José Ramón Alonso Lorea: Las Guerras africanas y la lágrima cubana del soldado novel
Yo perdí un amigo / en la guerra de África.
Carlos Varela, «Círculo de tiza».
En 1985 pasaba yo, más bien sufría, el Servicio Militar General (la palabra general era, es, un eufemismo que sustituía, sustituye, al anterior obligatorio) en una grandísima unidad militar, la quince ochenta decíamos entonces (1580), si mal no recuerdo al fondo muy oscuro de noche del municipio Diezmero, en Ciudad de La Habana, justo al lado de la autopista sin autos Ocho Vías. Recién toda la tropa de esta unidad de combate y todo el armamento ruso de última generación que allí había (blindados btr, tanques t-34, las respectivas kalaznikof, etc.) se decía, nunca sabíamos a ciencia cierta, que habían partido hacia Angola, de modo que dicha unidad pasó a ser de retaguardia, quizás por eso lo de retar fue entonces una constante entre reclutas habaneros y orientales por controlar los territorios domésticos del sitio, y la guardia de posta un mal mayor que sufríamos todos a diario.
Pues en aquel mismo año esta unidad, que nunca nos unió, recibió y organizó un nuevo contingente de reclutas que, según se decía, otra vez se decía, salía para Angola. Decir Angola era decir el África toda, dicho de otra manera, toda África cabía en Angola. Yo los veía tan niños, algunos tendrían dieciséis años, yo entonces veintidós. Era todo un veterano. Con discreción, por miedo a la delación, intenté convencer a algunos de su error, pero dos eran sus argumentos para ir: primero, era la posibilidad de salir de Cuba y conocer otros lugares, es decir, de lograr el tan deseado viaje. La ingenuidad del adolescente sin libertad para transitar travestía la misión castrense en tour de paz. Segundo, cumpliendo la “misión internacionalista” sólo hacían dos años y no tres como entonces era el Servicio Militar. Con esta ilusión muchos habrán encontrado una muerte prematura y a muchos padres se les habrá partido el corazón, literalmente. Y doy fe, por propia experiencia, que su preparación militar era casi nula, posiblemente no superaba la preparación que daba “la previa”: 45 días de acuartelamiento y de constante estado de alerta máxima ante la “inminente invasión del imperialismo yanqui”, en medio de una enseñanza rápida de marchas, contramarchas, simulación de emboscadas, primeros disparos desde una confortable trinchera de paz con una kalaznikof, que te machacaba el hombro desentrenado con la culata, y lanzamientos de granadas de salva, en medio de un contexto lúdico que te devolvía a los primeros años de la infancia. Quizás sea esta experiencia vivida, mi único contacto, si bien bastante epidérmico, con las guerras africanas, la que me impulsa a interesarme por estos temas. Yo creo que el trauma, el verdadero coste de estas guerras, podría asombrar a muchos.
Prácticamente desde que tengo uso de razón recuerdo la frase “internacionalismo proletario” vinculada a África, más que a América Latina. Puedo asegurar, no obstante, que nací y me crié marcado por el conocimiento de algo que desconocía. Las guerras africanas de Cuba se desarrollaron con absoluto secretismo, era un tema tabú dentro de los límites insulares, a pesar de enterarnos de aquella vaga referencia, ya devenida mítica, ya antológica, de Guevara en el Congo; a pesar de aquellos llamados “movimientos de liberación nacional” africanos, que ha diario nos espetaba el Comandante en sus inagotables discursos, desde el Frente Argelino, el Congreso Nacional Africano, el Frelimo de Mozambique, el Swapo de Namibia, el Frente Polisario, el Mpla de Angola, hasta llegar a aquello de Movimiento de Países No Alineados del cual Cuba, es decir, su máximo líder, llegó a ser presidente; a pesar de conocer esa caterva de líderes africanos y árabes, aliados o enemigos, o ambos a un tiempo, en dependencia de las circunstancias, que nos terminaron siendo familiares a la vista y al oído de los cubanos, formados, deformados por la Revolución, a fuerza de propaganda y presencia física de algunos de ellos en La Habana. Agostino Neto, Ben Bella, Boumediene, Khaddafi, Marien Ngovabi, Mobuto, Mugabe, Nasser, Nyerere, Patricio Lumumba, Samora Machel, Savimbi, Selassie, etc. Algunos de ellos, los autoproclamados marxistas, fueron agasajados por una “calurosa acogida” de habaneros forzosamente sacados de sus centros laborales y docentes, y apostados a lo largo de la Avenida Boyeros, doble arteria citadina que comunica el aeropuerto internacional con el centro de la capital cubana. A pesar de conocer esas decenas de miles de estudiantes africanos que inesperadamente invadieron la Isla de Pinos (o de la Juventud) a lo largo de dos décadas, para cursar estudios en las ESBEC (Escuelas Secundarias Básicas en el Campo), una avalancha de africanos negros que despertó el recelo xenofóbico del pueblo pinero, sobre todo cuando éstos, los estudiantes subsaharianos, entraban en plan macarra en la ciudad de Nueva Gerona, adueñándose de los espacios públicos. A pesar de vernos sumergidos en esa desconocida para una inmensa mayoría, poco habitual para todos, toponimia africana que inundaba los discursos y los escritos de la prensa oficialista, Zambia, Tanganica, Tindeuf, Shaba, Maputo, Luanda, Lusaka, Kinshasa, Benguela, Burundi, Cabinda, Cuando Cubango, Cunene, etc. A propósito de Cunene, valga recordar esa espantosa canción “revolucionaria”, que fue el pan de perro de cada día, durante muchos años, y que decía en reiterado jolgorio “de Cabinda hasta Cunene un solo pueblo / un solo pueblo / un solo pueblo / una sola nación” para nuevamente repetirnos, cansino que era, tres veces seguido eso de “un solo pueblo” con el firme propósito de hacernos creer en una unidad angolana que no existía, para enterarnos, finalmente, dramáticamente, de aquel amigo o vecino del barrio que había muerto en un lugar tan distante, tan extraño.
Más allá de ese 12,6 por cien de cubanos negros, que nada tenían de africano, excepto la coloración de la piel, de un total de casi seis millones de habitantes, según el censo de 1953, seis años antes de la llegada del Castrismo al poder, y de esos importantes elementos culturales africanos transculturados en la cultura insular, más allá de todo ello, decía, sin llegar a comprenderlo entonces, nunca antes estuvimos más cerca de África.
La propaganda “revolucionaria” sobre la africanía de Cuba no conocía límites. Sin embargo, la prohibición de hablar rectamente de las guerras africanas era tal que solíamos mirar a otro lado: en el seno familiar entonces se emitía un razonamiento crítico contra la presencia de tropas estadounidenses en Viet-Nam, sin saber tampoco, a ciencia cierta, lo que acontecía en ese país asiático, o sobre el posterior protagonismo de la CIA en la instauración de dictaduras militares en América Latina. Los Estados Unidos, siempre los Estados Unidos en el papel de villano de la historia.
De modo que cuando el profesor e historiador Pablo J. Hernández González me pidió que le redactara unas notas a modo de presentación para sus textos sobre Guerras africanas de Cuba 1963-1977 (San Juan, Puerto Rico, 2009), frente a la satisfacción que me producía la petición se erguía, con intranquilidad para quien suscribe, el reto al que se expone el prologador ante lo desconocido. Y si bien es cierto que al momento de la petición visualicé un primer borrador, también lo es que pasé largas horas frente al blanco de los folios que debía rellenar. Hasta intenté hallar en reconocidos autores un más apropiado presentador. Pero Pablo Hernández insistía: “a mi juicio, tu distanciamiento es la clave”. Quizás, desde esa ignorancia, se pueda decir algo con valor, al menos que sirva para denunciar el hecho.
Empecemos por contar qué originó tal petición. En el año 2006 leí por primera vez dos artículos de Pablo Hernández publicados en la versión digital de la revista CubaNuestra. Ellos, los artículos, “hablan” de la presencia militar que tuvo Cuba en Congo (1964-1970) y Angola (1975). Luego leí uno más extenso sobre Argelia (1963), después un reciclado texto del año 2000 sobre estrategias de la Cuba revolucionaria para el África negra (1977) y, finalmente, un largo estudio de 2007 sobre la primera campaña cubana en Angola (Catofe, diciembre de 1975). Quedé gratamente impresionado por la cantidad y calidad de información que el historiador manejaba. Yo accedía por primera vez a una narración histórica negada a tres generaciones de cubanos y con entusiasmo se lo hice saber al autor. Entonces le agradecía, y ahora lo reitero en estas notas, esa minuciosidad del buen investigar en esa parte de nuestra historia reciente, y le solicité publicar el conjunto de ellos en un proyecto digital que coordino, EstudiosCulturales2003, bajo el epígrafe “Guerras africanas de Cuba”, destinado a un lector universitario. Él aceptó, gustoso, esa nueva edición digital, ahora conjunta, de los textos, argumentando que esas posibilidades temáticas son su “contribución a desgastar el cómplice silencio de la historia y propaganda oficiales que vocean los progres occidentales desde los prejuicios de su confort, aun tantos años después”. Para el historiador, este conjunto de textos “forma parte de ese ajuste de cuentas con los que han marcado, desde la insensibilidad y la egolatría, nuestras generaciones”. Y agradecía, finalmente, la valoración y la divulgación. De modo que esta empatía intelectual e ideológica, y una amistad de quince años, originó la petición.
Guerras africanas de Cuba 1963-1977 nos pone al tanto de una carrera militar y diplomática cubana en suelo africano sin precedentes. Colosal en su magnitud para las reales posibilidades bélicas de la isla, el gobierno de La Habana supo muy bien encontrar las justificaciones para tamaña intervención en los asuntos internos de tantas afro-naciones, manipulando la antropología y la historia de Cuba, en función de agigantar una cierta afinidad cultural e histórica entre el pueblo cubano y las innumerables etnias africanas. Como bien anota el historiador, la intención era “desgajar a Cuba de su afiliación histórica occidental”. Para ello recurrió a una aparente actuación mundial “independiente”, llámese socialismo cubano, fidelismo o castrismo, siempre matizada por la dependencia a los soviéticos, y que se materializó en tres acciones fundamentales y simultáneas: a) operaciones desestabilizadoras que incluyeron, además de las realizadas en los propios territorios africanos, intentos contra los regímenes de España y Portugal, actuando con agentes españoles “republicanos marxistas de extrema izquierda”, b) entrenamiento militar e ideológico realizado en los Centros de Instrucción Revolucionaria (eufemismo por “bases militares” o “bases de entrenamiento”) donde los instructores militares cubanos adiestraban a contingentes de guerrilleros marxistas angolanos, congoleses, guineanos, mozambiqueños, senegaleses, sudafricanos, saharauíes, etc., tanto en las artes de la guerra, como en los métodos de control social y represión ideológica; y c) envío de tropas (oficiales y regulares, algunas de las cuales llegaron a funcionar como guardia pretoriana) y arsenal de guerra (material artillero, aviación y carros de combate). Llama la atención el historiador sobre cómo, dado el carácter secreto de estas operaciones y para no ser detectadas por los servicios de inteligencia del adversario, el gobierno de Cuba utilizó los espacios civiles para desarrollar la logística de estas operaciones militares. Tropas y material de guerra fueron transportados en buques mercantes y en los vuelos regulares de Cubana de Aviación. Igualmente fueron utilizados equipos fílmicos civiles, del instituto de cine, para reconocer y documentar los territorios donde operaban, y se utilizó el ministerio civil (Relaciones Exteriores) como canal de información castrense. Por algún lado se hace mención a las rivalidades entre comunistas pro-soviéticos y pro-chinos, así como a la Liga Árabe, Siria e Iraq, horizontes beligerantes hoy tan de moda. En cada una de las cinco partes que forman la arquitectura del libro, el historiador expone una cuidada lista de citas, en total suman casi 450 notas, que utiliza tanto para ampliar información como para exponer aquella documentación que prueba lo antes referido.
Reseñado el texto yo creo que se impone, aunque sea brevemente, la presentación del autor. Licenciado por la Universidad de La Habana y Doctorado por la Universidad de Sevilla, Pablo Hernández se ha avecindado desde hace algún tiempo en Puerto Rico. Allí ha continuado su labor como profesor e investigador, dos pasiones que antes desarrolló en Cuba. Sus trabajos versan sobre población residual indígena cubana, historia militar del siglo XVIII cubano, y antropología y primeras expediciones científicas de la prehistoria cubana. También indaga en aquellas primeras formulaciones de gobierno constitucional para Cuba, y en los particulares pormenores en que surgió la República de Cuba a inicios del siglo XX, y su relación con las circunstancias mundiales de la época. De su conjunto de estudios que abarcan cuatro siglos de historia colonial, destaca la disertación en torno a la presencia inglesa en la historia de Cuba. Con respecto a las guerras africano-cubanas, asegura el historiador que “sin abandonar mis indios e ingleses, les he dado su espacio tras experimentar cómo la desinformación y distorsión del régimen ha calado en percepciones de estos países democráticos y desmemoriados”, con lo cual, asegura, “provocaremos alguna urticaria ideológica adicional en la batalla de ideas”. El estilo de trabajo de este intelectual, francamente francotirador, como diría Cabrera Infante, destaca por su fina ironía, su barroca elaboración de ideas, cierto arcaísmo intencionado en el lenguaje, y una erudición que es fruto de una constante búsqueda en archivos y bibliotecas.
Definitivamente, Guerras africanas de Cuba 1963-1977, del historiador cubano Pablo J. Hernández González, sí es una parte de nuestra historia reciente que necesitamos conocer. A través de estos textos se puede estudiar, además de las estrategias metodológicas utilizadas por el autor (el historiador), las graduales políticas cubanas en torno a África y su materialización, así como los graduales efectos nacionales e internacionales de estas políticas. Los propios textos y documentos consultados por el autor confirman esas tesis de “alta política” y de “estrategia global”, donde el estado y los recursos de toda clase se convierten en fichas sobre el tablero del juego militar, donde no valen ni la lágrima de la madre del soldado novel, ni la del soldado novel en medio de una selva que desconoce.
Madrid, verano de 2008.
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