Rolando Sánchez Mejías: El último relato de la tarde
Era una de esas tardes que llamamos de atmósfera insostenible: agitadas relecturas habían coincidido con la fiebre y una terca lluvia. (Quizás la misma lluvia del relato «Gesto», quizás la misma fiebre, pero ya exteriores, ya signadas por el cansancio y la deriva de los hechos).
El hombre pidió esta vez un trago doble. Comenzó en voz baja, pausada, su último relato de la tarde:
«Mi historia es la siguiente. Hace unos años estuve en la guerra. ¿Sabe usted qué es la guerra? No, usted, jovencito, solo debe conocer de escaramuzas, no debe tener conciencia de los límites, del juego de los campos… Pero, bueno, olvide por un momento el fragor del encuentro entre los ejércitos. La historia de cualquier guerra es más sencilla y a la vez más incomprensible.
»Mire estos personajes, por supuesto reales: un soldado tendido en el bosque, un sanitario que no sabe qué hacer con las vísceras del soldado y un médico, yo, que sabe perfectamente lo que tiene que hacer con esas vísceras, por lo menos desde un punto de vista práctico.
»Creo, hoy, que si hubiéramos estado en un desierto mi decisión acerca de las vísceras habría sido otra. No sé, tal vez la luz… Pero en un bosque, no. En aquella encerrona africana se insinuaba un orden vegetal que conminaba a otro tempo de acciones (respiró con afán, paladeando el alcohol).
»El soldado moribundo me dijo: “Lleve estas fotos a mi familia”. En la primera foto el soldado estaba sin camisa, en un campamento que inspiraba paz… La segunda era una foto de grupo… En la otra el soldado asaba un puerco… —en una olla cercana hervían las vísceras del puerco—… En fin, hay un detalle que no podemos dejar escapar: las vísceras del puerco, la impudicia de la olla hirviendo los restos más profundos de la aniquilación…
»Yo solo tenía un asidero, un dato alrededor del cual podía hacer girar la irrealidad, el sinsentido, o la realidad, el sentido, tome usted partido, jovencito, por el uso de las palabras que más le convenga a usted, habitamos épocas distintas a pesar de coincidir en este bar inmundo de esta Isla inmunda, y eran, amigo mío, aquellos restos. ¿Ha visto un vientre abierto? Bueno, lo primero por lo que clama un vientre abierto es el estar a mano, es decir (abrió una enorme, aunque delicada mano ante mis ojos), la mano cercana a un vientre abierto debe operar en él, para bien o para mal, en el orden o en el desorden (bajó la cabeza, como si quisiera rezar o sencillamente entretenerse con el líquido ámbar de su vaso).
»Pero sucedió algo que el sanitario y yo nunca llegamos a comprender, ni siquiera en la distancia que nos impusimos para siempre después de aquellos hechos, ni siquiera en la estúpida alegría de las maletas y los abrazos en el aeropuerto de vuelta… Y es que nuestras manos, aquella vez, evitaron el vientre del soldado, y sobre la hierba, como dos animales silenciosos, se encontraron en un apretón contenido…
»En ese preciso instante, la luna dejó filtrar su luz entre las ramas de un árbol; sí, ya la noche había llegado, como un telón, sin darnos cuenta… Entonces la luna iluminó las vísceras del soldado.
»El color que toman las vísceras ante la luna es de tonalidades nunca vistas. Podría tratar de explicarlo con la analogía, ese artificio que siempre está de moda (rio insolente). Pero las palabras, al final, rehuirían el contacto con aquella “realidad”, se perderían en la experiencia de cada uno de nosotros tres allí presentes, y quedarían entonces expectantes a la sordidez, aisladas de las fronteras de aquel presente irrepetible, como si se nos hubiera concedido por encantamiento la visión exacta de las cosas, de todo lo que nos vigila.
»Ahora voy a contarle lo peor, no lo peor en lo que concierne a la iniquidad, sino lo peor porque es más inexpresable:
»La mano del sanitario se separó de la mía, se movió suavemente en la noche, descendió hasta las vísceras del soldado, comenzó a rozar la superficie lunar, y me dijo: “Está muriendo”. Mi mano, en el acto, secundó la suya…
»En efecto: allí latía la muerte, allí se transmitía el secreto, como si una afluencia cósmica —¿ve?, no queda más remedio que emplear las coartadas del cómo—, ayudada por la carne sin tiempo, murmurara el porqué de la vida y de la muerte…
»¿Ha oído esa frase de parar-el-tiempo? Bien, allí el tiempo se había detenido: el tiempo del bosque, el tiempo de nuestras vidas, el tiempo del puerco, el tiempo de la luna, todo, todo se detuvo de pronto, y tal vez no fue precisamente así, tal vez fue todo lo otro para lo que aún no hemos encontrado palabras, ¡ni siquiera ese recurso de Dios o de una metadimensión! (acabó el trago de un golpe).
»El relato —¿puede llamarse relato a una relación inconexa de recuerdos?— termina de una manera muy simple:
»Nuestra tropa pudo encontrarnos en la mañana. El cañoneo había terminado y fuimos transportados con calma. Desde la ambulancia, a través de los cristales, fue hermoso ver transcurrir los árboles semejantes, los pedazos de cielo azul, y el sol, sí, el sol, casi hermético en su proverbial serenidad».
Publicación fuente ‘El estornudo’
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