Andrés Isaac Santana: Roberto Diago / El guardián

Artes visuales | 8 de noviembre de 2023
©Retrato de Roberto Diago junto a los bustos Niña Feliz y S/T, 2022 en la exposición La oscuridad fue el principio. Cortesía de Galería Artizar y Casa América.

Aquí les van estos fragmentos de Omar Pascual Castillo y Janet Batet (presentados por Andrés Isaac Santana en la Plataforma de Arte Contemporáneo (PAC)) sobre la actual exposición de Roberto Diago en Casa América Madrid. Exposición de la que el ‘mostro’ Omar Pascual Castillo también fue el comisario.
Enjoytttt 😉

Aprovechamos esta nueva entrada en PAC para presentar el trabajo de uno de los artistas cubanos más importantes e influyentes de su generación. Se trata de Roberto Diago, el indiscutible guardián de un legado cuya cosmogonía ancestral y contemporánea, revela las marcas punitivas de la discriminación y de la violencia expandida. Hablamos de un artista enorme, cuya musculatura estética certifica fracaso de un proyecto social que pretendió, en su digresión ideológica, eliminar el racismo y la diferencia social en nombre de eso que malamente se llamó el Hombre Nuevo. Diago es, sin duda alguna, uno de los máximos exponentes y embajadores del arte afro-caribeño. Su obra señala un notable interés por el legado de la cultura africana, llevada por los esclavos desde su continente de origen hasta Cuba, y cómo ésta se presenta en la sociedad actual.

Diago intervienen los espacios de la cultura y del arte desde su interpelante condición racial de hombre negro, urbanita, habanero, descendiente de artistas y músicos. Heredero de un legado y portador de una cultura que lo inunda, Diago es un creador que trabaja con intensidad desde diversos lenguajes como el dibujo, la pintura, la escultura y la instalación. En palabras del comisario de la exposición, Omar Pascual Castillo, “Invertir la lógica escritural de la “página en blanco” conociendo que, en un principio, siempre fue la oscuridad donde nace la luz, y no viceversa, sin miedo a su “página en blanco”, Roberto Diago ha ido escribiendo su historia, visualmente, re-escribiendo la de sus coetáneos, al compartir su quehacer (…) porque nos abraza, así como el universo abraza esto globo terráqueo donde habitamos”.

LA OSCURIDAD FUE EL PRINCIPIO, es el título de su primera exposición institucional en Madrid, en la Sala Torres García, de Casa de América, y que podrá visitarse hasta el 9 de diciembre. Un hermoso proyecto comisariado por Omar-Pascual Castillo en colaboración con la Galería Artizar de Tenerife.

©S/T y Niña Feliz, 2022. Vista de la exposición La oscuridad fue el principio. Cortesía de Galería Artizar y Casa América.

La muestra viene acompañada de un extraordinario catálogo monográfico que da cuenta de los múltiples itinerarios de su obra. Figuran en su índice autores como Bárbaro Martínez-Ruiz, Dr. en Yale University y director de Orbis Africa Lab, Suset Sánchez Sánchez, comisaria de arte latinoamericano de la Colección del MNCARS y Janet Batet, curadora independiente y colaboradora del Nuevo Herald de Miami. Una fantástica publicación que resulta del esfuerzo de Galería Artizar, responsable, también, de promover la obra de otros importantes artistas cubanos.

Seleccionamos acá algunos fragmentos de estos textos, cortesía de la galería, con el ánimo de socializar el saber acerca de tan importante obra. La narrativa de Diago, excede, con largueza, el contexto cubano para convertirse en un relato de fuerte impacto continental y universal. Su obra deviene, así, en un gesto político de afirmación y de liberación.

Agradecemos, desde aquí, a Galería Artizar por generosidad y por el enorme trabajo, a los autores de los textos; también, claro, a Luis Prados (Director de Programación de Casa de América), a Javier Fernaud (Coordinador del Departamento de Comunicación y Prensa de Casa de América) y a Céline Rodríguez (Especialista en Artes Plásticas y Música de Casa de América).

©Vista de la exposición La oscuridad fue el principio. Cortesía de Galería Artizar y Casa América.

I

LA OSCURIDAD FUE EL PRINCIPIO (apuntes sobre una cosmogonía desde la obra de Roberto Diago). Omar-Pascual Castillo / Comisario de la muestra

La obra del prolífero artista cubano Roberto Diago (La Habana, 1971) ha alcanzado paulatinamente una consolidación que lo ha convertido en uno de los creadores más destacados de su generación, dentro y fuera de su isla natal; con el transcurso de más de tres décadas de trabajo, se ha ido edificando como un corpus incuestionable, entre otras cosas, justamente por su rotundidad, su innegable acertada frontalidad que abraza. Siendo un arte que siempre evoca al abrazo -según mi mirada- porque hay algo en su constitución en muchos casos grandilocuente, por lo que podríamos decir que nos parece que esta es una producción braceada, más que manoseada, a veces, porque además tiende a estirarse en el espacio como un derrame, una quiebra, un manotazo en los ojos, más que una caricia, y esta violencia indica la fuerza del brazo, más que la delicadeza de la mano. Aún cuando la mano, detallista y precisa es, cuando él quiere, que sea la que signa el camino de entrada a su universo.

©Vista de la exposición La oscuridad fue el principio. Cortesía de Galería Artizar y Casa América.

Dicho esto, he de confesar, ya que estamos, que acercarme a Roberto después de un cuarto de siglo, ha supuesto observar su obra desde una condición cuasi turística, como quien mira desde fuera y no sólo desde afuera de la isla, su contexto natural, donde aún trabaja y habita. Una isla, de la cual, a veces se habla muy a la ligera, porque está signada por estereotipos muy específicos, desde la mirada occidental, e incluso desde la mirada academicista de algunas líneas de pensamiento crítico cubano que en su obstinación desviatoria y disimulada, son racistas; fundamentalmente por desconocimiento, porque no conocen la ancestralidad de la cultura afrotrasatlántica dentro de la cual Diago, se mueve. No tienen ni idea de su carga. Por tanto, acercarme hoy a su trabajo, implica tratar de redescubrirme a Roberto Diago, un artista el cual llamó mi atención a inicios de los noventas habaneros, porque mientras el contexto nacional estaba apuntando hacia el esteticismo canónico representacional, eso que vulgarmente llamamos como “Academia”, esa supuesta “nueva vuelta al orden” post-moderno, so pretexto de “la restauración de [un] paradigma estético” que a mi me parecía un paso atrás; él, estaba haciendo una obra a la contra.

©Vista de la exposición La oscuridad fue el principio. Cortesía de Galería Artizar y Casa América.

El Arte Cubano de las últimas décadas ha despreciado constantemente referirse a las problemáticas sociales de la racialidad en la isla porque “de eso no se habla”, de lo supuestamente superado estructuralmente, no se habla, es tabú. Aún cuando veamos que la clase política cubana está plagada de ese proceso de blanquificación y de machismo, mejor dejarlo atrás, y seguir hacia la estampida copista de intentar parecernos a lo que Occidente espera de nosotros, siendo pareciditos a lo que Occidente nominaliza como Arte de hoy. Lo curioso, es que ese aferramiento de Roberto hacia su legado, esa militancia en lo artesanal, lo no tecnológico sin ser technofóbico, lo salvó de las modas, y le dejó el camino libre para convertirse en el continuador de una pintura personalísima y el continuador de las investigaciones instalativas que abrieron la segunda vanguardia, donde lo povera toma dimensiones sociales antes silenciadas. No es povera, es pobre, no es simbólica, es documental. De este modo, lo que inicialmente era un camino de introspección personal, en el que el mismo Diago fue descubriéndose, ahora es un campo expansivo en el que el artista se toma el tiempo de convertir su obra en una máquina de significar. Dándole la vuelta al rancio conceptualismo y al post-industrial minimalismo, rebautiza el material como “algo tocado”, como “contenedor de cultura”, “cosa auratizada” como resultante del camino, parte del dilema y foco de la cuestión.

Por eso no me extraña que haya elegido la continuidad antropológica como respaldo de su discurso visual, por lo que quiero imaginar que cada vez que el artista articula palabra alguna en sus planimetrías, está rezando en silencio una Moyugba: esa oralidad sagrada yoruba que clama a los ancestros y a los orishas y deidades afrotrasatlánticas. Les llama, los evoca, los invoca. Les pide protección, ayuda, algo de fe, todavía. Cuando entreteje las trenzas textiles que simulan una simbólica herida, realiza un rompimiento, un recogimiento y finalmente un Sarayeye. Ese ritual de limpieza, que depura.

©Vista de la exposición La oscuridad fue el principio. Cortesía de Galería Artizar y Casa América.

El que Diago no desarrolle una obra que se adentre concienzudamente en las mitologías afrocubanas, como es el caso de Mendive, Bedia, Ayón, no significa que las desconozca, por tanto, a la hora de acercarnos a su trabajo deberíamos incluir en nuestro catalejo, el respetuoso lente que el maestro Robert Farris Thompson usaba cuando se refería a las “culturas primalistas”, como las llamaba. Si añadimos ese lente de sapiencia del antropólogo e historiador del arte, fundador de la Cátedra de Estudios Africanos de Yale, sabríamos diferenciar que Diago no tiene ninguna influencia de su amiga y colega Belkis Ayón, cuando silencia los labios de sus figuras, porque Belkis lo hacía en sus excelentes grafismos porque de lo que relatan sus obras era sobre un credo secreto, la Regla de Abbakúa, literalmente se traduce como Regla Secreta Kimbisa de los Hombres Leopardos; por tanto, ella hablaba de algo de lo no se debía hablar, es un secreto. Cuando Diago anula los labios de sus figuras silencia su relato, calla el grito, la queja, la rebeldía del hombre negro durante siglos. Al saberse que él es yoruba, el secreto se conoce a voces. Y puede que él esté rememorando más con los estilismos de sus figuraciones a algún dibujo de su abuelo paterno o del primerísimo Lam, que a nuestra querida Belkis. Puede que más inspirado en los perfiles almendrados de las esculturas en bronce del extinto reino yoruba que vio en su primera visita a París en el Museo del Hombre, que de ningún contemporáneo suyo. Cosa que no los separa de ellos, sino los une. Son dos caras de un silenciamiento. Las dos caras de nuestra cultura afrocubana. Mientras más caras mejor, mientras más voces mejor. Y ese es otro rasgo sincrético que denota su trabajo, siempre suma, pocas veces resta. Barroquizándolo todo bajo un aparente aplanamiento del sentido, hacia un único recurso: fuego, patchwork, ensamblaje, peso, densidad, impronta, empuje.

©Vista de la exposición La oscuridad fue el principio. Cortesía de Galería Artizar y Casa América.

II

Juan Roberto Diago: La experiencia ontológica del ser / Janet Batet

En la obra de Juan Roberto Diago (La Habana, 1971), el cuerpo no es entidad física limitada, sino contenedor infinito, suma y sumun de un devenir histórico que el artista encara. El cuerpo deviene entonces sitio de conflicto y carga cultural, memoria histórica y evidencia de la opresión y la violencia infligida por el sistema colonial que pervive en la sociedad postcolonial globalizada y donde la sanación empieza por la afirmación del yo que implica la autoafirmación y reconstrucción de esa identidad denegada a través de los siglos, desmontando estereotipos y prejuicios raciales. En el caso cubano, y contrariamente a la extendida noción de que el proceso revolucionario iniciado en 1959 implicó la desaparición del problema racial, asistimos a un conflicto agregado. La pretensión de eliminación por decreto de la problemática racial conllevó al silenciamiento de discusiones esenciales en torno a la opresión, la identidad y la memoria histórica, desterrando toda posibilidad de un diálogo crítico que nos avanzara como nación hacia una “descolonización de la mente», al decir de Fanon.

A raíz de la caída del bloque socialista y la instauración del denominado Período especial en tiempos de paz (1990-2006) en la isla, estas contradicciones latentes se hacen más evidentes, apareciendo un sólido movimiento de intelectuales que teorizan y debaten el problema racial en Cuba y su condición de exclusión y silenciamiento heredado desde la colonia y extirpado del diálogo nacional. Es en este contexto que aparece la propuesta de Juan Roberto Diago.

©Vista de la exposición La oscuridad fue el principio. Cortesía de Galería Artizar y Casa América.

La crítica ha tratado en más de una ocasión de empujar esta parte de la obra de Diago hacia el minimalismo. Ejercicio harto retorcido por donde quiera que se mire. Asumo que la dolencia viene, de un lado, de esa patética necesidad que todavía arrastramos de ponderar una obra a partir de los ismos del mainstream. Las razones principales para este entuerto son dos que al final son una: de un lado, la identificación y validación de una propuesta a partir de una etiqueta fácilmente reconocible; del otro, su inserción en el mercado. El riesgo insalvable en este tipo de extrapolación es el vaciamiento de sentido de la obra en cuestión, su blanqueamiento, lo que en el caso de la obra de Juan Roberto Diago sería como la última estocada del destino. Si algún asidero artístico hubiera que buscar, este sería ese cauce de artistas contemporáneos que, como mismo Diago, socavan de a poco, como gota de agua persistente, el eufemismo de una sociedad postcolonial “igual para todos” que, cínica, elude –al tiempo que reafirma de hecho- el flagelo discriminatorio y las agudas tensiones raciales que marcan la era contemporánea. Siendo así, la obra de Juan Roberto Diago entronca con voces como Faith Ringgold, Barbara Chase-Riboud, Robert Colscott, David Hammons, Kerry James Marshall, Carrie Mae Weems, Toyin Odutola, Chris Ofili, Martin Puryear, Lorna Simpson, Yinka Shonibare, Kara Walker, Kehindle Willey, Rashid Johnson o Purvis Young, por tan solo mencionar unos cuantos.

El saber ilustrado, con sus estandartes de igualdad, libertad y fraternidad y los conceptos de nacionalismo, liberalismo y democracia, presupone el nacimiento de ese estado o nación de ciudadanos soberanos y libres. Este presupuesto, que es la base misma de la nación moderna, amordaza de antemano cualquier voz disidente que pruebe, en definitiva, el punto flaco o el simulacro que soporta dicho postulado. En el caso cubano, que no es excepción, la construcción estratificada de identidades raciales inamovibles provenientes del aparato colonial (blanco, criollo, mulato, negro) fueron y son afianzadas por un discurso homogeneizador de nación construido sobre la base de estructuras patriarcales y el mito de la superioridad blanco-europea. Bajo el pretendido manto de igualdad que esconde el eufemismo de nación multicultural, dicho discurso hegemónico y excluyente, destierra toda posibilidad de discusión en torno a la desigualdad racial, condenando al ostracismo y la invisibilidad a una de las áreas más sensibles de la sociedad cubana actual. Es aquí, justo, donde se ubica el protagonista de la obra de Juan Roberto Diago.

©Vista de la exposición La oscuridad fue el principio. Cortesía de Galería Artizar y Casa América.

El género del retrato tiene gran peso dentro de la obra de Juan Roberto Diago. No es casual. El retrato es el género de autoafirmación y empoderamiento por excelencia de la Historia del arte. Asociado históricamente a funciones ideológicas (religiosas, políticas o económicas), el retrato busca el enaltecimiento del sujeto retratado en cuestión a partir de los atributos y alegorías que lo acompañan. Podrían distinguirse, tres tipos fundamentales de retrato atendiendo al número de personas que le integran: individual, de grupo y autorretrato. En el caso de la obra que nos ocupa, asistimos a una fusión (los tres en uno), puesto que el retrato aquí es una suerte de entelequia. En tal sentido, podemos hablar no de un retrato fisonómico sino de un retrato psicológico. Lo esquemático de los retratos de Diago -dado por el carácter en extremo sintético de los mismos-, puede ser únicamente emparentado con el humano en tanto género. Si pudiéramos hablar de un retrato tipológico –y me aventuro a decir que este es el caso-, asistimos justo a su antítesis que en la obra de Diago, deviene afirmación.

El retratado aquí no exhibe ningún atributo que denote su condición social (tal vez justo porque el retratado es un desclasado o porque el autor no está interesado con la asociación a estereotipos que sentencian y confinan). Sus hombros están desnudos, la cabeza limpia y el semblante inexpresivo. La figura pareciera atemporal. La frontalidad del rostro interpela y, sin embargo, los ojos a modo de cuencas vacías (podríamos aducir puntos de confluencia con los denominados “ojos de café” u “ojos de cauri”) parecen absortos en sí mismos. El rostro, invariablemente, está desprovisto de boca, lo cual enfatiza el protagonismo de la mirada: seres que todo lo ven y sin embargo están privados del habla. Los retratados de Diago, con su mutismo y dignidad, parecen Atlantes sosteniendo el peso del mundo. El dualismo desempeña un papel primordial en el retrato de Juan Roberto Diago. No asistimos al ejercicio fácil de entidades antagónicas sino fuerzas de un mismo cause que presupone un ejercicio circular de causa y efecto, donde víctima y victimario son agentes activos e interactuantes de un ciclo renovado y constante de expoliaciones que se repite en halo fatídico. De ahí también que el retrato sea atemporal: una especie de ritournelle donde en unidad antinómica, el victimario está contenido en la víctima que reclama como suyo ese espacio de representación y poder que tradicionalmente lo excomulga.

©Roberto Diago. Cortesía de Galería Artizar y Casa América.
© Roberto Diago. Cortesía de Galería Artizar y Casa América.

En este juego de suplantaciones donde la atmósfera, queda, puede cortarse con un cuchillo, la inmovilidad y el mutismo tensional que son imposibilidad (consecuencia del status quo imperante que no exonera, sin embargo, a la víctima), plantean el verdadero dilema. El retratado -podemos intuirlo- ha pasado ya por múltiples progresiones dramáticas. Ha intentado, acción tras acción, ese cambio de giro de la historia que lo devuelve siempre al comienzo que es, sin embargo, también el límite. En esta zona liminal, el protagonista de Diago es por primera vez autoconsciente y renunciando a todos los estereotipos, se dispone a ese cambio definitivo que es el derecho a existir. Asistimos justo al clímax del conflicto.

Es justo aquí que se emplaza la obra de Juan Roberto Diago: en esa zona residual cuyo carácter es alternativo o, incluso, oposicional con respecto a la cultura dominante. De ahí, también, la doble carga simbólica del material empleado. Sus paisajes tempranos son una suerte de arqueología urbana que devuelve a la palestra pública (a través del espacio oficial que es la galería) pasajes excluidos, personajes marginados, voces silenciadas. Su paisaje se nutre de los mismos materiales pobres que se reciclan una y otra vez en las barriadas pobres. Esta necesidad imperiosa de apego al material -que en el caso de Diago no es un impulso meramente formal o gestual- ha llevado también a chatas equiparaciones con lo matérico. Sin embargo, a diferencia del interés meramente artístico del arte matérico donde los elementos autónomos provenientes de la realidad buscan la libertad plástica absoluta a través de la disolución del espacio pictórico tradicional y lo ilusorio en el arte, Diago sigue enfrentando el arte como medio estrechamente vinculado a su entorno.

© Roberto Diago. Cortesía de Galería Artizar y Casa América.

Cuando Diago usa el metal, la madera, o el saco (ver Un pedazo de mi historia, De la serie Yo tengo mi historia, ambas 2003 y Autorretrato, 2000), no lo asiste la materialidad pura de Fautrier sino el peso histórico ineludiblemente asociado al material en cuestión. Cuando raja una tela (serie Heridas, 2015), no lo asiste el impulso de búsqueda de una nueva espacialidad para el medio pictórico que a Fontana, sino el tajazo todavía abierto en las venas de la historia a través de los siglos. El material (yute, madera, hierro, cemento, soga, botellas, neumáticos) en su cualidad representacional y simbólica, deviene así protagonista de esa cultura residual donde el mito, la cultura y la historia de los sujetos marginados que habitan ese entorno, reivindican su derecho a existir. El material es portador esencial de esa cultura residual, de una historia edulcorada y eludida por la cultura hegemónica y su objetivo esencial es el del médium: dar voz al silenciado y sentarlo así a la mesa de negociaciones, para reintegrarlo a un diálogo constructivo de la identidad cubana contemporánea.

Al uso del material le secunda la palabra. La voz del protagonista marginado no puede llegar sino a través del grafiti. Ese grito sigiloso y furtivo, de carácter anónimo, apurado, las más de las veces nacido en medio de la noche en gesto clandestino como transgresión y protesta. Mi historia es tu historia; España, devuélveme mis dioses; Difícil no es ser hombre, es ser negro; Negro 100%; Yo soy del monte; Yo soy mi raza; El poder no se regala, se lucha y Mis muertos, son algunos de los alegatos asfixiados por la historia oficial y devueltos al mainstream a través de la pintura de Juan Roberto Diago en ese persistente escrutinio de la historia que reivindica al negro invisibilizado y silenciado.

En ocasiones, la barriada marginal (esa suerte de sobrevivencia del palenque), se sale del suburbio a la que está confinada e invade la galería. Tales son los casos de El poder de la presencia, 2006, y Ciudad en ascenso, 2010. En esta última, la maraña de casitas improvisadas, una sobre otra, se trepa como hiedra por las paredes y se adelanta haciendo suyo el espacio. Uno está obligado a avanzar, abriéndose paso entre la madera reciclada y carbonizada; eco de esa misma tea incendiaria que prefiere arrasar con todo para empezar de cero antes que rendirse al enemigo. El título de la obra alude a la situación creciente de la pobreza y la marginalización en la isla que lejos de desaparecer se reproduce como virus y evidencia un sistema fallido, negación de las promesas de justicia y equidad social.

© Roberto Diago. Cortesía de Galería Artizar y Casa América.

Lograda la fusión entre la voz y el material, la obra de Diago va depurándose del elemento narrativo explícito. El material en sí mismo ya está cargado como una prenda. Entonces, el formato se agiganta. La superficie áspera es la más de las veces construida a base del fragmento. Telas pegadas o cocidas donde se impone la sutura (de la serie El Poder de tu Alma, 2013); metales soldados donde sobresale la rebaba (de la serie Variaciones de Oggún, 2013, y Huella en la Memoria, 2015); fragmentos de madera claveteados o zurcidos con alambre (de la serie El Rostro de la Verdad, 2013 y El paño mágico, 2019) van reconfigurando una nueva poética de lo fragmentario donde el dolor deviene elemento de fusión y sobrevivencia.

Dentro de este cuerpo de obras el acento recae en al vasto campo de la superficie accidentada reconstituida a partir del límite físico del fragmento. El desplazamiento del espectador, atraído por ese efecto de push and pull que incentiva la luz generando una rítmica atonal, es absorbido por las dimensiones y pulsación de la obra que lo contiene en diálogo íntimo. En esta tónica se emplazan series definitivas como Entre líneas, 2012, La piel que hablaVisiones compartidas, ambas 2014, Heridas, 2015 y Burundanga, 2017.

El fragmento alude aquí a la capacidad de remiendo. A esa acción necesaria de volver a unir o articular el tejido social roto y subsanar una herida. Es por ello que el real protagonista de estas piezas es la sutura: ese acto consciente de asistencia para la reparación del cuerpo -y del alma-. Asistimos entonces a un acto de sanación y regeneración que sólo es posible a partir de esa cicatriz que es la memoria. Siendo la piel ese órgano protector, frontera entre el yo y el otro, entre el yo y el medio ambiente, la cicatriz -el queloide- es asumido como escarificación y no como escarnio: orgullo de pertenencia e identidad cultural.