Ramón Fernández Larrea: El paso Cabilla
Soy culpable, compañeras y compañeros. Ahora mismo no sé de qué soy culpable, pero de algo ha de ser, y prometo que en cuanto me acuerde o lo descubra, lo confesaré aquí mismo ante todos ustedes.
Porque todo el que nace en Cuba es culpable de algo. De robar papel en la empresa o de bailarse la guardia del Comité. O embarajar para venderle a un trabajo voluntario (que siempre han sido a la cañona) o porque hizo o escuchó un chiste gusano y no le salió al paso. Y hasta se rio. Yo mismo me he reído muchísimo de todos esos chistes. Y ahora, no es que me dé vergüenza, porque todos estaban buenísimos y valía la pena reírse de Carecoco o Jotávich, que era como le decían entonces a Fifo el cenicero.
Por eso estoy aquí, para descargar mi lado negativo. He sido positivo tanto tiempo que todos me conectaban para recargarse. Doy gracias a los compañeros del Ministerio del Interior, que me han tratado con amable dureza, y sin llegar a reprimirme a cabillazos no han ahorrado gaznatones, a mano limpia, porque el país está pasando por una etapa mala y ahora hay que hacer las cosas con lo que hay, el producto interno bruto. Y a pesar de los tortazos que me dieron, he charlado de manera amable y profunda. Yo sé que fueron golpes cariñosos, porque comprendo que estos compañeros de ahora no saben expresar sus sentimientos de otra manera. Que ya no es como antes, como cuando el caso de Heberto, que él sí pudo conversar largamente con los compañeros de la Stasi y los camaradas del KGB soviético, y gracias a ellos aprendió alemán y ruso, y no hay cómo sentir una bofetada solidaria en otro idioma.
Parece un chiste, pero miren cuánto ha cambiado el país. Del caso Padilla a lo mío ahora, que pudiera llamarse el Paso Cabilla, porque no sé si ha mermado la inteligencia y la sensibilidad o que la lucha frontal con el enemigo es ahora al duro y sin careta. Y yo seré culpable, pero extraño también los tiempos en que el doctor Fidel Castro (le decían doctor para justificar el que no hubiera llegado al asalto al Moncada, porque tal vez se le presentó un parto o un trasplante de corazón en el camino). Él era culpable y le hicieron un buen juicio, y hasta pudo decir aquello de “Condenadme, no importa”. Si yo digo esa frase ahora me van a estar dando tonfa hasta que me encoja par de metros.
Y le salió bien. Lo mandaron dos años a un curso de cocina en Isla de Pinos. Es verdad que no lo dejaban salir de aquellas galeras redondas, pero no se movían, así que no había peligro de marearse. Y él lo que quería –o decía eso– era cambiar las reglas del juego, no como el poeta Heberto, que dijo que lo que más le apetecía era estar fuera de él, que al final era mejor, porque el primero, el doctor Castro, que no tuvo una urgencia en el camino al cuartel, no solo cambió las reglas, sino que perdió las pelotas, echó a perder el juego y hasta desaparecieron las reglas, así que a partir de eso había que medir las cosas con su cinta métrica.
Por eso, como todo ha cambiado, me declaro culpable hasta que no demuestren mi inocencia. Y desde ahora digo que inocente no soy. Inocente y crédulo fui, y mucho. Ingenuo y come bola, que me creí de niño que el sol iba a ser distinto y que todos éramos iguales. Soy culpable de creer y culpable por no creer. Y también muy culpable de no haberme convertido en mártir, con las ganas que tenía de que le pusieran mi nombre a una escuela para que los niños me odiaran.
Igualmente soy culpable de no creer en Carlos Marx, porque ya en mi época no había medios de producción o no se producía nada, o se hacía a medias, y casi me manda directo al siquiatra viendo lo tranquilo que estaba con aquella barba y aquella melena, mientras que por la calle 23 de El Vedado andaba la bruja roja Ana Lasalle cortando pelos con una tijera. Creo que el único que se salvó de esa “parametración” fue El Caballero de París, porque ya tenía sello de símbolo de la ciudad. Y tampoco creí en Lenin, o en Carlos Baliño, Fabio Grobart e incluso José Antonio Mella, que habían inventado los domingos rojos para que yo viera menos a mi madre.
Lo siento, soy culpable de ser un sentimental. No confundir con semental, porque el Delirante en Jefe me hubiera enviado directo a Niña Bonita a fecundar a Ubre Blanca, la cuadrúpeda más fecunda de nuestro fecundo país. Y yo tampoco creí en ella, y la biología me dio la razón cuando se descubrió que aquella vaca insolente daba tantos litros de leche diarios porque estaba enferma. Desde entonces desconfié en los héroes del trabajo y en quienes ganaban la emulación. Enfermotes todos.
También me declaro culpable de no haber creído nunca en el vasito de leche que prometió Raúl, o en aquella revolución talla XXL, más grande que nosotros mismos. Soy culpable de reírme, a veces mucho, y en ocasiones con la mitad de los dientes, porque nunca tuve carne de héroe, ni casi carne en general. Con excepción de la carne rusa, que en ocasiones comenzó a llegar a la isla desde Argentina, lo que le daba un toque exótico al convertirse en “carne rusa argentina”.
Tampoco creí, lo confieso, en las cortinas rompevientos, ni en el pueblo enérgico y viril que llora para que la injusticia tiemble. Mis crecientes cimientos de civismo casi abakuá me hacían desconfiar en un tipo que hablaba horas y horas, y por extensión a los que lo escuchaban de pie y sin ir al baño. Los hombres no tienen que hablar tanto a menos que estén enamorados de ellos mismos. Y si es así, que se casen y vivan felices y no jeringuen a los demás. La ciudad y el país todavía eran bonitos, pero comenzaban a salir rusos por todas partes. Han regresado, y ahora dicen que Rusia ayudará a los nuevos cayucos a reprimir al pueblo si se producen otras protestas como las del 11J. ¿Lo ven? Del Caso Padilla al Paso Cabilla, que es el recurso de los socotrocos que odian las ideas.
Que Dios nos agarre confesados y con desodorante, porque un experto bolo, que no es lo mismo que un experto en bolos ha declarado, con una amistad que se le salía por el cuello de la camisa, que “Moscú puede enviar algunas unidades especiales, brindar apoyo a través de servicios que se especializan en reprimir a la oposición”. Tal vez Moscú no crea en lágrimas, pero los cubanos sí. Y como de todos modos soy culpable de un montón de cosas, y de otras que ya se me irán ocurriendo, prometo esforzarme más y luchar, hasta que no quede un solo ruso por las calles de La Habana, y si quedara, me comprometo a bañarlo, y a frotarle tan duro los sobacos que pasará años antes de poder bajar los brazos.
Total, estoy lejos, y esa tal vez es mi condena. Pero Alejandro, que era el nombrete en aquel entonces del doctor Fidel Castro, vivió su condena como Carmelina, y eso que había derramado sangre (menos la suya, derramó mucha. Pudo haber montado un banco de sangre). Heberto Padilla sufrió 38 días en las mazmorras de Villa Marista. Parece poco, pero es una cosa terrible. Yo, en cambio, esquivé y jugué cabeza siendo culpable. No me ofrecieron mazmorra, sino Mazorra.
Y mazamorra, mucha mazamorra, que en el período especial no hubo jabón. Ni siquiera de Rusia.
Responder