Alejandro Anreus: ‘ARK’: mirando un cuadro de Luis Cruz Azaceta
Luis Cruz Azaceta (Marianao, 1942) es sin duda el «mayor de la tribu» de los artistas cubanoamericanos; el que ha recibido más reconocimiento nacional, continental y europeo de la generación que llego al exilio en los 60. Se educó en una escuela de arte neoyorquina y ha vivido de su arte durante las últimas cinco décadas. Su carrera no le debe nada a la educación de arte del régimen castrista ni a su maquinaria publicitaria. No ha regresado de visita a la Isla, y hasta este momento su obra no ha entrado en la colección del Museo Nacional de la Habana.
Sus vocabularios visuales reflejan malestar social, turbulencias y caos, una política desmembrada, una identidad en fuga y una realidad mucho más complicada y densa que asume el caos social de su tiempo, más allá de los temas de la diáspora cubana. Su trabajo, que ha cambiado los lenguajes estilísticos a lo largo del tiempo manteniendo la consistencia visionaria de contenido, tiene un rasgo importante en común en todo momento: un diálogo con los efectos de la experiencia traumática del exilio cubano como las raíces de su expresionismo social.
A primera vista sus pinturas nos engañan. Parecen tan ásperas, tan desagradables, que queremos mirarlas rápidamente y seguir adelante. Entonces lo reconocemos: sus obras están prácticamente llenas de la misma figura una y otra vez. Ojos saltones, nariz ganchuda, bigote, cuerpo delgado. Se trata del artista Luis Cruz Azaceta. A diferencia de otros artistas posteriores a la Segunda Guerra Mundial como Francis Bacon o José Luis Cuevas, el autorretrato de Cruz Azaceta no es una manifestación de un narcisismo retorcido. Cruz Azaceta se transforma en todos los seres humanos: habitante urbano, criminal y víctima, dictador, paciente del sida, artista perdido en un laberinto, balsero. De todos estos personajes, es el balsero el que representa más conmovedoramente la condición de exiliado cubano de Cruz Azaceta.
Nacido en 1942 y criado en Marianao, un suburbio de La Habana, Cruz Azaceta creció en una clase media que luchaba para sobrevivir. Cruz Azaceta pasó mucho tiempo en el taller de carpintería de su abuelo materno, donde observó las puertas, mesas y sillas hechas por sus tíos. El joven Luis dibujaba personajes de dibujos animados en los restos de madera, estas figuras luego serían recortadas por sus tíos y Luis las pintaría y vendería por el vecindario. Cruz Azaceta recuerda su infancia con afecto y alegría, llena de momentos agradables, que pasaba mayormente en las calles (cuando no estaba en la escuela o en la tienda de su abuelo), jugando a la pelota con sus amigos.
Aunque la familia Cruz Azaceta no era politizada en ningún sentido, percibieron el golpe de Estado de Fulgencio Batista como «una traición… un hombre que robó el tesoro nacional del pueblo cubano». Cuando llegó la revolución, en los primeros días de 1959 la familia Cruz Azaceta, como la mayoría de los cubanos, la recibió con los brazos abiertos: «La revolución trajo una nueva esperanza de libertad y una promesa de una Cuba libre y soberana donde las condiciones políticas, sociales y económicas mejorarían para todos los cubanos. Y todo esto se haría democráticamente. Habría libertad de prensa, un Gobierno elegido por el voto del pueblo, oportunidades de empleo e igualdad racial. ¿Qué pasó? Fidel se declaró a sí mismo el monarca absoluto, el rey de Cuba, el líder comunista antillano de por vida. el Stalin latinoamericano».
El exilio se hizo entonces inevitable. Cruz Azaceta dejó la Isla en noviembre de 1960, vivió con algunos parientes en Hoboken, Nueva Jersey, y finalmente se estableció en Queens. Nueva York lo impresionó, lo conmovió hasta el punto de llenar su imaginación visual y se convirtió en una fuente constante para su arte: «los puentes, túneles, rascacielos y, sobre todo, el metro, los trenes subterráneos de Nueva York eran como estar dentro de un teatro con ruedas, un teatro del absurdo. Todos los pasajeros y viajeros (tanto hombres como mujeres) en silencio y con sus rostros enterrados en los periódicos. . . Ningún contacto con los otros transeúntes, ni siquiera contacto visual. Autómatas… Los subterráneos se llenaron de gente, pero cada uno en su mundo, escapando tal vez de esa condición de marmota o ganado llevado al matadero».
En 1969 Cruz Azaceta se graduó con una licenciatura en Pintura de la Escuela de Artes Visuales. En la escuela había estudiado con varios artistas destacados de la época, incluido el pintor Leon Golub (1922-2004), un artista que desafió la moda a lo largo de su carrera al apegarse a una figuración brutal y política, mientras que la mayoría de sus contemporáneos trabajaban con estilos abstractos, mínimos o pop. Desde mediados hasta finales de la década del 70, las pinturas de Cruz Azaceta reflejaron una figuración similar al arte pop, donde las formas eran planas y los colores fuertes.
En 1979-80, una serie de autorretratos evidencian una transición en su vocabulario visual hacia el expresionismo. Estos autorretratos, frontales y aterradores, también eran humorísticos de una manera irreverente; como el artista representándose a sí mismo con el dedo en la nariz. Un par de años más tarde, Cruz Azaceta había encontrado su lenguaje esencial como pintor; una síntesis de expresionismo, pop y grafiti urbano unidos y fusionados por una visión salvaje y trágica de la humanidad y del mundo.
Entre los artistas cubanoamericanos, Cruz Azaceta fue uno de los primeros en recibir reconocimiento crítico, al igual que ventas en el mundo del arte de Nueva York. Entre sus compatriotas, los artistas de una generación anterior no eran muy receptivos a su trabajo: lo encontraban crudo e incluso vulgar. Sin embargo, el decano de curadores-críticos cubanos en el exilio, José Gómez Sicre, admiraba el trabajo de Cruz Azaceta, encontrándolo original, importante y una continuación del expresionismo cubano de Rafael Blanco, Fidelio Ponce y Antonia Eiriz.
A principios de la década del 90, Luis Cruz Azaceta era un pintor a tener en cuenta en el mundo del arte contemporáneo, la comunidad latina y (a veces a regañadientes) dentro del exilio cubano. En 1992 su trabajo fue incluido en la encuesta de arte latinoamericano presentada por el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Él y el pintor nuyoriqueño Juan Sánchez fueron los únicos artistas genuinamente «Latinx» incluidos en la importante muestra. Y la obra de Cruz Azaceta continúa renovándose formal y conceptualmente hasta el presente.
El Balsero
Ya en 1967 Cruz Azaceta comenzó a tratar el balsero como tema. Fue el primero en tratar este tema entre el exilio cubano y los artistas cubanoamericanos. Solo el escultor y grabador Roberto Estopiñán (1921-2015) había tratado temas de presos, guerreros y balseros al llegar al exilio en 1961. En 1986 Cruz Azaceta pintó El viaje, una obra emblemática que conectaría directamente con sus obras balseras de la década del 90. Una pintura grande y oscura, que posee una textura densa formada por varias capas de pigmento. Esta pintura sirvió como puente a la serie Balsero de la década del 90.
Desde 1959 hasta el verano de 1994, a los balseros generalmente se les concedió asilo político inmediato. En agosto de 1994 la migración balsera llegó a un punto de crisis: unos 36.000 cubanos fueron interceptados en el mar por la Guardia Costera de EEUU en el Estrecho de Florida. La crisis se resolvió temporalmente con la renovación de un acuerdo de 1984 entre los gobiernos cubanos y estadounidenses el 13 de septiembre 1994. No se sabe cuántos miles de cubanos han perecido en el estrecho de la Florida desde 1959 y durante el verano de 1994. Ese verano los balseros cubanos estaban en todas partes en los medios de comunicación. Esta constancia en las noticias hizo que la crisis recibiera más atención y pareciera más concreta. Luis Cruz Azaceta se hizo más consciente que nunca de este tema.
En 1993 continuó pintando obras temáticas de balsero, pero es en 1994, el año de la «Crisis del verano», cuando produjo algunas de las piezas más extraordinarias de esta serie. Entre ellas se destaca ARK. Con sus elementos de técnica mixta, crudeza y falta de color, el pintor logra un tour de force pictórico solo comparable a las pinturas negras de Goya.
El elemento de collage Polaroid es abundante en ARK; un tiburón a la derecha de la cabeza, otro en el salvavida convertido en balsa; debajo de la palabra «ARK» una foto de balseros tomadas de la televisión en el verano del ’94; en la esquina inferior derecha uno del artista, desnudo y acostado boca abajo; mientras que arriba y a la izquierda de la palabra «ARK» hay una Polaroid de tapacubos. Toda la pintura es una inmensidad de lienzo blanco y crudo. Fuera del centro y hacia la parte inferior derecha, aparece el artista como un balsero que está rompiendo y entrando en el lienzo. Lo que vemos de su cuerpo esquelético es la cabeza, el cuello y el hombro izquierdo que continúa hasta el brazo, que se convierte en un remo que se extiende hacia la parte superior izquierda de la obra. Por encima y detrás de la cabeza está el salvavida con cuerdas. En la esquina superior derecha está la palabra «ARK» pintada en blanco dentro de un cuadrado negro. Cinco líneas oscuras en forma de cable descienden desde la esquina superior y se conectan a las cinco Polaroids.
Los ojos en el rostro del balsero son cuencas oscuras y vacías. Un color tirado sobre el lienzo, transparente, parecido al caramelo, gotea desde la parte superior de la imagen hasta un lado del salvavida interior hasta la cara y el cuerpo. Las Polaroids confirman realidades terribles (balseros huyendo, tiburones), así como una «cosa» hueca (tapacubos) que se conecta con el uso reciclado de las cámaras de los neumáticos. El desequilibrio deliberado de la composición subraya la naturaleza precaria de lo que estamos presenciando. Este «ARK» (que significa Arca) no es bíblico; no hay pacto entre Dios y el hombre. Los únicos animales presentes son el hombre y los tiburones. En cambio, es una imagen llena de angustia donde un fragmento (ni siquiera un hombre completo) de un hombre intenta moverse dentro del lienzo con su brazo de remo.
Inicialmente, la palabra escrita en la pintura era «SHARK» («TIBURÓN»), pero el artista pensó que era demasiado literal y la alteró. Este cambio agregó la dimensión bíblica, que es interrumpida por la imagen misma. Incluso como un fragmento, el cuerpo de este balsero se ha transformado en la herramienta de su escape. Sin embargo, está fuera del salvavida/balsa, luchando en un área (el lienzo crudo y blanco) que está abierta y vacía. La pintura confronta, o mejor aún, dilucida la desesperación visualmente. Un final feliz no es posible en esta imagen. Su poder radica en su despiadada crítica/representación de la realidad del balsero.
Otra capa de interpretación de esta imagen (y sus otras obras de balseros) es el salvavida/balsa como representación de una versión actualizada del barco que lleva a los tres Juanes en la imagen tradicional de la Caridad del Cobre (la patrona de Cuba). Cachita, el apodo cubano de la Virgen, no está aquí, ni tampoco los otros dos hombres en el pequeño bote. Es un solo Juan. Abandonado, incluso por la madre espiritual de la Isla. Este balsero está solo, experimentando la pesadilla de la historia contemporánea (dictaduras, exilios, genocidios, devastación ecológica). Tal vez la Virgen ya está en el exilio o en la cárcel en Cuba, o tragada por el Golfo como los otros Juanes y devorada por tiburones, como miles de cubanos y haitianos y dominicanos que han intentado atravesar estas aguas en busca de libertad y paz.
La falta de colores en esta obra enfatiza una calidad similar a la del Guernica. Picasso quería evocar la crudeza en blanco y negro de la fotografía periodística al documentar un episodio horrible, y Cruz Azaceta no está lejos de la misma intención. La crudeza del negro, blanco, grises, marrones y ocres amarillos en la paleta del cubanoamericano se opone a los colores de la televisión y las revistas. Los temas no pueden ser «suavizados» por colores, deben ser representados con una pobreza cromática que en efecto enfatiza el horror de la situación. Los balseros de Cruz Azaceta, como los presos políticos de Roberto Estopiñán de la década del 60, son parte de la(s) realidad(es) histórica(s) concreta(s) de la Cuba posterior a 1959.
La calidad brutal y ofensiva, de muchas de estas imágenes radica en su base en la realidad de un mundo donde la opresión humana reina. La imaginación y las habilidades del artista permiten que estas imágenes se construyan a partir de esta realidad; arraigada en el dolor y sufrimiento. Al igual que Goya en Los desastres de la guerra y las Pinturas Negras, Cruz Azaceta en sus balseros crea una secuencia de imágenes cargadas de una angustia sombría —de aquellos que luchan por escapar, sobrevivir y llegar al otro lado— y como en Goya las preguntas siguen siendo: ¿Lo harán? ¿O todo será en vano?
Los balseros de Cruz Azaceta nunca llegan a la orilla. O están precaria y perpetuamente en el mar, o son tragados por el mar, una metáfora de las interminables trampas de la historia para aquellos que son marginales, rechazados, insultados y heridos por el poder. El balsero cristaliza la brutal realidad: escapar, a veces morir y rara vez llegar.
Las palabras de Cruz Azaceta resuenan en esta pintura: «Vivo en la diáspora. Mi hogar (mi cultura) lo llevo conmigo. Estoy en perpetuo movimiento. Un viaje infinito. Ni aquí ni allá. Flotando en una balsa, llevando mi libertad, sueños y deseos».
ARK es un cuadro que prueba de nuevo que el arte testifica y resiste en tiempos difíciles.
Publicación fuente ‘Diario de Cuba’
Responder