleciera en Barcelona en enero de 2021 a un mes de cumplir los 93 años.
Conocí a Germán a poco de llegar yo a Madrid en octubre de 1979, en casa del cineasta Roberto Fandiño que fue la primera persona en acogerme en esa ciudad. Germán tenía entonces 51 años, pero podía pasar fácilmente por un hombre de 35, de una vitalidad nada fingida. Lo que más me impresionó de ese primer encuentro fue su capacidad de convertirme en el centro de su atención, de mostrar un genuino interés por alguien absolutamente desconocido y de expresar ese interés con una convincente vehemencia. En muy poco tiempo, ya él tenía opiniones —y hasta planes— sobre mi persona y mi escaso trabajo literario, entonces aún inédito. Me impresionó también el timbre de su voz, grave y acariciador a un tiempo, que lo convertía en un interlocutor extraordinario.
Días después coincidíamos en París, ciudad en la cual había vivido intermitentemente durante muchos años, desde aquel primer viaje, apenas salido de la adolescencia, cuando su entusiasmo por el recién fundado Cine-Club de La Habana lo llevara a encontrarse con Henri Langlois, el director de la Cinémathèque Française, quien, seducido por el empuje de este jovencito caribeño, le había abierto los archivos de la institución y le había empezado a prestar filmes originales, que Germán enviaba a sus amigos a través de la valija diplomática de la embajada cubana, cuyo titular, Héctor de Ayala, había estado al frente de la misión de Cuba en Francia desde los años 30 y quien, gracias a la inmensa fortuna de su mujer, tenía una posición social cimera en la sociedad parisiense.
Fue en París, en esos años pobres de la posguerra, que Germán descubrió un día, en uno de los puestos de libros viejos a la orilla del Sena, unas fotos de adolescentes desnudos que lo deslumbraron. Las fotos no estaban firmadas y, por el dorso, algunas de ellas solo tenían una breve inscripción a lápiz en que podía leerse: «Taormina 1900». Tiempo le tomaría descubrir que se trataba de originales de Whilhelm von Gloeden, uno de los pioneros del desnudo masculino que, a fines del siglo anterior, había tomado de modelos a unos cuantos muchachos de una comuna siciliana próxima al estrecho de Messina. Esos originales, que compró por casi nada, serían los primeros de su colección del fotógrafo alemán que habría de vender bien en Nueva York más de 30 años después, así como el inicio de su propia vocación por el desnudo masculino en el que habría de alcanzar innegable maestría.
Pensó quedarse en Francia, donde todo lo seducía, pero sus amigos cubanos, Néstor Almendros y Guillermo Cabrera Infante entre ellos, lo reclamaban en La Habana, a la que regresó un día en barco, lleno de pintorescas ilusiones sobre la estampa de esa ciudad que su imaginación se había encargado de magnificar con una prestigiosa decadencia de índole colonial de tonos sepia y pastel sobre un atenuado fondo musical de danzas (de Saumell) y otros ritmos tradicionales. Lo sorprendió, a su llegada, con porte de europeo refinado, el calor sofocante de Cuba y la estridencia de una banda de negritos desarrapados que bailaban junto al muelle coreando un estribillo bárbaro: «maringá, maringá».
El Cine-Club —que a instancias de Langlois habría de convertirse en la Cinemateca de Cuba (ya que la Cinémathèque Française sólo podría intercambiar filmes con una institución homóloga) era una empresa casi menesterosa que aquel grupo de entusiastas cinéfilos había creado a contrapelo de la realidad sin apoyo oficial o privado. Con el recaudo de unos cuantos abonados, alquilaban, en un principio, un salón en un edificio de La Habana Vieja con medio centenar de sillas (alquiladas también) donde proyectaban los filmes que Germán había enviado durante su estada en París y de lo que ahora alguien más se ocupaba. El conducto seguía siendo la valija diplomática de la embajada cubana en Francia por donde venían las películas y por donde, puntualmente, eran devueltas. El profesor José Manuel Valdés Rodríguez, comunista que ostentaba la cátedra de Cine de la Universidad de La Habana (acaso por su relación con la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, que había empezado a prestarle su sede a la Cinemateca) intentó secuestrar esos envíos, pero Langlois intervino para afirmar que él les prestaba las películas a los jóvenes de la Cinemateca de Cuba y no a ninguna otra institución, gestión que logró que esté embrión siguiera existiendo.
Germán era el genio alegre de ese grupo, con el prestigio añadido de que había vivido en París y hablaba francés con fluidez y tenía la mundanidad de que carecían sus colegas. En aquella Habana que vivía una época de gran prosperidad, no tardó en encontrar empleo en el mundo de la publicidad y como profesor de idiomas (también hablaba inglés) y ocasionalmente de fotógrafo. Tenía auténtica curiosidad por todas las novedades que pudieran producirse en el mundo del arte y la literatura; sin embargo, a diferencia de la mayoría de sus amigos, no tenía simpatías por la izquierda. La sola idea del socialismo le parecía de una insoportable plebeyez. Él había sido pobre toda su vida, pero aspiraba a dejar de serlo. No encontraba nada digno en las consignas y reivindicaciones de la clase obrera. Aspiraba a medrar y a ascender en aquella sociedad que ofrecía tantas oportunidades, sin contaminarse con ninguna ideología de manual, Para sus amigos era un reaccionario, aunque querido. Él creía llevar el triunfo en los talones.
L’aurora di bianco vestita
Había nacido en Sagua la Grande en 1928 y recordaba —o contaba— muy poco de su infancia. Por sus parcos relatos, deduje que no era hijo legítimo (aunque su padre le hubiera dado el apellido). Él lo recordaba como un «judío» huraño que presidía algunas veces la mesa familiar, pero que no siempre estaba en la casa, lo cual me hace pensar que su madre era la amante de ese hombre seco que ocasionalmente ejercía de padre con alguna severidad. Él no tenía recuerdos de Sagua (al menos que quisiera compartir). Su madre debe haberse mudado a La Habana cuando él y su hermana eran aún niños, a una casa de la calle Reina donde también había abierto una pequeña tienda —de encajes, botones, etc.— en la que no creo que él llegara alguna vez a intervenir. Era naturalmente un aristócrata para quien cualquier trabajo que exigiera esfuerzo corporal era un descrédito. A los 17 años matriculó Pintura y Escultura en la Academia de San Alejandro
A Néstor Almendros le asombraba que en Cuba —donde podía verse cine de todo el mundo— no hubiera surgido un cine propio que valiera la pena. Los fundadores de la primera cinemateca cubana creyeron que tenían el deber de producir algún cine autóctono. Contaban con referentes y con mucha imaginación, pero muy pocos recursos para hacer frente a un arte de suyo tan costoso. Su primer ensayo, en 1952, fue un corto llamado Sarna, basado en un relato de Edmundo Desnoes, que se había sumado con entusiasmo al grupo. Desnoes mismo hacía de actor y era seguido por una cámara hasta un baño público donde lo filmaban sentado en un retrete. Supongo que estos aficionados querían acercarse al neorrealismo italiano, que ya empezaba a tener nombre, pero el resultado —cuando revelaron los rollos— fue lamentable: todo el proyecto no rebasaba lo grotesco. De esa época es una suerte de noviazgo platónico entre Desnoes y Germán, quienes solían sentarse a ver la televisión tomados de la mano. La historia es cierta porque los dos, en momentos distintos, me la contaron. Era la época también en que Desnoes se sentaba a los pies del maestro (Lezama) que se entretenía en acariciarle la cabeza.
Pero, en verdad, el gran amor de Germán en esos años fue Ricardo Vigón, que se quedó en París cuando él volvió a La Habana y quien fuera su cómplice en el proyecto de Cine-Club y cofundador de la primera Cinemateca de Cuba en 1951. Era un ser frágil y delicado al que animaba, en opinión de todos los que lo conocieron, una empatía natural por los demás, una manera dulce de ser. Tenía una auténtica vocación por el cine que nunca se concretó en la dirección o la producción de una película, pero se trataba de un verdadero connaisseur y de un crítico nato. Una noche en que ambos habían ido a Regla o Casablanca para ver La Habana desde la otra orilla de la bahía, Germán logró vencer la resistencia de Ricardo y se consumó, aunque torpemente, el acto sexual entre ambos. Pasada la petite mort, Ricardo se sintió tan confundido que comenzó a sollozar, a lo que Germán, no sabiendo qué hacer o cómo castigarse, tomó una piedra del suelo y se golpeó con ella la cabeza produciéndose un descalabro. La relación carnal no volvió a repetirse, pero en el ánimo de Germán pervivió esa pasión durante largo tiempo. Vigón moriría joven, en 1960, cuando ya Germán llevaba varios años fuera de Cuba, y su fallecimiento lo registró como una gran pérdida personal. Sin embargo, Vigón habría de aceptar de un mulato cubano el amor que Germán no pudo o no supo darle. Conocí a este hombre a mediado de los años 80, en ocasión de una temporada que Germán vivió en Nueva York y a quien le contó, en mi presencia (y en la de su mujer que era enfermera de un asilo de ancianos), como había acompañado y cuidado a Ricardo hasta el ultimo día, y cómo este había muerto en sus brazos.
Por ese tiempo en que se atareaba en muchas cosas, en aquella Habana donde se demolían las viejas casonas del Vedado para levantar edificios de apartamentos y oficinas, Germán conoció a Adoración González de Chávez, una mujer algo mayor que él, que revoloteaba en los círculos intelectuales. No era bonita, pero no le faltaba gracia y tenía lindas piernas (detalle que Germán siempre solía destacar en las mujeres que le atraían). No sé si ya en ese momento Adoración se había convertido en amante de Manuel Moreno Fraginals, relación que comenzó en la Biblioteca Nacional (cuando todavía estaba en el Castillo de La Fuerza) y que, con altibajos, se prolongó hasta la muerte del autor de El ingenio. Pienso que sí, y que el amantazgo lejos de desalentar a Germán debe haberle servido de acicate para conquistar a aquella mujer con quien se casó en 1954 (¿?). Esta fecha es aproximativa, pero Adrián, el hijo de ambos, nació en 1955 y se quedó solo con su madre en Cuba cuando Germán partió en 1957 para no regresar. Madre e hijo se le unieron varios años después por el tiempo en que él había dejado París para radicarse en Madrid donde había encontrado grandes avenidas a su labor publicitaria.
En ese tiempo en que prolongaba su soltería como «estudiante», huésped del Pabellón de Cuba de la Cité Universitaire (que sirve para perpetuar el nombre de la filántropa cubana, Marta Abreu de Estévez), tuvo un sueño que me contó muchos años después. Soñó que volaba y que, desde el aire, veía una playa y gente de rostros latinos mientras él, en lo alto, cantaba «L’aurora di bianco vestita». Al despertar, intentó coordinar los elementos de su sueño: el mar, gente de rostros latinos y l’aurora di bianco vestita no podía ser otra cosa que Venecia. Y esa misma mañana compró un boleto de tren y se fue a Venecia para irrumpir en la plaza de san Marcos cantando la canción de su sueño. Poco después se hizo amigo de los condes de Robilant y en la biblioteca de su palacio veneciano enseñaba a bailar al joven Tinca, en plantillas de medias, aquel ritmo que se había puesto de moda entonces en Cuba, el sucu sucu, que no habría de sobrevivir mucho tiempo y que, en la práctica, no tuvo más que un número: «Ya los majases no tienen cueva, Felipe Blanco se las tapó…».
En esa década, amplía considerablemente su círculo de amistades en Francia. Galeristas, pintores, editores engrosan la nómina de las personas que frecuenta. Es el tiempo en que llega a ser íntimo de Leonor Fini, la pintora y diseñadora ítaloargentina que vivió la mayor parte de su vida en París y quien le abre las puertas de muchas casas. Aunque nunca me lo confirmó, yo sospecho que puede haber sido uno de los amantes ocasionales de la artista, que fue una precursora del poliamor y a quien Germán le hizo numerosas fotos. Ella lo reciprocó con un retrato suyo y otras obras que él debe haber vendido en algún momento de premura económica. Por el tiempo en que yo lo conocí, de la amistad con la Fini solo parecía pervivir el prestigio de lo pasado.
En 1969, cuando François Truffaut filma La sirena del Mississippi, protagonizada por Catherine Deneuve y Jean Paul Belmondo, a Germán le ofrecen un puesto de asistente de fotografía. Podría decirse que era una magnífica oportunidad luego de varios años de incertidumbre, pero, a punto de iniciarse la filmación, conoció a un gitano, cuya belleza y atributos él, según su costumbre, solía magnificar y con quien, abandonando todos sus compromisos, se marchó a una suerte de expedición por las islas griegas. Hay un testimonio fílmico en que puede verse a ambos desnudos en una de esas playas del Egeo. El gitano, aunque joven, era oligospérmico, lo cual significaba que, al eyacular, no producía más que una gota de semen. Este defecto, lejos de disminuirlo a los ojos de su amante, Germán lo resaltaba como una rara excelencia: su empresa sexual no producía más que «una perla».
Entre París, Madrid y Barcelona habría de transcurrir su vida en los próximos años. En aquel Madrid de las postrimerías de Franco ganó mucho dinero en la publicidad, sobre todo de empresas de viajes y turismo que acrecentaban su pertinencia, al tiempo que seguía cultivando la fotografía en un desnudo masculino que intentaba rescatar la estatuaria griega. Él creía, sin embargo, a diferencia de los griegos, que los genitales debían destacarse, no disimularse, que era mejor si el falo se mostraba enhiesto, en su mayor gloria. Esto le acarreó denuncias de pornografía, todavía severamente castigada en la España franquista, y se vio precisado a regresar a París, donde imperaba un clima más liberal, pero donde su talento publicitario tenía menos demanda. Volvía a ganarse la vida precariamente.
Cuando nos conocimos en octubre de 1979, ya él estaba de regreso en España, sin quitar su apartamento de París, e intentaba abrirse paso en la sociedad postfranquista, pero era obvio que había perdido sus viejas conexiones y que ahora se enfrentaba a una competencia desleal. Ya él no era el innovador de una década atrás: una legión de muchachos emprendedores le disputaba su lugar. En ese momento tenía como proyecto principal, además de ganarse la vida, publicar uno o dos libros con sus fotos de desnudos, de las cuales ya había tenido una exposición en París. Su porte de gentleman no hacía pensar que estuviera pasando por una situación difícil en la cual se veía obligado a hacer verdaderos malabarismos con el dinero.
Cuando coincidimos en París, ciudad que él conocía a fondo, le encantaba descubrirme sitios: restaurantes, iglesias, teatros, museos, casas de lenocinio… La primera vez que entré en un sauna licencioso lo hice con él. Yo, con la timidez del provinciano que nunca se ha visto expuesto a estas termas de perversión, y él con el desenfado del que ya está de regreso de todas partes. Germán se comportaba como un voyeur. Se acercaba a algunas parejas que se disponían a fornicar en medio de los intensos vapores y les ofrecía sus servicios de «mamporrero», nombre que tienen los que ayudan al ayuntamiento de toros y caballos en las haciendas ganaderas. Lo más decadente que viera esa noche fue una piscina de riñón en torno a la cual, echados en tumbonas, unos señores rollizos y mayores tenían a la mano cestas de melocotones maduros que les lanzaban a unos adolescentes que nadaban desnudos y que competían, como delfines, por atrapar las frutas con la boca.
Por esos días, recuerdo que una amiga de Germán, de nombre Evelyn y con título de condesa (de la antigua nobleza de Grenoble), lo había invitado a almorzar. Según me contó luego, al almuerzo asistía un sobrino de la condesa que estaba decidido a abandonar sus estudios universitarios. De manera espontánea, sin que le costara ningún esfuerzo, Germán hizo gala de sus poderes de convencimiento arguyendo que el joven no debía dejar la universidad y las muchas ventajas que tendría luego en la vida por no hacerlo. Dos días después, cuando salíamos de su apartamento, se encontró en el buzón una carta de la aristócrata en que le adjuntaba un cheque de 5.000 francos como contribución a la edición de uno de sus libros de fotos y en agradecimiento porque su sobrino, motivado por sus palabras, había decidido continuar en la universidad. Germán podría haber vendido helados en el Ártico.
Sin embargo, su obra propia es muy modesta si se le compara con la de Almendros y Cabrera Infante, sus colegas de Cine-Club, aunque, según Almendros, era el más talentoso y brillante de todos ellos. Le faltaban, sin embargo, la dedicación y la constancia que eran atributos de sus amigos. Conspiraban en su contra su pereza y su hedonismo. Creía que su talento merecía ser «descubierto» por algún rico auspiciador que hiciera posible los proyectos de cine que bullían en su cabeza. En una novela inédita en que el protagonista se inspira en Germán o se parece a él, digo lo que podría definir ese rasgo de su carácter: «Soñaba con encontrar a un mecenas que pusiera a su disposición un presupuesto ilimitado para que él, de la noche a la mañana, se convirtiera en director de cine y reinara todopoderoso desde una silla plegable, debajo de una inmensa sombrilla que obsequiosos asistentes le llevaran de un sitio a otro, y rodeado de la adulación de apuestos adolescentes que, como notable favor, aspiraran a conseguir un papel en uno de sus filmes. Tenía por afrenta la sola consideración de que debía empezar desde abajo, con equipo de segunda, con presupuestos magros casi conseguidos de limosna, para producir un cine cuya calidad dependiera solamente del talento y constancia de su realizador».
Encandilado por su propio entusiasmo
En 1955 se inauguró el Palacio de Bellas Artes en La Habana. Guillermo de Zéndegui, que era en ese momento director de Cultura, le ofreció a la directiva de la Cinemateca el espléndido teatro de la institución para que proyectaran allí sus películas. A Germán la idea le pareció estupenda, pero Almendros y Cabrera Infante lo vieron como una concesión a la «dictadura» de Batista. Esto suscitó una discrepancia en el seno de la dirección de la Cinemateca que, al poco tiempo, se fracturó en dos: la que usaría el teatro de Bellas Artes y la que, en protesta, seguiría reuniéndose en la sede procomunista de Nuestro Tiempo. Para entonces, las películas que se exhibían en la Cinemateca no venían de París, sino del Museo de Arte Moderno de Nueva York, donde Germán también había hecho sus contactos.
En 1957, después del asalto al Palacio Presidencial y del creciente clima de violencia que vivía el país, Germán decidió irse de nuevo. Pasaría velozmente por Nueva York antes de terminar en París, que siempre era un punto de atracción para él. En lo que restaba de ese año y en el siguiente empezaron a llegar a esa ciudad «exiliados» cubanos (Nicolás Guillén, María Teresa Freyre de Andrade, el hacendado Fico Fernández Casas, los periodistas Bernardo Viera y Agustín Tamargo entre otros) a quienes el Gobierno de Batista no había afectado en absoluto, pero que encontraban decorosa esta manera de protestar. El 1 de enero de 1959, el alborozo fue general y todos los cubanos se aprestaron a regresar, menos Germán quien, acaso poseído por el espíritu de Casandra, pronunció esta frase que definiría el resto de su vida: «Yo no vuelvo, será peor».
Germán inauguró su exilio a los 29 años y murió a un mes de cumplir los 93, un largo trecho en que su vida fue transcurriendo sin grandes apremios ni notables realizaciones, encandilado por su propio entusiasmo que a veces se agotaba en obras de corta duración y a veces en tareas de mayor trascendencia que nunca completaba. Su vida podría haberse definido como una constante aspiración en busca de lo que le faltaba, para lo cual elaboraba minuciosos planes que, casi siempre, resultaban fallidos. En el ínterin iba comunicando un optimismo insobornable que era inversamente proporcional al rechazo que le producía la ciudad donde se veía obligado a vivir. Cuando nos conocimos, Madrid le parecía una repulsiva ciudad provinciana, nada comparable a París, donde habríamos de reunirnos poco después y a la que no tardó en encontrarle muchas faltas. «Ya verás lo que es una ciudad cuando llegues a Nueva York», me decía, para desmentirse, pocos años después cuando vivió aquí por una temporada y todo le molestaba. Era la ciudad fea y sórdida de los años 80 —lo comprendo— pero él se sentía prisionero de una pesadilla: odiaba a los mendigos, los narcómanos, las pintadas, que entonces eran parte del paisaje neoyorquino.
En el tiempo que duró esa visita nos vimos mucho. Disfrutaba de una cierta solvencia producto de la venta de los originales de Von Gloeden y de otras piezas que había coleccionado. Hizo gestiones, que no resultaron fructuosas, para exponer sus propias fotos. O tal vez logró exponerlas —ahora no puedo precisarlo— pero no en la galería de sus aspiraciones. Esos contratiempos, no obstante, no lograban rebajar su optimismo. En la Nochebuena de 1985, hice una cena en casa donde él haría gala de su gracia. Como una suerte de regalo, se hizo acompañar de Carlos [Figueredo] Clarens, a quien conocía desde Cuba y que se había ganado un nombre en la crítica cinematográfica. Para esa cena yo había contratado a un camarero griego, joven y simpático, aunque no particularmente apuesto, que se encargaría de servirnos y a quien Germán estuvo a punto de sentar a la mesa y de servirle él. Tenía debilidad por los camareros. Un amigo común me dijo tiempo después que a Germán no le gustaban los hombres, sino los camareros y que «la ternura del camarero» era una especie de arrebato pasional que podía acometerle en cualquier momento en presencia de alguien que llevara delantal y servilleta.
Su inconformidad con lo que tenía lo llevaba a escapar. En Nueva York empezaba a echarle de menos a París por el que antes, viviendo allí, había mostrado su rechazo. En verdad, el «Nuevo Mundo» era muy brutal para sus criterios de señor decadente y, pese a lo mucho que entendía y amaba la cultura norteamericana, comprendió que su lugar estaba en Europa. Esta vez se asentaría en Barcelona, no obstante su desdén por el catalán y la repugnancia que le provocaba el catalanismo, y allí se quedaría por los próximos 30 años hasta su muerte. Allí fui a verlo en 1991 y, más de 20 años después, en 2012, en que lo encontré con el mismo espíritu inquebrantable a pesar de que los años y las muchas frustraciones le habían hecho mella. En ese último viaje me presentó a Stefano, un chico italiano dependiente de una pastelería a quien él había convencido de que era guapo y que merecía ser modelo y quien, en el momento en que lo conocí, era uno de los huéspedes de su casa. Germán hizo las presentaciones con sus énfasis habituales, al punto de convencernos de que el italiano (entonces de 22 años) y yo éramos poco menos que dos almas gemelas. Me ha tomado diez años y un paseo por Florencia para convencerme de que todo no era más que un hechizo —y una broma— del inolvidable Germán Puig.
Publicación fuente ‘DDC’
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