Vicente Luis Mora: Cuerdas de Lorenzo García Vega
Uno de los libros de poesía más importantes publicados este año en España está pasando desapercibido, como tantas veces sucede. Cuerdas para Aleister (2022), de Lorenzo García Vega, publicado por primera vez en Argentina en 2005, ha sido bellísimamente editado ahora en la colección Caminantes del sello Balduque, con un sugestivo prólogo de uno de los mayores defensores del poeta cubano entre nosotros, Juan Andrés García Román. Quizá es preciso dar alguna nota sobre el autor: Lorenzo García Vega (Jagüey Grande, Cuba, 1926 – Miami, 2012), uno de los miembros más jóvenes del grupo Orígenes, del que se distanciaría después[1], ha devenido autor de culto, venerado por quienes lo conocen, pero suele escapar del radar crítico e institucional. Su singular obra poética y su inquieta biografía (Julio Prieto apunta que su “escritura […] cultiva una suerte de ubicua falta de lugar acorde con su condición de transterrado”[2]; Jorge Luis Arcos habla de “forastero perpetuo”[3]), le hicieron trotamundos y la borrosidad de su vida y de su obra le impidieron ser acreedor de algunos premios importantes en nuestra lengua, aunque bien merecía cualquiera de ellos. Un poeta que se definía a sí mismo como el “escritor no-escritor” y que terminó sus días como bag boy septuagenario, envolviendo comida en un supermercado de Miami, mientras rumiaba versos tan inquietantes y bellos como lentos de digerir.
Leer a García Vega es un ejercicio de reacomodación lectora; abrir cualquiera de sus libros, por ejemplo Cuerdas para Aleister, supone una suspensión fenomenológica del hecho de leer, para convertirlo en algo más que descifrar unos signos y comprender su semántica. En sus fueros de autor “inoportuno”, leer es una operación archisabida que hay que aprender de nuevo, como caminar tras cinco meses de cama.
Al corregir una opinión de María Zambrano sobre su poesía, García Vega dijo que él no componía himnos ni cantares, como aseveraba la pensadora malagueña, sino que practicaba “el juego, siempre alucinante para mí, de superponer una cosa con otra”[4], hasta que sus represiones interiores quedaban liberadas, mediante dos procedimientos complementarios: destruir la percepción normal mediante la percepción onírica o alterada que aprendiese del legado vanguardista, y reconstruirla a partir de las miles de lecturas realizadas (“lo que había leído se convertía en lo que era yo”, El oficio de perder, p. 358), en un procedimiento reestructurador que hubiera hecho las delicias de Derrida. Su inclinación postvanguardista —o transvanguardista, según Julio Prieto—, le lleva a perseguir para la literatura fines similares a las que Duchamp se había propuesto para el arte, lo que hace de su poesía un lugar desplazado, reconocible a medias, “desdibujando los versos concretos y la naturalidad de los mismos”, como dice Juan Andrés García Román en su prólogo (p. 12). El resultado de todas esas operaciones es una poesía no suprarreal en el sentido cernudiano, sino sobrerreal, dispuesta por acumulación de planos reales y ficticios, en que el hallazgo (por ejemplo, un “desierto de juguete”, o las olas de yeso, o “en mi caso, amarillo + amarillo quizá podría ser un pozo”) no viene por la asociación simbolista de nociones lejanas, sino por un palimpsesto donde todas las versiones comparecen conjuntas, creando un mundo posible poético. Tiempos y espacios comparecen entreverados (véase el poema “Un monólogo para Reina María”, dedicado a la espléndida poeta cubana Reina María Rodríguez) en un presente visionario muy distinto del descrito por Ballard, pues el de García Vega no mira hacia delante, sino hacia el pasado biográfico (vgr., p. 196). Es constante en el autor, sobre todo en su última época, la pregunta acerca de por qué el poema aborda tal o cual asunto, pasando del cuestionamiento formal de su primera época (Suite para la espera, o los poemas publicados en la revista Orígenes) al semántico en sus partes central y final.
En su introducción a la antología de Lorenzo García Vega Lo que voy siendo (2009, que por cierto adelantaba dos poemas de lo que luego sería Cuerdas para Aleister), el crítico Enrique Saínz escribe: “El onirismo […] será un rasgo característico de la literatura de nuestro poeta, esa fusión de ambos planos del acontecer para construir una sobrerrealidad en la que los hechos y las cosas se superponen, las unas y los otros, y se pierden las jerarquías cuando los entremezclados elementos rompen y reconstruyen el universo frente al cual se ha situado el poeta en sus evocaciones”[5]. El poema en prosa de diversa extensión, articulado por motivos que van apuntándose y resemantizándose, afectados a veces por una ironía característica, es el campo de juegos natural de esa operación incesante de tejido y destejido, en que el idioma alcanza esa extrañeza personal que nos recuerda la de otras voces poéticas, todas muy distintas entre sí: Vallejo, Lorca, Lucía Sánchez Saornil, Perlongher, Olga Orozco, Aníbal Núñez, etc.
Cuerdas para Aleister es una obra de madurez, en la que los procedimientos detectables desde los primeros libros de García Vega han pulido sus mecánicas hasta llegar a una especie de naturalidad que no puede ser más artificiosa. Un yo atravesado de incertidumbre y autoironía, como apunta García Román en su prólogo, va narrando una serie de situaciones hipotéticas, la mayor parte de ellas no plausibles, que se agotan en su exposición y no buscan mayor trascendencia, porque para el autor lo textual es un destino suficiente. Los poemas van proponiendo asuntos, tocando cuerdas cuya(s) resonancia(s) es justo lo que se pone a prueba, como para averiguar si están bien afinadas. Cada pieza es inesperada por completo, cada poema es imposible de imaginar hasta que verificamos que García Vega lo ha escrito, sacándoselo de la manga, dándole bocados a la nada, según la hermosa imagen de Steve Tesich en Karoo. A veces, en textos como “¿Mi cuerpo es un kaleidoscopio?” o “Con zonzo título”, el poema es la descripción casi ecfrástica (p. 93) de un poema que el poeta contempla en su interior como “película silente” (pp. 135, 145, 200, 231, 235, etc.), o de un poema imaginario, del cual nos da su reflejo, en vez de darnos el poema mismo —lo que nos otorga, en realidad, dos poemas en uno—. Esa libertad conceptual es constante a lo largo de Cuerdas para Aleister, que sería a la vez varios libros, todos ellos asombrosos. La temperatura poética de este volumen es poco frecuente y por ese motivo los animo vivamente a que lean un libro que desafiará sus convenciones lectoras, y que recupera y reivindica a “uno de los autores más singulares, más extraños, más autónomos, más arriesgados, y más incomprendidos de la literatura cubana y latinoamericana actual”[6], según Margarita Pintado Burgos.
[1] Cf. Luis Ignacio Iriarte, “Herederos: Ponte, García Vega y Casal”, Anclajes, 25(1), 2021, 87-102.
[2] Julio Prieto, “Retornos de lo ilegible: errancias por la vanguardia de Lorenzo García Vega”, en Matthew Busch y Luis H. Castañeda (eds.), Un asombro renovado. Vanguardias contemporáneas en América Latina. Madrid / Frankfurt: Iberoamericana / Vervuert, 2017, [pp. 173-196], p. 174.
[3] En uno de los primeros grandes libros sobre García Vega: Jorge Luis Arcos, Kaleidoscopio. La poética de Lorenzo García Vega. Madrid: Ediciones Colibrí, 2012, p. II.
[4] Lorenzo García Vega, El oficio de perder; Espuela de Plata, Sevilla, 2005, p. 373.
[5] Enrique Sainz, “La poesía de Lorenzo García Vega o la experiencia del reverso”, en Lorenzo García Vega, Lo que voy siendo. Antología poética. Playa, Cuba: Ediciones Matanzas, 2009, [pp. 5-33], p. 14.
[6] Margarita Pintado Burgos, reseñando el libro de Arcos en Caracol, 5, 2013, p. 313.
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