Sergio Luis Pérez Hernández: Conversación con Maggie Mateo / Vivir en una isla cerca del mar y dialogar con él

Archivo | Autores | 17 de noviembre de 2023
©Maggie Mateo en Italia en 2019 / Civitella Ranieri

A mí Maggie Mateo nunca ha querido tirarme el tarot. Yo no sé cuánta gente la llamó para felicitarla por su Premio Nacional de Literatura. Manteníamos uno de nuestros encuentros cortazarianos en mi terraza vedadeña cuando ya el jurado había votado por unanimidad. Disfruté la noticia como si hubiera encontrado yo, cual Horacio Oliveira, la flor amarilla en el gris parisino. Maggie ha sido siempre uno de esos afectos de los que, a veces sin saber por qué, nunca me podría desprender. Julio César cuidando con amor profundo a La Marquesa Roja, y yo protegiendo a Gelsomina de los arañazos de la inlucidez nos han hecho indisolubles.

— Pocas veces se hace pública la conversación con una autora cuya obra uno ha estudiado y sobre la que ha escrito…

— Tú sabrás, corazón. Yo confío en ti.

— Maggie, tú has sido una viajera incansable, indetenible. Has impartido clases en el exterior, has hecho estancias en becas…; sin embargo, has concentrado tu vida y tu obra en Cuba. ¿Qué y cuánto ha significado para ti hacer una carrera intelectual en este país?

— En realidad yo no concebiría hoy mi obra, ni mi vida ni mi escritura, si no estuviera vinculada a este contexto en que la he escrito que es la isla de Cuba y su cultura. Efectivamente, he tenido muchísimas experiencias de docencia en distintas partes del mundo y nunca he encontrado un tipo de estudiante como el cubano. Creo que eso tiene que ver con los códigos culturales que se comparten: la misma lengua, los mismos gestos, las mismas resonancias que conforman una manera de ser, y eso hace que el diálogo fluya de mejor manera. Hace unos días yo estaba pensando, por ejemplo, que cuando uno nace en un lugar, sobre todo en este país, que como dice Lezama es una fiesta innombrable, ahí se está marcando un destino y también, por supuesto, una elección. Si uno toma la elección de ir a vivir en otro lugar que no es ese en el que nació, entonces siempre va a haber una ruptura, un desgarramiento.

— El verso de Lezama al que hacías alusión está antecedido por otro: “la mar violeta añora el nacimiento de los dioses”. Hace años me parece que las aulas de nuestra inolvidable Facultad de Letras añoran las clases de Maggie Mateo: ¿qué sabores han dejado en ti cuarenta años de docencia?

— Para mí la docencia ha sido fundamental. Le he dedicado mucho tiempo a mis clases, muchas madrugadas leyendo, porque para mí dar una clase es siempre un reto, aunque la haya dado muchas veces, vuelvo a leer, vuelvo a prepararme. Ese diálogo constante que uno establece con los estudiantes es algo que va enriqueciendo tu mirada sobre las cosas y además te va manteniendo joven, en el sentido en que son generaciones diferentes las que van pasando por tus manos, si es una carrera larga de cuarenta años como la mía. Creo que eso de alguna manera te mantiene despierto y atento a la nueva forma de ver el mundo que tienen los jóvenes. Dar clases fue un reto enorme porque tenía miedo escénico, pero ahora no podría tampoco concebir mi vida sin esa labor docente que he mantenido sistemáticamente.

— En un encuentro con escritores matanceros, Salvador Redonet acuñó un término imprescindible en los años noventa para estudiar la literatura cubana de esa década. Luego tú defendiste muchísimo ese concepto de los novísimos. ¿Por qué protegiste el término, y qué queda de esa literatura?

— Pienso que más allá del nombre, que lo puso Redonet, novísimos, que es una etiqueta, una denominación, lo que había en juego detrás de eso era un fenómeno muy interesante: una escritura de gente joven que no estaba reconocida, pero que al  mismo tiempo estaban siendo transgresores, estaban rompiendo tabúes, estaban abordando temáticas que habían sido silenciadas durante mucho tiempo en la literatura cubana; las estaban tratando con un desenfado realmente grande y había que darle un apoyo a esa literatura que estaba surgiendo y que también coincidió con los años noventa, la crisis editorial, problemas con las publicaciones de los libros. De manera que lo más importante es ese fenómeno que fue como un boom que hubo de la narrativa cubana de esa década.

— ¿Cómo calificas la narrativa cubana de estas primeras décadas del siglo XXI?

— Ay, esa pregunta es bien “dificilísima” (risas). Es bien difícil porque si uno piensa en la narrativa cubana del XX y recuerda a esos monstruos, a esos grandes maestros como Alejo Carpentier, Lezama Lima,  Virgilio Piñera, Dulce María Loynaz con su novela, Cabrera Infante…, o sea, el recuento que uno hace de la narrativa del siglo XX es realmente muy fuerte. Yo creo que hay que esperar un poco a que haya un mayor despunte, a que el tiempo sea el que sedimente. Sí creo que existen grandes narradores con talento (no quiero dar nombres), pero haría falta una mayor distancia para poder evaluarlos.

— Tú no solo propusiste un programa de estudios para la literatura caribeña en la Facultad de Letras, sino que el Caribe ha sido en ti una constante: el concepto de insularidad, la noción de isla en tu narrativa, en tu ensayística. ¿Qué ha significado para ti vivir en una isla, estudiarla como fenómeno sociocultural y como contexto literario?

— Efectivamente, el tema de la insularidad es una constante en la literatura cubana y también en la caribeña. He tenido la suerte de vivir en una isla cerca del mar, porque también hay zonas del interior en donde el mar no se ve, queda lejos. Pero yo he tenido la suerte de tener esa especie de diálogo con el mar que, de alguna manera, puede despertar esa visión del horizonte, una sed de espacio, un hambre de infinito, pero también puede hacer que uno se sienta de alguna manera protegido. La isla tiene esa idea de lo utópico, de lo mítico, la isla maravillosa. No en balde muchas de las utopías se ubican justamente en las islas. María Zambrano habla de las islas como un lugar de consuelo para determinados dolores, y yo sí he sentido que la insularidad es algo que de alguna manera ha estado presente en mí: ese espacio cerrado y abierto, esa frontera del mar que tengo muy cerca (el muro del Malecón). Creo que todos esos elementos me han marcado y que hacen un poco esa misma historia en el resto del Caribe: son muchas islas, infinitas islas las que hay en el mar Caribe, es como una especie de archipiélago grande que ahora está dividido, porque hubo diferentes tipos de colonización: inglesa, francesa, holandesa, española. Dereck Walcott decía “tantas islas como estrellas en el cielo”. Pienso que todo eso le da una unidad a esa área del Caribe que permite que, más allá de la lengua que utilicen los poetas, uno sienta esa cercanía desde el punto de vista cultural y espiritual, aunque el poema esté escrito en inglés o en francés.

— En los años noventa tú escribiste uno de los libros de ensayo más polémicos y renovadores de la literatura cubana: Ella escribía poscrítica. Casi treinta años después, yo quisiera preguntarte algo: ¿crees que la poscrítica como forma de escritura ha sido superada, se mantiene?

— Yo creo que la poscrítica fue algo que jugó mucho con toda la época de los pos, o sea, el posmodernismo, el posestructuralismo, el poscolonialismo…, fue una furia de pos, digamos, que hubo en un momento concreto y que, por supuesto, estaba avalada por determinadas formas estéticas de hacer: el juego intertextual, las citas, los homenajes a través de la misma escritura. Y en el caso de la poscrítica era un poco un juego con el objeto de estudio, es decir, reproducir  a través del discurso crítico las características de ese objeto de estudio. Mirándolo ahora desde acá, lo veo más vinculado a esa libertad que pedía Montaigne para el ensayo. Es decir, el ensayista debe dejar fluir su pensamiento, debe tener una absoluta libertad, y pienso entonces que eso casa muy bien con algo que está en la poscrítica: la mezcla de la ficción con el texto crítico, textos con un sentido, digamos, más poético, con el análisis de un fenómeno, con la cita académica y la  fuerte exploración desde el punto de vista académico. Esa mezcla es el ensayo en última instancia, ¿no?, el ensayo como un género híbrido, el Centauro de los géneros literarios, como lo llamó Alfonso Reyes. Esa hibridez yo creo que se da de alguna manera potenciada en la poscrítica por esas posibilidades que abre esa nueva estética que es la posmodernidad.

— En tu novela Desde los blancos manicomios, con el personaje del Negro –el de «la risa de oro»–,  y luego en otro de tus libros de ensayos, El misterio del eco,  haces pequeñas dedicatorias u homenajes a una persona que no es exactamente familia tuya. ¿Cuánto significó en tu vida Salvador Redonet?

— Bueno, eh…, es difícil hablar de Salvador Redonet porque… fue como una luz. Era negro, pero fue como una luz. Era un gran amigo, un gran profesor, un hombre con un carisma impresionante, con una mirada muy larga para ver las cosas, para ir más allá, y yo creo que le debo mucho de lo que he hecho a ese diálogo constante que tuve la suerte de tener con Salvador Redonet, aparte de que fue un amigo muy, muy querido, y su cuerpo descansa en la tumba de mi familia dentro del cementerio Colón.

— También has tenido una relación muy cercana con Graziella Pogolotti.

— Yo la conocí siendo muy joven, cuando era estudiante, y ella fue a El Escambray con un grupo de alumnos y yo estaba entre ellos. Desde entonces fue mi profesora, mi maestra; convivimos allí, porque vivíamos todos en literas y compartíamos todo. Luego ella fue la tutora de mi trabajo de Diploma, Del bardo que te canta, un tema sobre el cual ella no sabía ni era especialista, pero que supo guiarme perfectamente bien a petición mía. Y, bueno, a lo largo de toda la vida he mantenido esa relación con Graziella, a quien yo admiro extraordinariamente. He leído toda su obra, pero además he tenido la gran suerte de recibir su enseñanza de una manera cotidiana, porque creo que es, efectivamente, una de las mentes más lúcidas que he tenido a mi lado. Creo que tiene una sensibilidad especial para captar las cosas importantes, para ver las esencias y despojarse de lo que es secundario. Te digo: ha sido realmente un privilegio que mi vida intelectual haya crecido guiada por Graziella.

— Tú y yo sabemos que eres muchas Maggie: la madre, la hija, la hermana, la amiga de tantos amigos, la ilustre ensayista, como dice Graziella Pogolotti, y la excelente maestra. ¿A cuál de ellas prefieres? ¿Con cuál te quedas?

— Se habla mucho de la difuminación del yo, de las identidades cerradas, casi del yo como algo performativo, que un día es una cosa y otro día es otra, pero yo creo que todas esas cosas van juntas. Todas esas Maggie que puede parecer que se desdoblan son como roles diferentes, pero creo que en todo está la persona, que todo está integrado, aunque no de una manera cerrada o monolítica, porque uno va cambiando, pero te diría que todas soy yo.

— Gracias por serlas todas y por hacerlo muy bien.

La Habana, 2014.