Darío Alejandro Alemán: Luis Frómeta Compte: otra historia sobre el presidio político en Cuba

DD.HH. | 18 de diciembre de 2023
©Janie Frómeta / Luis Frómeta Compte en su jardín de Dresde

Janie

No lo volvió a ver hasta una mañana de inicios de julio de 2023. Ese día se paró ante un par de hombres uniformados, severos, sudados. El calor húmedo de Cuba, del Caribe, es tan distinto del europeo continental. Dejó todas sus pertenencias sobre una mesa y le pidieron que vaciara sus bolsillos. Ella accedió a que palparan su cuerpo.

—Puede entrar —le dijeron.

Había pasado más de un año desde la última vez que lo vio. Fue en la casa de él, en Dresde, Alemania, muy cerca de la frontera norte de la República Checa. Aquella vez, después de pasear por el jardín y la huerta, él anunció que, como cada año, juntaría todos los días de vacaciones para visitar a su familia en Cuba. «Nuestra familia», dijo. Prometió que, como siempre, regresaría en dos o tres meses.

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Lo encontró sentado en una silla, inclinado sobre una mesita de cristal, vestido de gris. Era muy distinto al hombre de Dresde. El cabello antes rizado y rebelde, y con las puntas rubias, estaba ahora cortado casi a ras de cráneo. El rostro altivo, ahora demacrado. Los brazos fibrosos, ahora blandos, sin consistencia ni tersura, considerablemente más delgados. De lo que alguna vez fue el cuerpo pequeño y fornido de su padre, solo quedaban sus manazas rudas, tonificadas durante décadas por el mango del hacha y el azadón; manos que envidiaría cualquier púgil, unas manos, sin embargo, tan engañosamente toscas.

«Yo lloré. Él lloró. Lloramos juntos, abrazados, por casi media hora», recuerda ahora Janie Frómeta.

Ella tiene una rara manera de acentuar las palabras, calza «ges» al final de las primeras sílabas y pronuncia las «eñes» como «ni», pero domina muy bien el español. Él, Luis Frómeta Compte, su padre, cubano de nacimiento, le enseñó su idioma cuando era apenas una niña, mientras iba aprendiendo sus primeras frases en alemán. «Tienes que saber español porque eres medio cubana, para que un día puedas hablar con tu familia en Cuba», le decía. 

***

El pequeño salón en que se reencontraron era un espacio agradable: aire acondicionado, un sofá de cuero, cortinas limpias cubriendo las amplias ventanas. Luis le dijo que no se dejara engañar, que ese lugar, una prisión conocida como el Combinado del Este, no era para nada aquello que veía.

—Hablemos en alemán —dijo también.

Janie aceptó. Sospechaban que en algún lugar de ese cuarto podía haber un micrófono escondido, tal como había escuchado ella que, muchos años atrás, hacía la Stasi en la parte de la Alemania dividida en que nació.

«Entonces me contó que en realidad vivía en una celda húmeda, oscura y ruidosa», recapitula la hija. «Que había tres literas y otros cinco presos con él. “Todo está sucio”, me dijo. Y también que su cama tenía chinches, y las cucarachas estaban por todos lados. Incluso había visto ratones. Después me pidió hablar de cosas más alegres».

Janie le contó sobre su hermana, María, y sobre los dos nietos.

—Todos están bien. Todos estamos pidiendo por tu libertad. Mamá también.

—¿Y el jardín? —preguntó él.

***

Desde que llegó a la entonces República Democrática Alemana (RDA), con 23 años, allá por 1985, Luis Frómeta procuró tener al menos un pedazo de tierra donde sembrar. Su última casa, la que dejó en Dresde en junio de 2021, lo tenía. Allí plantó un jardín con distintos tipos de flores, curiosamente todas amarillas, y otro más, uno especial, exclusivo para sus girasoles gigantes. Siempre que María o Janie lo visitaban con sus hijos, él les daba un paseo; las actualizaba sobre las plantas que ayudaba a crecer; alardeaba de sus favoritas, y dictaba cátedra sobre qué hojas no deben cortarse nunca y qué cantidad de agua necesita cada especie. Janie recuerda haberlo escuchado hablar en secreto con sus flores. Alguna vez, incluso, oyó que les cantaba.

Cerca del jardín, estaba la huerta con pequeños sembrados de maíz, patatas, grosellas y frambuesas. Algo más allá, la joya definitiva de su corona: una parcelita de frijoles negros que cuidaba con excesivo esmero. Durante años, Luis se empeñó en lograr una plantación de estos granos, que difícilmente progresan en la tierra y el clima de Dresde. Su sueño, decía, era un día autoabastecerse de frijoles negros, para que nunca le faltara un potaje «a la cubana».

«Le dije que el jardín estaba bien para tranquilizarlo. Hablamos mucho. Le prometí que íbamos a hacer todo lo posible por sacarlo de ahí. Que muchas personas sabían que era inocente».

—Cuando salgas —le dijo—, vamos a celebrar con una botella de ron que te gusta: un ron Mulata de los que bebías antes.

Él, de nuevo, se echó a llorar.

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