Belkis Cuza Malé: La buena memoria / Un cuarto de tortura con alfombra roja
No sé el tiempo que pasé sollozando, ahogada en lágrimas, tratando de controlar a la vez mi pánico y mi vergüenza. Concentrarme en los ruidos que me llegaban del exterior era un modo de forzar que el aire entrase a mis pulmones. Haciendo un enorme esfuerzo lograba también poner atención a esos ruidos. Porque a pesar de mi espanto el mundo seguía existiendo allá afuera, y yo trataba de escudriñar —a través de paredes infinitas—lo que de golpe y porrazo ya parecía perdido para siempre.
¿Qué estaría sucediendo allí afuera? ¿De quiénes eran esas voces? ¿Qué hora era? ¿Dónde estaba Heberto? ¿Estaría pasando por lo mismo que yo? ¿Quiénes jugaban ese partido cuyos ecos yo creía entrever o eran pura imaginación esas voces rotas? ¿Sospecharía alguien, ese señor que ahora de seguro cruzaba al otro lado la calle, lejos, que detrás de esos muros estaba encerrada una mujer, cuya peor tortura eran precisamente aquellas paredes? Una mujer inocente. ¿Pero inocente de qué?
Sólo pueden proclamarse inocentes los acusados de cometer algún delito. ¿Y cuál era el mío? Ni siquiera sabía exactamente por qué estaba allí, y en mi lista personal de lo que yo consideraba un delito no existía nada de lo que pudiera inculpársenos ni a Heberto ni a mí. Pero había oído yo tantas veces aquella extraña frase —“la Revolución es fuente de derecho”—, que comencé a dudar de mi inocencia, porque para el poder revolucionario toda insubordinación puede conducir al cadalso.
Entonces no conocía, por supuesto, los comentarios de Fidel Castro a la hora de también mandarme a detener junto a Heberto. Yo era una mujer ambiciosa, decía, que le daba cuerda a Heberto, que alimentaba su antagonismo a la Revolución. Luego supe que eso mismo le repitió a Heberto el teniente Pedro Álvarez Lugo, nuestro interrogador en Villamarista.
Temblando, descubrí en la pared un cascarón de metal que en otro tiempo albergó un aire acondicionado, y que ahora sólo servía para cubrir el hueco de la pared de aquella desolada habitación —¿cámara de tortura o qué? —, fría como una nevera, con un escritorio sin silla por único mueble y una gruesa alfombra roja cubriendo el suelo, de pared a pared. En medio de mi terror, me llamó la atención aquella alfombra roja, tan inusitada, en lugar de mosaicos.
Por las rendijas del espacio que ocupó el aire acondicionado —cubierto ahora con tablas—, los ruidos exteriores subían y bajaban de tono, como voces fantasmales. La atmósfera se enrarecía con cada minuto que pasaba. Traté sin conseguirlo de mirar al exterior. Y como alguna luz entraba por esa rendija que yo no atinaba a encontrar, pero que tamizaba la habitación, en mi desconsuelo llegué a sentirme la convalesciente de un delirio febril.
De ultratumba parecían llegar aquellas voces, que yo no sabía si las inventaba, o si realmente existían en un lugar tan siniestro como aquél, y que acentuaban mi terror a las cuatro paredes. Y con el terror crecía en mí una idea, un deseo: morir allí, en ese momento, y hacerlos sentir culpables. Pero mi inocencia era total. Mi muerte no les iba a dar ni frío ni calor.
Siempre me había autocatalogado de cobarde, pues estaba llena de espantos. En primer lugar hacia la muerte. En segundo, hacia la vida. En tercero, pero de seguro compartiendo también el primer lugar, el terror a las enfermedades, a los espacios cerrados, a los elevadores, al mar, a los ritos funerarios, a las alturas, a volar, a las serpientes… Y de pronto me vi arrancando un pedazo de metal oxidado de aquel cáscaron de la pared y me corté las venas, y me inundé de sangre y empecé a empapar la alfombra de aquel cuarto de tortura.
Cuando llegó el médico con otros secuaces, lo primero que hizo fue ir y sentarse en la punta del escritorio y mirarme con desprecio desde su altura. Un siquiatra de la Seguridad, como él mismo se presentó; un tipo horrendo, gordo y con cara de perro buldog resguardada por grandes espejuelos con aros de metal y cristales calobares, y un enorme y ostentoso reloj de pulsera. Todo su corpachón gritó a los otros:
—Está histérica.
Y se fue como vino, con su séquito de amanuences en uniformes militares como él, sin hacer caso a mis súplicas, sin permitirse la bondad de escuchar a una claustrofóbica que sólo pedía un poco de aire. Porque yo repetía una y otra vez que no me cerraran la puerta con pestillo, que no pensaba escaparme. Fue inútil.
—Está histérica.
Y sentí cómo se cerraba violentamente la puerta detrás del último de ellos y le ponía llave.
Pero tuve miedo a no morir enseguida, a desangrarme, a agonizar lenta y dolorosamente de tétanos, y no llegué a cortarme las venas. Tirada en el piso, sin dejar de temblar, ahogada en lágrimas, comenzó a brotar de mi pecho una oración. Y como lo que más temía era a perder el control absoluto, y enloquecer y que me quisieran sedar a la fuerza, traté de dominarme.
Al principio creía que sería imposible pues estaba gobernada por el pánico y aquellas paredes me oprimían el pecho, se derrumbaban sobre mí. Encerrada por primera vez entre cuatro paredes, con el cerrojo echado por fuera, era lo último que podía soportar un claustrofóbico. Aire, quería aire. Temblaba de frío pero necesitaba respirar aire puro, que se abriera la puerta, que un viento terrible arrasara con las paredes. No quería paredes. Lo terrible era cuando me detenía a pensar en lo que estaba sucediendo. Por eso, dominar la ansiedad, que mi respiración se hiciera normal, era todo cuanto deseaba en ese momento.
Me habían quitado las pastillas para los nervios, recetadas por el último siquiatra que visité, y que siempre llevaba conmigo por miedo a que un ataque de pánico me azotara en plena calle. Nunca me había pasado, pero temía perder el control en cualquier momento, y que me gobernasen los pensamientos obsesivos sobre la muerte y las enfermedades, y se desatase dentro de mí ese animal salvaje que dominaba la mente con sus ataques de pánico o algo peor que hubiera podido ocurrir en cualquier instante en plena calle. Con los nervios destrozados y acompañada siempre de una angustia muy grande, aún sin a simple vista parecerlo, yo era entonces una enferma que necesitaba con carácter preventivo esas píldoras, mi muletilla, para sentirme “segura” en un medio tan inseguro como en el que vivía.
Y de pronto, me habían despojado de mis pastillas. Diazepan y Trifluoperazine, que era lo que siempre llevaba conmigo, como amuletos contra la claustrofobia, contra el horror de mirar la vida desde el ruedo. Si alguna vez me sentía muy nerviosa, tomaba la ridícula dosis de un cuarto de pastilla, no más, porque también entre mis obsesiones estaba la de morir por exceso de medicinas o porque sencillamente tuviese una reacción alérgica, como la fatal que dicen producía aquella pastilla rosada de Marplam, si se tomaba al mismo tiempo con yogur.
Rezaba apoyándome en la oración para dejar que el poco aire que tomaba fuera llenándome de una energía casi divina. El prana alojándose en mi sangre y en mis huesos. Lo hacía como el que repite un mantra, sin pensar en las palabras, sólo en el sonido que producen. Una oración repetida mil veces, alejando los malos pensamientos, la ansiedad, la desesperación, el miedo. Bloqueando la realidad. Oraba pidiendo ayuda a Dios.
Y entonces, del modo más inesperado, descubrí que aquellas cuatro paredes se ensanchaban, iban creciendo y creciendo, como si fueran elásticas. Y aún teniendo el mismo tamaño eran sin embargo de otra dimensión, una dimensión metafísica, cuántica.
Comencé a imaginar que el mundo fuera de mí no existía, que mi soledad era mía, que no tenía nada que temer porque el mundo era del tamano de la horrible habitación, y yo, un ser libre, libre dentro de aquel espacio infinito que me pertenecía por completo.
Y entonces inicié la operación a la inversa: comencé a achicar el mundo, a acortarlo, y fue haciéndose cada vez más pequeño, mínimo, hasta que sólo tuvo el tamaño del espacio que ocupaba mi cuerpo. Enseguida me sentí relajada y segura, dueña de mí. Había vencido la claustrofobia. Habitaba yo a la sombra del Altísimo, como dice el Salmista.
Volvió a abrise la puerta para dar paso ahora al mismo oficial que estaba de guardia en la carpeta cuando me trajeron a la Seguridad. Tenía en la mano una pastilla del tamaño de una hostia y quería que me la tragase como fuera. Me negué, y le exigí que me devolviera las mías, las que habían confiscado junto con mi cartera. Se negó, gritando con voz descompuesta aquel “Peor para ti”. Pero ya yo no necesitaba pastillas. Así que no me importó cuando, viendo mi resistencia, se marchó cerrando con violencia la puerta. Esta vez no sentí miedo cuando corrió el pestillo.
No había transcurrido mucho tiempo, quizás unos quince minutos, cuando volvió a oírse que descorrían el cerrojo, y por la puerta entreabierta asomó la cabeza gris un oficial viejo, quien en tono estricto pero amable me preguntó si tenía frío. De sobra sabía él que aquel cuarto de tortura, con alfombra roja, seguro que para disimular la sangre de sus víctimas, estaba helado.
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©Belkis Cuza Malé, La buena memoria, Linden Lane Press, 2023.
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